Los hijos ilegítimos de Uruguay
04 FEBRERO 2014
ESCRITO POR: LUCÍA MASCI
Nietos de exiliados nacidos en el exterior
Como una maldición bíblica, una ley del primer período presidencial de Sanguinetti continúa dificultando la vida de los descendientes de los exiliados.
Hace poco, en noviembre de 2013, se realizó el Coloquio sobre Ciudadanías Contemporáneas, coorganizado por la Universidad de París 8 y la Udelar, donde tuve la oportunidad de compartir por primera vez una historia sobre la que poco se conoce pero que sin embargo afecta a muchos uruguayos que decidimos estudiar o vivir un tiempo afuera.
Era una instancia en la que parte interesante de la comunidad científica se daba cita en Uruguay para pensar conjuntamente realidades vinculadas a las nuevas configuraciones ciudadanas e identitarias de nuestro mundo contemporáneo, es decir, realidades que no nos son para nada ajenas no sólo como investigadores sino también como ciudadanos, y ciudadanos móviles. Eso hacía de ese coloquio un ámbito privilegiado para compartir este testimonio personal.
Lo curioso fue que las circunstancias sobre las que propuse que reflexionáramos resultaban tan desconocidas para la mayoría del auditorio, como lo habían sido para todos con quienes compartí esta experiencia antes, y como lo habrían sido para mí si no me hubiese tocado vivir sus consecuencias.
Todo comenzó cuando mi marido y yo decidimos en 2005 buscar en Europa una parte de lo que Uruguay no podía darnos: concretamente, un doctorado en comunicación que aquí no existe.
Así, en medio de nuestros doctorados en la Universidad de París 8, y en esta Europa que envejece a puertas cerradas, nació, en 2009, nuestro primer hijo.
Pero, como la mayoría de las historias humanas, ésta exige también remontarse al pasado para poder pensar en su presente y su futuro.
Exilios y desexilios. El primer exilio salvó de la dictadura a los abuelos de ese niño. Así, con la esperanza de que algún día el país se abriera nuevamente a sus hijos, la vida continuó entre paréntesis. Y dentro de ese paréntesis llegamos nosotros. Las tierras que nos recibían (Argentina y Venezuela, respectivamente) eran vistas por nuestros padres como temporales. Lugares de paso que generosamente albergaban a los uruguayos, pero no la tierra propia. No para los padres, al menos, y tampoco luego para estos hijos que en el 86 ya ingresábamos a la escuela pública uruguaya. Porque cuando uno es niño ¿qué es la tierra sino los padres? Y éstos eran tan uruguayos como sus compromisos y sus heridas.
En lo que a nosotros respecta, supimos desde nuestros primeros años que había algo que se llamaba “regreso”, y que tal vez llegaría de un momento a otro. ¿Acaso sería cierto eso de la pertenencia a un lugar? Como fuese, nosotros tendríamos que abandonar el nuestro: costumbres, amigos, sabores y olores familiares. A cambio, aprenderíamos los códigos de una nueva tierra: esa que nuestros padres se empeñaban en defender y decidían, por nosotros, volver a elegir.
Es cierto, sin embargo, que cuando los hijos crecen fuera las raíces comienzan a hundirse en otros lados. Al final uno es parte de todo, y las raíces aprenden a adherirse a los sitios más insólitos. Entonces, cuando se concreta el añorado regreso, una parte de uno se pierde para siempre. A esto ayuda la negación de un país que poco se interesa por lo que sucede a los uruguayos fuera de Uruguay. Pero esa es otra historia.
Intierros y destierros. Hoy, en este mundo en el que las fronteras se cierran y los muros crecen, los hijos de extranjeros aprenden otras cosas. Por ejemplo a ser, a existir, según lo indica el lugar que la sociedad haya reservado a la nacionalidad de sus padres. “Francés de origen argelino, portugués, marroquí, o tunecino…”, dicen los jóvenes de la tercera generación, como si los uruguayos nos sintiésemos obligados a aclarar: “de origen italiano, armenio, amerindio, polaco, brasileño o español”. Uso de sangre, le llaman, o “ley de no vengan a parir aquí”, como nos explicaba una amiga magrebí. Así lo quiso esta Europa, y así estaba previsto para nosotros, cuando nos presentamos con nuestro hijo recién nacido en la Embajada de Uruguay, sabiendo que no sería francés sino uruguayo, como sus padres.
Pero con inesperada violencia tomó cuerpo una extraña sensación de abandono cuando allí, cerca del Arco de Triunfo y de la plaza José Artigas, otra realidad vino, luego de tres décadas, a imponerse nuevamente: las consecuencias de la dictadura marcaban a la tercera generación.
Nuestro hijo no es uruguayo. La ley le niega, nuevamente, esa parte de su identidad. La noticia, trasmitida por la cónsul con vergüenza, provocó incredulidad, e incluso un forcejeo con el pasaporte entre risas… hasta que todos notamos que no se trataba de las bondades de ese humor familiar que tememos olvidar en Francia, sino de la estricta aplicación de la ley.
Ley 16.021. Francia nos había ofrecido hasta ese momento casi todo: idioma, estabilidad, carrera, puesto en la educación nacional, pertenencia a una escuela doctoral, un hijo maravilloso y la posibilidad de continuar, si así lo deseábamos, dentro de su vida académica. ¿Cómo no sentir entonces –y pese al discurso con el que se pretende un Uruguay vinculado a su “patria peregrina”– una suerte de temor ante la idea del regreso a un país donde no se nos esperaba? Pero la decisión del retorno responde a razones afectivas. A un afecto visceral.
“Hijo de padre o madre oriental”, rezan –como las de tantos contemporáneos– nuestras primeras cédulas de identidad. Luego esa leyenda al dorso cambió, y en el espacio destinado a las observaciones se lee: “Nacional uruguayo. Ley 16.021”. A diferencia del pasaporte, donde nada de esto se menciona, nuestra cédula marca que somos diferentes ante la ley uruguaya.
Y es que ese mismo país que expulsó a sus hijos allá por los setenta, y luego cerró las posibilidades a sus nietos por los dos mil, rechaza también –a partir de 1989– a los bisnietos, a partir de ahora “ilegítimos” por un simple no-reconocimiento que se formaliza en la ley 16.021 de abril de ese año.
El artículo 3 de esta ley establece: “Los hijos de las personas a quienes por el artículo 2 de esta ley se les otorga la calidad de nacionales, nacidos fuera del territorio nacional, no tendrán en ningún caso la calidad de ciudadanos naturales”.
En marzo de 2005 el por entonces diputado frenteamplista Enrique Pintado había manifestado su intención de conformar una comisión parlamentaria a fin de estudiar la modificación de la ley 16.021 que, según afirma, establece una restricción que no plantea la propia Constitución. Sería una sobreinterpretación del artículo 74 de la Constitución y su concepto de “avecinamiento”, lo que podría determinar la inconstitucionalidad y, por lo tanto, la necesidad de reformar esta ley. La iniciativa de Pintado tomó cuerpo recién en 2007, cuando el proyecto de ley fue presentado ante el Parlamento.
A pocas semanas de comenzar 2010, y luego de comunicarnos telefónicamente desde Francia con Pintado, sabríamos que este proyecto ya no volvería a ser estudiado hasta el próximo gobierno.
“Ustedes son el primer caso”, repetía la cónsul. Sin embargo, era poco probable que no hubiese otros más, en un país cuya historia está signada por el exilio y la emigración. Efectivamente, según nos explicó por teléfono Pintado, el problema es que “no hay comunicación entre los distintos organismos, y eso impide que se conozcan los casos que hubo con menos suerte. ¡Casos gravísimos de chicos ya adolescentes que no han podido salir de Francia!”.
DOCS AD HOC. De modo que “anclao en París”, como cantaba aquel a quien no se lo sabía si uruguayo, argentino o francés, nuestro hijo sólo tuvo hasta el momento un titre d’identité républicaine como único documento de identidad. Un documento que afirma simplemente que estamos frente a un niño nacido en Francia de madre y padre uruguayos, de nacionalidad indeterminada, y que sirve entonces como una suerte de visa que permite a su poseedor circular libremente... ¡sólo dentro de Francia! Lo supimos con este documento y pasajes en mano, valijas y bebé, cuando en el Aeropuerto Charles De Gaulle se nos impidió salir del país. Al menos hasta obtener un pasaporte.
Ahora, este pasaporte que le dio Argentina –la tierra de exilio de sus abuelos paternos– vino a ampararlo permitiéndole, como a sus padres hace 25 años, ese “volver” que fue, una vez más y esta vez para él: simplemente ir, por vez primera, a descubrir Uruguay.
Aunque parezca mentira, las leyes uruguayas (y gran parte del discurso que el país produce) siguen reflejando aún hoy un país de inmigrantes. Y no uno de emigrados, exiliados y expatriados que siguen desparramados por los rincones más insólitos del globo. Como si no se los quisiera ver. Como si se intentara borrar sus existencias de la memoria colectiva. Esas también.
* Doctoranda en comunicación en la Universidad París 8. Docente en fic, Udelar.