Por Lautaro Rivara
En 01/03/2023
Pocas semanas antes de la COP26, el primer ministro de Tuvalu, una pequeñísima isla de la Polinesia, realizó una performance que supo atraer por un instante la atención mundial sobre un territorio que pocos, muy pocos, podrían señalar en el planisferio. Literalmente bajo el agua, sumergido hasta la cintura, frente a un set de cámaras y luces de fantasía, Kausea Natano realizó una conferencia de prensa “flotante” para escenificar el futuro probable de su país y el de otros territorios costeros bajos, amenazados por la subida de las aguas producto del calentamiento global.
Al otro lado del mundo, otro archipiélago, en este caso el caribeño, se debate ante los mismos escenarios distópicos. No en vano el clima fue uno de los principales temas discutidos por los jefes y jefas de gobierno de la Comunidad del Caribe (CARICOM), cuyo cónclave número 44 tuvo lugar en Bahamas entre los días 15 y 17 de febrero, a pocos meses de que se cumplan los cincuenta años de la firma del tratado fundacional del organismo en la localidad de Chaguaramas, en Trinidad y Tobago. 15 miembros plenos y 5 estados asociados se dieron cita para abordar lo que califican, muy sugestivamente, como una “amenaza existencial”. No como una “crisis” ni como un “problema”, sino como un hecho que pone en duda la existencia futura de más de 700 islas, islotes, cayos y arrecifes, así como de los territorios continentales de la Cuenca, escenario geopolítico de importancia mayúscula durante los últimos cinco siglos.
En una cruel paradoja, resulta que el Caribe es una de las regiones que menos contribuyen a la emisión global de gases de efecto invernadero, peso es una de las zonas más expuestas a sus efectos catastróficos. Mientras los líderes de las potencias globales discursean -el famoso “bla, bla, bla” que sintetizó Greta Thunberg-, el Caribe se sumerge literalmente algunos centímetros con cada década que pasa. Por eso no es de extrañar que los referentes de la región se hayan mostrado críticos sobre los resultados de la tan publicitada COP-27, realizada en Sharm el-Sheij, Egipto, que terminó con resultados que serían considerados modestos un cuarto de siglo atrás, y que hoy resultan cuando menos criminales. Para comprender el sentido de urgencia desde la óptica de la subregión, basta citar una proyección estadística: se estima que, para el 2050, las pérdidas anuales acumuladas producto del cambio climático -desertificación, inundaciones, desplazamientos, pérdida de la producción agrícola, etcétera- podrían ser de 22 billones de dólares, una cifra sideral que representa hoy el 10 por ciento del conjunto de todas aquellas economías reunidas.
Pero no es el clima una fuerza destructiva ciega, ni sus cataclismos son obra pura del azar ni de la providencia. La guerra y sus lobistas, los grandes aceleradores climáticos de nuestra época, también se dieron cita en las islas Bahamas. El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau conspicuo representante del multiculturalismo imperial, se dirigió a los jefes y jefas de gobierno en la por ahora infructuosa búsqueda de socios que quieran secundar o protagonizar una nueva aventura militar internacional en Haití. Cabe recordar que el actual ciclo de inestabilidad política que asola a la nación caribeña -que motivó de hecho una declaración conjunta del organismo- comenzó en el año 2004, precisamente con un golpe de Estado y con una invasión internacional propiciada por Canadá, Francia y los Estados Unidos.
En 01/03/2023
Pocas semanas antes de la COP26, el primer ministro de Tuvalu, una pequeñísima isla de la Polinesia, realizó una performance que supo atraer por un instante la atención mundial sobre un territorio que pocos, muy pocos, podrían señalar en el planisferio. Literalmente bajo el agua, sumergido hasta la cintura, frente a un set de cámaras y luces de fantasía, Kausea Natano realizó una conferencia de prensa “flotante” para escenificar el futuro probable de su país y el de otros territorios costeros bajos, amenazados por la subida de las aguas producto del calentamiento global.
Al otro lado del mundo, otro archipiélago, en este caso el caribeño, se debate ante los mismos escenarios distópicos. No en vano el clima fue uno de los principales temas discutidos por los jefes y jefas de gobierno de la Comunidad del Caribe (CARICOM), cuyo cónclave número 44 tuvo lugar en Bahamas entre los días 15 y 17 de febrero, a pocos meses de que se cumplan los cincuenta años de la firma del tratado fundacional del organismo en la localidad de Chaguaramas, en Trinidad y Tobago. 15 miembros plenos y 5 estados asociados se dieron cita para abordar lo que califican, muy sugestivamente, como una “amenaza existencial”. No como una “crisis” ni como un “problema”, sino como un hecho que pone en duda la existencia futura de más de 700 islas, islotes, cayos y arrecifes, así como de los territorios continentales de la Cuenca, escenario geopolítico de importancia mayúscula durante los últimos cinco siglos.
En una cruel paradoja, resulta que el Caribe es una de las regiones que menos contribuyen a la emisión global de gases de efecto invernadero, peso es una de las zonas más expuestas a sus efectos catastróficos. Mientras los líderes de las potencias globales discursean -el famoso “bla, bla, bla” que sintetizó Greta Thunberg-, el Caribe se sumerge literalmente algunos centímetros con cada década que pasa. Por eso no es de extrañar que los referentes de la región se hayan mostrado críticos sobre los resultados de la tan publicitada COP-27, realizada en Sharm el-Sheij, Egipto, que terminó con resultados que serían considerados modestos un cuarto de siglo atrás, y que hoy resultan cuando menos criminales. Para comprender el sentido de urgencia desde la óptica de la subregión, basta citar una proyección estadística: se estima que, para el 2050, las pérdidas anuales acumuladas producto del cambio climático -desertificación, inundaciones, desplazamientos, pérdida de la producción agrícola, etcétera- podrían ser de 22 billones de dólares, una cifra sideral que representa hoy el 10 por ciento del conjunto de todas aquellas economías reunidas.
Pero no es el clima una fuerza destructiva ciega, ni sus cataclismos son obra pura del azar ni de la providencia. La guerra y sus lobistas, los grandes aceleradores climáticos de nuestra época, también se dieron cita en las islas Bahamas. El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau conspicuo representante del multiculturalismo imperial, se dirigió a los jefes y jefas de gobierno en la por ahora infructuosa búsqueda de socios que quieran secundar o protagonizar una nueva aventura militar internacional en Haití. Cabe recordar que el actual ciclo de inestabilidad política que asola a la nación caribeña -que motivó de hecho una declaración conjunta del organismo- comenzó en el año 2004, precisamente con un golpe de Estado y con una invasión internacional propiciada por Canadá, Francia y los Estados Unidos.
En un recurso típico de las grandes potencias occidentales, Trudeau fue a proponer a un espacio multilateral acciones ya definidas de manera unilateral: es así que Canadá anunció el envío de dos buques de guerra para realizar presuntas tareas de inteligencia anticriminal en las costas haitianas.
El otro convidado, esta vez por videoconferencia, fue el presidente ucraniano Volodimir Zelenski. Viendo en estas islas distantes poco más que el valor nominal de 20 votos en la Asamblea General de las Naciones Unidas, Zelenski fue a buscar apoyos para la declaración que pretende presentar al pleno de la ONU con motivo del primer aniversario del comienzo de la guerra Rusia-Ucrania-OTAN. Resulta paradójico que guerra y cambio climático sean dos temas que se hayan pasado tan cerca, pero sin tocarse.
Sin embargo su relación es lineal. Por ejemplo, investigaciones recientes han demostrado que el ejército de Estados Unidos es uno de los mayores contaminantes de la historia y que, si fuera un país, se ubicaría en el puesto 47° como emisor global, al lado de naciones de la envergadura de Portugal o Perú. ¿Cuál será entonces la huella de carbono del conjunto de las fuerzas de la OTAN, con sus más de 700 bases distribuidas por todo el globo, y cuál el añadido de las fuerzas rusas que preparan ya su ofensiva de primavera? La suspensión de los acuerdos nucleares, primero por parte de Estados Unidos y ahora también por parte de Rusia; la reactivación por parte de Alemania de la otrora condenada cuenta carbonífera del Ruhr para suplir el gas ruso; o la catástrofe climática derivada de la voladura del gasoducto Nord Stream II que Seymour Hersh imputó a los Estados Unidos, no hacen sino echar mayores dudas sobre el porvenir climático.
Al demandar Zelenski apoyo diplomático para una declaración belicosa que no hace más que certificar la continuidad de la guerra, y al demandar Biden el envío a Ucrania de parte del antiguo arsenal militar de las repúblicas latinoamericanas, ¿no se nos pide que disparemos el gatillo de la aceleración climática contra nuestras propias cabezas? El cambio climático afectará a todas y todos, pero mientras las naciones centrales podrán financiar con creces sus políticas de contención y resiliencia, los países periféricos no podrán hacerlo, impedidos, en primer lugar, por el exorbitante peso de sus respectivas deudas externas. De este segundo pelotón de países, por su vulnerabilidad costera, su exigua capacidad económica y su escasa gravitación geopolítica, las naciones del Gran Caribe se llevarán -ya se están llevando- la peor parte.
El otro convidado, esta vez por videoconferencia, fue el presidente ucraniano Volodimir Zelenski. Viendo en estas islas distantes poco más que el valor nominal de 20 votos en la Asamblea General de las Naciones Unidas, Zelenski fue a buscar apoyos para la declaración que pretende presentar al pleno de la ONU con motivo del primer aniversario del comienzo de la guerra Rusia-Ucrania-OTAN. Resulta paradójico que guerra y cambio climático sean dos temas que se hayan pasado tan cerca, pero sin tocarse.
Sin embargo su relación es lineal. Por ejemplo, investigaciones recientes han demostrado que el ejército de Estados Unidos es uno de los mayores contaminantes de la historia y que, si fuera un país, se ubicaría en el puesto 47° como emisor global, al lado de naciones de la envergadura de Portugal o Perú. ¿Cuál será entonces la huella de carbono del conjunto de las fuerzas de la OTAN, con sus más de 700 bases distribuidas por todo el globo, y cuál el añadido de las fuerzas rusas que preparan ya su ofensiva de primavera? La suspensión de los acuerdos nucleares, primero por parte de Estados Unidos y ahora también por parte de Rusia; la reactivación por parte de Alemania de la otrora condenada cuenta carbonífera del Ruhr para suplir el gas ruso; o la catástrofe climática derivada de la voladura del gasoducto Nord Stream II que Seymour Hersh imputó a los Estados Unidos, no hacen sino echar mayores dudas sobre el porvenir climático.
Al demandar Zelenski apoyo diplomático para una declaración belicosa que no hace más que certificar la continuidad de la guerra, y al demandar Biden el envío a Ucrania de parte del antiguo arsenal militar de las repúblicas latinoamericanas, ¿no se nos pide que disparemos el gatillo de la aceleración climática contra nuestras propias cabezas? El cambio climático afectará a todas y todos, pero mientras las naciones centrales podrán financiar con creces sus políticas de contención y resiliencia, los países periféricos no podrán hacerlo, impedidos, en primer lugar, por el exorbitante peso de sus respectivas deudas externas. De este segundo pelotón de países, por su vulnerabilidad costera, su exigua capacidad económica y su escasa gravitación geopolítica, las naciones del Gran Caribe se llevarán -ya se están llevando- la peor parte.
No es casual que según el ranking elaborado por el think thank alemán Germanwatch, cinco de las diez naciones más afectadas a nivel global por el cambio climático se encuentren en esta subregión. Dos cosas son seguras. Primero, que el lobby guerrerista viene ganando de lejos la pulseada frente a las urgencias climáticas. Segundo, que cada minuto ganado para la guerra es un minuto desperdiciado para el planeta.
Página 12
Página 12