Por Álvaro García Linera
En 20/05/2023
Hubo un tiempo en que las “recomendaciones” del Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre cómo reorganizar la economía eran leídas, defendidas y ejecutadas como si se tratara de un mandato divino. Eran los años 90 del siglo pasado, cuando cada estudio del curso de la economía mundial o convenio alcanzado con tal o cual país, no solo emanaba un enjundioso optimismo histórico con lo que se estaba proponiendo, sino que, además, venía acompañado de una apodíctica y eficiente difusión piramidal que iba de ministros de Economía a parlamentarios; de asesores económicos de gobiernos a reconocidos empresarios locales; de prestigiosas universidades a comentaristas de televisión y periódicos; de académicos a tertulianos de café, que se relamían los labios con cada frase, con cada dato, con cada sugerencia de este organismo internacional.
Eran los tiempos del “gran consenso social” tejido por una profusa red molecular de opinión pública dedicada a consentir que los sacrificios colectivos de la pérdida de derechos, de la expropiación de bienes públicos y del abandono estatal, iban a redimirse con un brillante éxito individual de volverse empresario, accionista o director de empresa. Privatizar todo, desproteger todo y dejar que el libre mercado se encargue del resto eran los credos fundadores de un nuevo mundo de emprendedores, al que inmediatamente los clérigos de esta religión acompañaban, en medio de responsos e incienso, con frasecitas huecas como “achicar el Estado para agrandar la nación”, “país de ganadores”, “distribución por goteo” o “fin de la historia”.
Pero, al despuntar el siglo XXI todo comenzó a fracturarse. La pobreza, escondida debajo del tapete del “emprendedurismo” saltó por los aires. Las desigualdades brutales quebraron consensos y el libre mercado corría a arrodillarse ante el Estado para demandar rescates financieros o subvenciones: primero, ante la crisis de las hipotecas subprime; luego, ante el gran encierro del COVID-19; después, ante el poderío productivo de China; luego, ante la elevación de los precios de los combustibles; después, ante los quiebres bancarios; luego, ante el cambio climático…
Y ahora resulta que de ese gran principio supremo ordenador del capitalismo tardío, el “libre mercado”, ya no queda nada más que la nostalgia. En 2020, el Estado ha salvado a las empresas y a las bolsas de valores de las grandes economías del norte. El comercio mundial y los capitales transfronterizos han ralentizado estructuralmente su crecimiento; las subvenciones a la energía, los alimentos y al consumo han desplazado a la libre oferta y demanda. La “seguridad nacional” o el expansionismo geopolítico han asesinado a la ley de la oferta y demanda para definir los precios de los combustibles, de las redes de telecomunicaciones, de los microprocesadores o de la transición energética. Europeos y norteamericanos premian con dinero público a los empresarios que retraen sus cadenas de valor a cada país y castigan la eficiencia de la externalización de los costos. El globalismo está siendo sustituido por el nacionalismo económico y la geopolítica.
Esto lo sabe el FMI. Y lo lamenta infinitamente. En un reciente estudio (Fragmentation geoeconomic and the future of multilateralism), hace un recuento de este catastrófico retroceso del libre mercado. Muestra cómo después de un largo flujo globalista que va de 1980 a 2010, se ha entrado en un reflujo que puede durar décadas.
Para ello brinda datos del retraimiento del comercio mundial de bienes, servicios y finanzas, con respecto al PIB, de 45% a 33%. Del incremento mundial, hasta en 400%, de medidas restrictivas y proteccionistas.
Habla de encuestas que revelan el sustancial aumento de la desconfianza social con la globalización (50%) y el crecimiento de la demanda de medidas proyectivas (33%). El estudio también proporciona datos sobre el terremoto en los imaginarios colectivos que está acompañando todo esto al comprobar cómo es que las palabras de “seguridad nacional”, “nearshoring” o “deslocalización” están sustituyendo de manera abrumadora el viejo léxico mercantilista en las instituciones internacionales, entre empresarios y directivos de empresas. Para rematar este panorama adverso, el último informe de abril sobre la economía mundial (World Economic Outlook) muestra cómo es que la inversión extranjera directa de haber alcanzado 5% con respecto al PIB el 2008, ha caído a menos de 2% en 2022. Para ensombrecer el efecto de estos hechos, los informes también señalan que estas “desgracias” traerán una posible caída del PIB mundial del orden de 2 a 7% en los siguientes años. Pero, a pesar de esto, no le queda más que admitir que lejos de tratarse de un recodo en el camino que será enderezado por un inmediato y triunfal regreso del libre mercado, esta “slowglobalization” es un hecho estructural y de largo aliento.
Decir estas cosas a una institución que durante décadas fue el oráculo del triunfo inevitable del libre mercado, no es fácil. Acarrea traumas internos, frustraciones existenciales y una catarata de contradicciones casi paranoicas.
Esto ya se hizo manifiesto el 2020, cuando al finalizar el “gran encierro” ante la pandemia, el FMI recomendó a los gobiernos de los países subir los impuestos a los ricos y aumentar la inversión pública, tanto en protección social como en capital (World Economic Outlook, 2020); exactamente todo lo contrario de lo que había exigido los 40 años previos. Más desconcertante aún es comparar las anteriores imposiciones a los países en “vías de desarrollo” (que levanten barreras arancelarias, abran sus mercados y acepten un mundo sin “perjudiciales” fronteras), con la nueva teoría fondomonetarista del semáforo de “compromisos diferenciales” (Outlook, 2023) en el que cada país podrá optar, de manera “pragmática”, por acuerdos comerciales sin restricciones allá donde existen acuerdos globales (semáforo en verde); acuerdos regionales, donde no hay alineamiento extendido de preferencias (semáforo en amarillo); y, medidas protectoras unilaterales, donde cada gobierno opta por sus propios intereses internos (semáforo en rojo).
Pero donde esta inversión lógica del mundo llega a groseras antinomias es cuando, en el mismo documento, se ofrecen dos caminos antagónicos para un mismo problema. Frente a la crisis de la deuda soberana, que en los últimos 5 años se ha disparado en todo el mundo, el FMI exige, por una parte, la “consolidación fiscal”, eufemismo para reducir la inversión pública, contraer gastos sociales y despedir personal, como lo intenta imponer en Argentina. Pero, por otra, dedica todo un capítulo para demostrar que por experiencia histórica comparada en 33 economías de mercado emergentes y 21 economías desarrolladas, entre 1980 y 2019, los casos de contracción fiscal no han generado una reducción significativa del endeudamiento. Y, por el contrario, los datos fácticos muestran que la inflación moderada reduce el valor nominal de la deuda y, la expansión del gasto fiscal dirigida a aumentar el PIB mediante un “choque positivo de oferta y demanda” reducen notablemente los índices del endeudamiento público hasta en un tercio. Ciertamente esto es una obviedad. Solo haciendo crecer la economía y los ingresos que tiene el Estado, se puede reducir los porcentajes de deuda y pagar los créditos; más aún en un mundo en que hay un repliegue estructural de la inversión extranjera, que está optando por refugiarse en los países económicamente más fuertes, por las altas tasas de interés que otorgan y la incertidumbre económica que ha corroído cualquier atisbo de confianza en el porvenir.
Milton Friedman, guía espiritual de los tiempos neoliberales, recomendaba saber “cuando la marea está cambiando” para poder volver efectiva una doctrina económica. Se refería a tener sensibilidad para comprender los cambios en la opinión pública, en la atmósfera intelectual y en la gente común. Él lo supo percibir en los años 70, cuando el armazón keynesiano se desmoronaba y, junto con otros, pudieron irradiar el nuevo credo económico. Pero está claro que sus acólitos del FMI no lo están haciendo con suficiente perspicacia.
Pero donde el desquiciamiento cognitivo es mucho mayor, es en los hijos ideológicos de los organismos internacionales del orden globalista. Portadores de un entusiasmo liberal que compensa un recortado talento, todo el ejército de “analistas económicos”, consultores, profesores, políticos y promotores del libre mercado que bebían del dogma derramado desde el FMI o el BM, han quedado descocados. Su mundo plano se está hundiendo y no entienden por qué.
Unos han optado por el estupor paralizante. Se sienten traicionados por una realidad que no se adecuó a sus profecías y les cambió las preguntas a sus respuestas. El resultado es el desconcierto ante una sociedad que ha extraviado su rumbo.
Otros han devenido en espectros llorosos de un orden económico que se está desvaneciendo junto con sus certidumbres y, ante la evidencia, no queda más que aferrarse a los recuerdos melancólicos de unos compromisos para los que la historia aún no estaba preparada.
Y, finalmente, están los hijos zombis. Se trata de criaturas despiadadas nacidas y alimentadas por un tiempo histórico, unos paradigmas y unas circunstancias económicas que hoy ya no existen más. El consenso y optimismo globalista que les infundía vida ha muerto al igual que ellos. Pero aún no se han dado cuenta o no lo aceptan; y deambulan furiosos fagocitando las hilachas corrompidas del viejo orden arrastrado por la inercia y el viento. A diferencia del espectro, que solo vagabundea por los rincones de las conciencias patéticas, el zombi es violento y destructor. Como ya no busca seducir con el libre mercado sino imponer y sancionar a sus detractores, se propone “dinamitar” las reglas económicas; compite por la rapidez de “terapias de shock” y, hasta hay quienes resucitan chapuceras propuestas de “vouchers” educativos. Son iliberales dispuestos a defender un liberalismo a palos.
Con todo, representan la memoria fósil de un fracaso que condujo a los estallidos continentales de 2001-2003. Con la agravante de que, a diferencia de entonces, prometen no ser “blandos” y poner en regla a los revoltosos, es decir, más desastres en espiral. Quizá a eso se refería Antonio Gramsci cuando hablaba de las expresiones morbosas o monstruosas de una hegemonía desfalleciente propia de un “interregno”.
*Ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia (2006-19)
La Razón
En 20/05/2023
Hubo un tiempo en que las “recomendaciones” del Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre cómo reorganizar la economía eran leídas, defendidas y ejecutadas como si se tratara de un mandato divino. Eran los años 90 del siglo pasado, cuando cada estudio del curso de la economía mundial o convenio alcanzado con tal o cual país, no solo emanaba un enjundioso optimismo histórico con lo que se estaba proponiendo, sino que, además, venía acompañado de una apodíctica y eficiente difusión piramidal que iba de ministros de Economía a parlamentarios; de asesores económicos de gobiernos a reconocidos empresarios locales; de prestigiosas universidades a comentaristas de televisión y periódicos; de académicos a tertulianos de café, que se relamían los labios con cada frase, con cada dato, con cada sugerencia de este organismo internacional.
Eran los tiempos del “gran consenso social” tejido por una profusa red molecular de opinión pública dedicada a consentir que los sacrificios colectivos de la pérdida de derechos, de la expropiación de bienes públicos y del abandono estatal, iban a redimirse con un brillante éxito individual de volverse empresario, accionista o director de empresa. Privatizar todo, desproteger todo y dejar que el libre mercado se encargue del resto eran los credos fundadores de un nuevo mundo de emprendedores, al que inmediatamente los clérigos de esta religión acompañaban, en medio de responsos e incienso, con frasecitas huecas como “achicar el Estado para agrandar la nación”, “país de ganadores”, “distribución por goteo” o “fin de la historia”.
Pero, al despuntar el siglo XXI todo comenzó a fracturarse. La pobreza, escondida debajo del tapete del “emprendedurismo” saltó por los aires. Las desigualdades brutales quebraron consensos y el libre mercado corría a arrodillarse ante el Estado para demandar rescates financieros o subvenciones: primero, ante la crisis de las hipotecas subprime; luego, ante el gran encierro del COVID-19; después, ante el poderío productivo de China; luego, ante la elevación de los precios de los combustibles; después, ante los quiebres bancarios; luego, ante el cambio climático…
Y ahora resulta que de ese gran principio supremo ordenador del capitalismo tardío, el “libre mercado”, ya no queda nada más que la nostalgia. En 2020, el Estado ha salvado a las empresas y a las bolsas de valores de las grandes economías del norte. El comercio mundial y los capitales transfronterizos han ralentizado estructuralmente su crecimiento; las subvenciones a la energía, los alimentos y al consumo han desplazado a la libre oferta y demanda. La “seguridad nacional” o el expansionismo geopolítico han asesinado a la ley de la oferta y demanda para definir los precios de los combustibles, de las redes de telecomunicaciones, de los microprocesadores o de la transición energética. Europeos y norteamericanos premian con dinero público a los empresarios que retraen sus cadenas de valor a cada país y castigan la eficiencia de la externalización de los costos. El globalismo está siendo sustituido por el nacionalismo económico y la geopolítica.
Esto lo sabe el FMI. Y lo lamenta infinitamente. En un reciente estudio (Fragmentation geoeconomic and the future of multilateralism), hace un recuento de este catastrófico retroceso del libre mercado. Muestra cómo después de un largo flujo globalista que va de 1980 a 2010, se ha entrado en un reflujo que puede durar décadas.
Para ello brinda datos del retraimiento del comercio mundial de bienes, servicios y finanzas, con respecto al PIB, de 45% a 33%. Del incremento mundial, hasta en 400%, de medidas restrictivas y proteccionistas.
Habla de encuestas que revelan el sustancial aumento de la desconfianza social con la globalización (50%) y el crecimiento de la demanda de medidas proyectivas (33%). El estudio también proporciona datos sobre el terremoto en los imaginarios colectivos que está acompañando todo esto al comprobar cómo es que las palabras de “seguridad nacional”, “nearshoring” o “deslocalización” están sustituyendo de manera abrumadora el viejo léxico mercantilista en las instituciones internacionales, entre empresarios y directivos de empresas. Para rematar este panorama adverso, el último informe de abril sobre la economía mundial (World Economic Outlook) muestra cómo es que la inversión extranjera directa de haber alcanzado 5% con respecto al PIB el 2008, ha caído a menos de 2% en 2022. Para ensombrecer el efecto de estos hechos, los informes también señalan que estas “desgracias” traerán una posible caída del PIB mundial del orden de 2 a 7% en los siguientes años. Pero, a pesar de esto, no le queda más que admitir que lejos de tratarse de un recodo en el camino que será enderezado por un inmediato y triunfal regreso del libre mercado, esta “slowglobalization” es un hecho estructural y de largo aliento.
Decir estas cosas a una institución que durante décadas fue el oráculo del triunfo inevitable del libre mercado, no es fácil. Acarrea traumas internos, frustraciones existenciales y una catarata de contradicciones casi paranoicas.
Esto ya se hizo manifiesto el 2020, cuando al finalizar el “gran encierro” ante la pandemia, el FMI recomendó a los gobiernos de los países subir los impuestos a los ricos y aumentar la inversión pública, tanto en protección social como en capital (World Economic Outlook, 2020); exactamente todo lo contrario de lo que había exigido los 40 años previos. Más desconcertante aún es comparar las anteriores imposiciones a los países en “vías de desarrollo” (que levanten barreras arancelarias, abran sus mercados y acepten un mundo sin “perjudiciales” fronteras), con la nueva teoría fondomonetarista del semáforo de “compromisos diferenciales” (Outlook, 2023) en el que cada país podrá optar, de manera “pragmática”, por acuerdos comerciales sin restricciones allá donde existen acuerdos globales (semáforo en verde); acuerdos regionales, donde no hay alineamiento extendido de preferencias (semáforo en amarillo); y, medidas protectoras unilaterales, donde cada gobierno opta por sus propios intereses internos (semáforo en rojo).
Pero donde esta inversión lógica del mundo llega a groseras antinomias es cuando, en el mismo documento, se ofrecen dos caminos antagónicos para un mismo problema. Frente a la crisis de la deuda soberana, que en los últimos 5 años se ha disparado en todo el mundo, el FMI exige, por una parte, la “consolidación fiscal”, eufemismo para reducir la inversión pública, contraer gastos sociales y despedir personal, como lo intenta imponer en Argentina. Pero, por otra, dedica todo un capítulo para demostrar que por experiencia histórica comparada en 33 economías de mercado emergentes y 21 economías desarrolladas, entre 1980 y 2019, los casos de contracción fiscal no han generado una reducción significativa del endeudamiento. Y, por el contrario, los datos fácticos muestran que la inflación moderada reduce el valor nominal de la deuda y, la expansión del gasto fiscal dirigida a aumentar el PIB mediante un “choque positivo de oferta y demanda” reducen notablemente los índices del endeudamiento público hasta en un tercio. Ciertamente esto es una obviedad. Solo haciendo crecer la economía y los ingresos que tiene el Estado, se puede reducir los porcentajes de deuda y pagar los créditos; más aún en un mundo en que hay un repliegue estructural de la inversión extranjera, que está optando por refugiarse en los países económicamente más fuertes, por las altas tasas de interés que otorgan y la incertidumbre económica que ha corroído cualquier atisbo de confianza en el porvenir.
Milton Friedman, guía espiritual de los tiempos neoliberales, recomendaba saber “cuando la marea está cambiando” para poder volver efectiva una doctrina económica. Se refería a tener sensibilidad para comprender los cambios en la opinión pública, en la atmósfera intelectual y en la gente común. Él lo supo percibir en los años 70, cuando el armazón keynesiano se desmoronaba y, junto con otros, pudieron irradiar el nuevo credo económico. Pero está claro que sus acólitos del FMI no lo están haciendo con suficiente perspicacia.
Pero donde el desquiciamiento cognitivo es mucho mayor, es en los hijos ideológicos de los organismos internacionales del orden globalista. Portadores de un entusiasmo liberal que compensa un recortado talento, todo el ejército de “analistas económicos”, consultores, profesores, políticos y promotores del libre mercado que bebían del dogma derramado desde el FMI o el BM, han quedado descocados. Su mundo plano se está hundiendo y no entienden por qué.
Unos han optado por el estupor paralizante. Se sienten traicionados por una realidad que no se adecuó a sus profecías y les cambió las preguntas a sus respuestas. El resultado es el desconcierto ante una sociedad que ha extraviado su rumbo.
Otros han devenido en espectros llorosos de un orden económico que se está desvaneciendo junto con sus certidumbres y, ante la evidencia, no queda más que aferrarse a los recuerdos melancólicos de unos compromisos para los que la historia aún no estaba preparada.
Y, finalmente, están los hijos zombis. Se trata de criaturas despiadadas nacidas y alimentadas por un tiempo histórico, unos paradigmas y unas circunstancias económicas que hoy ya no existen más. El consenso y optimismo globalista que les infundía vida ha muerto al igual que ellos. Pero aún no se han dado cuenta o no lo aceptan; y deambulan furiosos fagocitando las hilachas corrompidas del viejo orden arrastrado por la inercia y el viento. A diferencia del espectro, que solo vagabundea por los rincones de las conciencias patéticas, el zombi es violento y destructor. Como ya no busca seducir con el libre mercado sino imponer y sancionar a sus detractores, se propone “dinamitar” las reglas económicas; compite por la rapidez de “terapias de shock” y, hasta hay quienes resucitan chapuceras propuestas de “vouchers” educativos. Son iliberales dispuestos a defender un liberalismo a palos.
Con todo, representan la memoria fósil de un fracaso que condujo a los estallidos continentales de 2001-2003. Con la agravante de que, a diferencia de entonces, prometen no ser “blandos” y poner en regla a los revoltosos, es decir, más desastres en espiral. Quizá a eso se refería Antonio Gramsci cuando hablaba de las expresiones morbosas o monstruosas de una hegemonía desfalleciente propia de un “interregno”.
*Ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia (2006-19)
La Razón