Por Alberto Adrianzén M.
En 15/05/2023
Escribo este texto luego que el Congreso finalmente entregó, pese a las críticas y pedidos de que no lo haga, un bono extraordinario a sus trabajadores que costará más de 35 millones de soles por la ampliación de la legislatura, el aumento del costo de vida y por el día del Trabajador.
Cada trabajador recibió aproximadamente 9,900 soles tanto aquellos del Servicio Parlamentario como los de la Organización Parlamentaria donde laboran un aproximado de 3,600 personas en total. Y si bien no estamos en contra que se les aumente el salario a los trabajadores del Congreso y en general a las y los trabajadores en el país, sobre todo a los que hoy ganan poco, el tema del bono nos parece no solo un exceso sino también una arbitrariedad.
En realidad, este Congreso elefantiásico y difícil de fiscalizar, fue obra de la dictadura de Alberto Fujimori luego del golpe de abril del 92. La llamada modernización del Congreso, en esos años autoritarios, consistió principalmente en reducir el número de congresistas, pero ampliar el número de trabajadores y aumentar también el sueldo de los parlamentarios. El Congreso pasó así a ser uno de los más caros de la región.
Pero además de ser un Congreso caro y que crecía burocráticamente por razones que tenían que ver con las presiones de los parlamentarios, éste se convirtió en una institución donde los partidos y parlamentarios impusieron una lógica patrimonialista. No es extraño por ello que hayan convertido a los trabajadores del Congreso en su “clientela política”. Lo que se busca es su lealtad y al mismo tiempo su complicidad.
El famoso bono y otros privilegios son expresión de esta suerte de intercambio de favores. En realidad, el Poder Legislativo es una parte o fragmento, acaso uno de los más importantes, por cierto, de un Estado cuya característica principal es el patrimonialismo, algo que observamos en todos los niveles de la estructura del Estado.
No es extraño, en este contexto, que el deterioro y desprestigio del Congreso tenga como una de sus expresiones a los llamados “niños” y a los “mochasueldo”, es decir, parlamentarios que venden su voto o que les recortan el sueldo a sus trabajadores. Esto último convierte a los empleados del congresista en una suerte de “arrendires” (o yanaconas) que, si bien no tienen que trabajar una cantidad de días en las tierras del “señor” o terrateniente como en el pasado, sí tienen que dar parte de su sueldo a este nuevo patrón porque es el “dueño” de la curul.
El otro hecho que ratifica el carácter patrimonialista del Congreso es el transfuguismo de los parlamentarios que se pasan de una bancada a otra ofreciendo su curul al mejor postor porque es de su propiedad, olvidando que fueron elegidos en tanto miembros de un partido y gracias a sus electores.
Este Congreso termina por premiar el individualismo y el oportunismo político, y castigar la labor partidaria colectiva. Que hoy tengamos una docena de bancadas cuando en un inicio solo había seis, es la mejor prueba de esta suerte de patrimonialismo (o propietarismo) al que se suma el “individualismo parlamentario”. Esa es una de las razones por las cuales el “lobismo” en el Congreso tiene tanto éxito.
Por eso la opinión pública considera que el Congreso no es un lugar de trabajo (político) a favor de los ciudadanos y de sus demandas, sino más bien una institución donde campean los privilegios y la corrupción de los llamados “políticos” o congresistas. Dicho con otras palabras, un sitio donde la política se convierte en un “privilegio” y en un “negocio de pocos”, en la “no política”. Por eso tampoco nos debe extrañar que este Congreso tenga una aprobación menor al 10%.
Nuestro Congreso junto con el ecuatoriano deben ser los que tienen la aprobación más baja en la región (6% a 7%). Me parece que todo ello abona a la antipolítica y a la creencia, equivocada, por cierto, que basta con cerrar (una vez más) el legislativo, impedir la reelección de congresistas y poder elegir así ‘nuevos parlamentarios’ -y hasta nuevo presidente- como ha ocurrido en estos últimos años, para superar la situación de crisis que vive el país.
Lo que se ha impuesto entonces como estrategia política para “derrotar” la crisis y a este tipo de Congreso patrimonial, es lo que llamo el “reseteo político”, usando esta palabra que viene del mundo digital y virtual. Dicho en términos simples, la solución es reiniciar el sistema, es decir, apagar y prender el sistema o mejor dicho “que se vayan todos”, con la esperanza de que, una vez hecho este ejercicio, todo cambiará, cuando como hemos visto ya en varias ocasiones que ello no es cierto. A la única normalidad que volvemos es, justamente, a la que rechazamos.
El reseteo fue un invento del expresidente Vizcarra y de un sector de la sociedad que estaba compuesto, por un lado, por militantes antifujimoristas, (que no es lo mismo que antiderechistas), y por el otro, por un sector cansado y harto de una política sin reformas, que desconfía o rechaza a los políticos. Cuando se lanzó la consigna “que se vayan todos” y Vizcarra cerró ilegalmente el Congreso y ganó el referéndum que aprobó la no reelección de congresistas, la gente pensó que las cosas iban a cambiar. Lo curioso es que no fue así. Algunas cosas cambiaron, sobre todo los “políticos”, pero en realidad nada cambió.
En ese sentido, el vizcarrismo fue un intento de resetear el sistema político, pero lo único que produjo, curiosamente, fue un momento “gatopardiano”, es decir que todo cambie para que todo siga igual e incluso peor. En realidad, algunos políticos que surgieron en las elecciones del 2016 se sacrificaron acortando el mandato para el que fueron elegidos, creyendo que un reseteo iba a producir nuevos hechos políticos; ahora sabemos que no fue así.
Que hayamos tenido cuatro presidentes y dos congresos en el periodo oficial 2016 -2021 y dos presidentes, hasta ahora, en el periodo 2021-2026 es la mejor prueba que el reseteo no es “exitoso” y que, más bien, conduce a la repetición.
Algo o mucho de ello lo estamos viviendo ahora, sobre todo luego del autogolpe fallido del expresidente Pedro Castillo que abrió las puertas para que la derecha asuma el control de la política en el país e inicie lo que llamamos la restauración neoliberal. Basta ver las encuestas para llegar a la conclusión que a la mayoría de la opinión pública nada le gusta y menos le atrae o interesa de esta política.
Incluso una última encuesta presidencial, donde figuran los mismos candidatos de las elecciones del 2021 (Pedro Castillo y Keiko Fujimori), repite los resultados de esa elección anterior. Walter Benjamín decía que el apocalipsis no es el fin sino la reiteración, y en eso estamos hace ya buen tiempo.
Es en este contexto que se ha desarrollado lo identitario como vínculo con la política y que el azar ha pasado a ocupar el lugar de lo posible. La ideología o los programas políticos ya no interesan. No es casual que hoy tengamos una buena cantidad de partidos legalizados y de potenciales candidatos, tanto a la presidencia como al congreso, con esta característica La política es un juego que combina el oportunismo con el azar. Incluso, a veces, es como jugar solamente a la tinka. No me extrañaría que de continuar esta lógica del reseteo tengamos más aventureros y oportunistas tanto de derecha como de izquierda en cada elección.
Sin embargo, sospecho que ya nos hemos subido al Titanic, que ya chocamos contra el iceberg pero que nadie lo quiere aceptar y menos decirlo en voz alta.
OTRA MIRADA
Cada trabajador recibió aproximadamente 9,900 soles tanto aquellos del Servicio Parlamentario como los de la Organización Parlamentaria donde laboran un aproximado de 3,600 personas en total. Y si bien no estamos en contra que se les aumente el salario a los trabajadores del Congreso y en general a las y los trabajadores en el país, sobre todo a los que hoy ganan poco, el tema del bono nos parece no solo un exceso sino también una arbitrariedad.
En realidad, este Congreso elefantiásico y difícil de fiscalizar, fue obra de la dictadura de Alberto Fujimori luego del golpe de abril del 92. La llamada modernización del Congreso, en esos años autoritarios, consistió principalmente en reducir el número de congresistas, pero ampliar el número de trabajadores y aumentar también el sueldo de los parlamentarios. El Congreso pasó así a ser uno de los más caros de la región.
Pero además de ser un Congreso caro y que crecía burocráticamente por razones que tenían que ver con las presiones de los parlamentarios, éste se convirtió en una institución donde los partidos y parlamentarios impusieron una lógica patrimonialista. No es extraño por ello que hayan convertido a los trabajadores del Congreso en su “clientela política”. Lo que se busca es su lealtad y al mismo tiempo su complicidad.
El famoso bono y otros privilegios son expresión de esta suerte de intercambio de favores. En realidad, el Poder Legislativo es una parte o fragmento, acaso uno de los más importantes, por cierto, de un Estado cuya característica principal es el patrimonialismo, algo que observamos en todos los niveles de la estructura del Estado.
No es extraño, en este contexto, que el deterioro y desprestigio del Congreso tenga como una de sus expresiones a los llamados “niños” y a los “mochasueldo”, es decir, parlamentarios que venden su voto o que les recortan el sueldo a sus trabajadores. Esto último convierte a los empleados del congresista en una suerte de “arrendires” (o yanaconas) que, si bien no tienen que trabajar una cantidad de días en las tierras del “señor” o terrateniente como en el pasado, sí tienen que dar parte de su sueldo a este nuevo patrón porque es el “dueño” de la curul.
El otro hecho que ratifica el carácter patrimonialista del Congreso es el transfuguismo de los parlamentarios que se pasan de una bancada a otra ofreciendo su curul al mejor postor porque es de su propiedad, olvidando que fueron elegidos en tanto miembros de un partido y gracias a sus electores.
Este Congreso termina por premiar el individualismo y el oportunismo político, y castigar la labor partidaria colectiva. Que hoy tengamos una docena de bancadas cuando en un inicio solo había seis, es la mejor prueba de esta suerte de patrimonialismo (o propietarismo) al que se suma el “individualismo parlamentario”. Esa es una de las razones por las cuales el “lobismo” en el Congreso tiene tanto éxito.
Por eso la opinión pública considera que el Congreso no es un lugar de trabajo (político) a favor de los ciudadanos y de sus demandas, sino más bien una institución donde campean los privilegios y la corrupción de los llamados “políticos” o congresistas. Dicho con otras palabras, un sitio donde la política se convierte en un “privilegio” y en un “negocio de pocos”, en la “no política”. Por eso tampoco nos debe extrañar que este Congreso tenga una aprobación menor al 10%.
Nuestro Congreso junto con el ecuatoriano deben ser los que tienen la aprobación más baja en la región (6% a 7%). Me parece que todo ello abona a la antipolítica y a la creencia, equivocada, por cierto, que basta con cerrar (una vez más) el legislativo, impedir la reelección de congresistas y poder elegir así ‘nuevos parlamentarios’ -y hasta nuevo presidente- como ha ocurrido en estos últimos años, para superar la situación de crisis que vive el país.
Lo que se ha impuesto entonces como estrategia política para “derrotar” la crisis y a este tipo de Congreso patrimonial, es lo que llamo el “reseteo político”, usando esta palabra que viene del mundo digital y virtual. Dicho en términos simples, la solución es reiniciar el sistema, es decir, apagar y prender el sistema o mejor dicho “que se vayan todos”, con la esperanza de que, una vez hecho este ejercicio, todo cambiará, cuando como hemos visto ya en varias ocasiones que ello no es cierto. A la única normalidad que volvemos es, justamente, a la que rechazamos.
El reseteo fue un invento del expresidente Vizcarra y de un sector de la sociedad que estaba compuesto, por un lado, por militantes antifujimoristas, (que no es lo mismo que antiderechistas), y por el otro, por un sector cansado y harto de una política sin reformas, que desconfía o rechaza a los políticos. Cuando se lanzó la consigna “que se vayan todos” y Vizcarra cerró ilegalmente el Congreso y ganó el referéndum que aprobó la no reelección de congresistas, la gente pensó que las cosas iban a cambiar. Lo curioso es que no fue así. Algunas cosas cambiaron, sobre todo los “políticos”, pero en realidad nada cambió.
En ese sentido, el vizcarrismo fue un intento de resetear el sistema político, pero lo único que produjo, curiosamente, fue un momento “gatopardiano”, es decir que todo cambie para que todo siga igual e incluso peor. En realidad, algunos políticos que surgieron en las elecciones del 2016 se sacrificaron acortando el mandato para el que fueron elegidos, creyendo que un reseteo iba a producir nuevos hechos políticos; ahora sabemos que no fue así.
Que hayamos tenido cuatro presidentes y dos congresos en el periodo oficial 2016 -2021 y dos presidentes, hasta ahora, en el periodo 2021-2026 es la mejor prueba que el reseteo no es “exitoso” y que, más bien, conduce a la repetición.
Algo o mucho de ello lo estamos viviendo ahora, sobre todo luego del autogolpe fallido del expresidente Pedro Castillo que abrió las puertas para que la derecha asuma el control de la política en el país e inicie lo que llamamos la restauración neoliberal. Basta ver las encuestas para llegar a la conclusión que a la mayoría de la opinión pública nada le gusta y menos le atrae o interesa de esta política.
Incluso una última encuesta presidencial, donde figuran los mismos candidatos de las elecciones del 2021 (Pedro Castillo y Keiko Fujimori), repite los resultados de esa elección anterior. Walter Benjamín decía que el apocalipsis no es el fin sino la reiteración, y en eso estamos hace ya buen tiempo.
Es en este contexto que se ha desarrollado lo identitario como vínculo con la política y que el azar ha pasado a ocupar el lugar de lo posible. La ideología o los programas políticos ya no interesan. No es casual que hoy tengamos una buena cantidad de partidos legalizados y de potenciales candidatos, tanto a la presidencia como al congreso, con esta característica La política es un juego que combina el oportunismo con el azar. Incluso, a veces, es como jugar solamente a la tinka. No me extrañaría que de continuar esta lógica del reseteo tengamos más aventureros y oportunistas tanto de derecha como de izquierda en cada elección.
Sin embargo, sospecho que ya nos hemos subido al Titanic, que ya chocamos contra el iceberg pero que nadie lo quiere aceptar y menos decirlo en voz alta.
OTRA MIRADA