POR CLAUDIO KATZ
14 DE MARZO DE 2023
Un principio defensivo se transformó en la guía estadounidense para desplazar competidores y reforzar la dominación regional. A 200 años de la doctrina Monroe un analisis de su surgimiento y decadencia.
La doctrina Monroe ha organizado la primacía de Estados Unidos en todo el continente desde hace 200 años. Sintetiza la estrategia que concibieron los fundadores de la mayor potencia contemporánea para controlar la región. Ese principio exige el manejo del territorio por el Norte y el desplazamiento de cualquier competidor del mandante yanqui. Todos los gestores de la Casa Blanca aplicaron y perfeccionaron esa guía.
La doctrina fue inicialmente concebida como un instrumento defensivo de la naciente potencia, para contrarrestar las ambiciones del colonialismo europeo. Surgió cuando Monroe rechazó la propuesta de una acción conjunta de Estados Unidos con Inglaterra y Francia, para bloquear los intentos de reconquista española (1823).
Esa negativa ya incluyó un principio de supremacía de la emergente nación sobre el resto continente, que fue codificada con la curiosa denominación de “América para los americanos”. Esa frase no implicaba la soberanía de la población autóctona sobre su territorio, sino la sustitución de la dominación europea por el manejo estadounidense.
El planteo que hace dos siglos fue expuesto como proyecto de un país en surgimiento, orientó la conversión de esa nación en la potencia dominante de la región. Monroe postuló la legitimidad de ese derecho por el papel inaugural que tuvo Estados Unidos en la independencia del continente. Consideró que esa anticipación le confería a su país la responsabilidad de comandar todo el desenvolvimiento zonal (Rinke, 2015: 48-51).
Durante la primera mitad del siglo XIX, Inglaterra, Francia y España desafiaron esa pretensión. Intentaron frenar la ampliación del territorio estadounidense o forzar su partición, pero perdieron una batalla que se desenvolvió en todos los rincones de América Latina.
El debut imperial
La doctrina Monroe inspiró la propia definición de las fronteras estadounidenses, a través de la absorción de territorios que pertenecían al ámbito hispanoamericano. Esa expropiación signó desde su origen, el gran impulso del nuevo país a extenderse hacia al sur y a considerar a todo el continente como un área de pertenencia propia.
El primer motor de esa ampliación fue la captura de tierras por parte de los plantadores esclavistas. Necesitaban esparcir sus campos en forma permanente, para acrecentar una modalidad de cultivo intrínsecamente extensiva. Como esa forma de explotación precapitalista sustituía las mejoras de la productividad agraria por la mera multiplicación de las zonas sembradas, la absorción de nuevas tierras era indispensable para la supervivencia de los Confederados del Sur.
Ese expansionismo precipitó el despojo de México, que terminó perdiendo la mitad de su configuración original. Esa amputación comenzó con la revuelta separatista y la anexión de Texas (1845) y derivó en una guerra que fue zanjada con dinero. La emergente potencia del Norte se apropió por muy pocos dólares de las enormes porciones del suroeste, que conformaron el perfil definitivo de Estados Unidos.
Esa captura determinó los contornos limítrofes, pero no diluyó las ambiciones del nuevo coloso sobre su debilitado vecino. Las tropas yanquis ingresaron a México en incontables oportunidades durante la segunda mitad del siglo XIX, para neutralizar las expediciones de los rivales europeos. Con esas incursiones frustraron la pretensión de reconquista española y una aventura de apoderamiento francés.
Los marines irrumpieron también en las primeras décadas de la centuria pasada, para lidiar con los efectos de la Revolución mexicana (1910). La pretensión expansionista ya no fue tan gravitante en esas intervenciones, como la intención de sofocar la acción de los rebeldes en la frontera del nuevo imperio. Las tropas yanquis anticiparon con esa acción, el rol de gendarme internacional que desplegó el Pentágono durante todo el siglo XX.
Un proceso semejante se desenvolvió en la misma época en el Mar Caribe. Con la captura de Puerto Rico (1898) y las sucesivas ocupaciones de Cuba (1906-1909), Haití (1915-1934) y República Dominicana (1916-1924), el gigante del Norte tanteó el sueño imperial de un Mediterráneo estadounidense. Ese objetivo sólo fue consumado a medias, mediate la absorción de algunas islas y la dominación efectiva de una enorme configuración marítima.
Washington ocupó las aduanas de varios países para garantizar el cobro de dudosos pasivos, se apropió de plantaciones de azúcar e impuso su manejo de los puertos. También garantizó una presencia militar permanente y se asoció con distintas elites, para incentivar enfrentamientos locales y sofocar los levantamientos populares en las islas invadidas.
En estas intervenciones se verificó el carácter temprano y fulminante del proyecto expansivo estadounidense. El nuevo imperio mixturó las viejas formas de dominación colonial, con los novedosos mecanismos de la sujeción semicolonial. La doctrina Monroe sintetizó ambas dimensiones.
Otra variedad del mismo expansionismo fue implementada en Centroamérica, luego del intento de apropiación consumado por el filibustero Walker (1855-56). La incursión a Nicaragua de este aventurero texano que se autoproclamó presidente fracasó, pero pavimentó la sucesión posterior de ocupaciones que perpetraron los marines hasta 1925.
Esa combinación de emprendimientos militares privados, con intervenciones formales del ejercito perfiló otra modalidad, que reapareció en numerosas oportunidades ulteriores. Basta recordar la labor autónoma de los mercenarios contratados por el Pentágono en Afganistán o Irak, para notar la continuidad de esa mixtura de uniformados con pistoleros, en las incursiones de Estados Unidos.
Al igual que en México y el Caribe, la activa presencia de los marines en las primeras décadas del siglo XX reforzó el desplazamiento de los rivales, que resistían la primacía estadounidense. Los británicos no pudieron afianzar sus frágiles bases en Honduras y comenzó a dirimirse la disputa con varias potencias europeas por la construcción del Canal de Panamá. En esa batalla por el control del tránsito interoceánico quedó transparentada la fuerza del nuevo imperialismo frente a sus pares del Viejo Continente. El principio Monroe se afianzó con ese desenlace.
“El nuevo imperio mixturó las viejas formas de dominación colonial, con los novedosos mecanismos de la sujeción semicolonial. La doctrina Monroe sintetizó ambas dimensiones”
Estados Unidos hizo valer también en Sudamérica su amenaza militar frente a los competidores europeos. Exhibió ese poder en varios conflictos por el usufructo de los recursos naturales de Chile, Perú, Bolivia y Paraguay. Ese protagonismo yanqui fue especialmente relevante frente al bloqueo de las costas de Venezuela por parte de Inglaterra, Alemania e Italia, para exigir el cobro de una deuda (1902).
En ese caso, Estados Unidos impuso su arbitraje advirtiendo que no toleraría la incursión de las naves europeas. Esa contundente intervención demostró quién tenía la última palabra en el Nuevo Mundo (Cockcroft, 2002: 21-75)
Theodore Roosevelt explicitó ese predominio con su política de las cañoneras e introdujo la conversión de los embajadores yanqui, en funcionarios dominantes de la política local latinoamericana. Esa primacía ratificó en cada ámbito nacional la preeminencia del principio Monroe.
La doctrina fue inicialmente concebida como un instrumento defensivo de la naciente potencia, para contrarrestar las ambiciones del colonialismo europeo. Surgió cuando Monroe rechazó la propuesta de una acción conjunta de Estados Unidos con Inglaterra y Francia, para bloquear los intentos de reconquista española (1823).
Esa negativa ya incluyó un principio de supremacía de la emergente nación sobre el resto continente, que fue codificada con la curiosa denominación de “América para los americanos”. Esa frase no implicaba la soberanía de la población autóctona sobre su territorio, sino la sustitución de la dominación europea por el manejo estadounidense.
El planteo que hace dos siglos fue expuesto como proyecto de un país en surgimiento, orientó la conversión de esa nación en la potencia dominante de la región. Monroe postuló la legitimidad de ese derecho por el papel inaugural que tuvo Estados Unidos en la independencia del continente. Consideró que esa anticipación le confería a su país la responsabilidad de comandar todo el desenvolvimiento zonal (Rinke, 2015: 48-51).
Durante la primera mitad del siglo XIX, Inglaterra, Francia y España desafiaron esa pretensión. Intentaron frenar la ampliación del territorio estadounidense o forzar su partición, pero perdieron una batalla que se desenvolvió en todos los rincones de América Latina.
El debut imperial
La doctrina Monroe inspiró la propia definición de las fronteras estadounidenses, a través de la absorción de territorios que pertenecían al ámbito hispanoamericano. Esa expropiación signó desde su origen, el gran impulso del nuevo país a extenderse hacia al sur y a considerar a todo el continente como un área de pertenencia propia.
El primer motor de esa ampliación fue la captura de tierras por parte de los plantadores esclavistas. Necesitaban esparcir sus campos en forma permanente, para acrecentar una modalidad de cultivo intrínsecamente extensiva. Como esa forma de explotación precapitalista sustituía las mejoras de la productividad agraria por la mera multiplicación de las zonas sembradas, la absorción de nuevas tierras era indispensable para la supervivencia de los Confederados del Sur.
Ese expansionismo precipitó el despojo de México, que terminó perdiendo la mitad de su configuración original. Esa amputación comenzó con la revuelta separatista y la anexión de Texas (1845) y derivó en una guerra que fue zanjada con dinero. La emergente potencia del Norte se apropió por muy pocos dólares de las enormes porciones del suroeste, que conformaron el perfil definitivo de Estados Unidos.
Esa captura determinó los contornos limítrofes, pero no diluyó las ambiciones del nuevo coloso sobre su debilitado vecino. Las tropas yanquis ingresaron a México en incontables oportunidades durante la segunda mitad del siglo XIX, para neutralizar las expediciones de los rivales europeos. Con esas incursiones frustraron la pretensión de reconquista española y una aventura de apoderamiento francés.
Los marines irrumpieron también en las primeras décadas de la centuria pasada, para lidiar con los efectos de la Revolución mexicana (1910). La pretensión expansionista ya no fue tan gravitante en esas intervenciones, como la intención de sofocar la acción de los rebeldes en la frontera del nuevo imperio. Las tropas yanquis anticiparon con esa acción, el rol de gendarme internacional que desplegó el Pentágono durante todo el siglo XX.
Un proceso semejante se desenvolvió en la misma época en el Mar Caribe. Con la captura de Puerto Rico (1898) y las sucesivas ocupaciones de Cuba (1906-1909), Haití (1915-1934) y República Dominicana (1916-1924), el gigante del Norte tanteó el sueño imperial de un Mediterráneo estadounidense. Ese objetivo sólo fue consumado a medias, mediate la absorción de algunas islas y la dominación efectiva de una enorme configuración marítima.
Washington ocupó las aduanas de varios países para garantizar el cobro de dudosos pasivos, se apropió de plantaciones de azúcar e impuso su manejo de los puertos. También garantizó una presencia militar permanente y se asoció con distintas elites, para incentivar enfrentamientos locales y sofocar los levantamientos populares en las islas invadidas.
En estas intervenciones se verificó el carácter temprano y fulminante del proyecto expansivo estadounidense. El nuevo imperio mixturó las viejas formas de dominación colonial, con los novedosos mecanismos de la sujeción semicolonial. La doctrina Monroe sintetizó ambas dimensiones.
Otra variedad del mismo expansionismo fue implementada en Centroamérica, luego del intento de apropiación consumado por el filibustero Walker (1855-56). La incursión a Nicaragua de este aventurero texano que se autoproclamó presidente fracasó, pero pavimentó la sucesión posterior de ocupaciones que perpetraron los marines hasta 1925.
Esa combinación de emprendimientos militares privados, con intervenciones formales del ejercito perfiló otra modalidad, que reapareció en numerosas oportunidades ulteriores. Basta recordar la labor autónoma de los mercenarios contratados por el Pentágono en Afganistán o Irak, para notar la continuidad de esa mixtura de uniformados con pistoleros, en las incursiones de Estados Unidos.
Al igual que en México y el Caribe, la activa presencia de los marines en las primeras décadas del siglo XX reforzó el desplazamiento de los rivales, que resistían la primacía estadounidense. Los británicos no pudieron afianzar sus frágiles bases en Honduras y comenzó a dirimirse la disputa con varias potencias europeas por la construcción del Canal de Panamá. En esa batalla por el control del tránsito interoceánico quedó transparentada la fuerza del nuevo imperialismo frente a sus pares del Viejo Continente. El principio Monroe se afianzó con ese desenlace.
“El nuevo imperio mixturó las viejas formas de dominación colonial, con los novedosos mecanismos de la sujeción semicolonial. La doctrina Monroe sintetizó ambas dimensiones”
Estados Unidos hizo valer también en Sudamérica su amenaza militar frente a los competidores europeos. Exhibió ese poder en varios conflictos por el usufructo de los recursos naturales de Chile, Perú, Bolivia y Paraguay. Ese protagonismo yanqui fue especialmente relevante frente al bloqueo de las costas de Venezuela por parte de Inglaterra, Alemania e Italia, para exigir el cobro de una deuda (1902).
En ese caso, Estados Unidos impuso su arbitraje advirtiendo que no toleraría la incursión de las naves europeas. Esa contundente intervención demostró quién tenía la última palabra en el Nuevo Mundo (Cockcroft, 2002: 21-75)
Theodore Roosevelt explicitó ese predominio con su política de las cañoneras e introdujo la conversión de los embajadores yanqui, en funcionarios dominantes de la política local latinoamericana. Esa primacía ratificó en cada ámbito nacional la preeminencia del principio Monroe.
Despegue económico en la región
La consolidación económica de Estados Unidos como un imperialismo ascendente se consumó en las primeras décadas del siglo pasado en el espacio latinoamericano. En este territorio se expandieron inicialmente sus empresas, que usufructuaron todas las ventajas de la inversión externa.
La nueva potencia disputó exitosamente con los rivales europeos el control de los mares y el botín de los recursos naturales. América Latina fue el gran mercado de arranque, para una economía que se expandió a un ritmo vertiginoso. Entre 1870 y 1900 la población de Estados Unidos se duplicó, el PBI se triplicó y la producción industrial se multiplicó por siete (Rinke, 2015: 82-86).
Al sur del Río Grande se forjaron las rutas marítimas requeridas para descargar los excedentes y capturar las apreciadas materias primas. El 44% de todas las inversiones yanquis fue localizada en esta zona, con gran centralidad en el transporte (rutas, canales, ferrocarriles) y las actividades más rentables de la época (minería, azúcar, caucho, bananas).
El modelo de los enclaves exportadores tuvo preeminencia junto a un proceso de recolonización. Estados Unidos combinó la ocupación de territorios (Puerto Rico, Nicaragua, Haití, Panamá) con la apropiación de aduanas (Santo Domingo), el manejo del petróleo (México), el dominio de las minas (Perú, Bolivia, Chile), el control de los frigoríficos (Argentina) y la gestión de las finanzas (Brasil).
La nueva potencia tomó la delantera en un lapso muy reducido, transformando las convocatorias iniciales de Monroe en realidades palpables. La soberanía de los países latinoamericanos quedó abruptamente reducida por ese avasallamiento económico foráneo (Katz, 2008: 10). La emancipación política temprana -que Latinoamérica había logrado en sintonía temporal con Estados Unidos- fue drásticamente revertida. Centroamérica fue balcanizada, extranjerizada e invadida a gusto por el hermano mayor, mientras Sudamérica iniciaba una asociación subordinada con el gigante del Norte (Vitale, 1992: cap 4, 6).
“América Latina fue el gran mercado de arranque, para una economía que se expandió a un ritmo vertiginoso. Entre 1870 y 1900 la población de Estados Unidos se duplicó, el PBI se triplicó y la producción industrial se multiplicó por siete”
El proyecto Panamericano sintetizó la ambición yanqui de predominio irrestricto. La idea inicial de una gran Unión Aduanera bajo el comando de Washington (1881) fue propiciada en tres conferencias sucesivas. Incluía la construcción de un ferrocarril transcontinental y distintos contratos para asegurar la primacía estadounidense, mediante un tribunal de arbitraje controlado por el Norte.
Ese plan falló por la resistencia convergente que interpusieron los tres objetores de la iniciativa. Los cuestionamientos del sector más proteccionista del capitalismo yanqui, empalmaron con los reparos de las economías más autónomas (como Argentina) y de las presiones en retirada de Inglaterra en la región.
Ese temprano fracaso del Panamericanismo ilustró el gran peso del sector industrial americanista hostil al comercio irrestricto, en un escenario altamente favorable para los exportadores estadounidenses. Cien años después la misma oposición ha bloqueado varios intentos norteamericanos de competir con China en la arena del libre comercio. Lo que a principios del siglo XX pasó desapercibido como un episodio menor del ascenso estadounidense, constituye en la actualidad una manifestación de la crisis que afronta la primera potencia.
Desplazamiento de España e Inglaterra
El perfil explícitamente ofensivo de la doctrina Monroe comenzó a plasmarse en la guerra contra España (1898-99). Ese conflicto consagró el viraje hacia operaciones agresivas de Estados Unidos sobre toda la región. Adelantando una argucia que repitió en incontables episodios posteriores, el Departamento de Estado fraguó una agresión externa para apoderarse de las viejas colonias hispanas del Caribe y logró transformar a todas las islas de ese entramado en protectorados yanquis.
El paso ulterior fue el desplazamiento de los rivales británicos de Centroamérica, mediante una combinación de intervenciones militares, capturas geopolíticas y ventajosos negocios. La apropiación de Panamá ilustró quién era el vencedor de la disputa.
Luego de frustrar los intentos ingleses (y franco-alemanes) de construir el canal a través de Nicaragua, Estados Unidos compró la concesión para construir el paso interoceánico (1903). Para efectivizar esa obra convirtió a Panamá en una colonia bajo su estricto dominio. De esa forma conectó las dos costas de su territorio y aseguró el comercio del Pacifico, que abrió previamente con la adquisición de Filipinas.
La doctrina Monroe fue utilizada con la misma intensidad, para motorizar el desplazamiento menos vertiginoso del competidor inglés de sus bastiones sudamericanos. Estados Unidos apuntaló a su aliado peruano en las disputas con los anglófilos gobiernos chilenos e hizo valer su autoridad arbitral en los conflictos de Venezuela con Gran Bretaña por la Guayana.
Inglaterra perdió la preeminencia que había mantenido desde principio del siglo pasado, a través de mayores inversiones que el desafiante estadounidense. Ese balance fue revertido con la gran expansión manufacturera de Estados Unidos, que igualó primero (1880) y duplicó después (1894) la producción industrial británica (Soler, 1980: 199-216). En ese cimiento económico se asentó el predominio yanqui en Centroamérica antes de la Primera Guerra Mundial y en Sudamérica luego de esa conflagración.
La victoria estadounidense sobre Inglaterra quedó totalmente consumada al concluir la Segunda Guerra. El dominador del Norte irrumpió como ganador por la inconmensurable ventaja que le aportó su retaguardia territorial propia. No emergió como sus competidores del Viejo Mundo desde una localización pequeña (Holanda, Portugal), o mediana (Gran Bretaña,), sino apoyado en el gigantesco asentamiento que poblaron torrentes de inmigrantes.
Ese territorio maleable y diversificado alimentó un modelo económico autocéntrico (nutrido del mercado interno), muy superior al esquema extrovertido (dependiente del mercado mundial) de sus rivales. Con ese cimiento la nueva potencia contó con un margen temporal suficiente para ampliar primero su frontera agrícola, desenvolver posteriormente una industria protegida y forjar finalmente la poderosa banca que facilitó su conquista del mundo (Arrighi, 1999: cap 3).
“La victoria estadounidense sobre Inglaterra quedó totalmente consumada al concluir la Segunda Guerra. El dominador del Norte irrumpió como ganador por la inconmensurable ventaja que le aportó su retaguardia territorial propia”
Mientras que Gran Bretaña debió salir rápidamente al exterior (para colocar sus sobrantes industriales elaborados con materias primas importadas), Estados Unidos emergió como el gran exportador de ambos recursos. En lugar de expulsar mano de obra excedentaria, absorbió masas de pobladores ajenos a las rémoras no mercantiles y atraídos por la alta movilidad social.
Estados Unidos también logró una superioridad militar, que Gran Bretaña no alcanzó ni siquiera durante su esplendor victoriano. Obtuvo un control del espacio más significativo que el manejo inglés de los mares y con esa ventaja hizo valer la doctrina Monroe, en todo el continente americano.
Consolidación político militar
La Primera Guerra Mundial fue un punto de giro para la primacía estadounidense en América Latina, no sólo por el avance económico sobre el rival británico. Washington conquistó su dominio con instrumentos geopolíticos, al comprometer al grueso del hemisferio en el ingreso a la contienda bélica.
Impuso esa adhesión a ocho gobiernos que declararon la guerra y a otros cinco que rompieron relaciones diplomáticas con el adversario. Los pocos países que mantuvieron su neutralidad, exhibieron una autonomía que Estados Unidos se empeñó en recortar por distintas vías. Las conflagraciones mundiales irrumpieron como un novedoso terreno para erradicar díscolos y consumar la subordinación a la supremacía del Norte.
En los años de entre guerra, la Casa Blanca comenzó a practicar la política de Estado hacia América Latina, que comparten Republicanos y Demócratas. Perfeccionó el uso del garrote y la zanahoria y mixturó las amenazas con la cooptación. La virulencia agresiva de Theodore Roosevelt quedó articulada con los mensajes de buena vecindad de Franklin Delano Roosevelt. Ese juego de agresividad y consideración siempre siguió un libreto definido por el establishment de Washington, para garantizar su control del hemisferio.
La primacía yanqui alcanzó una contundencia mayor en la segunda mitad del siglo XX. Su dominación se tornó indisputada, tanto por el desplazamiento económico de Europa como por la conversión de América Latina en un área de confrontación con la Unión Soviética. Estados Unidos hizo valer su comando del sistema imperial para reafirmar la pertenencia de toda la región a sus dictados.
Washington dejó nítidamente establecida esa dominación sobre los opresores locales, como prenda de pago a su protección contra el peligro del socialismo. América Latina quedó delineada como un Patio Trasero del gendarme, que batallaba contra la insurgencia popular en todos los rincones del planeta. El Pentágono aseguró esa cruzada mundial imponiendo una opresión política ilimitada en el continente.
Esa dominación asumió formas de control militar directo luego de la imposición del pacto bélico TIAR (1947) y la creación de la OEA (1948), para alinear a toda la región con una fanática campaña contra el comunismo. América Latina fue convertida en una gran retaguardia de la guerra fría, con intervenciones descaradas del Departamento de Estado para contener el peligro rojo. Esa escalada de agresiones desestabilizó estructuralmente a toda la región.
“Washington dejó nítidamente establecida esa dominación sobre los opresores locales, como prenda de pago a su protección contra el peligro del socialismo”
Para garantizar la preeminencia de gobiernos serviles, Estados Unidos recurrió al auxilio de feroces dictaduras. Sólo entre 1962 y 1968 digitó 14 golpes de estado, con la presencia enmascarada de la CIA en algunos casos (Guatemala 1954) o con incursiones de los marines en otros (República Dominicana 1965). La guerra fría fue una era de sangrientas tiranías intercaladas con pausas de fachada constitucional (Guerra, 2006:195-196). La cruzada anticomunista fue la cobertura que utilizó el imperialismo norteamericano para consolidar su reinado absoluto en la región (Godio, 1985: 130-138).
El uso del garrote (Truman, Eisenhower) fue nuevamente combinado con mensajes de cooperación (Roosevelt, Kennedy), anticipando la mixtura posterior de la prepotencia (Reagan, Bush, Trump) con la contemplación (Carter, Clinton, Obama). La dominación imperial estadounidense de América Latina quedó naturalizada en ese período, como un dato corriente del escenario regional.
Una doctrina perdurable, pero inefectiva
El principio Monroe fue durante la segunda mitad del siglo XX la brújula del Departamento de Estado para América Latina. Ningún rival europeo desafío a Washington y en todos los conflictos primó la subordinación a la Casa Blanca. En la guerra de Malvinas, por ejemplo, Thatcher actuó en permanente consulta con su par estadounidense. Esa misma orientación prevaleció en todas las administraciones.
En el contexto de mayor adversidad del nuevo milenio, Obama hizo un amago de jubilar a la doctrina Monroe (2009). Anunció el inicio de una nueva “relación entre iguales” con los países de la región. Su vicepresidente declaró incluso en forma explícita, el fin del principio vigente desde 1823 (Morgenfeld, 2018).
Pero ese viraje fue sepultado en la década siguiente por Trump, que revitalizó la doctrina para confrontar con Rusia y China (2018). Esa norma fue recreada con la misma intensidad que todo el léxico de la guerra fría.
En realidad, el magnate se limitó a enunciar la continuidad de un principio que nunca fue abandonado (García Iturbe, 2018). El sometimiento de América Latina a los dictados de Washington no fue reconsiderado seriamente por ningún administrador de la Casa Blanca.
El sistemático acoso padecido por Venezuela ha sido la evidencia más reciente de esa continuidad. Todos mandatarios estadounidenses apuntalaron complots para aplastar a los gobiernos bolivarianos. Se confirmó que la doctrina Monroe bloquea la presencia de cualquier otra potencia en la región, porque previamente sofoca cualquier atisbo de soberanía latinoamericana.
También Biden confirmó la actualidad de la doctrina en la Cumbre de las Américas.
Dispuso la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela del encuentro, haciendo valer ese principio de supremacía imperial (Redacción, 2022). Esa discriminación ilustró hasta qué punto la norma de Monroe continúa orientando la política de Washington.
Pero esa Cumbre también demostró que el Departamento de Estado ya no puede manejar a Latinoamérica como una marioneta. En el encuentro Biden no logró implementar ninguna de sus iniciativas. Quedó aislado, desprestigiado y debilitado, porque la doctrina Monroe ya no permite someter a los países de la región con la naturalidad del pasado. Ese principio tampoco es efectivo para frenar al nuevo desafiante asiático.
Impotencia frente al nuevo rival
La vertiente trumpista reaviva el estandarte de Monroe frente a la presencia económica de China en América Latina. Sus exponentes (Matt Gaetz) exigen la urgente actualización de ese principio para expulsar a Biejing, en sintonía con declaraciones previas de otros funcionarios (Tillerson). Impulsan una geoestrategia neo-monroísta para el siglo XXI, con la mirada puesta en expulsar al gigante asiático del Patio Trasero (Paz, 2023).
Esa agresividad es complementada en los casos más extremos con un lenguaje extraído del universo gansteril (Boron, 2023). Pero nadie ha podido transformar esas brutales convocatorias en acciones efectivas. Los funcionarios de Biden han repetido con más elegancia los mismos llamamientos con idénticos resultados.
Esa impotencia de las dos vertientes del establishment norteamericano es muy ilustrativa del retroceso que afecta a la primera potencia. Por primera vez en dos siglos, el principio Monroe es simplemente ignorado por un rival. La causa de ese fracaso está a la vista. Washington hacía valer sobre América Latina una supremacía económica que está perdiendo, frente a la pujanza inversora, comercial y financiera de China.
La región nunca tuvo para el gigante oriental la misma gravitación que para su competidor. No es el territorio vecino que sostiene el despegue de la nueva potencia. Los mercados asiáticos jugaron ese papel en el debut de la expansión de Beijing. Por ese lugar secundario para China y decisivo para Estados Unidos, la disputa por Latinoamérica es doblemente ilustrativa del avance oriental y el retroceso occidental.
La doctrina Monroe sirvió para atrincherar primero a la naciente economía estadounidense frente a Europa y para desplazar posteriormente al Viejo Continente. En esa era de elevada competitividad, Estados Unidos impuso convenios de comercio e inversión amoldados a sus ventajas. Para asegurar la protección de su inmenso mercado interno evitó aplicar a pleno el libre comercio, pero utilizó todos los mecanismos del liberalismo para afianzar su manejo de América Latina.
“Washington hacía valer sobre América Latina una supremacía económica que está perdiendo, frente a la pujanza inversora, comercial y financiera de China”
Esa misma carta juega ahora China en la región, con los tratados que suscribe en desmedro del mandante yanqui. Concreta una gran variedad de TLCs con más celeridad y efectividad que los precedentes Panamericanos. Una comparación entre ambos procesos, confirma que el vertiginoso cambio en curso se asienta en la pérdida de competitividad estadounidense.
La pertenencia de “América” (Latina) a los “americanos” (del Norte) que postuló la doctrina Monroe siempre sostuvo los negocios de Estados Unidos con la amenaza militar. Ese pilar bélico se mantiene inalterable, pero ahora debe apuntalar a una economía en repliegue, frente a un desafiante que desconcierta a Washington.
En el pasado, los marines hacían valer la preeminencia de Estados Unidos en la región con guerras fulminantes (España), desembolsos expeditivos (Francia) o maniobras de liderazgo (Inglaterra). Otros contendientes de menor influencia (Japón, Alemania) nunca se atrevieron a pisar el terreno del dominador yanqui.
Pero en el siglo XXI, China desembarca en América Latina con atractivos negocios que despiertan la codicia de los socios locales, mientras elude cualquier conflicto con el Pentágono. La doctrina Monroe carece de respuestas frente a un desafío de ese tipo. Basta observar lo ocurrido con Panamá para corroborar esa dificultad.
El bastión que el imperialismo norteamericano erigió en torno al Canal ha quedado erosionado por la privilegiada relación financiero-comercial, que Beijing ha concertado con los gobernantes del istmo. Sin enviar un sólo gendarme, amenazan el histórico control de Washington sobre un cruce esencial para el dominio de los océanos. En el pasado la Casa Blanca habría resuelto esa adversidad con una advertencia militar de envergadura. El Pentágono contempla esa opción en la actualidad, pero sus márgenes de intervención han quedado significativamente reducidos.
Este sustancial cambio en curso se verifica también en el comportamiento de las clases dominantes latinoamericanas. Todas las presiones del Departamento de Estado para anular los convenios que ese sector suscribe con el gobierno chino han sido infructuosas. Ningún país ha renunciado al incremento de sus exportaciones o al arribo de las inversiones que provee Beijing.
A diferencia del pasado, Washington exige una subordinación geopolítica sin ofrecer contrapartidas económicas.
Esta orfandad explica la resistencia que exhiben los grandes capitalistas latinoamericanos al alineamiento pasivo con las peticiones del Departamento de Estado. Ante la guerra de Ucrania, el grueso de los gobernantes de la región optó por la declamación o el aval diplomático, soslayando las penalidades contra Moscú.
Esa respuesta dista mucho de la ruptura de relaciones o el envío de tropas que primó durante la Primera o la Segunda Guerra Mundial. Tampoco sintoniza con la total subordinación de las elites latinoamericanas a la posterior cruzada anticomunista. También en este plano, la doctrina Monroe ya no disuade los negocios de las clases dominantes con su rival asiático.
Repliegue ideológico
La doctrina Monroe también flaquea en el plano ideológico. Ese principio nutrió los conceptos propagados por los teóricos del imperialismo, para postular la superioridad de los anglosajones del Norte sobre los latinos del Sur.
Ese supuesto comenzó con la idea de un hemisferio occidental separado de la matriz europea, corporizado en la denominación “América”, que los políticos estadounidenses adoptaron como sinónimo de su propio país. Esa apropiación presupuso de entrada la inexistencia (o descalificación) del resto del continente (Frade, 2021).
Esa identificación lingüística afianzó el sentido del principio de Monroe (“América para los americanos”), como una pertenencia de todo el continente al dominador del Norte. Esa asociación se consolidó aún más, con otra generalización idiomática para el resto del continente.
La vieja denominación de Hispanoamérica o Iberoamérica (previa a la Independencia) fue sustituida por América Latina, adoptando un apelativo de cuño francés que contraponía el universo latino-romano con su equivalente anglosajón. Esa designación inspirada en un distanciamiento crítico hacia el coloso del Norte, derivó posteriormente en la captura estadounidense del término América (a secas) para su propio y excluyente uso.
Estas peripecias de la lengua tuvieron serias connotaciones ideológicas para el sentido que asumió cada término. En la mirada imperial, América quedó definitivamente identificada con la prosperidad, el bienestar y el padrinazgo del Norte. Por el contrario, Latinoamérica fue asemejada al subdesarrollo, la corrupción y la incapacidad para el autogobierno.
Durante las dos centurias de surgimiento y apogeo del expansionismo yanqui, esa contraposición fue motorizada por los ideólogos del imperio y aceptada por las elites del continente. El declive actual de la primera potencia ha erosionado ese legado. América continúa como sinónimo corriente de Estados Unidos, pero sin la carga de elogio, admiración o reverencia del pasado.
“La vieja denominación de Hispanoamérica o Iberoamérica (previa a la Independencia) fue sustituida por América Latina, adoptando un apelativo de cuño francés que contraponía el universo latino-romano con su equivalente anglosajón”
El mismo declive se extiende a otros conceptos, como el “destino manifiesto”, que justificaba la expansión territorial de Estados Unidos. Ese término fue introducido a mitad del siglo XIX para convalidar con mandatos divinos la violenta ampliación de la frontera, mediante el genocidio de los indios, la esclavización de los negros y el sometimiento de los latinos.
La captura de territorios era presentaba como una misión encomendada por Dios, para hacer valor la superioridad de la blancura anglosajona y las creencias protestantes. La misma mitología fue utilizada en la segunda mitad de esa centuria, para enaltecer las masacres de los marines en el exterior.
Esa ideología imperial combinó la exhibición de superioridad, con mensajes paternalistas de domesticación del vecindario latinoamericano, que era frecuentemente encasillado en algún estereotipo de salvaje o incivilizado. El Panamericanismo debía corregir esas rémoras precoloniales, con el liberalismo cultural que aportaban los inversores, funcionarios e intelectuales que Estados Unidos ofrecía a sus vecinos.
Ninguna de estas oprobiosas caracterizaciones persiste en la actualidad con la crudeza del pasado. Sus propagadores suelen endulzarlas o encubrirlas para disimular su obsolescencia. El retroceso económico quita credibilidad al autoelogio estadounidense.
Por las mismas razones ya no es tan sencillo estigmatizar a los latinos, con los descalificativos que previamente se utilizaron para despreciar a los pueblos originarios. El contraste entre el próspero emprendedor anglosajón con el inepto asalariado del Sur choca con el manifiesto fracaso del capitalismo estadounidense, para hacer frente a un competidor asiático significativamente alejado del prototipo occidental.
Sin fórmulas para dominar
Hasta hace poco tiempo, los chinos ocupaban un lugar semejante a otras etnias menospreciadas por el dominador occidental. La derrota económica que sufre Estados Unidos en el territorio latinoamericano frente al rival asiático, socava todos los vestigios de identificación del capitalista anglosajón con el éxito mercantil.
Como ese retroceso económico ha impactado sobre el sistema político estadounidense, tampoco la plutocracia bipartidista (que comparten los Demócratas con los Republicanos) puede repetir las falacias del pasado. Después del asalto que perpetraron los seguidores de Trump al Capitolio han perdido sentido las burlas imperiales a las “Repúblicas Bananeras” de América Latina. En Washington anida el mismo golpismo y las mismas disputas entre mafias, que en los despreciados territorios de la región.
También los contrapuntos entre americanistas del interior y globalistas de las costas acentúan la erosión de la mitología estadounidense. Esas tensiones siempre afectaron al gigante del Norte, como correlato de los intereses que contraponen a la enorme economía doméstica con los negocios en el exterior.
Esa fractura quedó atemperada en la posguerra, a través la síntesis que generó un programa común de dominación económica global. Esa convergencia reconcilió el aislacionismo rural e industrial del Medio Oeste, con el internacionalismo financiero de las Costas. Las fortunas generadas en otros países incrementaban los beneficios de todos los sectores internos (Anderson, 2013: 20-35).
Pero la vieja división ha reaparecido en las últimas décadas, al compás de los fracasos económicos y esa fractura se proyecta al exterior. Los discursos y actitudes de personajes como Trump, demuelen la vieja veneración de las elites latinoamericanas por el hermano mayor.
La ideología imperial estadounidense ha sido más perdurable que su par europea, porque sustituyó el viejo discurso colonialista por la simple exaltación del capitalismo. Enalteció como su antecesor la superioridad del hombre blanco, potenció los prejuicios euro centristas y exaltó las virtudes de Occidente. Pero reemplazó el mensaje de primacía colonial por una vacua veneración de la libertad, buscando suscitar identificaciones emblemáticas con los ideales del desarrollo y la democracia. Sustituyó la obsoleta veneración del colonizador por una ilusión de bienestar asociada con la expansión del capitalismo estadounidense (Anderson, 2010).
Ese mito logró un gran arraigo en incontables lugares del planeta, pero en América Latina siempre chocó con las modalidades descarnadas de la opresión estadounidense. Incluso la singularidad no colonial del imperialismo yanqui estuvo muy acotada en el Patio Trasero, que padeció un récord de ocupaciones, intervenciones y golpes de estado.
La idea de un imperio estadounidense meramente informal -con presencias militares breves y restringidas- y sustento estructural en la dominación económica, no se aplica a pleno en la región. América Latina fue siempre un escenario de la Doctrina Monroe contra los rivales foráneos y las rebeliones antiimperialistas.
La singularidad del Patio Trasero como un coto privilegiado de la supremacía estadounidense afronta actualmente un cuestionamiento inédito. La presencia China hace tambalear ese presupuesto bicentenario y empuja a los gestores de la Casa Blanca a buscar alguna forma de conservación de la vieja hegemonía. Ningún mandatario encontró hasta ahora la fórmula de esa preservación, en la gran disputa con China que analizaremos en el próximo artículo.