POR VERONICA GAGO
9 DE MARZO DE 2023
Foto: M.A.F.I.A
Excursus. Rosa Luxemburgo: conquistar las tierras de la deuda y el consumo
La fórmula de “acumulación por desposesión” de David Harvey (2003) fue muy tomada por el debate sobre extractivismo, en espe- cial en América Latina. Harvey usa como referencia fundamental la reflexión de Rosa Luxemburgo sobre el imperialismo y la dinámica expansiva del capitalismo. Poniendo énfasis en la necesidad de múltiples “afueras” para habilitar esta dinámica, Luxemburgo es de hecho, entre los clásicos marxistas, la teórica que más puede aportarnos elementos clave para pensar el tema del extractivismo. Una vez que su noción de afuera está desvinculada de la referencia exclusivamente geográfica-territorial se vuelve productiva para pensar la actualidad.
Su teoría del imperialismo nos permite caracterizar la dinámica de acumulación en escala global y, en particular, señalar algunos puntos a los que quisiéramos llegar sobre las actuales “operaciones extractivas” del capital (Mezzadra y Neilson 2019). La cuestión imperialista –como argumenta Kaushik Sunder Rajan (2017)– permite una reterritorialización de la teoría del valor. Desde este punto de vista toma toda su relevancia el análisis conjunto de la constitución de los mercados de trabajo (o las formas de explotación), la extracción de “materias primas” (y la discusión misma de su contenido) y la financierización (en términos de operaciones abstractas y concretas). Esta última (tratada también por Lenin en términos de imperialismo) expresa una extensión de la lógica de acumulación de capital en la que se anuda su contradicción inherente, para volver a Luxemburgo: el desfasaje espacial y temporal entre producción de plusvalor y su conversión en capital. Pero esto implica una cuestión anterior: la relación del capital con sus “afueras”.
Me parece que este análisis conjunto de mercados de trabajo, materias primas y finanzas nos brinda una perspectiva efectiva para pensar las distintas formas de la extracción hoy en día remapeando su sentido ampliado. Por otro lado, propongo retomar la temática de los consumos en el trabajo de Rosa Luxemburgo, ya que juegan un papel fundamental, y no muy reconocido en el debate. El consumo empuja la profundización social del extractivismo como vector fundamental de su efectiva ampliación. Quiero decir: las finanzas extraen valor impulsando el consumo que se dinamiza a fuerza de deuda y constriñe de modo específico a ciertas condiciones de explotación. Por eso, el consumo deviene un campo de batalla estratégico porque es ahí donde las finanzas “recuperan” flujos de dinero para la realización de la mercancía y porque ahí se vuelve “presente” la obligación “a futuro”.
Una reconstrucción rápida de la teoría de Rosa Luxemburgo, y en particular teniendo en cuenta la comprensión del consumo como campo de “realización” de la plusvalía, ayuda a plantear el tema.
En La acumulación del capital (1913), explicando el esquema teórico ideal en el que Marx plantea la producción y realización de plusvalía entre las figuras de “capitalistas” y “obreros”, Luxemburgo propone ampliar esas figuras de un modo no formal, abriendo paso a la pluralización que parece revelarse inherente al consumo. “Lo decisivo es que la plusvalía no puede ser realizada por obreros ni capitalistas, sino por capas sociales o sociedades que no producen en forma capitalista”. Da el ejemplo de la industria inglesa de tejidos de algodón que durante dos tercios del siglo XIX suministró a India, América y África, además de proveer a campesinos y a la pequeña burguesía europea. Concluye: “En este caso, fue el consumo de capas sociales y países no capitalistas, el que constituyó la base del enorme desarrollo de la industria de tejidos de algodón en Inglaterra” (itálicas en el original).
La elasticidad misma del proceso de acumulación involucra la contradicción inmanente señalada antes. El efecto “revolucionario” del capital opera en esos desplazamientos, capaz de resolver en plazos breves la discontinuidad del proceso social de acumulación. Luxemburgo agrega a este “arte mágico” del capital la necesidad de lo no capitalista: “Sólo en ellos (‘países precapitalistas, que vivan dentro de condiciones sociales primitivas’) puede desplegar, sobre las fuerzas productivas materiales y humanas, el poder necesario para realizar aquellos milagros”. La violencia de esa apropiación por parte del capital europeo requiere de un complemento de poder político que sólo se identifica con condiciones no-europeas: es decir, el poder ejercido en las “colonias” americanas, asiáticas y africanas. Luxemburgo cita aquí la explotación a indígenas por parte de la Peruvian Amazon Co. Ltd. que provee caucho de la Amazonía hacia Londres para evidenciar cómo el capital logra producir una situación “lindante con la esclavitud”. El “comercio mundial” como “condición histórica de vida del capitalismo” aparece entonces como un “trueque entre las formas de producción capitalista y las no capitalistas”. ¿Pero qué emerge cuando el proceso de acumulación es considerado desde el punto de vista del capital variable, es decir, desde el trabajo vivo (y no sólo de la plusvalía y el capital constante)?
Los límites “naturales” y “sociales” al aumento de la explotación de la fuerza de trabajo hacen que la acumulación, dice Luxemburgo, deba ampliar el número de obreros ocupados. La cita de Marx sobre cómo la producción capitalista se ha ocupado de “situar a la clase obrera como una clase dependiente del salario”, lleva a la cuestión de la “procreación natural de la clase obrera” que, sin embargo, no sigue los ritmos y movimientos del capital. Pero, argumenta de nuevo Luxemburgo, la “formación del ejército industrial de reserva” (El capital, tomo I, cap. 23) no puede depender de ella para resolver el problema de la acumulación ampliada. “Tiene que contar con otras zonas sociales de las que saque obreros, obreros que hasta entonces no estaban a las órdenes del capital y que, sólo cuando es necesario, se adicionan al proletariado asalariado. Estos obreros adicionales sólo pueden venir, permanentemente, de capas y países no capitalistas”.
A las fuentes de composición del ejército industrial de reserva que puntualiza Marx –y que un análisis como el de Paolo Virno (2003) nos permite pensar en su ampliada actualidad como condición virtual y transversal a todxs lxs trabajadorxs–, Luxemburgo agrega la cuestión de las razas: así como el capital necesita disponer de todas “las comarcas y climas”, “tampoco puede funcionar sólo con los obreros que le ofrece la raza blanca”: “necesita poder disponer, ilimitadamente, de todos los obreros de la Tierra, para movilizar, con ellos, todas las fuerzas productivas del planeta, dentro de los límites de la producción de plusvalía, en cuanto esto sea posible”. El punto es que estos obreros de raza no-blanca “deben ser pues previamente ‘libertados’ para integrarse al “proletariado libre”. El reclutamiento, desde este punto de vista, sigue la orientación liberadora que se atribuye al proletariado entendido como sujeto “libre” (Luxemburgo cita como ejemplo las minas sudafricanas de diamantes). La “cuestión obrera en las colonias” mixtura así situaciones obreras que van del salario a otras modalidades menos “puras” de contratación. Pero lo que nos interesa es el modo en que Luxemburgo subraya la “existencia coetánea” de elementos no capitalistas en el capitalismo como su clave de expansión. Este es el punto de partida para reevaluar el problema del mercado interior y exterior: no sólo conceptos de geografía política, sobre todo de economía social, subraya. La conversión de la plusvalía en capital, expuesta en este mapa de dependencia global, se revela al mismo tiempo “cada vez más apremiante y precaria”.
Pero vamos un paso más. El capital puede por la fuerza, dice Luxemburgo, apropiarse de medios de producción y también obligar a los trabajadores a convertirse en objeto de explotación capitalista. Lo que no puede hacer por la violencia es “hacerlos compradores de sus mercancías”: es decir, “no puede forzarles a realizar su plusvalía”. Podríamos decirlo así: no puede obligarlos a devenir consumidores. La articulación entre crédito internacional, infraestructura y colocación de mercancías es clave y Luxemburgo la analiza con detalle en varios pasajes: en la lucha contra todas las “formaciones de economía natural” y en particular en el despojo de las tierras para acabar con la autosuficiencia de las economías campesinas, remarcando las deudas hipotecarias sobre los granjeros estadounidenses y la política imperialista holandesa e inglesa en Sudáfrica contra negros e indígenas, como formas concretas de violencia política, presión tributaria e introducción de mercancías baratas.
Es la deuda el dispositivo que pone el eje en el problema del desfasaje temporal y espacial entre la realización y la capitalización de la plusvalía; de allí, la necesidad de una expansión colonial para su efectuación. Unos párrafos emblemáticos de esta operación de deuda se los dedica Luxemburgo a la relación entre Inglaterra y la República Argentina, donde los empréstitos, la exportación inglesa de manufacturas y la construcción de ferrocarriles ascienden a cifras astronómicas en apenas una década y media. Estados sudamericanos, colonias sudafricanas y otros “países exóticos” (Turquía y Grecia, por ejemplo) atraen por igual flujos de capital en ciclos mediados por bancarrotas y luego reiniciados: “La plusvalía realizada, que en Inglaterra o Alemania no puede ser capitalizada y permanece inactiva, se invierte en la Argentina, Australia, El Cabo o Mesopotamia en ferrocarriles, obras hidráulicas, minas, etc.”. La dislocación (temporal y espacial) referida a dónde y cuándo la plusvalía puede capitalizarse permite que el dilema de la acumulación sea como una máquina de abstracción que, sin embargo, depende de circunstancias concretas que una y otra vez intentan ser homogeneizadas: “El capital inglés que afluyó a la Argentina para la construcción de ferrocarriles puede ser opio indio introducido en China”.
En el extranjero, sin embargo, hay que hacer surgir o “crear violentamente” una “nueva demanda”: lo que se traslada, dice Luxemburgo, es el “goce” de los productos. ¿Pero cómo se fabrican las condiciones para que ese goce tenga lugar? “Cierto que el ‘goce’ de los productos ha de ser realizado, pagado por los nuevos consumidores. Para ello, los nuevos consumidores han de tener dinero”. Hoy, la masificación del endeudamiento corona la fabricación de ese goce. Ese goce es la traducción de un deseo que produce un afuera. Claro que no es un afuera estrictamente literal ni territorial.
Si en el argumento de Luxemburgo, lo que preanuncia la crisis es el momento catastrófico del fin del mundo no capitalista del que apropiarse por medio de la expansión imperialista, en el actual desplazamiento permanente de esos límites (y la gestión constante de crisis), también debemos ver a contraluz algo clave: la creación de mundos (espacio-tiempos de deseo) no capitalistas sobre los que el capital se abalanza con creciente voracidad, velocidad e intensidad. Y, al mismo tiempo, necesitamos detectar qué tipo de operaciones extractivas relanzan la cuestión imperial, ya más allá de los límites estatal-nacionales.
De este modo, queremos subrayar no sólo la dinámica axiomática del capital –como la llaman Deleuze y Guattari y a la que ya referí–, capaz siempre de incorporar nuevos segmentos, haciendo gala de un aparente anexionismo multiforme e infinito, sino del momento previo: es decir, de la producción de esos mundos donde el deseo colectivo produce un afuera sobre el cual se expanden las fronteras de valorización a través del consumo y el endeudamiento, de modo tal de enlazar nuevas modalidades de explotación y extracción de valor.
Si Marx, ya citado, dice que la maquinaria amplía el material humano explotado, en la medida que el trabajo infantil y femenino es la primera consigna del maquinismo, podemos pensar el concepto ampliado de extractivismo como la ampliación del material humano y no-humano explotado, justamente a partir de la dinámica de las finanzas. Podemos proyectar la premisa metodológica de Marx de que se llegó a las máquinas por los límites que impuso el trabajo: a este momento de acumulación de la llamada hegemonía de las finanzas se llega también por los límites que impuso el trabajo. Límite y ampliación marcan así una dinámica que no es simétrica, sino ritmada por la conflictividad. La lectura de un “afuera” deviene la manera de detectar cómo son las resistencias (en su diferencia histó- rica) lo que produce ese límite, sobre el cual luego busca expandir su frontera el capital. Se trata de un “afuera” no puro, donde la conflictividad que lo constituye toma formas difusas y múltiples. Los diversificados dispositivos financieros actuales (del crédito al consumo a los derivados, de las hipotecas a los bonos a futuro) transversalizan la captura a distintos sectores y actividades, buscando conquistar directamente el valor futuro y ya no sobre el trabajo pasado realizado. La diferencia entre renta de extracción y salario pasa por esa diferencia temporal y por un cambio radical en la medida de la explotación.
En esta clave hay que leer al consumo también. Primero, porque hay una radicalización de su papel en el momento actual del capitalismo. Segundo, porque hay un costado del consumo que se realiza ya más allá de los límites del salario que da cuenta de un rechazo a la austeridad y no simplemente a una pasiva manipulación financiera, tal como argumenta Federici (2013).
Propongo pensar las economías populares como espacios de elaboración y disputa de esos afuera, como instancias donde se amplía el extractivismo de modo más conflictivo. Identificar las economías populares con formas de microeconomía proletaria pone en primer plano que allí hay una disputa por la cooperación social. Y, luego, desactiva la idea tan recurrente en América Latina (y el Sur global en términos más generales) que evoca la fantasmagoría del lumpenproletariado: esa clase que no logra reunir las características de proletariado. Una idea que, sin embargo, se acopla muy bien con la “naturalización” de la riqueza en la región, identificada primordialmente como un continente de recursos naturales y materias prima. Creo que puede situarse allí, en esas microeconomías proletarias, un análisis de lo que Nancy Fraser (2014) llama “lucha por los límites” por la cual el capital busca permanentemente extraer valor de lo que ella denomina “zonas grises informales”. Fraser subraya el vínculo entre semiproletarización masiva y neoliberalismo como una estrategia de acumulación que se organiza a partir de la expulsión de millones de personas de la economía formal hacia esas zonas difusas de informalidad.
Pero de nuevo nos parece importante vincular lo que en su argumento parece separado: la expropiación deviene un mecanismo de acumulación “no oficial”, mientras la explotación parece permanecer como mecanismo “oficial”. Insistimos en la importancia, como lo intentamos con la categoría de extractivismo ampliado, de pensar la simultaneidad de la explotación y la desposesión y la imbricación de ambas bajo las condiciones de la lógica extractiva como forma de valorización.
Saskia Sassen (2006) argumenta que el capitalismo extractivo plasma una nueva geografía del poder mundial y que se compone de “espacios de frontera” donde se producen las dinámicas que llevan a tomar decisiones que operan tanto a nivel transnacional, como nacional y local, revelando su interdependencia. En ese pliegue de la soberanía nacional sobre reglas definidas globalmente, se juega –argumenta– una nueva división internacional del trabajo. Explica Sassen: “Se hace evidente que la soberanía estatal articula a la vez las normas y condiciones propias y externas. La soberanía permanece como propiedad sistémica pero su inserción institucional y su capa- cidad para legitimar y absorber todo el poder de legitimación, ser la fuente de la ley, ha devenido inestable. Las políticas de las soberanías contemporáneas son mucho más complejas que las nociones que la exclusividad territorial puede capturar” (Sassen 2006).
El extractivismo ampliado refiere entonces a una modalidad que funciona sobre distintos “territorios” (virtuales, genéticos, naturales, sociales, urbanos, rurales, de producción y de consumo) y las finanzas concentran su operatoria en esa heterogeneidad, redefiniendo la noción misma de territorio como unidad soberana. Pero es en ese sentido que las finanzas dejan planteada la pregunta por su funcionamiento como “mando”: es decir, su capacidad de centralizar y homogeneizar las distintas dinámicas de valorización.
El texto pertenece al libro La potencia feminista, o el deseo de cambiarlo todo, el cual puede descargarse de la página de la editorial Tinta Limón. El capítulo original del libro incluye un conjunto de apartados dedicados a las finanzas que no fueron incluidos por motivos de extensión.
Un recorrido por los debates de la economía política desde una óptica feminista. La potencia de sus cuestionamientos y sus transformaciones.
La economía feminista es la que permite comprender las formas específicas de explotación de las mujeres y los cuerpos feminizados en la sociedad capitalista. Para eso –y por eso– amplía la noción misma de economía, incluyendo desde la división sexual del trabajo a los modos de opresión del deseo.
Poder percibir, conceptualizar y medir un diferencial en la explotación de las mujeres, lesbianas, trans y travestis es el primer objetivo. Esto es algo mucho más extenso que contabilizar las actividades realizadas por mujeres y cuerpos feminizados. Y esto se debe a que un segundo objetivo de la economía feminista –la que se postula como crítica a la economía política y no como reivindicación de cuotas en el mundo competitivo neoliberal– consiste en desacatar, subvertir y transformar el orden capitalista, colonial y patriarcal.
En este contexto es que hay que situar hoy la pregunta por el diferencial de explotación como tarea de la economía feminista. Y esta pregunta tiene como punto de partida el lugar concreto de inicio de ese diferencial: la reproducción.
¿Por qué? Porque se trata de un diferencial que siempre es relacional: es decir, revela el sitio singular del trabajo de las mujeres y cuerpos feminizados en las relaciones sociales, pero de modo tal que al visibilizar y entender esas dinámicas específicas, se ilumina la explotación en general de un modo nuevo. Visibilizar el trabajo asalariado y precarizado hoy desde la perspectiva feminista que surge del análisis del trabajo históricamente no remunerado y de las tareas feminizadas permite una nueva analítica del conjunto.
La cuestión de poner el énfasis en el diferencial, además, nos lleva a otra discusión central: no se trata simplemente de ver la diferencia para reclamar igualdad. No queremos acortar la brecha para ser igual de explotadas que los varones. Lo que nos interesa, y es lo que permite valorizar una economía feminista, es la lucha que las mujeres, lesbianas, trans y travestis protagonizan por la reproducción de la vida contra las relaciones de explotación y de subordinación.
Otra vez: no se trata de un análisis sectorizado y del interés de una “minoría” (concepto de por sí problemático), sino de la perspectiva singular desde la cual se visualiza el conjunto desde una conflictividad concreta. Esto supone metodológicamente que las mujeres y los cuerpos feminizados no son un capítulo a agregar al análisis económico sino una perspectiva que reformula el análisis económico en sí. Una lectura política transversal, que plantea otra entrada a la crítica de la economía política, y no una agenda limitada.
Estos puntos de la economía feminista, como organización de una crítica (y, por tanto, puntos metodológicos y vitales), producen un desplazamiento mayor. Esto es: la economía feminista no centra su análisis en cómo se organiza la acumulación de capital, sino en cómo se organiza y garantiza la reproducción de la vida colectiva como a priori. Así, la dinámica de la reproducción social queda evidenciada como la condición de posibilidad primera. En lenguaje filosófico: la reproducción es la condición trascendental de la producción.
Esta cuestión, a su vez, tiene un doble nivel: por un lado, busca entender cómo esta reproducción hace posible toda la producción misma de la que se beneficia el capital. En ese sentido, como veremos más adelante, la pregunta que hace brillar la economía feminista es por qué el ocultamiento de la reproducción es la clave de los procesos de valorización en términos capitalistas.
“La economía feminista no centra su análisis en cómo se organiza la acumulación de capital, sino en cómo se organiza y garantiza la reproducción de la vida colectiva como a priori“
Pero nos queda un segundo nivel: la economía feminista tiene como tarea discutir bajo qué formas y en qué experiencias se desarrolla una reproducción social en términos no extractivos ni explotadores (lo cual implica, como veremos más adelante, un combate contra su naturalización). Con esto vamos más allá de oponer reproducción y producción (como si fueran términos antitéticos), para pensar en reorganizar su relación. De allí surgen pistas para volver a la cuestión del diferencial de explotación.
Varias feministas se han encargado de leer a Marx desde esta clave. Realizan un doble movimiento y un doble objetivo. Por un lado, llevar a Marx a lugares ocultos de su obra y, por otro y en simultáneo, radicalizar el gesto de investigación de Marx de mirar en la “morada oculta” de cómo se produce la realidad capitalista. La primera dimensión oculta (y ocultada) es la reproducción: todo aquello invisibilizado y a la vez constitutivo de la producción social contemporánea.
Así es la perspectiva de Silvia Federici, quien narra las “lagunas” de Marx que las feministas de los años 70 empezaron a ver en su obra analizando cuál era su visión del género y luego haciendo ellas mismas el trabajo de reconstruir sus categorías desde la experiencia política personal del rechazo al trabajo de reproducción.
Por tanto, se trata de otro origen de la crítica. “El movimiento feminista tuvo que empezar por la crítica de Marx”, escribe Federici (2018) y ese comienzo fue impulsado por la práctica política: “Sostengo que las feministas de Wages for Housework encontramos en Marx los cimientos de una teoría feminista centrada en la lucha de las mujeres contra el trabajo doméstico no remunerado porque leímos su análisis del capitalismo desde la política, procedentes de una experiencia personal directa, en busca de respuestas a nuestro rechazo de las relaciones domésticas”.
De modo más reciente, tomando la categoría de Marx de “morada oculta”, que es como él llama a la producción en contrapunto con la esfera “visible” de la circulación, Wendy Brown (2006) propone que el feminismo se tiene que aliar con la teoría crítica (pensando en los aportes más radicales de la Escuela de Frankfurt) porque es el modo de incluir en la esfera de la producción sus pliegues invisibles. Aquí las “moradas ocultas” de la producción que ella destaca son el lenguaje, la psique, la sexualidad, la estética, la razón y el pensamiento mismo.
Nancy Fraser, en un artículo titulado “Tras la morada oculta de Marx” (2014), escribe que el feminismo, el ecologismo y el poscolonialismo son las tres experiencias-perspectivas que replantean el análisis marxiano justamente porque incorporan las “moradas ocultas” de la producción del conflicto social en el capitalismo contemporáneo.
En el caso de estos planteos, las tres autoras asumen –desde posiciones diversas– una lectura de Marx que refiere a cómo la perspectiva feminista pone en evidencia los poderes que producen las formas de poder capitalista como subordinación del trabajo al capital; pero aún más: cómo funcionan las jerarquías al interior de lo que entendemos por trabajo. En esta línea, ubican al trabajo feminizado como ejemplo de aquello que el capital debe subordinar y desprestigiar (es decir, ocultar).
Esta lectura sintomática de Marx es un hilo rojo para la economía feminista. Primero, porque al retomar el hilo marxiano de la reproducción de la fuerza de trabajo como actividad necesaria para la acumulación de capital pone de manifiesto la dimensión de clase del feminismo. Luego, porque detecta en sus lagunas, moradas y grutas lo que Marx deja impensado justamente porque su lectura del capital como relación social privilegia el análisis de la producción, pero no de la producción de la producción (o reproducción). Si Marx discute con las teorías neoclásicas para desfetichizar la esfera de la circulación, las feministas excavan más hondo y desfetichizan la esfera de la producción. Llegan así al subsuelo de la reproducción. Desde ahí abajo, se ven todos los estratos que hacen posible finalmente lo que llamamos modo de producción capitalista. Así, la economía feminista inaugura una verdadera perspectiva “desde abajo”.
Me interesa destacar en particular el trabajo de Federici porque su lectura es la que surge desde las luchas que usaron a Marx y, a la vez, llevaron a Marx más allá de Marx en una iniciativa concreta como fue la campaña por el salario doméstico (2018b). En este sentido, la lectura feminista exhibe su propio carácter constituyente: no sólo ilumina lo que queda invisibilizado por Marx (replicando y extendiendo su método de dirigirse a la morada oculta de lo que acontece), sino que explica la función histórica, política y económica de esa invisibilización.
“Si Marx discute con las teorías neoclásicas para desfetichizar la esfera de la circulación, las feministas excavan más hondo y desfetichizan la esfera de la producción. Llegan así al subsuelo de la reproducción”
Trabajar sobre el salario doméstico como propuesta política abre toda una serie de paradojas y de implosiones al interior de las categorías. Por eso, la perspectiva de economía feminista postula una confrontación teórica y práctica con los modos de valorización del capital, es decir, con las formas concretas de subordinación y explotación diferencial de los cuerpos feminizados.
Esta preocupación por las dinámicas de valorización del capital anuda al mismo tiempo la exigencia desde la economía feminista de pensar en términos de explotación y de dominio. No se explica la división sexual del trabajo sin los mandatos patriarcales que la sustentan. Así, el “paradigma reproductivo” capaz de analizar en simultáneo ambos planos impulsa un “neomaterialismo” como economía feminista (Giardini 2017; Giardini y Simone 2018).
En otra línea, la pregunta sobre qué es la economía feminista puede responderse por el lado afirmativo, tomando otra vía que no es la de la crítica de la explotación. Me refiero en particular al trabajo fundamental de las feministas J.K. Gibson-Graham (2006) que teorizan “economías diversas”. Lo hacen también derivando de Marx una noción de diferencia. Desde ahí ponen el énfasis en economías que tendrían capacidad prefigurativa, anticipatoria, en sus desarrollos en el presente en tanto nocapitalistas. Se trata de una perspectiva que pone de relieve el carácter experimental de las economías comunitarias que logran tanto abrir y descolonizar la imaginación económica de cómo nos representamos las alternativas anticapitalistas, como de deconstruir la hegemonía del capital a partir de espacios aquí y ahora. La diferencia juega para iluminar la realidad efectiva de prácticas que niegan el capital. Pero también logra darle a la noción de diferencia un carácter procesual y experimental.
Por eso, la fuerza de su planteo –“hacerle un cuarto a las nuevas representaciones económicas”, dicen en un momento, parafraseando el cuarto propio de Virginia Woolf– es también su apuesta de pensar las economías diversas desde el devenir: ellas argumentan que hay que “cultivar” el deseo y las subjetividades que habitan esos espacios no capitalistas. De este modo, entretejen una subjetividad que está a la vez por venir pero que se hace con la materialidad del deseo de otra vida en el presente.
Sujetxs individuales y colectivos, sostienen estas autoras, negocian formas de interdependencia y se reconstruyen en ese proceso. Las economías diversas consideradas economías feministas incluyen entonces una política del lenguaje capaz de alojar “la producción de un lenguaje de la diferencia económica para ampliar el imaginario económico, haciendo visibles e inteligibles las diversas y proliferantes prácticas que la preocupación por el capitalismo ha oscurecido”. Ese lenguaje de la diferencia económica está nutrido de algunos contradiscursos clave: las investigaciones sobre el trabajo doméstico como trabajo no remunerado e invisibilizado en las cuentas nacionales de los países; las investigaciones sobre economías informales y su imbricación en las transacciones Norte-Sur; también el lenguaje de El capital sobre la diferencia económica cuando no queda capturado por el etapismo y el desarrollismo, según una concepción sistémica de la economía.
“Hay que “cultivar” el deseo y las subjetividades que habitan esos espacios no capitalistas. De este modo, entretejen una subjetividad que está a la vez por venir pero que se hace con la materialidad del deseo de otra vida en el presente”
El lenguaje de la diferencia económica se vuelve así un detector de otros procesos en devenir que prestan una atención especial a su carácter situado. En las economías diversas la importancia de la categoría de lugar concretiza un arraigo para la experimentación: “En términos más ampliamente filosóficos, el lugar es eso que no está totalmente unido a un sistema de significación, no completamente subsumido en un orden (mundial), es ese aspecto de todo sitio que existe como una potencialidad. El lugar es el ‘suceso’ en el que el espacio, que opera como una ‘dislocación’ respecto de estructuras y relatos familiares. Lo que no está amarrado ni mapeado es lo que permite nuevos amarres y mapeos. El lugar, como el sujeto, es el sitio y el acicate para el devenir, la apertura para la política”, vuelven a decir las autoras (2007).
Esta cuestión del lugar tiene una veta clave porque no implica estrictamente un “localismo” anticosmopolita, sino la construcción de una ubicuidad transversal y situada. Se abre así la imaginación geográfica en el sentido que, como apuntan Gibson-Graham, son espacios que permiten nuevos mapeos si desafían la invisibililzación sistemática de estas otras economías. Esta lógica de la “diferencia y la posibilidad” intenta discutir con la desvalorización que suelen atribuirse a estas experimentaciones económicas tildadas como pequeñas, no confiables, apenas subsidiarias de un régimen de acumulación que logra presentarse como inalterable. Pero, además, esta cuestión del lugar nos lleva a otra discusión fundamental: la escala de las experimentaciones y, de modo más apremiante, a la confrontación con la escala mundial (propiamente de mercado mundial) en el que se organiza el capital como relación global. Agreguemos un punto más: la economía feminista, desde una perspectiva como la de Gibson-Graham, supone un conjunto de experimentaciones concretas que incluyen una dinámica de “autoformación” (nadie tiene la receta del cambio de paradigma). Esto es: un momento de aprendizaje y de sistematización de esas prácticas diversas que es simultáneo al modo experimental en que van produciendo realidad. Funciona aquí una premisa política y metodológica: asumir la inestabilidad de la reproducción de la relación social de obediencia que supone la relación social capitalista. Sin desautomatizar esa reproducción de la relación de obediencia que hace posible la explotación, no hay terreno de experimentación. Como principio de método hay una apuesta a la desestabilización de las fórmulas variables de la obediencia que no pasa por un comando centralmente planificado de la oposición y la alternativa. Es decir, estamos más allá de una perspectiva estadocéntrica.
Desde ambas aproximaciones, queda explicitado un doble movi- miento que me parece central para la economía feminista.La economía feminista practica un diagnóstico del diferencial de explotación que toma a la reproducción como ámbito central para desde ahí investigar e historizar los modos en que se conjugan opresión, explotación y extracción de
La economía feminista valoriza la experimentación de la diferencia económica en experiencias y procesos que construyen otras economías aquí y ahora.
“Un momento de aprendizaje y de sistematización de esas prácticas diversas que es simultáneo al modo experimental en que van produciendo realidad”
¡Trabajadoras del mundo, uníos!
¿Qué significa pensar la existencia proletaria –es decir: de todxs aquellxs que nos valemos de nuestra fuerza de trabajo para relacionarnos con el mundo– desde el punto de vista feminista? El Manifiesto comunista de Marx y Engels postula el sujeto de la política comunista a partir de leerlo a contraluz del capital, estableciendo el antagonismo fundamental: “La condición del capital es el trabajo asalariado”, dicen.
Podríamos argumentar en principio que los cruces de ciertas perspectivas feministas, marxistas y anticoloniales hacen un movimiento similar sobre el enunciado de Marx y Engels pero al interior de uno de los polos del antagonismo: la condición del trabajo asalariado es el trabajo no asalariado; o, también, la condición del trabajo libre es el trabajo no libre. ¿Qué pasa cuando se abre uno de los polos? Es el movimiento fundamental por el cual se intersecta la diferencia (que pone en juego las luchas feministas y anticoloniales) con la clase. Pero de un modo que reconceptualiza la idea misma de clase.
Esto nos permite contradecir la propia lectura de Marx y Engels sobre cómo funciona la diferencia con relación al trabajo de las mujeres. Ellos argumentan que el desarrollo de la industria moderna a través del trabajo manual tecnificado implica un tipo de simplificación de las labores que permite que se suplante a los hombres por mujeres y niñxs. Sin embargo, “Por lo que respecta a la clase obrera, las diferencias de edad y de sexo pierden toda significación social”, señalan. En este sentido, leemos que la incorporación de la diferencia se hace bajo el signo de su anulación. Mujeres y niñxs son incorporados en la medida en que son homogeneizados como fuerza de trabajo (funcionando como apéndices de la máquina), lo cual permite indiferenciarlxs.
La diferencia, en el argumento que Marx y Engels despliegan, queda reducida a una cuestión de costos. Edad y sexo son variables de abaratamiento, pero sin significación social. Entendemos que aquí se trata del punto de vista del capital. Dirá también Marx en El capital que la maquinaria amplía el “material humano explotado”, en la medida en que el trabajo infantil y femenino es la primera consigna del maquinismo. De nuevo, esa ampliación se da en términos de una homogeneización dictada por la máquina, pero la diferencia (de cuerpos, de materias) queda anulada o reducida a una ventaja homogeneizada también por la noción de costo. Entonces, parece darse una doble abstracción de la diferencia: por el lado de las máquinas (del proceso técnico de producción) pero también por el lado del concepto mismo de fuerza de trabajo.
Si reescribimos el Manifiesto en clave feminista (justamente para poner de relieve una perspectiva de economía feminista), practicamos la operación inversa. Hacemos una lectura inclusiva de quiénes somos productoras de valor en la clave de pensar cómo la diferencia reconceptualiza la noción misma de fuerza de trabajo. Esto significa que los cuerpos en juego dan cuenta de las diferentes tareas en términos de un diferencial de intensidad y de reconocimiento, impidiendo cristalizar una figura homogénea del sujeto trabajador.
El trabajo desde la lente feminista excede a quienes cobran salario porque repone como condición común experimentar diversas situaciones de explotación y opresión, más allá y más acá de la medida remunerativa, más allá y más acá del terreno privilegiado de la fábrica. El trabajo, desde la lente feminista, hace del cuerpo (como potencia indeterminada) una medida que desborda la noción de fuerza de trabajo meramente asociada al costo.
Así, nos valemos de la perspectiva feminista que puso el eje en que la crítica a esa homogeneidad de la fuerza de trabajo debe partir del elemento que “opera” la homogeneización, ya que no serían sólo las máquinas (como dice el Manifiesto), sino también el “patriarcado del salario” (Federici 2018). Esto supone dos operaciones por parte del capital: el reconocimiento de sólo un parte de trabajo (el asalariado) y luego la legitimidad de su diferencial según sexo y edad sólo como desvalorización. En esta línea comprendemos el trabajo asalariado como una forma específica de invisibilización del trabajo no asalariado que se produce en geografías múltiples y que hojaldra lo que entendemos por tiempo de trabajo.
Hoy, gracias a las luchas y las teorizaciones feministas, podemos argumentar desde una realidad contraria: la ampliación del material humano explotado de la que hablaba Marx se hace a partir de explotar su diferencia. Invisibilizándola, traduciéndola como jerarquía, depreciándola políticamente y/o metamorfoséandola en un plus para el mercado.
Un manifiesto feminista hoy es un mapa de la heterogeneidad actual del trabajo vivo capaz de exhibir, en términos prácticos, el diferencial de explotación que, como en una geometría fractal, usufructúa todas las diferencias que se querían abstraer en la hipótesis que universalizaba al proletario asalariado. La perspectiva de la economía feminista reconoce en esa diversidad de experiencias de explotación y extracción de valor la necesidad de una nueva modalidad organizativa que no cabe en la hipótesis que universalizaba al partido.
En este contexto es que hay que situar hoy la pregunta por el diferencial de explotación como tarea de la economía feminista. Y esta pregunta tiene como punto de partida el lugar concreto de inicio de ese diferencial: la reproducción.
¿Por qué? Porque se trata de un diferencial que siempre es relacional: es decir, revela el sitio singular del trabajo de las mujeres y cuerpos feminizados en las relaciones sociales, pero de modo tal que al visibilizar y entender esas dinámicas específicas, se ilumina la explotación en general de un modo nuevo. Visibilizar el trabajo asalariado y precarizado hoy desde la perspectiva feminista que surge del análisis del trabajo históricamente no remunerado y de las tareas feminizadas permite una nueva analítica del conjunto.
La cuestión de poner el énfasis en el diferencial, además, nos lleva a otra discusión central: no se trata simplemente de ver la diferencia para reclamar igualdad. No queremos acortar la brecha para ser igual de explotadas que los varones. Lo que nos interesa, y es lo que permite valorizar una economía feminista, es la lucha que las mujeres, lesbianas, trans y travestis protagonizan por la reproducción de la vida contra las relaciones de explotación y de subordinación.
Otra vez: no se trata de un análisis sectorizado y del interés de una “minoría” (concepto de por sí problemático), sino de la perspectiva singular desde la cual se visualiza el conjunto desde una conflictividad concreta. Esto supone metodológicamente que las mujeres y los cuerpos feminizados no son un capítulo a agregar al análisis económico sino una perspectiva que reformula el análisis económico en sí. Una lectura política transversal, que plantea otra entrada a la crítica de la economía política, y no una agenda limitada.
Estos puntos de la economía feminista, como organización de una crítica (y, por tanto, puntos metodológicos y vitales), producen un desplazamiento mayor. Esto es: la economía feminista no centra su análisis en cómo se organiza la acumulación de capital, sino en cómo se organiza y garantiza la reproducción de la vida colectiva como a priori. Así, la dinámica de la reproducción social queda evidenciada como la condición de posibilidad primera. En lenguaje filosófico: la reproducción es la condición trascendental de la producción.
Esta cuestión, a su vez, tiene un doble nivel: por un lado, busca entender cómo esta reproducción hace posible toda la producción misma de la que se beneficia el capital. En ese sentido, como veremos más adelante, la pregunta que hace brillar la economía feminista es por qué el ocultamiento de la reproducción es la clave de los procesos de valorización en términos capitalistas.
“La economía feminista no centra su análisis en cómo se organiza la acumulación de capital, sino en cómo se organiza y garantiza la reproducción de la vida colectiva como a priori“
Pero nos queda un segundo nivel: la economía feminista tiene como tarea discutir bajo qué formas y en qué experiencias se desarrolla una reproducción social en términos no extractivos ni explotadores (lo cual implica, como veremos más adelante, un combate contra su naturalización). Con esto vamos más allá de oponer reproducción y producción (como si fueran términos antitéticos), para pensar en reorganizar su relación. De allí surgen pistas para volver a la cuestión del diferencial de explotación.
Varias feministas se han encargado de leer a Marx desde esta clave. Realizan un doble movimiento y un doble objetivo. Por un lado, llevar a Marx a lugares ocultos de su obra y, por otro y en simultáneo, radicalizar el gesto de investigación de Marx de mirar en la “morada oculta” de cómo se produce la realidad capitalista. La primera dimensión oculta (y ocultada) es la reproducción: todo aquello invisibilizado y a la vez constitutivo de la producción social contemporánea.
Así es la perspectiva de Silvia Federici, quien narra las “lagunas” de Marx que las feministas de los años 70 empezaron a ver en su obra analizando cuál era su visión del género y luego haciendo ellas mismas el trabajo de reconstruir sus categorías desde la experiencia política personal del rechazo al trabajo de reproducción.
Por tanto, se trata de otro origen de la crítica. “El movimiento feminista tuvo que empezar por la crítica de Marx”, escribe Federici (2018) y ese comienzo fue impulsado por la práctica política: “Sostengo que las feministas de Wages for Housework encontramos en Marx los cimientos de una teoría feminista centrada en la lucha de las mujeres contra el trabajo doméstico no remunerado porque leímos su análisis del capitalismo desde la política, procedentes de una experiencia personal directa, en busca de respuestas a nuestro rechazo de las relaciones domésticas”.
De modo más reciente, tomando la categoría de Marx de “morada oculta”, que es como él llama a la producción en contrapunto con la esfera “visible” de la circulación, Wendy Brown (2006) propone que el feminismo se tiene que aliar con la teoría crítica (pensando en los aportes más radicales de la Escuela de Frankfurt) porque es el modo de incluir en la esfera de la producción sus pliegues invisibles. Aquí las “moradas ocultas” de la producción que ella destaca son el lenguaje, la psique, la sexualidad, la estética, la razón y el pensamiento mismo.
Nancy Fraser, en un artículo titulado “Tras la morada oculta de Marx” (2014), escribe que el feminismo, el ecologismo y el poscolonialismo son las tres experiencias-perspectivas que replantean el análisis marxiano justamente porque incorporan las “moradas ocultas” de la producción del conflicto social en el capitalismo contemporáneo.
En el caso de estos planteos, las tres autoras asumen –desde posiciones diversas– una lectura de Marx que refiere a cómo la perspectiva feminista pone en evidencia los poderes que producen las formas de poder capitalista como subordinación del trabajo al capital; pero aún más: cómo funcionan las jerarquías al interior de lo que entendemos por trabajo. En esta línea, ubican al trabajo feminizado como ejemplo de aquello que el capital debe subordinar y desprestigiar (es decir, ocultar).
Esta lectura sintomática de Marx es un hilo rojo para la economía feminista. Primero, porque al retomar el hilo marxiano de la reproducción de la fuerza de trabajo como actividad necesaria para la acumulación de capital pone de manifiesto la dimensión de clase del feminismo. Luego, porque detecta en sus lagunas, moradas y grutas lo que Marx deja impensado justamente porque su lectura del capital como relación social privilegia el análisis de la producción, pero no de la producción de la producción (o reproducción). Si Marx discute con las teorías neoclásicas para desfetichizar la esfera de la circulación, las feministas excavan más hondo y desfetichizan la esfera de la producción. Llegan así al subsuelo de la reproducción. Desde ahí abajo, se ven todos los estratos que hacen posible finalmente lo que llamamos modo de producción capitalista. Así, la economía feminista inaugura una verdadera perspectiva “desde abajo”.
Me interesa destacar en particular el trabajo de Federici porque su lectura es la que surge desde las luchas que usaron a Marx y, a la vez, llevaron a Marx más allá de Marx en una iniciativa concreta como fue la campaña por el salario doméstico (2018b). En este sentido, la lectura feminista exhibe su propio carácter constituyente: no sólo ilumina lo que queda invisibilizado por Marx (replicando y extendiendo su método de dirigirse a la morada oculta de lo que acontece), sino que explica la función histórica, política y económica de esa invisibilización.
“Si Marx discute con las teorías neoclásicas para desfetichizar la esfera de la circulación, las feministas excavan más hondo y desfetichizan la esfera de la producción. Llegan así al subsuelo de la reproducción”
Trabajar sobre el salario doméstico como propuesta política abre toda una serie de paradojas y de implosiones al interior de las categorías. Por eso, la perspectiva de economía feminista postula una confrontación teórica y práctica con los modos de valorización del capital, es decir, con las formas concretas de subordinación y explotación diferencial de los cuerpos feminizados.
Esta preocupación por las dinámicas de valorización del capital anuda al mismo tiempo la exigencia desde la economía feminista de pensar en términos de explotación y de dominio. No se explica la división sexual del trabajo sin los mandatos patriarcales que la sustentan. Así, el “paradigma reproductivo” capaz de analizar en simultáneo ambos planos impulsa un “neomaterialismo” como economía feminista (Giardini 2017; Giardini y Simone 2018).
En otra línea, la pregunta sobre qué es la economía feminista puede responderse por el lado afirmativo, tomando otra vía que no es la de la crítica de la explotación. Me refiero en particular al trabajo fundamental de las feministas J.K. Gibson-Graham (2006) que teorizan “economías diversas”. Lo hacen también derivando de Marx una noción de diferencia. Desde ahí ponen el énfasis en economías que tendrían capacidad prefigurativa, anticipatoria, en sus desarrollos en el presente en tanto nocapitalistas. Se trata de una perspectiva que pone de relieve el carácter experimental de las economías comunitarias que logran tanto abrir y descolonizar la imaginación económica de cómo nos representamos las alternativas anticapitalistas, como de deconstruir la hegemonía del capital a partir de espacios aquí y ahora. La diferencia juega para iluminar la realidad efectiva de prácticas que niegan el capital. Pero también logra darle a la noción de diferencia un carácter procesual y experimental.
Por eso, la fuerza de su planteo –“hacerle un cuarto a las nuevas representaciones económicas”, dicen en un momento, parafraseando el cuarto propio de Virginia Woolf– es también su apuesta de pensar las economías diversas desde el devenir: ellas argumentan que hay que “cultivar” el deseo y las subjetividades que habitan esos espacios no capitalistas. De este modo, entretejen una subjetividad que está a la vez por venir pero que se hace con la materialidad del deseo de otra vida en el presente.
Sujetxs individuales y colectivos, sostienen estas autoras, negocian formas de interdependencia y se reconstruyen en ese proceso. Las economías diversas consideradas economías feministas incluyen entonces una política del lenguaje capaz de alojar “la producción de un lenguaje de la diferencia económica para ampliar el imaginario económico, haciendo visibles e inteligibles las diversas y proliferantes prácticas que la preocupación por el capitalismo ha oscurecido”. Ese lenguaje de la diferencia económica está nutrido de algunos contradiscursos clave: las investigaciones sobre el trabajo doméstico como trabajo no remunerado e invisibilizado en las cuentas nacionales de los países; las investigaciones sobre economías informales y su imbricación en las transacciones Norte-Sur; también el lenguaje de El capital sobre la diferencia económica cuando no queda capturado por el etapismo y el desarrollismo, según una concepción sistémica de la economía.
“Hay que “cultivar” el deseo y las subjetividades que habitan esos espacios no capitalistas. De este modo, entretejen una subjetividad que está a la vez por venir pero que se hace con la materialidad del deseo de otra vida en el presente”
El lenguaje de la diferencia económica se vuelve así un detector de otros procesos en devenir que prestan una atención especial a su carácter situado. En las economías diversas la importancia de la categoría de lugar concretiza un arraigo para la experimentación: “En términos más ampliamente filosóficos, el lugar es eso que no está totalmente unido a un sistema de significación, no completamente subsumido en un orden (mundial), es ese aspecto de todo sitio que existe como una potencialidad. El lugar es el ‘suceso’ en el que el espacio, que opera como una ‘dislocación’ respecto de estructuras y relatos familiares. Lo que no está amarrado ni mapeado es lo que permite nuevos amarres y mapeos. El lugar, como el sujeto, es el sitio y el acicate para el devenir, la apertura para la política”, vuelven a decir las autoras (2007).
Esta cuestión del lugar tiene una veta clave porque no implica estrictamente un “localismo” anticosmopolita, sino la construcción de una ubicuidad transversal y situada. Se abre así la imaginación geográfica en el sentido que, como apuntan Gibson-Graham, son espacios que permiten nuevos mapeos si desafían la invisibililzación sistemática de estas otras economías. Esta lógica de la “diferencia y la posibilidad” intenta discutir con la desvalorización que suelen atribuirse a estas experimentaciones económicas tildadas como pequeñas, no confiables, apenas subsidiarias de un régimen de acumulación que logra presentarse como inalterable. Pero, además, esta cuestión del lugar nos lleva a otra discusión fundamental: la escala de las experimentaciones y, de modo más apremiante, a la confrontación con la escala mundial (propiamente de mercado mundial) en el que se organiza el capital como relación global. Agreguemos un punto más: la economía feminista, desde una perspectiva como la de Gibson-Graham, supone un conjunto de experimentaciones concretas que incluyen una dinámica de “autoformación” (nadie tiene la receta del cambio de paradigma). Esto es: un momento de aprendizaje y de sistematización de esas prácticas diversas que es simultáneo al modo experimental en que van produciendo realidad. Funciona aquí una premisa política y metodológica: asumir la inestabilidad de la reproducción de la relación social de obediencia que supone la relación social capitalista. Sin desautomatizar esa reproducción de la relación de obediencia que hace posible la explotación, no hay terreno de experimentación. Como principio de método hay una apuesta a la desestabilización de las fórmulas variables de la obediencia que no pasa por un comando centralmente planificado de la oposición y la alternativa. Es decir, estamos más allá de una perspectiva estadocéntrica.
Desde ambas aproximaciones, queda explicitado un doble movi- miento que me parece central para la economía feminista.La economía feminista practica un diagnóstico del diferencial de explotación que toma a la reproducción como ámbito central para desde ahí investigar e historizar los modos en que se conjugan opresión, explotación y extracción de
La economía feminista valoriza la experimentación de la diferencia económica en experiencias y procesos que construyen otras economías aquí y ahora.
“Un momento de aprendizaje y de sistematización de esas prácticas diversas que es simultáneo al modo experimental en que van produciendo realidad”
¡Trabajadoras del mundo, uníos!
¿Qué significa pensar la existencia proletaria –es decir: de todxs aquellxs que nos valemos de nuestra fuerza de trabajo para relacionarnos con el mundo– desde el punto de vista feminista? El Manifiesto comunista de Marx y Engels postula el sujeto de la política comunista a partir de leerlo a contraluz del capital, estableciendo el antagonismo fundamental: “La condición del capital es el trabajo asalariado”, dicen.
Podríamos argumentar en principio que los cruces de ciertas perspectivas feministas, marxistas y anticoloniales hacen un movimiento similar sobre el enunciado de Marx y Engels pero al interior de uno de los polos del antagonismo: la condición del trabajo asalariado es el trabajo no asalariado; o, también, la condición del trabajo libre es el trabajo no libre. ¿Qué pasa cuando se abre uno de los polos? Es el movimiento fundamental por el cual se intersecta la diferencia (que pone en juego las luchas feministas y anticoloniales) con la clase. Pero de un modo que reconceptualiza la idea misma de clase.
Esto nos permite contradecir la propia lectura de Marx y Engels sobre cómo funciona la diferencia con relación al trabajo de las mujeres. Ellos argumentan que el desarrollo de la industria moderna a través del trabajo manual tecnificado implica un tipo de simplificación de las labores que permite que se suplante a los hombres por mujeres y niñxs. Sin embargo, “Por lo que respecta a la clase obrera, las diferencias de edad y de sexo pierden toda significación social”, señalan. En este sentido, leemos que la incorporación de la diferencia se hace bajo el signo de su anulación. Mujeres y niñxs son incorporados en la medida en que son homogeneizados como fuerza de trabajo (funcionando como apéndices de la máquina), lo cual permite indiferenciarlxs.
La diferencia, en el argumento que Marx y Engels despliegan, queda reducida a una cuestión de costos. Edad y sexo son variables de abaratamiento, pero sin significación social. Entendemos que aquí se trata del punto de vista del capital. Dirá también Marx en El capital que la maquinaria amplía el “material humano explotado”, en la medida en que el trabajo infantil y femenino es la primera consigna del maquinismo. De nuevo, esa ampliación se da en términos de una homogeneización dictada por la máquina, pero la diferencia (de cuerpos, de materias) queda anulada o reducida a una ventaja homogeneizada también por la noción de costo. Entonces, parece darse una doble abstracción de la diferencia: por el lado de las máquinas (del proceso técnico de producción) pero también por el lado del concepto mismo de fuerza de trabajo.
Si reescribimos el Manifiesto en clave feminista (justamente para poner de relieve una perspectiva de economía feminista), practicamos la operación inversa. Hacemos una lectura inclusiva de quiénes somos productoras de valor en la clave de pensar cómo la diferencia reconceptualiza la noción misma de fuerza de trabajo. Esto significa que los cuerpos en juego dan cuenta de las diferentes tareas en términos de un diferencial de intensidad y de reconocimiento, impidiendo cristalizar una figura homogénea del sujeto trabajador.
El trabajo desde la lente feminista excede a quienes cobran salario porque repone como condición común experimentar diversas situaciones de explotación y opresión, más allá y más acá de la medida remunerativa, más allá y más acá del terreno privilegiado de la fábrica. El trabajo, desde la lente feminista, hace del cuerpo (como potencia indeterminada) una medida que desborda la noción de fuerza de trabajo meramente asociada al costo.
Así, nos valemos de la perspectiva feminista que puso el eje en que la crítica a esa homogeneidad de la fuerza de trabajo debe partir del elemento que “opera” la homogeneización, ya que no serían sólo las máquinas (como dice el Manifiesto), sino también el “patriarcado del salario” (Federici 2018). Esto supone dos operaciones por parte del capital: el reconocimiento de sólo un parte de trabajo (el asalariado) y luego la legitimidad de su diferencial según sexo y edad sólo como desvalorización. En esta línea comprendemos el trabajo asalariado como una forma específica de invisibilización del trabajo no asalariado que se produce en geografías múltiples y que hojaldra lo que entendemos por tiempo de trabajo.
Hoy, gracias a las luchas y las teorizaciones feministas, podemos argumentar desde una realidad contraria: la ampliación del material humano explotado de la que hablaba Marx se hace a partir de explotar su diferencia. Invisibilizándola, traduciéndola como jerarquía, depreciándola políticamente y/o metamorfoséandola en un plus para el mercado.
Un manifiesto feminista hoy es un mapa de la heterogeneidad actual del trabajo vivo capaz de exhibir, en términos prácticos, el diferencial de explotación que, como en una geometría fractal, usufructúa todas las diferencias que se querían abstraer en la hipótesis que universalizaba al proletario asalariado. La perspectiva de la economía feminista reconoce en esa diversidad de experiencias de explotación y extracción de valor la necesidad de una nueva modalidad organizativa que no cabe en la hipótesis que universalizaba al partido.
Obra de Paula Otegui (Las mujeres de Calama, 2017)
La crisis del salario
En la crisis argentina que estalla en 2001, fueron las mujeres las que realizaron un gesto fundante: se hicieron cargo de producir espacios de reproducción de la vida en términos colectivos, comunitarios, frente al devastamiento que causaba la desocupación especialmente entre los varones, declinantes en sus figuras de “jefes de hogar”. El alcoholismo y la depresión eran una postal recurrente de muchos desalojados de sus empleos de un día para otro. La conformación de los movimientos de desocupadxs implicó, en este sentido, dos cosas decisivas.
Por un lado: la politización de las tareas de reproducción que se extendieron al barrio, saltando las barreras del confinamiento doméstico. El trabajo de reproducción fue capaz de construir la infraestructura necesaria para que el momento del corte de ruta pudiese realizarse, desplazando espacialmente el piquete de la entrada de la fábrica a las vías de comunicación.
Por otro, esos movimientos evidenciaron la naturaleza política de esas tareas en la producción de un valor comunitario capaz de organizar recursos, experiencias y demandas que impugnaban de hecho la categorización de la “exclusión”. En ese gesto desconfinaron, en la práctica, la reproducción del hogar entendido como ámbito “privado”. Estos movimientos impulsaron así una problematización radical sobre el trabajo y la vida digna desacoplada del régimen salarial (Colectivo Situaciones-MTD Solano 2003). Esta es una de las innovaciones fundamentales de la crisis. Y lo que aquellos movimientos inventaron como formas de autogestión de una multiplicidad de trabajos sin patrón se han sostenido durante la llamada “recuperación económica” de la década siguiente de modo tal de estabilizar y sistematizar un nuevo paisaje proletario. Esa trama es la que nombramos ahora como “economías populares”, e implica también un modo de gestión de los subsidios provenientes del Estado que tiene su origen en las conquistas del movimiento piquetero.
“El trabajo de reproducción fue capaz de construir la infraestructura necesaria para que el momento del corte de ruta pudiese realizarse, desplazando espacialmente el piquete de la entrada de la fábrica a las vías de comunicación”
Quisiera así subrayar que la dimensión política de las economías populares tiene que ver con la politización de la reproducción, con el rechazo a la gestión miserabilista de sus actividades y con una capacidad de negociación de recursos con el Estado, todo lo cual tiene su “origen” en la crisis de 2001 como momento-fuerza que destituyó la legitimidad política del neoliberalismo en nuestro país a la vez que fue parte de una secuencia regional. De modo distinto respecto de aquel ciclo de organización, donde el protagonismo femenino fue fuertísimo, emerge ahora una politización que se reconoce explícitamente feminista y que tiene un terreno de expansión decisivo en las economías populares. Pero es incomprensible un momento sin el otro.
Además, aquí hay que marcar un punto central también para entender esta politización: el pasaje del salario al subsidio. Esto no significa que el salario deje de existir, sino que es cada vez mayor la cantidad de personas que deben procurarse prosperidad sin dar por sentado el privilegio del salario como ingreso principal. Y es esta realidad la que se masificó con la crisis de 2001 y que “estabilizan” las economías populares.
Pero aún más: lo que me interesa discutir es cómo esta realidad replantea la hipótesis del “patriarcado del salario” trabajada por Federici. Es decir, cómo la desestructuración de la autoridad masculina que se produce al perder el salario como “medida objetiva” de su poder dentro y fuera del hogar (y que marca justamente esa frontera espacio-temporal) y el declive de la figura de proveedor tiene una doble vía. Por un lado, esa desestructuración masculina se amplifica y acelera por la vía de politización de las tareas reproductivas que se desconfinan del hogar, derramándose a un terreno social ampliado y logrando un nuevo prestigio social que es encarnado en liderazgos feminizados. Por otro, al entrar en crisis la autoridad masculina como estructuradora de relaciones de subordinación, acude a formas de violencia “sin medida” especialmente dentro del hogar.
Por esto, sostengo que las economías populares son un prisma privilegiado para leer la crisis del patriarcado del salario. Esto no significa el fin de patriarcado, por supuesto, pero sí la descomposición de una forma específica de estructuración del patriarcado. La intensificación de las violencias machistas expresa esa desmesura de la violencia ya no contenida en la forma salarial.
Sin embargo, es también esa violencia como “fuerza productiva”, como argumenta Maria Mies (1986) y a la que ya me referí para pensar la relación entre patriarcado y acumulación, la que se pone en juego en la dinamización de las economías ilegales. Esto es: la violencia como recurso productivo es fundamental para la prosperidad de las economías ilegales que la requieren de modo cotidiano. Con esto quiero decir que la proliferación de las economías ilegales en los territorios se nutre de la desestructuración de la autoridad del salario, lo cual las convierte en “canteras” de nuevas modalidades de empleo y en espacios de competencia para nuevos regímenes de autoridad territorial, que deben validarse cada vez.
Las economías ilegales proveen nuevas figuras de “autoridad”, especialmente como “jefaturas” masculinas, que funcionan ofreciendo modalidades de reemplazo para las masculinidades en crisis. Lo mismo sucede, de modo legal, en el reclutamiento de jóvenes para las fuerzas de seguridad estatales. Por el lado estatal y paraestatal, entonces, se ofrece una salida a la crisis de la autoridad masculina por medio del reclutamiento para nuevas economías de violencia sobre los territorios. Esto evidencia, además, una suerte de competencia y complementariedad entre las violencias estatales y paraestatales que se despliegan muchas veces como dinámicas ejercidas por los mismos sujetos y en combinación y disputa de instancias, recursos y espacios. La cuestión del narcomenudeo es la más evidente pero no la única.
Un punto más (sobre el que volveré) es la forma concreta en que las economías ilegales se articulan de manera eficaz con los dispositivos financieros al proveer fuentes de ingresos en velocidad, al ritmo de la obligación compulsiva de la deuda. La violencia financiera capilarmente expandida a través del endeudamiento también tiene un vínculo orgánico con las violencias machistas (Cavallero y Gago 2019). Entre las economías populares, marcadas por su protagonismo feminizado, y las economías ilegales se expresan formas distintas de gestionar y tramitar el declive de la “masculinidad proveedora”. Los liderazgos feminizados en las economías populares promueven nuevas fuentes de “prestigio social” que asumen el desafío de operativizar otros principios de autoridad en los territorios.
La pregunta que nos queda es compleja: ¿qué tipo de trama construyen las economías populares desde el punto de vista de la economía feminista?
Las hijas de las piqueteras
Las hijas de las mujeres piqueteras hoy son jóvenes que tenían 5 o 7 años cuando sus madres estaban en las asambleas de desocupadxs. Ellas ahora son parte de los movimientos vinculados a la economía popular. En los hechos, esta posta generacional traza una genealogía del momento actual con aquellas luchas y teje su continuidad porque también sus madres y abuelas siguen a cargo de los emprendimientos de urbanización popular, de cuidado comunitario y de trabajo doméstico que, como remarcamos, son tareas que ya no se limitan sólo a lo que sucede dentro de las paredes del hogar.
Entonces, retomemos la pregunta: ¿qué son desde el punto de vista de la economía feminista estas economías populares? Ellas envuelven una dimensión reproductiva central, por lo que la tarea de organizar la vida cotidiana está ya inscripta como dimensión productiva, asumiendo una indistinción práctica entre categorías de la calle y del hogar para pensar el trabajo. La afinidad histórica entre economía feminista y economía popular tiene que ver con la politización de la reproducción social desde la práctica política al interior de la crisis. En este sentido, la reproducción social de la vida aparece subsanando y reponiendo y, al mismo tiempo, criticando el despojo de infraestructura pública. Las economías populares construyen hoy infraestructura común para la prestación de servicios llamados básicos pero que no son tales: desde la salud hasta la urbanización, desde la electricidad hasta la educación, desde la seguridad hasta los alimentos.
De este modo, las economías populares como trama reproductiva y productiva ponen en debate las formas concretas de precarización de las existencias en todos los planos y muestran el nivel de despojo en los territorios urbanos y suburbanos, que es lo que habilita nuevas formas de explotación. A su vez, esto implica el despliegue de una conflictividad concreta por modos de entender el territorio como nueva fábrica social.
“La afinidad histórica entre economía feminista y economía popular tiene que ver con la politización de la reproducción social desde la práctica política al interior de la crisis”
En la crisis argentina que estalla en 2001, fueron las mujeres las que realizaron un gesto fundante: se hicieron cargo de producir espacios de reproducción de la vida en términos colectivos, comunitarios, frente al devastamiento que causaba la desocupación especialmente entre los varones, declinantes en sus figuras de “jefes de hogar”. El alcoholismo y la depresión eran una postal recurrente de muchos desalojados de sus empleos de un día para otro. La conformación de los movimientos de desocupadxs implicó, en este sentido, dos cosas decisivas.
Por un lado: la politización de las tareas de reproducción que se extendieron al barrio, saltando las barreras del confinamiento doméstico. El trabajo de reproducción fue capaz de construir la infraestructura necesaria para que el momento del corte de ruta pudiese realizarse, desplazando espacialmente el piquete de la entrada de la fábrica a las vías de comunicación.
Por otro, esos movimientos evidenciaron la naturaleza política de esas tareas en la producción de un valor comunitario capaz de organizar recursos, experiencias y demandas que impugnaban de hecho la categorización de la “exclusión”. En ese gesto desconfinaron, en la práctica, la reproducción del hogar entendido como ámbito “privado”. Estos movimientos impulsaron así una problematización radical sobre el trabajo y la vida digna desacoplada del régimen salarial (Colectivo Situaciones-MTD Solano 2003). Esta es una de las innovaciones fundamentales de la crisis. Y lo que aquellos movimientos inventaron como formas de autogestión de una multiplicidad de trabajos sin patrón se han sostenido durante la llamada “recuperación económica” de la década siguiente de modo tal de estabilizar y sistematizar un nuevo paisaje proletario. Esa trama es la que nombramos ahora como “economías populares”, e implica también un modo de gestión de los subsidios provenientes del Estado que tiene su origen en las conquistas del movimiento piquetero.
“El trabajo de reproducción fue capaz de construir la infraestructura necesaria para que el momento del corte de ruta pudiese realizarse, desplazando espacialmente el piquete de la entrada de la fábrica a las vías de comunicación”
Quisiera así subrayar que la dimensión política de las economías populares tiene que ver con la politización de la reproducción, con el rechazo a la gestión miserabilista de sus actividades y con una capacidad de negociación de recursos con el Estado, todo lo cual tiene su “origen” en la crisis de 2001 como momento-fuerza que destituyó la legitimidad política del neoliberalismo en nuestro país a la vez que fue parte de una secuencia regional. De modo distinto respecto de aquel ciclo de organización, donde el protagonismo femenino fue fuertísimo, emerge ahora una politización que se reconoce explícitamente feminista y que tiene un terreno de expansión decisivo en las economías populares. Pero es incomprensible un momento sin el otro.
Además, aquí hay que marcar un punto central también para entender esta politización: el pasaje del salario al subsidio. Esto no significa que el salario deje de existir, sino que es cada vez mayor la cantidad de personas que deben procurarse prosperidad sin dar por sentado el privilegio del salario como ingreso principal. Y es esta realidad la que se masificó con la crisis de 2001 y que “estabilizan” las economías populares.
Pero aún más: lo que me interesa discutir es cómo esta realidad replantea la hipótesis del “patriarcado del salario” trabajada por Federici. Es decir, cómo la desestructuración de la autoridad masculina que se produce al perder el salario como “medida objetiva” de su poder dentro y fuera del hogar (y que marca justamente esa frontera espacio-temporal) y el declive de la figura de proveedor tiene una doble vía. Por un lado, esa desestructuración masculina se amplifica y acelera por la vía de politización de las tareas reproductivas que se desconfinan del hogar, derramándose a un terreno social ampliado y logrando un nuevo prestigio social que es encarnado en liderazgos feminizados. Por otro, al entrar en crisis la autoridad masculina como estructuradora de relaciones de subordinación, acude a formas de violencia “sin medida” especialmente dentro del hogar.
Por esto, sostengo que las economías populares son un prisma privilegiado para leer la crisis del patriarcado del salario. Esto no significa el fin de patriarcado, por supuesto, pero sí la descomposición de una forma específica de estructuración del patriarcado. La intensificación de las violencias machistas expresa esa desmesura de la violencia ya no contenida en la forma salarial.
Sin embargo, es también esa violencia como “fuerza productiva”, como argumenta Maria Mies (1986) y a la que ya me referí para pensar la relación entre patriarcado y acumulación, la que se pone en juego en la dinamización de las economías ilegales. Esto es: la violencia como recurso productivo es fundamental para la prosperidad de las economías ilegales que la requieren de modo cotidiano. Con esto quiero decir que la proliferación de las economías ilegales en los territorios se nutre de la desestructuración de la autoridad del salario, lo cual las convierte en “canteras” de nuevas modalidades de empleo y en espacios de competencia para nuevos regímenes de autoridad territorial, que deben validarse cada vez.
Las economías ilegales proveen nuevas figuras de “autoridad”, especialmente como “jefaturas” masculinas, que funcionan ofreciendo modalidades de reemplazo para las masculinidades en crisis. Lo mismo sucede, de modo legal, en el reclutamiento de jóvenes para las fuerzas de seguridad estatales. Por el lado estatal y paraestatal, entonces, se ofrece una salida a la crisis de la autoridad masculina por medio del reclutamiento para nuevas economías de violencia sobre los territorios. Esto evidencia, además, una suerte de competencia y complementariedad entre las violencias estatales y paraestatales que se despliegan muchas veces como dinámicas ejercidas por los mismos sujetos y en combinación y disputa de instancias, recursos y espacios. La cuestión del narcomenudeo es la más evidente pero no la única.
Un punto más (sobre el que volveré) es la forma concreta en que las economías ilegales se articulan de manera eficaz con los dispositivos financieros al proveer fuentes de ingresos en velocidad, al ritmo de la obligación compulsiva de la deuda. La violencia financiera capilarmente expandida a través del endeudamiento también tiene un vínculo orgánico con las violencias machistas (Cavallero y Gago 2019). Entre las economías populares, marcadas por su protagonismo feminizado, y las economías ilegales se expresan formas distintas de gestionar y tramitar el declive de la “masculinidad proveedora”. Los liderazgos feminizados en las economías populares promueven nuevas fuentes de “prestigio social” que asumen el desafío de operativizar otros principios de autoridad en los territorios.
La pregunta que nos queda es compleja: ¿qué tipo de trama construyen las economías populares desde el punto de vista de la economía feminista?
Las hijas de las piqueteras
Las hijas de las mujeres piqueteras hoy son jóvenes que tenían 5 o 7 años cuando sus madres estaban en las asambleas de desocupadxs. Ellas ahora son parte de los movimientos vinculados a la economía popular. En los hechos, esta posta generacional traza una genealogía del momento actual con aquellas luchas y teje su continuidad porque también sus madres y abuelas siguen a cargo de los emprendimientos de urbanización popular, de cuidado comunitario y de trabajo doméstico que, como remarcamos, son tareas que ya no se limitan sólo a lo que sucede dentro de las paredes del hogar.
Entonces, retomemos la pregunta: ¿qué son desde el punto de vista de la economía feminista estas economías populares? Ellas envuelven una dimensión reproductiva central, por lo que la tarea de organizar la vida cotidiana está ya inscripta como dimensión productiva, asumiendo una indistinción práctica entre categorías de la calle y del hogar para pensar el trabajo. La afinidad histórica entre economía feminista y economía popular tiene que ver con la politización de la reproducción social desde la práctica política al interior de la crisis. En este sentido, la reproducción social de la vida aparece subsanando y reponiendo y, al mismo tiempo, criticando el despojo de infraestructura pública. Las economías populares construyen hoy infraestructura común para la prestación de servicios llamados básicos pero que no son tales: desde la salud hasta la urbanización, desde la electricidad hasta la educación, desde la seguridad hasta los alimentos.
De este modo, las economías populares como trama reproductiva y productiva ponen en debate las formas concretas de precarización de las existencias en todos los planos y muestran el nivel de despojo en los territorios urbanos y suburbanos, que es lo que habilita nuevas formas de explotación. A su vez, esto implica el despliegue de una conflictividad concreta por modos de entender el territorio como nueva fábrica social.
“La afinidad histórica entre economía feminista y economía popular tiene que ver con la politización de la reproducción social desde la práctica política al interior de la crisis”
Excursus. Rosa Luxemburgo: conquistar las tierras de la deuda y el consumo
La fórmula de “acumulación por desposesión” de David Harvey (2003) fue muy tomada por el debate sobre extractivismo, en espe- cial en América Latina. Harvey usa como referencia fundamental la reflexión de Rosa Luxemburgo sobre el imperialismo y la dinámica expansiva del capitalismo. Poniendo énfasis en la necesidad de múltiples “afueras” para habilitar esta dinámica, Luxemburgo es de hecho, entre los clásicos marxistas, la teórica que más puede aportarnos elementos clave para pensar el tema del extractivismo. Una vez que su noción de afuera está desvinculada de la referencia exclusivamente geográfica-territorial se vuelve productiva para pensar la actualidad.
Su teoría del imperialismo nos permite caracterizar la dinámica de acumulación en escala global y, en particular, señalar algunos puntos a los que quisiéramos llegar sobre las actuales “operaciones extractivas” del capital (Mezzadra y Neilson 2019). La cuestión imperialista –como argumenta Kaushik Sunder Rajan (2017)– permite una reterritorialización de la teoría del valor. Desde este punto de vista toma toda su relevancia el análisis conjunto de la constitución de los mercados de trabajo (o las formas de explotación), la extracción de “materias primas” (y la discusión misma de su contenido) y la financierización (en términos de operaciones abstractas y concretas). Esta última (tratada también por Lenin en términos de imperialismo) expresa una extensión de la lógica de acumulación de capital en la que se anuda su contradicción inherente, para volver a Luxemburgo: el desfasaje espacial y temporal entre producción de plusvalor y su conversión en capital. Pero esto implica una cuestión anterior: la relación del capital con sus “afueras”.
Me parece que este análisis conjunto de mercados de trabajo, materias primas y finanzas nos brinda una perspectiva efectiva para pensar las distintas formas de la extracción hoy en día remapeando su sentido ampliado. Por otro lado, propongo retomar la temática de los consumos en el trabajo de Rosa Luxemburgo, ya que juegan un papel fundamental, y no muy reconocido en el debate. El consumo empuja la profundización social del extractivismo como vector fundamental de su efectiva ampliación. Quiero decir: las finanzas extraen valor impulsando el consumo que se dinamiza a fuerza de deuda y constriñe de modo específico a ciertas condiciones de explotación. Por eso, el consumo deviene un campo de batalla estratégico porque es ahí donde las finanzas “recuperan” flujos de dinero para la realización de la mercancía y porque ahí se vuelve “presente” la obligación “a futuro”.
Una reconstrucción rápida de la teoría de Rosa Luxemburgo, y en particular teniendo en cuenta la comprensión del consumo como campo de “realización” de la plusvalía, ayuda a plantear el tema.
En La acumulación del capital (1913), explicando el esquema teórico ideal en el que Marx plantea la producción y realización de plusvalía entre las figuras de “capitalistas” y “obreros”, Luxemburgo propone ampliar esas figuras de un modo no formal, abriendo paso a la pluralización que parece revelarse inherente al consumo. “Lo decisivo es que la plusvalía no puede ser realizada por obreros ni capitalistas, sino por capas sociales o sociedades que no producen en forma capitalista”. Da el ejemplo de la industria inglesa de tejidos de algodón que durante dos tercios del siglo XIX suministró a India, América y África, además de proveer a campesinos y a la pequeña burguesía europea. Concluye: “En este caso, fue el consumo de capas sociales y países no capitalistas, el que constituyó la base del enorme desarrollo de la industria de tejidos de algodón en Inglaterra” (itálicas en el original).
La elasticidad misma del proceso de acumulación involucra la contradicción inmanente señalada antes. El efecto “revolucionario” del capital opera en esos desplazamientos, capaz de resolver en plazos breves la discontinuidad del proceso social de acumulación. Luxemburgo agrega a este “arte mágico” del capital la necesidad de lo no capitalista: “Sólo en ellos (‘países precapitalistas, que vivan dentro de condiciones sociales primitivas’) puede desplegar, sobre las fuerzas productivas materiales y humanas, el poder necesario para realizar aquellos milagros”. La violencia de esa apropiación por parte del capital europeo requiere de un complemento de poder político que sólo se identifica con condiciones no-europeas: es decir, el poder ejercido en las “colonias” americanas, asiáticas y africanas. Luxemburgo cita aquí la explotación a indígenas por parte de la Peruvian Amazon Co. Ltd. que provee caucho de la Amazonía hacia Londres para evidenciar cómo el capital logra producir una situación “lindante con la esclavitud”. El “comercio mundial” como “condición histórica de vida del capitalismo” aparece entonces como un “trueque entre las formas de producción capitalista y las no capitalistas”. ¿Pero qué emerge cuando el proceso de acumulación es considerado desde el punto de vista del capital variable, es decir, desde el trabajo vivo (y no sólo de la plusvalía y el capital constante)?
Los límites “naturales” y “sociales” al aumento de la explotación de la fuerza de trabajo hacen que la acumulación, dice Luxemburgo, deba ampliar el número de obreros ocupados. La cita de Marx sobre cómo la producción capitalista se ha ocupado de “situar a la clase obrera como una clase dependiente del salario”, lleva a la cuestión de la “procreación natural de la clase obrera” que, sin embargo, no sigue los ritmos y movimientos del capital. Pero, argumenta de nuevo Luxemburgo, la “formación del ejército industrial de reserva” (El capital, tomo I, cap. 23) no puede depender de ella para resolver el problema de la acumulación ampliada. “Tiene que contar con otras zonas sociales de las que saque obreros, obreros que hasta entonces no estaban a las órdenes del capital y que, sólo cuando es necesario, se adicionan al proletariado asalariado. Estos obreros adicionales sólo pueden venir, permanentemente, de capas y países no capitalistas”.
A las fuentes de composición del ejército industrial de reserva que puntualiza Marx –y que un análisis como el de Paolo Virno (2003) nos permite pensar en su ampliada actualidad como condición virtual y transversal a todxs lxs trabajadorxs–, Luxemburgo agrega la cuestión de las razas: así como el capital necesita disponer de todas “las comarcas y climas”, “tampoco puede funcionar sólo con los obreros que le ofrece la raza blanca”: “necesita poder disponer, ilimitadamente, de todos los obreros de la Tierra, para movilizar, con ellos, todas las fuerzas productivas del planeta, dentro de los límites de la producción de plusvalía, en cuanto esto sea posible”. El punto es que estos obreros de raza no-blanca “deben ser pues previamente ‘libertados’ para integrarse al “proletariado libre”. El reclutamiento, desde este punto de vista, sigue la orientación liberadora que se atribuye al proletariado entendido como sujeto “libre” (Luxemburgo cita como ejemplo las minas sudafricanas de diamantes). La “cuestión obrera en las colonias” mixtura así situaciones obreras que van del salario a otras modalidades menos “puras” de contratación. Pero lo que nos interesa es el modo en que Luxemburgo subraya la “existencia coetánea” de elementos no capitalistas en el capitalismo como su clave de expansión. Este es el punto de partida para reevaluar el problema del mercado interior y exterior: no sólo conceptos de geografía política, sobre todo de economía social, subraya. La conversión de la plusvalía en capital, expuesta en este mapa de dependencia global, se revela al mismo tiempo “cada vez más apremiante y precaria”.
Pero vamos un paso más. El capital puede por la fuerza, dice Luxemburgo, apropiarse de medios de producción y también obligar a los trabajadores a convertirse en objeto de explotación capitalista. Lo que no puede hacer por la violencia es “hacerlos compradores de sus mercancías”: es decir, “no puede forzarles a realizar su plusvalía”. Podríamos decirlo así: no puede obligarlos a devenir consumidores. La articulación entre crédito internacional, infraestructura y colocación de mercancías es clave y Luxemburgo la analiza con detalle en varios pasajes: en la lucha contra todas las “formaciones de economía natural” y en particular en el despojo de las tierras para acabar con la autosuficiencia de las economías campesinas, remarcando las deudas hipotecarias sobre los granjeros estadounidenses y la política imperialista holandesa e inglesa en Sudáfrica contra negros e indígenas, como formas concretas de violencia política, presión tributaria e introducción de mercancías baratas.
Es la deuda el dispositivo que pone el eje en el problema del desfasaje temporal y espacial entre la realización y la capitalización de la plusvalía; de allí, la necesidad de una expansión colonial para su efectuación. Unos párrafos emblemáticos de esta operación de deuda se los dedica Luxemburgo a la relación entre Inglaterra y la República Argentina, donde los empréstitos, la exportación inglesa de manufacturas y la construcción de ferrocarriles ascienden a cifras astronómicas en apenas una década y media. Estados sudamericanos, colonias sudafricanas y otros “países exóticos” (Turquía y Grecia, por ejemplo) atraen por igual flujos de capital en ciclos mediados por bancarrotas y luego reiniciados: “La plusvalía realizada, que en Inglaterra o Alemania no puede ser capitalizada y permanece inactiva, se invierte en la Argentina, Australia, El Cabo o Mesopotamia en ferrocarriles, obras hidráulicas, minas, etc.”. La dislocación (temporal y espacial) referida a dónde y cuándo la plusvalía puede capitalizarse permite que el dilema de la acumulación sea como una máquina de abstracción que, sin embargo, depende de circunstancias concretas que una y otra vez intentan ser homogeneizadas: “El capital inglés que afluyó a la Argentina para la construcción de ferrocarriles puede ser opio indio introducido en China”.
En el extranjero, sin embargo, hay que hacer surgir o “crear violentamente” una “nueva demanda”: lo que se traslada, dice Luxemburgo, es el “goce” de los productos. ¿Pero cómo se fabrican las condiciones para que ese goce tenga lugar? “Cierto que el ‘goce’ de los productos ha de ser realizado, pagado por los nuevos consumidores. Para ello, los nuevos consumidores han de tener dinero”. Hoy, la masificación del endeudamiento corona la fabricación de ese goce. Ese goce es la traducción de un deseo que produce un afuera. Claro que no es un afuera estrictamente literal ni territorial.
Si en el argumento de Luxemburgo, lo que preanuncia la crisis es el momento catastrófico del fin del mundo no capitalista del que apropiarse por medio de la expansión imperialista, en el actual desplazamiento permanente de esos límites (y la gestión constante de crisis), también debemos ver a contraluz algo clave: la creación de mundos (espacio-tiempos de deseo) no capitalistas sobre los que el capital se abalanza con creciente voracidad, velocidad e intensidad. Y, al mismo tiempo, necesitamos detectar qué tipo de operaciones extractivas relanzan la cuestión imperial, ya más allá de los límites estatal-nacionales.
De este modo, queremos subrayar no sólo la dinámica axiomática del capital –como la llaman Deleuze y Guattari y a la que ya referí–, capaz siempre de incorporar nuevos segmentos, haciendo gala de un aparente anexionismo multiforme e infinito, sino del momento previo: es decir, de la producción de esos mundos donde el deseo colectivo produce un afuera sobre el cual se expanden las fronteras de valorización a través del consumo y el endeudamiento, de modo tal de enlazar nuevas modalidades de explotación y extracción de valor.
Si Marx, ya citado, dice que la maquinaria amplía el material humano explotado, en la medida que el trabajo infantil y femenino es la primera consigna del maquinismo, podemos pensar el concepto ampliado de extractivismo como la ampliación del material humano y no-humano explotado, justamente a partir de la dinámica de las finanzas. Podemos proyectar la premisa metodológica de Marx de que se llegó a las máquinas por los límites que impuso el trabajo: a este momento de acumulación de la llamada hegemonía de las finanzas se llega también por los límites que impuso el trabajo. Límite y ampliación marcan así una dinámica que no es simétrica, sino ritmada por la conflictividad. La lectura de un “afuera” deviene la manera de detectar cómo son las resistencias (en su diferencia histó- rica) lo que produce ese límite, sobre el cual luego busca expandir su frontera el capital. Se trata de un “afuera” no puro, donde la conflictividad que lo constituye toma formas difusas y múltiples. Los diversificados dispositivos financieros actuales (del crédito al consumo a los derivados, de las hipotecas a los bonos a futuro) transversalizan la captura a distintos sectores y actividades, buscando conquistar directamente el valor futuro y ya no sobre el trabajo pasado realizado. La diferencia entre renta de extracción y salario pasa por esa diferencia temporal y por un cambio radical en la medida de la explotación.
En esta clave hay que leer al consumo también. Primero, porque hay una radicalización de su papel en el momento actual del capitalismo. Segundo, porque hay un costado del consumo que se realiza ya más allá de los límites del salario que da cuenta de un rechazo a la austeridad y no simplemente a una pasiva manipulación financiera, tal como argumenta Federici (2013).
Propongo pensar las economías populares como espacios de elaboración y disputa de esos afuera, como instancias donde se amplía el extractivismo de modo más conflictivo. Identificar las economías populares con formas de microeconomía proletaria pone en primer plano que allí hay una disputa por la cooperación social. Y, luego, desactiva la idea tan recurrente en América Latina (y el Sur global en términos más generales) que evoca la fantasmagoría del lumpenproletariado: esa clase que no logra reunir las características de proletariado. Una idea que, sin embargo, se acopla muy bien con la “naturalización” de la riqueza en la región, identificada primordialmente como un continente de recursos naturales y materias prima. Creo que puede situarse allí, en esas microeconomías proletarias, un análisis de lo que Nancy Fraser (2014) llama “lucha por los límites” por la cual el capital busca permanentemente extraer valor de lo que ella denomina “zonas grises informales”. Fraser subraya el vínculo entre semiproletarización masiva y neoliberalismo como una estrategia de acumulación que se organiza a partir de la expulsión de millones de personas de la economía formal hacia esas zonas difusas de informalidad.
Pero de nuevo nos parece importante vincular lo que en su argumento parece separado: la expropiación deviene un mecanismo de acumulación “no oficial”, mientras la explotación parece permanecer como mecanismo “oficial”. Insistimos en la importancia, como lo intentamos con la categoría de extractivismo ampliado, de pensar la simultaneidad de la explotación y la desposesión y la imbricación de ambas bajo las condiciones de la lógica extractiva como forma de valorización.
Saskia Sassen (2006) argumenta que el capitalismo extractivo plasma una nueva geografía del poder mundial y que se compone de “espacios de frontera” donde se producen las dinámicas que llevan a tomar decisiones que operan tanto a nivel transnacional, como nacional y local, revelando su interdependencia. En ese pliegue de la soberanía nacional sobre reglas definidas globalmente, se juega –argumenta– una nueva división internacional del trabajo. Explica Sassen: “Se hace evidente que la soberanía estatal articula a la vez las normas y condiciones propias y externas. La soberanía permanece como propiedad sistémica pero su inserción institucional y su capa- cidad para legitimar y absorber todo el poder de legitimación, ser la fuente de la ley, ha devenido inestable. Las políticas de las soberanías contemporáneas son mucho más complejas que las nociones que la exclusividad territorial puede capturar” (Sassen 2006).
El extractivismo ampliado refiere entonces a una modalidad que funciona sobre distintos “territorios” (virtuales, genéticos, naturales, sociales, urbanos, rurales, de producción y de consumo) y las finanzas concentran su operatoria en esa heterogeneidad, redefiniendo la noción misma de territorio como unidad soberana. Pero es en ese sentido que las finanzas dejan planteada la pregunta por su funcionamiento como “mando”: es decir, su capacidad de centralizar y homogeneizar las distintas dinámicas de valorización.
El texto pertenece al libro La potencia feminista, o el deseo de cambiarlo todo, el cual puede descargarse de la página de la editorial Tinta Limón. El capítulo original del libro incluye un conjunto de apartados dedicados a las finanzas que no fueron incluidos por motivos de extensión.