11 oct 2020

EL ADELANTADO

Con Eduardo Galeano en la China de Mao
El recuerdo de un viaje de 1963 y de la primera gran crónica/libro del escritor uruguayo



Por Néstor Restivo

11 de octubre de 2020



Galeano con el primer ministro chino Zhou Enlai. Foto publicada en “DangDai”, cedida por Helena Villagra. Imagen: Gentileza Siglo XXI



Cuando solo tenía 23 años, el autor de Memoria del Fuego estuvo varios meses en el país asiático. Sus entrevistas y sus observaciones se convirtieron más tarde en un libro, China 1964. Crónica de un desafío, hoy prácticamente inhallable, y que próximamente será reeditado. Galeano se encontró, entre otros, con el primer ministro Zhou Enlai y con "el último emperador" Puyi. Y escribió una crónica de “una revolución en los suburbios del mundo”. 
Tras un largo periplo que incluyó la URSS y Checoslovaquia, países que ya no existen, el escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano visitó Beijing, Shanghai, Wuhan y otras ciudades chinas a fines de 1963, cuanto tenía apenas 23 años. Cronista notable, entrevistó en “el país cuyo nombre hace vibrar los sismógrafos cuando se pronuncia” a campesinos y obreros, pero también al primer ministro Zhou Enlai, el genio revolucionario que secundaba a Mao Zedong en el Gobierno y en el Partido, y al último emperador Qing, Puyi, quien había dejado el poder en 1911 cuando era un niño y, para el momento de la entrevista, ya era un jardinero de cierta edad convertido al comunismo.



Galeano se encargaba de la revista uruguaya Marcha y colaboraba en la estadounidense Monthly Review, y en calidad de periodista viajó al gigante asiático, pasó varios meses allí y al volver no sólo publicó artículos en esas y otras publicaciones, sino que, en Buenos Aires, la editorial Jorge Álvarez publicó su trabajo completo en el libro China 1964. Crónica de un desafío. Lo hizo en el marco de una colección de títulos políticos dirigida por Rogelio García Lupo. De Galeano, Álvarez y Pajarito no podía salir sino algo genial.




La revista DangDai, dedicada a las relaciones entre Argentina (y Latinoamérica) y la República Popular China, acaba de publicar en su última edición una reconstrucción de ese viaje y de ese libro, que el sello Siglo XXI, que está reeditando toda la obra de Galeano, tiene en carpeta y espera publicar en 2021 o 2022.

Tanto en este libro sobre China como en uno de 1967 sobre Guatemala (Guatemala, clave de Latinoamérica, ya reeditado hace unos meses) Galeano despuntó lo que sería su tan particular narrativa, adorada por legiones de lectores en todo el mundo.

En el libro sobre el país centroamericano, que para el autor de Las venas abiertas de América Latina fue siempre espejo de los dramas de la región a partir del golpe que derrocó a Jacobo Árbenz en 1954, Galeano incursionó en los montes recónditos para hablar con campesinos y guerrilleros como el comandante César Montes, “El Chiris”, de las Fuerzas Armadas Rebeldes guatemaltecas. En China… también se lució recorriendo sus campos y ciudades y conversando con quienes vivían esos primeros duros tiempos de la Revolución, pero también con los dos personajes históricos mencionados.

La China de Mao vivía a principios de la década de 1960 un paréntesis entre el fiasco del Gran Salto Adelante y el de las turbulencias de la Revolución Cultural. Pero eran sobre todo los años de la ruptura entre China y la Unión Soviética, cuando Mao acusaba a Nikita Jruschov de haber capitulado ante Estados Unidos en la crisis de los misiles en Cuba, cuestionaba el valor universal de la Revolución de 1917 y decía que sólo China y Albania tenían marxismo en serio; y cuando Rusia respondía con que había peligro de guerra nuclear con EE.UU. y retaceaba ayuda a Mao en la breve guerra con India. Toda esa encendida discusión entre Beijing y Moscú ocupa gran parte del trabajo de Galeano.

Su llegada a Beijing fue en septiembre de 1963. “La guerra arde: vayan adonde vayan, los visitantes encontrarán, en cualquier rincón de China, la atmósfera caliente de la polémica con la URSS”, escribe al inicio, tras lo cual cita la propaganda de la época, que ve hasta en la sopa: “Ni toda el agua del Volga podrá lavar las infamias del revisionismo contemporáneo”, reza una.

Pero el autor de la trilogía Memoria del fuego no expresa certezas: “¿Cómo formular ningún juicio categórico a propósito del país de los han, en tantos sentidos inexplicable para un occidental?”. Más de medio siglo después, muchos aún porfían.

Sobre la cuestión con los rusos, el autor reproduce un largo diálogo con obreros en el que flota todo el clima de época. “Eludí, de más está decirlo, la fórmula simplista. ¿Usted quiere la guerra? No hubiera servido para nada. Pregunté, en cambio, a obreros y campesinos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, soldados y estudiantes: ¿No cree usted que el socialismo podría triunfar en el mundo a través de una tercera guerra mundial? La pregunta, obviamente provocativa, no expresaba ni la intención del escritor ni ignoraba, como escribirá más adelante, que China no buscaba la guerra, intentaba como siempre “el arte de la negociación” y sostenía “la coexistencia pacífica” entre sistemas diferentes. “En todos los casos —continúa el relato—, sin ninguna excepción, recibí respuestas negativas. En general, se me contestó: 'No necesariamente'. Wu Chang, obrero metalúrgico, se enojó: '¡No, no, no! —dijo—, ustedes no nos entienden. Nosotros queremos la paz. La revolución y la paz'. Ustedes significaba, sin dudas, Occidente, el mundo de los blancos, mi mundo.”

“DangDai” incluye en su informe un recuadro con un comentario de un biógrafo de Galeano, Fabián Kovacic, quien recuerda su militancia en el Partido Socialista del Uruguay y escribe que el viaje estuvo fogoneado desde Marcha, que “era un faro ideológico desde la izquierda para América Latina y su fundador y director, Carlos Quijano, había impulsado la idea del tercerismo ideológico y político: ni el imperialismo norteamericano ni el soviético. Desde sus páginas, cada semana se prestaba especial atención al Movimiento de Países No Alineados, liderados por la vieja Yugoslavia, y a las novedades de China”.

Testimonios del pueblo

A Galeano le fue permitido, acompañado de intérprete, recorrer Beijing, visitar plantas de camiones de Shanghai, de maquinaria pesada de Wuhan, la comuna popular de Hua Sang, campos de “Hopei” (Hubei), altos hornos, caseríos al norte de “Cantón” (Guangzhou), fábricas de “Hangchou” (Hangzhou). Y recogió testimonios casi calcados. “La voz de Mao —escribió— cuenta con una inmensa caja de resonancias de centenares de millones de voces”. En un descanso, escribe, almorzó con un campesino de la comuna de Shing Chiao rodeados de sus hijes y tiró algunos nombres para recoger respuesta: “Stalin: Bueno. Jruschov: Malo. Tito: Malo. Mao: Un gran sabio. Nehrú: No sabe quién es”. En otras entrevistas preguntó sobre Fidel Castro: “… todos respondieron con entusiasmo” y “todos, absolutamente todos, conocían su nombre”, cuenta.

Habla de Lei Feng, el soldado heroico muerto en 1962: “¿Existió o es un invento del régimen?”, se pregunta, pero narra su mito para levantar a las masas.

Sobre la Revolución escribe cosas como estas. “Los mendigos, con sus pestes, sus úlceras, sus llagas purulentas, sus alaridos, desaparecieron: cultivan hoy la tierra o desempeñan un oficio o se han recluido en los asilos y los hospitales. Los trabajadores viejos ya no son arrojados a la calle como carne inservible: los ampara el derecho al retiro. Las mujeres, otrora condenadas al papel de sirvientas de los maridos, o convertidas a la prostitución para distracción del extranjero rico, han conocido, por fin, la dignidad. Gozan, hoy, de iguales derechos que los hombres, y los matrimonios feudales, concertados por dinero, son un recuerdo del pasado sombrío”.

Puyi y Chou

La revista DangDai rescata del libro, sobre todo, sus dos platos fuertes: las citadas entrevistas a Zhou y a Puyi, que en el lenguaje de la época Galeano escribe “Chou” y “Fu Yi”.

Con el último emperador, entonces de 57 años, hablaron de “cómo el hombre más poderoso de un poderoso país se convirtió en un humilde trabajador al servicio del pueblo. De las fulgurantes túnicas de seda y oro, al sencillo uniforme de dril azul abotonado hasta el cuello; de los sutras a El Capital: largo camino”.

Luego de intercambiar datos sobre Montevideo y Beijing, le pregunta sobre su tía Tzu Hsi (o sea Cixi, la concubina que devino emperatriz al morir el emperador Xianfeng y regenteó el imperio de la dinastía Qing terminando de llevarlo al ocaso hasta su muerte en 1908, cuando Puyi, sobrino del monarca, apenas un niño, asumió el trono). Dice Galeano que le dijo el último emperador: “No se me irán de la memoria los lujosos salones del Palacio de Verano, que ella amplió con un crédito de millones de dólares que los mandarines ministros le proporcionaron para crear una escuadra. China no tuvo la flota de guerra que necesitaba, pero, en cambio, al pie de las Colinas Sagradas del Oeste, surgió un lago, y del lago brotó una isla, y en las orillas se alzaron pagodas y residencias de un lujo increíble. Un gran barco de mármol, custodiado por dragones, alzó su blanca quilla: ‘¿Mi escuadra? Hela ahí’, dicen que dijo la emperatriz”.




Con Puyi. Foto publicada en DangDai, del archivo de Florencia Hughes, hija del escritor.

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Luego: “Ella me llamó para que ocupara el trono, cuando yo era un niño de tres años. La vi una sola vez. Estaba tan asustado que me quedó una impresión profunda, para toda la vida. El primer recuerdo, un recuerdo de lágrimas: lloró, lloró. Cuando la Emperatriz decidió que yo fuera el Emperador, me advirtieron que nunca más vería a mi madre, ni a mi abuela, que nunca más podría salir del Palacio”.

El entrevistador ironiza si con sólo 267 años la dinastía Qing no merecía algunos siglos más y así introduce el tema de la cooperación de Puyi con la invasión japonesa en la década de 1930 (fue nombrado emperador del estado títere de Manchuria) para recuperar el trono. “Fui un traidor, confiesa, figuré como Emperador durante catorce años”. Y de su reeducación al comunismo, que lo convirtió en jardinero, “habla torrencialmente, parece arder de entusiasmo (…) El Partido Comunista es tan grandioso que no aniquila al hombre físicamente, en su carne y hueso, sino que aniquila sus ideas equivocadas”. Cierra así ese capítulo, donde también se habla de su familia, de la URSS, de Mao: “Vivo por mi patria, por mi pueblo, por mis hijos, por mis nietos, dice, mientras obliga al cronista a beber la cuarta taza de té de jazmín. Sobre la porcelana, combaten dragones”.

Finalmente, va por Zhou Enlai, con quien conversa por una hora y media de una tarde ya de noviembre de ese 1963 “en una entrevista exclusiva” —que no pensó se concretaría— en un hotel de la capital. Hablaron, en los términos de entonces, del conflicto con los soviéticos, la negativa china a formar una Quinta Internacional, el rol de la ONU que todavía no reconocía a Beijing y sí “a la camarilla de Chiang Kai-shek” en Formosa (Taiwán), de Argelia, Cuba, de clases sociales y revolución. El premier lo recibe así, narra: “No espere ninguna revelación sensacional. Usted leyó los documentos de la polémica (con la URSS) y conversó con el pueblo, ¿qué puedo agregar yo?”.

Galeano lo trae al Sur y a América Latina. “Consideramos que existen tempestades revolucionarias en Asia, África y América Latina, donde convergen las principales contradicciones”, tras lo cual Zhou las describe ampliamente para llegar a la conclusión de que los “imperialistas están cada vez más aislados y algún día verán su derrota completa”. Añade luego: “¿Cómo se puede hablar (allí) de coexistencia pacífica? Mientras las clases oprimidas del mundo quieren la libertad, la liberación y el mejoramiento de las vidas, las clases opresoras quieren seguir explotándolas”.

La entrevista, de formato directo, pregunta y respuesta, abarca diez páginas donde se sigue discurriendo sobre los temas mencionados. Hacia el final, Zhou envía un saludo “al pueblo uruguayo y a los demás pueblos de América Latina. Galeano, que también lo indaga sobre si es posible el socialismo sin la dirección del PC, sobre el problema de las armas nucleares, sobre alineamientos internacionales y el rol de los pueblos del Sur, va entendiendo que debe terminar y que “el Primer Ministro de un país de setecientos millones de habitantes cotiza en oro sus minutos”. Le quedan varias preguntas más que se guarda porque Zhou “vuelve a mirar su reloj pulsera, en el lenguaje que los periodistas no entienden”. En la publicación de la entrevista, Galeano aclarará que el idioma usado fue chino, con intérprete y versión taquigráfica. “Chou En-lai no quiso responder en otro idioma que no fuera el chino: ‘Nos obligaron a hablar inglés durante muchos años. Ahora, en China, hablamos chino’, me explicó”.

El autor del Libro de los abrazos, entre tantos escritos, y director de la mítica revista Crisis, reserva un epílogo breve para referir su propósito: observar, sin prejuicios y “sin ser experto en China ni en nada”, a un país que “hace vibrar los sismógrafos cuando se pronuncia”. Lo hizo desechando preconceptos, la manipulación de los poderosos y las informaciones maniqueas entre “buenos” y “malos”, donde los blancos son siempre los buenos, aclara. Una crónica de “una revolución en los suburbios del mundo”, la define. Un gran testimonio de época que si la crisis editorial lo permite se publicará pronto.