POR INSTITUTO TRICONTINENTAL
28 DE DICIEMBRE DE 2022
Una síntesis del camino tortuoso del fundamentalismo en América Latina: desde su surgimiento en Estados Unidos hasta su proyección actual en la política regional.
El fundamentalismo religioso y sus orígenes
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la teología cristiana, como campo de estudio, estuvo marcada por varios avances en el pensamiento y en las metodologías de investigación, y muy influenciada por la Ilustración. Estas visiones también incidían en prácticas, como el llamado evangelio social, que buscaba dar una respuesta teológica para la realidad de la clase trabajadora urbana en las grandes ciudades estadounidenses, tras de la crisis y las transformaciones económicas de la Guerra de Secesión (1861-1865)1.
Con el avance de la ciencia occidental y su comprensión de otras literaturas sagradas, era necesario considerar a la Biblia teniendo en cuenta su lenguaje y contexto, lo que se conoció como método histórico-crítico, cuestionando su literalidad y comprendiendo la importancia de la figura de Jesús y otros relatos más por su valor ético y moral que por la metafísica. Este movimiento fue conocido como teología liberal.
De este contexto histórico surge el fundamentalismo religioso, con la organización de grupos de protestantes conservadores que comienzan a cuestionar la nueva forma científica de ver el mundo, reaccionando a los nuevos aires que surgían. A partir de 12 volúmenes publicados entre 1910 y 1915, titulados de The fundamentals: a testimony to the truth [Los fundamentos: un testimonio de la verdad], ese movimiento pasó a reivindicar algunos puntos como innegociables para la fe cristiana. Estas publicaciones fueron financiadas por el multimillonario presbiteriano Lyman Stewart, compiladas por el Reverendo Reuben Archer Torreye, y distribuidas por todo los Estados Unidos y otros países de habla inglesa. Cerca de 3 millones de ejemplares llegaron gratuitamente a manos de fieles, teólogos y misioneros (Sousa en Chevitarese et. Al., 2021: 103-106).
El fundamentalismo nace, por lo tanto, como una reacción violenta a la ciencia, al humanismo y a los valores de la modernidad surgidos de la Ilustración, creando así un enemigo al que combatir. La visión de este proyecto, que se inició a finales del siglo XIX en Estados Unidos, está muy vinculada a la idea del “destino manifiesto”, que sostenía que la conquista del Oeste de EE. UU. por los colonizadores estadounidenses era la voluntad de Dios. La idea fue actualizada por la derecha cristiana en la segunda mitad del siglo XX, convirtiéndose en una justificación concreta para las acciones imperialistas de Estados Unidos en el mundo, especialmente en América Latina.
El proyecto imperialista de Estados Unidos está íntimamente ligado a esa visión religiosa fundamentalista de que ellos son los enviados de Dios para civilizar a los bárbaros. El protestantismo estadounidense ha sido la justificación religiosa de todas sus acciones imperialistas y no se puede separar al imperialismo del fundamentalismo religioso, cuyos adeptos ven su lucha como una guerra del bien contra el mal que atraviesa no solo la religión, sino la política, el poder militar, la educación y el medio ambiente. El fundamentalismo religioso se inserta en el mundo posicionándose activamente contra sus opositores en varias dimensiones, atravesando la vida cotidiana de las y los trabajadores. En este sentido, convencer al otro es un elemento importante de esta narrativa, dado que justifica la máxima protestante: “convierte al individuo y la sociedad se transformará”. Ya no son más los pecados individuales los que deberán ser purgados, sino el pecado de todas las naciones.
“El fundamentalismo nace, por lo tanto, como una reacción violenta a la ciencia, al humanismo y a los valores de la modernidad surgidos de la Ilustración, creando así un enemigo al que combatir”
La riqueza es un deber protestante para este grupo, que cree que la fe y la disciplina basadas en lecturas fundamentalistas de la Biblia permitirían al creyente prosperar, sobre todo financieramente. La pobreza aparece como consecuencia de la falta de fe y de la indisciplina en el trabajo de los fieles. La teología de la prosperidad, tan vinculada a los neopentecostales, en realidad está estrechamente ligada a los protestantes conservadores de principios del siglo XX.
No obstante, para las personas negras, inmigrantes y trabajadoras empobrecidas de Estados Unidos, que frecuentaban las iglesias protestantes a principios del siglo pasado, esta visión no tenía mucho sentido. Esta cierta “inadecuación” a un protestantismo de la riqueza es la raíz del pentecostalismo, desencadenado por el Movimiento de Azusa Street de 1906 en Los Ángeles. Creyentes negros, pobres e inmigrantes vivenciaron, por medio del testimonio del predicador negro William J. Seymour, una experiencia catártica y espiritual, que incorporó la africanidad de ese pueblo, expresada en sus cuerpos y su música. Esa africanidad litúrgica aportaba la herencia de los rituales practicados por las personas africanas esclavizadas: ring shout [anillo de grito], danzas, palmas, devoción con experiencias de glosolalia (hablar en lenguas desconocidas) y la emoción que se desbordaba en las celebraciones y alabanzas.
El pentecostalismo dignificó, a su manera, a las personas marginadas en medio de las tensiones socioeconómicas y raciales de ese período en Estados Unidos, y promovió la igualdad de género entre sus dirigentes. A partir de una experiencia de fe, se creó una identidad colectiva, que sirvió para hacer frente a ciertos sufrimientos individuales: la lucha contra el alcoholismo y la resolución de buena parte de las angustias psicosociales y de la violencia y los conflictos en el hogar.
El pentecostalismo nació, por lo tanto, como forma de resistencia del pueblo negro en Estados Unidos, deseoso de vivir una espiritualidad en diálogo con su ancestralidad que no encajaba en los discursos y la liturgia propuestos por el cristianismo protestante blanco.
Aunque las y los protestantes pentecostales tuvieron dificultades para practicar su fe en la forma institucional y convencional de la religión, ante la resistencia del protestantismo tradicional y fundamentalista estadounidense, fue a partir de la década de 1960 que estos últimos inician un acercamiento a los pentecostales, con el fin de retomar los espacios perdidos en la religiosidad de la clase trabajadora.
Este fenómeno no puede entenderse sin las acciones del pastor bautista Billy Graham, a finales de la década de 1940. Billy Graham, además de pastor y gran predicador, estaba convencido, desde una lectura fundamentalista de la Biblia, de que el “destino de América” dependía de la conversión de los individuos al cristianismo. El creó la Asociación Evangélica —considerada una reforma del fundamentalismo a inicios del siglo XX con una fuerte acción expansionista— que tuvo mucho financiamiento para actividades en América Latina en alianza con gobiernos dictatoriales (y con un discurso anticomunista, a partir de un diálogo popular con las masas, atacando a los comunistas por medio de pautas morales, como la defensa de la familia patriarcal, que los cristianos debían salvaguardar y movilizar). Graham fue asesor personal de presidentes estadounidenses como Richard Nixon —que llegó a ofrecerle la Embajada de Israel—, Bill Clinton y George W. Bush.
Aunque el fundamentalismo religioso no nació en las iglesias pentecostales, es importante mencionar que, por mucho que el movimiento pentecostal rompiera con algunas formas de opresión, la centralidad de puntos considerados como tradicionales por la fe cristiana se mantuvo y explotó en el transcurso del tiempo en este vínculo estratégico entre fundamentalismo y pentecostalismo. En este sentido, el fundamentalismo, aliado con un proyecto imperialista, logró absorber una nueva manifestación religiosa. La derecha cristiana tradicional miró estratégicamente al fenómeno pentecostal, aportando elementos teológicos y expansionistas para su consolidación en diversos territorios del Sur Global.
“El pentecostalismo dignificó, a su manera, a las personas marginadas en medio de las tensiones socioeconómicas y raciales de ese período en Estados Unidos, y promovió la igualdad de género entre sus dirigentes”
Por tanto, podemos concluir que una de las características del fundamentalismo es su carácter reactivo. Sin embargo, para avanzar en la comprensión de las nuevas narrativas fundamentalistas después del avance expansionista del pentecostalismo, tenemos que comprender qué elementos religiosos se han ido configurando en Nuestra América a lo largo de este período.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la teología cristiana, como campo de estudio, estuvo marcada por varios avances en el pensamiento y en las metodologías de investigación, y muy influenciada por la Ilustración. Estas visiones también incidían en prácticas, como el llamado evangelio social, que buscaba dar una respuesta teológica para la realidad de la clase trabajadora urbana en las grandes ciudades estadounidenses, tras de la crisis y las transformaciones económicas de la Guerra de Secesión (1861-1865)1.
Con el avance de la ciencia occidental y su comprensión de otras literaturas sagradas, era necesario considerar a la Biblia teniendo en cuenta su lenguaje y contexto, lo que se conoció como método histórico-crítico, cuestionando su literalidad y comprendiendo la importancia de la figura de Jesús y otros relatos más por su valor ético y moral que por la metafísica. Este movimiento fue conocido como teología liberal.
De este contexto histórico surge el fundamentalismo religioso, con la organización de grupos de protestantes conservadores que comienzan a cuestionar la nueva forma científica de ver el mundo, reaccionando a los nuevos aires que surgían. A partir de 12 volúmenes publicados entre 1910 y 1915, titulados de The fundamentals: a testimony to the truth [Los fundamentos: un testimonio de la verdad], ese movimiento pasó a reivindicar algunos puntos como innegociables para la fe cristiana. Estas publicaciones fueron financiadas por el multimillonario presbiteriano Lyman Stewart, compiladas por el Reverendo Reuben Archer Torreye, y distribuidas por todo los Estados Unidos y otros países de habla inglesa. Cerca de 3 millones de ejemplares llegaron gratuitamente a manos de fieles, teólogos y misioneros (Sousa en Chevitarese et. Al., 2021: 103-106).
El fundamentalismo nace, por lo tanto, como una reacción violenta a la ciencia, al humanismo y a los valores de la modernidad surgidos de la Ilustración, creando así un enemigo al que combatir. La visión de este proyecto, que se inició a finales del siglo XIX en Estados Unidos, está muy vinculada a la idea del “destino manifiesto”, que sostenía que la conquista del Oeste de EE. UU. por los colonizadores estadounidenses era la voluntad de Dios. La idea fue actualizada por la derecha cristiana en la segunda mitad del siglo XX, convirtiéndose en una justificación concreta para las acciones imperialistas de Estados Unidos en el mundo, especialmente en América Latina.
El proyecto imperialista de Estados Unidos está íntimamente ligado a esa visión religiosa fundamentalista de que ellos son los enviados de Dios para civilizar a los bárbaros. El protestantismo estadounidense ha sido la justificación religiosa de todas sus acciones imperialistas y no se puede separar al imperialismo del fundamentalismo religioso, cuyos adeptos ven su lucha como una guerra del bien contra el mal que atraviesa no solo la religión, sino la política, el poder militar, la educación y el medio ambiente. El fundamentalismo religioso se inserta en el mundo posicionándose activamente contra sus opositores en varias dimensiones, atravesando la vida cotidiana de las y los trabajadores. En este sentido, convencer al otro es un elemento importante de esta narrativa, dado que justifica la máxima protestante: “convierte al individuo y la sociedad se transformará”. Ya no son más los pecados individuales los que deberán ser purgados, sino el pecado de todas las naciones.
“El fundamentalismo nace, por lo tanto, como una reacción violenta a la ciencia, al humanismo y a los valores de la modernidad surgidos de la Ilustración, creando así un enemigo al que combatir”
La riqueza es un deber protestante para este grupo, que cree que la fe y la disciplina basadas en lecturas fundamentalistas de la Biblia permitirían al creyente prosperar, sobre todo financieramente. La pobreza aparece como consecuencia de la falta de fe y de la indisciplina en el trabajo de los fieles. La teología de la prosperidad, tan vinculada a los neopentecostales, en realidad está estrechamente ligada a los protestantes conservadores de principios del siglo XX.
No obstante, para las personas negras, inmigrantes y trabajadoras empobrecidas de Estados Unidos, que frecuentaban las iglesias protestantes a principios del siglo pasado, esta visión no tenía mucho sentido. Esta cierta “inadecuación” a un protestantismo de la riqueza es la raíz del pentecostalismo, desencadenado por el Movimiento de Azusa Street de 1906 en Los Ángeles. Creyentes negros, pobres e inmigrantes vivenciaron, por medio del testimonio del predicador negro William J. Seymour, una experiencia catártica y espiritual, que incorporó la africanidad de ese pueblo, expresada en sus cuerpos y su música. Esa africanidad litúrgica aportaba la herencia de los rituales practicados por las personas africanas esclavizadas: ring shout [anillo de grito], danzas, palmas, devoción con experiencias de glosolalia (hablar en lenguas desconocidas) y la emoción que se desbordaba en las celebraciones y alabanzas.
El pentecostalismo dignificó, a su manera, a las personas marginadas en medio de las tensiones socioeconómicas y raciales de ese período en Estados Unidos, y promovió la igualdad de género entre sus dirigentes. A partir de una experiencia de fe, se creó una identidad colectiva, que sirvió para hacer frente a ciertos sufrimientos individuales: la lucha contra el alcoholismo y la resolución de buena parte de las angustias psicosociales y de la violencia y los conflictos en el hogar.
El pentecostalismo nació, por lo tanto, como forma de resistencia del pueblo negro en Estados Unidos, deseoso de vivir una espiritualidad en diálogo con su ancestralidad que no encajaba en los discursos y la liturgia propuestos por el cristianismo protestante blanco.
Aunque las y los protestantes pentecostales tuvieron dificultades para practicar su fe en la forma institucional y convencional de la religión, ante la resistencia del protestantismo tradicional y fundamentalista estadounidense, fue a partir de la década de 1960 que estos últimos inician un acercamiento a los pentecostales, con el fin de retomar los espacios perdidos en la religiosidad de la clase trabajadora.
Este fenómeno no puede entenderse sin las acciones del pastor bautista Billy Graham, a finales de la década de 1940. Billy Graham, además de pastor y gran predicador, estaba convencido, desde una lectura fundamentalista de la Biblia, de que el “destino de América” dependía de la conversión de los individuos al cristianismo. El creó la Asociación Evangélica —considerada una reforma del fundamentalismo a inicios del siglo XX con una fuerte acción expansionista— que tuvo mucho financiamiento para actividades en América Latina en alianza con gobiernos dictatoriales (y con un discurso anticomunista, a partir de un diálogo popular con las masas, atacando a los comunistas por medio de pautas morales, como la defensa de la familia patriarcal, que los cristianos debían salvaguardar y movilizar). Graham fue asesor personal de presidentes estadounidenses como Richard Nixon —que llegó a ofrecerle la Embajada de Israel—, Bill Clinton y George W. Bush.
Aunque el fundamentalismo religioso no nació en las iglesias pentecostales, es importante mencionar que, por mucho que el movimiento pentecostal rompiera con algunas formas de opresión, la centralidad de puntos considerados como tradicionales por la fe cristiana se mantuvo y explotó en el transcurso del tiempo en este vínculo estratégico entre fundamentalismo y pentecostalismo. En este sentido, el fundamentalismo, aliado con un proyecto imperialista, logró absorber una nueva manifestación religiosa. La derecha cristiana tradicional miró estratégicamente al fenómeno pentecostal, aportando elementos teológicos y expansionistas para su consolidación en diversos territorios del Sur Global.
“El pentecostalismo dignificó, a su manera, a las personas marginadas en medio de las tensiones socioeconómicas y raciales de ese período en Estados Unidos, y promovió la igualdad de género entre sus dirigentes”
Por tanto, podemos concluir que una de las características del fundamentalismo es su carácter reactivo. Sin embargo, para avanzar en la comprensión de las nuevas narrativas fundamentalistas después del avance expansionista del pentecostalismo, tenemos que comprender qué elementos religiosos se han ido configurando en Nuestra América a lo largo de este período.
Cristianismo y política en América Latina
A partir de los años 60, nuestras raíces coloniales, esclavistas e imperialistas, fruto de la herencia autoritaria en la que fuimos paridos, abrieron espacio para que las dictaduras latinoamericanas se extendieran con fuerza. Sin embargo, contra estas opresiones surge en América Latina un movimiento cristiano que utiliza herramientas de análisis marxistas combinadas con la fe religiosa en un Dios de la liberación. Se da entonces el desarrollo de la teología de la liberación, que desde la década de 1960 busca construir una teología y una práctica de lucha contra las injusticias y por la liberación del pueblo pobre y oprimido, a partir de la lectura de un Jesús histórico y liberador.
La teología de la liberación es una de las respuestas de las diversas organizaciones populares formadas en el período de avance de la industrialización en la región, cuando la masa del campesinado se proletariza y se profundizan las desigualdades sociales estructurantes de nuestro continente. No es posible pensar en el avance del trabajo de base en nuestros territorios, por toda América Latina, sin mirar con generosidad al cristianismo popular y revolucionario que ocupó estas tierras. La nueva propuesta de fe cristiana, promovida por la teología de la liberación, que hace una opción preferencial por los pobres y marginados, es un punto importante para la nueva lectura de la Biblia. Esa lectura posee un método que consiste en la tríada: 1) Realidad: convivir con el pueblo, aprender lo que ellos saben, ser pueblo; 2) Biblia: poner la Biblia al diálogo con la vida cotidiana, con la realidad y buscar respuestas; 3) Comunidad: compartir el pan y la vida, mediante la transformación comunitaria de la realidad.
Toda esta nueva propuesta de la teología de la liberación se volvió fundamental “para comprender los mecanismos de opresión del orden social imperante”, para realizar “una ruptura radical del estado presente de las cosas, una transformación profunda del sistema de propiedad, el acceso al poder de la clase explotada, una revolución social que acabe con esta dependencia y llegue a una sociedad socialista” (Gutiérrez, 1971, cit. en Semeraro, 2017: 43).
En este contexto, la fe y la lucha caminaron juntas en América Latina. Se pueden mencionar muchos ejemplos para pensar en ese proceso de resistencia junto al cristianismo, como la Revolución Sandinista en Nicaragua, donde las y los cristianos, influenciados por las acciones liberadoras en el continente latinoamericano, fueron esenciales en la lucha por la liberación nacional. El Salvador, inspirado por los movimientos cristianos que ganaban fuerza en el continente, pudo, a partir de la figura del padre Rutilio Grande (1928-1977) y su metodología de lectura crítica y popular de la Biblia, avanzar en el compromiso con los pobres, así como el Bloque Popular Revolucionario, que tuvo como su principal líder a un joven cristiano, Juan Chacón (1952–1980) (Lowy, 2016). En Colombia, el sacerdote católico, sociólogo y guerrillero Camilo Torres Restrepo (1929-1966) basó su visión en el “amor eficaz al prójimo” y desafió y denunció a la iglesia, argumentando que se había corrompido ante los poderosos. En Brasil, el mayor ejemplo de este cruce es el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), ya que el trabajo pastoral de la Iglesia Católica y de la Iglesia Luterana fue fundamental para la formación del movimiento (Stedile y Fernandes, 2012: 19).
También es necesario recordar a figuras importantes de la rama protestante de la teología de la liberación, como Richard Shaull (1919-2002), teólogo presbiteriano estadounidense que vivió muchas décadas en Brasil y dedicó sus estudios al diálogo entre el cristianismo y las categorías marxistas, relacionó temas sociales con la fe evangélica y fue llamado “teólogo de la revolución”. Rubem Alves (1933-2014), alumno de Shaull, fue quien usó por primera vez el término “teología de la liberación”, en su tesis de doctorado (Alves, 1982). Todavía en la reflexión teológica, figuras como la teóloga y biblista mexicana Elsa Támez (1951), la argentina Marcella Althaus-Reid (1952-2009) y la brasileña y activista de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), Nancy Cardoso (1959), profundizaron la dimensión del cuerpo y de la sexualidad desde la teología feminista haciendo críticas a la teología de la liberación.
Esta forma de estar en el mundo, en la lucha por justicia a partir de una inserción activa y concreta en la sociedad —corte teológico fundamental inaugurado por la teología de la liberación—, era algo inaceptable para el imperialismo y sus aliados. En este sentido, es necesario volver la mirada a la empresa imperialista estadounidense en América Latina, que vio la amenaza a sus privilegios y al orden establecido y se volcó contra el pueblo que construía su propia fe revolucionaria, persiguiendo a la teología de la liberación.
Estudio bíblico con lectura popular de la Biblia en Petrolina, en el estado de Pernambuco, Brasil, 2019. Foto de referencia: Central Popular de Comunicação
La batalla por la subjetividad
Vijay Prashad, director del Instituto Tricontinental de Investigación Social, nos muestra cómo se combinó esa ofensiva imperialista con el conservadurismo cristiano en el continente contra la teología de la liberación: “Sectas protestantes, en particular las que tienen raíces en Estados Unidos (…) predicaban el evangelio de la empresa individual y no de la justicia social” (Prashad, 2020: 101). El lema “sea patriota, mate un cura” se tomó al pie de la letra en El Salvador. En la década de 1970, la inteligencia boliviana junto con la CIA construyó un dossier contra los teólogos de la liberación.
Además de apoyar golpes de Estado, dictaduras e intervenciones en elecciones en el continente latinoamericano, el imperialismo estadounidense también optó por construir otras estrategias —más sutiles y a largo plazo— a través de la lucha contra las organizaciones populares existentes en América Latina. En la década de 1980, el gobierno de Estados Unidos estrechó lazos con la Iglesia Católica, mientras el Papa Juan Pablo II estuvo en la Revolución nicaragüense criticando a los sacerdotes progresistas. En este mismo período, agentes de la CIA se reunieron y elaboraron un documento que señalaba la necesidad de invertir en una batalla en el campo subjetivo, es decir, buscaban moldear la forma en que las personas construían el sentido de sus vidas en el contexto de miseria del capitalismo dependiente.
La desarticulación de la teología de la liberación, más allá de los límites de la izquierda organizada, fue la consecuencia de un proyecto imperialista, que vio en ella una amenaza en el campo subjetivo que ponía en riesgo los avances de las políticas neoliberales en América Latina.
En ese contexto, la alianza entre el pentecostalismo y el fundamentalismo religioso da un nuevo contorno a la experiencia de nuestro pueblo y pasa a llamarse neopentecostalismo, que gana un espacio mayor en las décadas de 1980 y 1990 y se expande con gran fuerza a partir los años 2000. El boom del neopentecostalismo fortaleció el avance del imperialismo y del neoliberalismo a través de diversas corrientes de fe, especialmente la teología de la dominación y el evangelio de la prosperidad.
La teología de la dominación, o reconstruccionismo, surge en los años 1970 en Estados Unidos y busca la reconstrucción de la teocracia, ofreciendo una cosmovisión cristiana para que los protestantes obtengan y mantengan poder en esferas públicas. Esta corriente está muy asociada a la idea de “guerra espiritual”, la lucha contra un enemigo que puede actuar en diversas áreas de la vida, muy vinculada a la lectura del Antiguo Testamento. El cristiano, por tanto, no debe evitar el mundo y todo lo que él representa de mal, como el pecado y la tentación —hecho teológico de los pentecostalismos anteriores—, sino que debe estar en el mundo de forma activa, en guerra contra ese mal, incluso ocupando espacios de poder.
Otra tendencia es la llamada teología de la prosperidad, acumulación de bienes materiales como signo de bendición divina. Ser hijo/a de Dios es sinónimo de victoria. Aunque esta idea gana fuerza entre los neopentecostales, tiene sus raíces en el protestantismo histórico, que comprendía que los atisbos de las bendiciones de Dios también pueden reflejarse también en el “aquí y ahora” en forma de prosperidad financiera, como una especie de recompensa por la disciplina y ética de trabajo protestante.
El discurso fundamentalista de las iglesias encuentra un terreno fértil en este momento histórico en el que la clase trabajadora se encuentra a la defensiva ante los ataques del neoliberalismo a la vida social y a las formas de subsistencia. Las masas trabajadoras no consolidaron sus derechos sociales de forma estructural, lo que no permite su empoderamiento como organización revolucionaria. Además, el proceso de desindustrialización y reestructuración del mundo laboral supuso que muchos trabajadores perdieran, además de su empleo, su espacio de sociabilidad y lucha colectiva, ya que en las fábricas tenían más posibilidades de organizarse colectivamente para mejorar sus condiciones de vida. La iglesia absorbió la necesidad de socialización, transformando las agendas colectivas en agendas individuales, resignificando la identidad de quienes trabajan —transformándolos en hermanos y hermanas—, quitando, desde el punto de vista económico e ideológico, la centralidad del proletariado organizado como sujeto revolucionario.
“La alianza entre el pentecostalismo y el fundamentalismo religioso da un nuevo contorno a la experiencia de nuestro pueblo y pasa a llamarse neopentecostalismo, que (…) se expande con gran fuerza a partir los años 2000”
El neoliberalismo contribuye a una naturalización de los hechos en la que la pobreza se justifica por una situación de buena o mala suerte en la vida. Las iglesias fundamentalistas corroboran esa visión, conectando la idea de buena o mala suerte con la dedicación o la falta de fe. La construcción ideológica de la pérdida de la centralidad económica y política del proletariado, y el consecuente quiebre de la visión del socialismo y la revolución como horizonte en la búsqueda por superar la opresión, hizo que las teologías críticas y transformadoras hayan perdido espacio frente a las formas individualistas de vivir la fe del pueblo pobre y oprimido. La derecha cristiana retomó y absorbió la religión como mecanismo de dominación, utilizando a menudo metodologías de la propia izquierda, haciéndose útil a la clase trabajadora y realizando un trabajo de base cotidiano muy eficiente.
Las iglesias protestantes pentecostales y neopentecostales han absorbido las necesidades concretas y cotidianas del pueblo, al dar respuestas objetivas y subjetivas a una parte considerable de la clase trabajadora, por medio de cultos catárticos llenos de alabanza, que funcionan en la práctica como fiesta, cultura y ocio en las periferias, además de ser muchas veces el único espacio colectivo de convivencia.
El fundamentalismo religioso latinoamericano
La explosión del neopentecostalismo en el continente latinoamericano ha ganado visibilidad a partir del uso de diversos medios de comunicación y su relación con la política. Los cambios de postura del segmento protestante frente a la política latinoamericana pueden fecharse a partir de los años 80, cuando la premisa “los protestantes no se mezclan con política” dejó de tener sentido. En Brasil, la entrada asumida en la política se puede sintetizar con la máxima “hermano vota por hermano”. Las nociones sobre lo que pertenece al “mundo” y lo que es de “Dios” empezaron a tener nuevos contornos, e influyeron en la forma de comportarse frente a la política institucional. Con el paso de los años, puede decirse que la religión como código/símbolo de lenguaje y política ganó fuerza.
Como ejemplo de este movimiento tenemos las elecciones presidenciales brasileñas de 2014, que demostraron que la comunicación política se ha revestido cada vez más de religiosidad, con agendas que defienden la concepción patriarcal de familia y de la moral cristiana. Años después, es importante recordar la forma en que se utilizó la “religión” en el juicio político a la presidenta Dilma Rousseff en la Cámara de Diputados, en 2016. Eduardo Cunha, el entonces presidente de la Cámara, pentecostal de la Asamblea de Dios y actor clave en el proceso, abrió la sesión del juicio político con la siguiente frase: “Se abre la sesión. Bajo la protección de Dios”.
Durante la votación, que fue transmitida en los principales medios de comunicación, se pudo percibir una fuerte motivación e intenciones de carácter moral y religioso en los discursos de los parlamentarios. Aunque el proceso no haya sido plenamente orquestado por la bancada evangélica, tuvo en ella un apoyo fundamental. La Agencia Pública señaló que 83,85% de la bancada evangélica votó a favor de la destitución de Dilma (representa cerca del 36% del total de diputados federales del Congreso brasileño). Según la investigación de Huffpost Brasil, los delitos de responsabilidad fiscal fueron citados apenas 18 veces en la Cámara de Diputados, mientras que términos como “familia e hijos” y “Dios” fueron citados 270 y 75 veces, respectivamente, del total de 513 diputados federales (citado en Lopes et Al., 2017: 127).
Otro momento definitorio de la gramática religiosa en la política latinoamericana fue el golpe de Estado contra Evo Morales, en 2019. Al tomar posesión después el derrocamiento de Morales, la autoproclamada presidenta interina, Jeanine Áñez, marchó al Palacio presidencial con una enorme Biblia en sus manos y dijo que renovaría el sistema político boliviano. Algunos años antes, ella había tuiteado que soñaba “con una Bolivia libre de ritos indígenas satánicos” (Prashad, 2020).
Además, durante la pandemia, el fundamentalismo religioso en Brasil, Chile, Perú y en otros países de la región contribuyó con una presión contra el distanciamiento social, sosteniendo que la fe, más que las medidas sanitarias, protegería a los fieles. La acción anticientífica también es un rasgo importante en la comprensión del fundamentalismo y está presente desde sus raíces.
Aunque el protestantismo en estos territorios se ha caracterizado por una fuerte acción anticatólica, el fundamentalismo religioso en América Latina no vive solo de protestantes. En las últimas décadas, protestantes y católicos construyen juntos una agenda extremadamente conservadora, actuando principalmente en el campo legal contra las agendas progresistas, debilitando la democracia y con una bandera antigénero firme en todas sus acciones. Además, los discursos políticos están impregnados de religiosidad, junto con una inversión estadounidense en misiones y proyectos protestantes en todo el continente.
Las banderas fundamentalistas
La llamada defensa de las agendas morales es una bandera importante en los discursos fundamentalistas y se manifiesta en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Los discursos contra la “ideología de género” han sido la gran bandera del fundamentalismo religioso. La noción de “ideología de género” surge en el contexto católico, pero se difunde ampliamente en los medios de comunicación y en las redes sociales como una forma de la derecha de referirse a las agendas de género, siendo absorbida por sectores protestantes fundamentalistas. Este término condena todo lo que no es cisheterosexual, considerando que el concepto de familia se limita al fruto de una relación matrimonial entre un hombre y una mujer, siendo el aborto altamente condenable en este contexto al delegar únicamente a Dios el poder de quitar la vida, sin considerar el derecho de la mujer de decidir sobre su propio cuerpo. Cualquier cuestionamiento a esta perspectiva conservadora es tachado de “ideología de género”, provocando pánico moral.
El discurso pro-familia patriarcal como proyecto económico político ha avanzado mucho en América Latina. El mantenimiento de esta “familia ideal” como modelo a defender pretende mantener el statu quo en materia de políticas públicas: las mujeres como procreadoras y principales cuidadoras y responsables niñas y niños, así como de personas enfermas y ancianas, o sea, los cuidados domésticos continuarán siendo responsabilidad del mundo privado de las mujeres. Para ello, los fundamentalistas se apoyan en el derecho y la educación como medios para perpetuar una sociedad patriarcal y extremadamente desigual.
Grupos religiosos, de la mano del conservadurismo de las elites latinoamericanas, han salido a las calles contra la legalización del aborto, enfrentándose a los movimientos feministas que avanzaron en la discusión sobre el derecho de las mujeres a decidir sobre sus propios cuerpos. La inserción del fundamentalismo religioso en la disputa por la aprobación de leyes ha sido muchas veces determinante para frenar importantes agendas ampliamente debatidas por los sectores progresistas contra el patriarcado.
En Brasil, son los calvinistas —protestantes históricos— quienes han fomentado profundamente los discursos fundamentalistas del actual gobierno del presidente Jair Bolsonaro y han ocupado ministerios importantes como el de Justicia (pastor André Mendonça) y Educación (pastor Milton Ribeiro). La pastora bautista Damares Alves, ministra de la Mujer, de la Familia y de los Derechos Humanos —figura popular entre los protestantes y que construyó su propia historia a partir de opresiones y violencias de género—, ha actuado fuertemente contra la igualdad de género y las libertades sexuales, articulando internacionalmente acciones contra la legalización del aborto.
El pastor presbiteriano y ex ministro de Educación, Milton Ribeiro, defendió el programa de educación en casa, un compromiso asumido por el gobierno federal, y un tema que dialoga con el conservadurismo estadounidense creado en las décadas de 1960 y 1970. Dado que la escuela es un espacio fundamental en Brasil, como ocurre en otros países, no solo desde el punto de vista de la educación, sino de la protección y supervivencia de muchos niños y niñas contra la violencia y el hambre, la agenda de la educación en casa no sintoniza con la clase trabajadora más empobrecida.
Sin embargo, para frenar agendas progresistas dentro de la escuela o cualquier visión que cuestione la realidad vivida, el gobierno de Bolsonaro ha defendido la llamada “Escuela sin partido”, que se convirtió en proyecto de ley para intimidar a los profesores a limitarse a una “educación neutra”.
Es importante reflexionar que, viendo nuestra historia y nuestra coyuntura, el fundamentalismo ha actuado estratégicamente al lado del pueblo. Sin esta actuación cotidiana en el interior de las iglesias, el avance institucional de las agendas conservadoras no sería posible, dado que el apoyo popular a la defensa de esos temas es imprescindible para crear una aparente legitimidad en la sociedad.
Es importante reflexionar que, viendo nuestra historia y nuestra coyuntura, el fundamentalismo ha actuado estratégicamente al lado del pueblo. Sin esta actuación cotidiana en el interior de las iglesias, el avance institucional de las agendas conservadoras no sería posible, dado que el apoyo popular a la defensa de esos temas es imprescindible para crear una aparente legitimidad en la sociedad.
El proyecto de poder en la política: un ejemplo brasileño
En 2016, un mes antes de que se consume el golpe contra la entonces presidenta Dilma Rousseff, Jair Bolsonaro, católico declarado, deja el Partido Progresista (PP) y se afilia al Partido Social Cristiano (PSC). En el acto de afiliación, Bolsonaro fue bautizado —un ritual simbólico en el campo religioso protestante— por el presidente del partido, el pastor Everaldo Pereira, de la Iglesia Asamblea de Dios. El bautismo no se dio en cualquier lugar, fue en Israel, en las aguas del río Jordán, lugar donde, según la Biblia, fue bautizado Jesús. Eso hizo que muchos creyeran en la conversión de Bolsonaro a la fe evangélica, un movimiento estratégico para captar el imaginario del pueblo protestante.
Fue el pánico moral, combinado con las fake news, lo que impulsó la candidatura de Bolsonaro y su relevancia en el campo religioso cristiano en las elecciones presidenciales de 2018. Fue muy importante para los protestantes tener un candidato “auténtico” que defendía la familia patriarcal y decía lo que pensaba sin filtros, un hombre sencillo al que aparentemente no le importaba el estatus, además de representar lo “nuevo” en contraste con los años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), asociado por la campaña bolsonarista a “la vieja política” corrupta. Esa estrategia resultó acertada, culminando con la victoria de Bolsonaro en 2018, a pesar de sus declaraciones y posicionamientos racistas, misóginos y violentos. El éxito de Bolsonaro se debió también a su acercamiento al sector protestante, que ha ocupado espacios institucionales de poder. Bolsonaro recibió el 71% de los votos del electorado protestante (Balloussier, 2018); un sector que representa el 31% de la población de Brasil (Balloussier, 2020).
Los discursos en defensa de la familia y de la moral, las falacias de la ideología de género y las fake news dirigidas a este público fueron muy importantes para su victoria. El fundamentalismo religioso entró en la esfera política para afirmar un determinado modelo de sociedad: el capitalismo, que actualmente aparece con una cara neofascista. Aliándose al neoconservadurismo, este fundamentalismo ha avanzado en el continente latinoamericano en los últimos años, dando centralidad al discurso moral vinculado a las cuestiones reproductivas a partir de la “familia tradicional”, y ha construido bases aparentemente indestructibles en el diálogo con nuestra clase, incluso reorganizándola para favorecer un proyecto en el que es la principal víctima.
Resistencias y horizontes de futuro
La clase trabajadora vive su religiosidad de forma cotidiana, en sus ritos individuales, en sus conversaciones cómplices con Dios, en sus valores y en los espacios colectivos de comunión. Es en esa cotidianidad donde se mueve hacia una identidad protestante forjada en la palabra “hermano” más que “trabajador”. Esto demuestra el poder de la religión en las bases, en las que los códigos de lenguaje son otros, ya no los de un pueblo que se organiza exclusivamente desde los sindicatos, colectivos sociales de lucha, movimientos populares, sino principalmente en las iglesias. No se hace una revolución sin un sujeto revolucionario; en el caso latinoamericano, nos atrevemos a decir que no avanzaremos hacia ninguna transformación radical de nuestra sociedad sin considerar, en la práctica, la formación cristiana de nuestro pueblo.
Se ha establecido un nuevo ropaje de la fe en los hogares de las familias trabajadoras, es desde allí, de un rescate innovador de nuestras teologías liberadoras de lucha, que podremos combatir el fundamentalismo religioso y construir un nuevo espacio donde la fe sea respetada e, inclusive, absorbida como un lenguaje legítimo de nuestra clase. Tenemos que abrirnos a una comprensión más amplia de la religión, como nos enseñó Fidel Castro: “no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas” (cit. en Martínez, 2019: 91).
Es en la batalla de las ideas y de las emociones, en el diálogo profundo y respetuoso con el pueblo creyente, que ha encontrado en la Biblia la literatura para un posible camino de supervivencia ante las muchas adversidades vividas en nuestro continente, que podremos extinguir el fundamentalismo religioso.
“No se hace una revolución sin un sujeto revolucionario; en el caso latinoamericano, nos atrevemos a decir que no avanzaremos hacia ninguna transformación radical de nuestra sociedad sin considerar, en la práctica, la formación cristiana de nuestro pueblo”
Es importante señalar que la mayoría de la base de los movimientos populares en Brasil son cristianos religiosos comprometidos con la lucha y con la fe. Es necesario entender la Biblia, Dios, la fe y toda dimensión de la religiosidad como una forma de entender el mundo, para que sea posible construir nuevos lenguajes liberadores que nos unan como clase por un proyecto revolucionario común.
Rescatar el pensamiento del marxista italiano Antonio Gramsci acerca de la religión y del cristianismo (Gramsci, 1972), en especial el papel de la Iglesia Católica, nos ayuda a ir más allá de la limitada discusión sobre la creencia o no creencia en Dios. Se trata de comprender la religión y su fuerza para mover corazones y mentes hacia la acción política. Gramsci radicaliza la máxima de Marx de que la religión es el opio del pueblo, ya que a la vez que es un instrumento de denuncia y protesta contra los males que sufren los sectores populares, como el hambre y el analfabetismo, es también el poder de creación colectiva de nuevos valores éticos y morales frente a una realidad opresiva. La religión lleva en sí misma dos facetas en disputa: es a la vez alienación y fuerza transformadora.
La comprensión de Gramsci sobre la religión no es ingenua ni conciliadora, ya que comprende todas las opresiones históricas contra el pueblo en que la religión fue protagonista, muchas veces domesticando a la clase trabajadora y explotando sus debilidades. Pero a partir de ella y de lo que mueve en los individuos, será posible construir un sentido común contrahegemónico, como decía Gramsci. En este sentido, las tácticas revolucionarias basadas puramente en la defensa anticlerical y atea serán un obstáculo, incluso con ropaje elitista, contra la superación de las visiones fundamentalistas que hoy ocupan nuestros territorios.
En esa tarea, Cuba tiene mucho que enseñarnos sobre las posibilidades de avanzar en el diálogo entre la construcción de la Revolución y la articulación entre fe y lucha. Tras un primer momento de conquista revolucionaria, muchos religiosos que permanecieron en Cuba no se sentían realmente parte del proceso revolucionario, dada la resistencia del Estado a las iglesias, fruto de una lectura aún limitada del tema por parte del marxismo europeo y también por el origen estadounidense de las iglesias protestantes en el país. Esa resistencia seguía estando muy presente en la década de 1970, pero fue lentamente abriendo espacios para una nueva perspectiva de actuación conjunta entre la Iglesia y el Estado. Con el tiempo, la Revolución cubana supo acoger e incorporar los elementos de fe para fortalecer la lucha.
Si el fundamentalismo ha conseguido, a partir de mucho financiamiento y trabajo de base en los territorios, crear un nuevo sentido común entre las y los trabajadores, aunque sea en contradicción con sus vidas cotidianas, será desde lo concreto y desde los múltiples lenguajes que atraviesan la vida de estos trabajadores que construiremos una posibilidad crítica y revolucionaria de vivir su fe. Reelaborar críticamente la fe de nuestros pueblos es un camino necesario y urgente para consolidar la filosofía de la praxis en el continente latinoamericano.
Desde el punto de vista de las estrategias marxistas basadas en las enseñanzas gramscianas, podemos considerar que un primer paso es observar las fuerzas contrahegemónicas del campo religioso que ya están resistiendo. Sabemos que la persona creyente no es simplemente pasiva frente a su religión, sino que es a través de ella que produce y reproduce cosmovisiones, no sin contradicciones y reformulaciones. Como Gramsci señala, “hay un catolicismo de los campesinos, un catolicismo de los pequeños burgueses y obreros de la ciudad, un catolicismo de las mujeres y un catolicismo igualmente variado de los intelectuales” (1975, Q11, §13: 1397). Lo mismo ocurre con las y los protestantes, ya que cuando se trata de religión hablamos de la multiplicidad de una misma creencia.
Por tanto, es importante no generalizar y homogeneizar a los protestantes en América Latina, colocándolos como fundamentalistas o masas manipulables. No basta con que la izquierda repita el sentimiento antirreligioso de algunos pensadores del marxismo occidental para lidiar con la religiosidad en el Sur Global, sea cristiana o no.
Si el centro del debate fundamentalista en el continente latinoamericano ha sido la bandera contra la “ideología de género”, es en la construcción de alternativas donde se consolidan las resistencias, que solo pueden avanzar creando dialécticas entre la fe y la lucha. El fundamentalismo reacciona a los avances del campo progresista y ha incorporado algunos de sus componentes en su estrategia; tenemos que mirar esos avances y fortalecerlos junto a nuestra clase, a partir de ese otro lenguaje que no fue incorporado plenamente por el marxismo en las últimas décadas. Es a partir de ahí que el marxismo puede desatar los nudos del diálogo popular y avanzar en este campo ocupado por el imperialismo y sus aliados. Es necesario conocer y dialogar con los caminos que siguen resistiendo, muchas veces aislados del campo popular marxista. Rescatar nuestra historia reciente y mirar las resistencias que ocupan también nuestros territorios es iniciar la construcción de puentes necesarios e imprescindibles entre fe y lucha.
Los retos de la construcción de sueños y de un futuro provocan en nosotros la necesidad de crear una esperanza que pueda realmente experimentarse en el día a día. También es nuestra tarea rescatar nuestra historia y hacer que la lucha por los derechos sociales se traduzca en organización popular a partir de espacios de formación y comprensión de la realidad, sin dejar de entender los nuevos lenguajes y posibilitar vivencias de solidaridad colectiva, de ocio y celebración. En estos esfuerzos, es importante que no descuidemos ni descartemos formas nuevas o diferentes de interpretar el mundo, como por ejemplo, a través de la religión, sino que promovamos un diálogo abierto y respetuoso entre ellas para construir unidad en torno a valores progresistas compartidos.
No hay respuestas listas, entender a nuestro enemigo, cómo actúa a escala macro y micro, o sea, desde los grandes proyectos, pero también entre las líneas de los discursos y las prácticas, es un punto de partida para crear nuevos mecanismos de diálogo y construcción colectiva para nuestro proyecto contrahegemónico, pero no avanzaremos si no sabemos en profundidad lo que nuestra clase desea y para qué se moviliza.
El marxista peruano José Carlos Mariátegui, utilizando el término agonía de Miguel de Unamuno, nos llama a la necesidad de reencantarnos. Tanto los revolucionarios marxistas como los cristianos revolucionarios fueron almas agónicas, luchando por este reencantamiento (Lowy, 2005). Esta agonía revolucionaria, para Mariátegui, se traduce también en la superación del antagonismo entre fe y ateísmo, igualando la emoción revolucionaria con la emoción religiosa. En realidad, Mariátegui quiere decir que lo que nos mueve, seres que agonizan por justicia, es más que lo que cualquier institución puede limitar: es un sentimiento profundo en búsqueda de algo que aún no se ha realizado y que obstinadamente buscamos construir como necesidad vital. Mariátegui amplía la forma habitual de hablar de religión y nos provoca al afirmar que una revolución es siempre religiosa, subrayando, por tanto, la dialéctica entre materialismo y religión, mística revolucionaria y fe, cristianismo y marxismo.
Referencias
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