7 nov 2017

La utopía del hombre nuevo

Despedidas> Daniel Viglietti

Por Mariano Del Mazo
05 de noviembre de 2017
RADAR




Es insoslayable que su nombre fue y será por mucho tiempo sinónimo de música popular, nueva canción uruguaya y canción de protesta en América latina. A raíz de su militancia, su compromiso y su visión política que le costaría un largo exilio fuera de su país, Daniel Viglietti también adquiere una trascendencia notable más allá de lo estrictamente musical. De formación clásica rigurosa, tuvo oídos y ojos especialmente atentos a la poesía tan refinada como popular de Vallejo a Lorca e Idea Vilariño. Su figura estará a la altura de artistas como Yupanqui, Alfredo Zitarrosa o Violeta Parra. Radar despide a Viglietti, quien murió el 30 de octubre a los 78 años en Montevideo.
El lunes 30 murió Daniel Viglietti, a los 78 años. Un mes atrás había muerto el musicólogo y pedagogo uruguayo Coriún Aharonián, a los 77. Un triste y melancólico cuadro se completa con las dos partidas. Es la pintura del fin de una época: quedaron borrados de la faz de la tierra los perfiles de una matriz de artista en extinción. Esa matriz está constituida de militancia, honestidad, terquedad, tradición, vanguardia y trabajo.

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Viglietti había fundado con Aharonián –y Braulio López y Pepe Guerra– el sello Ayuí, una usina discográfica de buena parte de la mejor música uruguaya y, en su momento, una estrategia para socavar el silencio blindado de la dictadura. Fue uno de sus tantos aportes culturales debajo de un escenario. La acción para él estaba enmarcada en lo ideológico. Es lo que le daba sentido: la canción fue un instrumento de la ideología. Se repartía en tareas: difundía buena música en sobrios ciclos radiales –al igual que Zitarrosa, era locutor– y cada vez que pudo ocupó espacios televisivos para entrevistar a Serrat, a El Sabalero, a Silvio Rodríguez, o para contar historias de Antonio Tormo o Felisberto Hernández. También solía escribir columnas en revistas paradigmáticas, como Marcha y Brecha. Actuó, modificó y tuvo un tremendo peso específico conceptual en un mundo que hace varios años dejó de existir.

Su obra exhibe múltiples aristas, y todas conducen hacia un sitio idílico donde confluyen la verdad –una verdad que fue convicción política– y la belleza. “La canción es una forma de escritura”, me dijo en 1993. “No hay pluma, pero con la guitarra se escribe en el aire. El resultado es un producto frágil pero penetrante. El mensaje llega en tres o cuatro minutos cuando un libro demora al menos tres o cuatro horas, o días. Me parece importante hacer canciones. Pero no me alcanza”.

Hijo único de una pianista y de un guitarrista, sus tempranos estudios de música clásica con Atilio Rapat y Abel Carlevaro le otorgaron una formidable cobertura técnica. Desde esa solidez indagó los folklores latinoamericanos, en un instante coyuntural en que empezó a fraguar eso que se llamó, vagamente, “la nueva canción”. Emergente de la gloriosa clase media uruguaya de mediados del siglo XX, abrazó cada uno de los movimientos de liberación del continente, sufrió cárcel y exilio (como lo cuenta en nota aparte Milton Fornaro), pero nunca olvidó el foco de la experimentación, ni de ejercitar cierto vanguardismo. En ese sentido, queda emparentado a sus adorados Violeta Parra y Chico Buarque; en su costado más austero y tradicionalista, el link es con Yupanqui. Esos fueron sus mejores espejos. Viglietti resolvió la encrucijada del panfleto a través de una narrativa nunca torpe, siempre inteligente, con juegos de palabras, climas oníricos y rudimentos tomados de la poesía, de Vallejo a Lorca y de Idea Vilariño a Roque Dalton.

Aunque resulta injusto limitarlo al cancionero que se volvió bandera, tampoco es un aspecto para soslayar: él mismo defendió sus piezas más inflamadas con obstinación, sobre todo en años en que los vientos soplaban a contramano. Tomaba ese artefacto comunicacional “breve pero penetrante” como fuente de consignas. El pulso militante, guevarista, está presente en temas como “Canción de Pablo”, “Sólo digo compañeros”, “Lamarca”, “Declaración de amor a Nicaragua”, “Canción del hombre nuevo”, “Canción del guerrillero heroico”, “Che, por si Ernesto”, y tantos más. Pero figuran al lado de otros que se elevan de la media de la canción política, para incursionar en territorios de una audacia formal encomiable.

Cualquiera de sus composiciones “esdrújulas” –en las que Viglietti tomó y profundizó la estructura de la “Mazúrquica modérnica” de Violeta Parra– son de una sutil destreza lingüistica. También escribió canciones signadas por ensoñaciones, que operan como alegorías o metáforas. Tomemos por caso “Idilío”, que relata el amor de una pareja de cantautores. Parte de un sueño, como resto diurno en el que se mezclan Benedetti y Maslíah: “Anoche yo soñé con dos que ya se conocían/ y en la ocasión se reencontraron y se simpatían./ Mariana y Leo, los dos cantantes tan sincopados/tenían arritmia en sus corazones muy enamorados./ Soñé que Leo se quedó un momento sin composiciones– mirá –/ y que Mariana andaba fascinada y muda de canciones – fijate –/ Hicieron dúo de luna y búho, silencio hubo;/ sólo chistidos iban por el aire que hizo lo que pudo”.

Luminoso y alerta, luna y búho. El amor va y viene de la militancia y alcanzan niveles insondables, de tremenda eficacia y belleza, en temas como “Anaclara”. Ya las primeras frases son una obra maestra de la canción popular, casi un haiku anarquista: “Con un grafo/ ella escribe en las paredes: ‘Resistir’/ Bufanda rojinegra por la espalda,/ minifalda,/ Anaclara”.

En 2002 Página 12 exhumó tres discos clave. Como compra opcional al diario, puso en circulación Canciones para el hombre nuevo (1968), Canto libre (1969) y Canciones chuecas (1971). El primero traía, además de “A desalambrar”, una serie de poemas musicalizados extraordinarios: “Soldado, aprende a tirar” y “Me matan si no trabajo”, ambos textos de Nicolás Guillén y, sobre todo, versos de Federico García Lorca, Rafael Alberti y César Vallejo. Canto libre reafirma su amor por Violeta con “Me gustan los estudiantes” y “Mazúrquica modérnica”, y lo consolida como un autor político, urgente: era 1969 y Viglietti claramente fue consecuencia de su tiempo. En esos años modeló su temperamento de artista comprometido, entre el dogma y la coherencia. Tal vez su disco más trascendente fue el tercero de esa edición, Canciones chuecas. Grabado en Buenos Aires, el tema “idea fuerza” es “El Chueco Maciel”: una composición enorme, un crescendo narrativo atrapante a la manera de “Pedro Navaja” o “Construcción”, que cuenta la perfecta historia ficcional de un Robin Hood de cantegril. Ese “uruguayo de Tacuarembó” está instalado en el inconsciente colectivo rioplatense.

Con una voz pequeña, nasal y entonada (Eduardo Galeano habló de una “voz armoniosa que hace temblar las paredes”), solemne, algo anacrónico en su discurso preciso, intransigente en su ideario, Viglietti se hizo querer en Francia, donde vivió el grueso de su exilio y donde recibió la Orden de las Letras y las Artes. “Los franceses fueron muy solidarios conmigo. Nunca me voy a olvidar que hasta Sartre firmó por mi liberación en 1972, cuando estaba preso en Montevideo”, dijo.

Muchas vidas caben en la vida de Viglietti, pero la dirección es unívoca. Hoy resulta complejo –y desatinado– ubicar su obra por fuera del contexto en la que fue concebida e, incluso, por fuera del contexto afectivo del oyente, esa educación sentimental de la adolescencia y los años siguientes que se tatúa en la piel para siempre. El uruguayo pertenece a una línea indoblegable que une a Yupanqui, a Zitarrosa, a Paco Ibáñez. Una raza de dulces cabrones que mientras el mundo se derrumbaba –y se sigue derrumbando– cantaron sus verdades con la cabeza alta, incorruptibles. Como el de Maciel, su paso dolido anduvo del norte hacia el sur detrás de quimeras. Viglietti supo más que nadie que el sentido de la vida es, finalmente, una utopía.