29 oct 2018

LO QUE DEJA EL CAPITALISMO

Exclusión social, pobreza y hambre 

Por Alejandro Narváez
26 octubre, 2018




El Día Mundial de la Alimentación se celebra el 16 de octubre de cada año. En un día tan señalado como éste, es oportuno referirnos al último informe de la FAO sobre “El Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo 2018”, publicado en setiembre pasado. Dicho informe revela que hay 821 millones de personas en el mundo que sufren el hambre (12% de la población mundial) y más de 150 millones de niños tienen atrasos en su crecimiento debido a su malnutrición.

Del documento se extraen las siguientes conclusiones: a) El número de personas que tienen hambre en el mundo ha aumentado en los últimos tres años. b) El Objetivo de Desarrollo Sostenible de alcanzar el Hambre Cero para 2030, se aleja cada vez más. c) En África y América Latina el hambre ha aumentado considerablemente. Los países con más hambre en este subcontinente son: Bolivia 19,8%, Nicaragua 16,2%, Guatemala 15,8%, Venezuela, 11,7%, y Perú 8,8%.

Desafortunadamente, muchos de nosotros que tenemos el privilegio de imaginar y promover delicias gastronómicas, e irónicamente, cada vez comidas más sofisticadas, más gourmet, más light, vivimos como si el hambre no existiera. ¿Cómo va existir, si los medios de comunicación hacen la vista gorda? Excepto cuando la FAO y la ONG Oxfam International, se pronuncian de vez en cuando. El hambre ya no es noticia para la prensa.

La FAO, sostiene en su informe que las causas del aumento del hambre en el mundo, son: la variabilidad climática que afecta a los patrones de lluvia y las temporadas agrícolas, los fenómenos meteorológicos extremos como sequías e inundaciones, además de los conflictos y las crisis económicas. ¿Son realmente éstas las únicas causas de millones de seres humanos que padecen el flagelo del hambre en el mundo? Veremos luego.

Por otro lado, la FAO, el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), firmantes del informe, señalan que “para alcanzar un mundo sin hambre y malnutrición en cualquiera de sus formas para 2030, es imperativo acelerar y ampliar las medidas para fortalecer la resiliencia (capacidad de hacer frente a las adversidades de la vida…) y la capacidad de adaptación de los sistemas alimentarios y los medios de subsistencia de la población en respuesta a la variabilidad climática y los fenómenos meteorológicos extremos”. Nuevamente, ¿Son suficientes estas medidas para llegar al 2030 con un mundo sin hambre?

¿Y qué es el hambre?

Es una palabra que significa muchas cosas al mismo tiempo y ninguna buena. Es también las ganas de comer cada cierta hora. En opinión de la FAO, el hambre “es cuando una persona no consume las calorías necesarias para sus necesidades fisiológicas y su actividad física y mental”. Son personas que no comen lo suficiente para una vida plena. Para una vida digna. Este flagelo condena a millones de personas a vivir vidas peores, a depender de otros, a enfermarse, y finalmente morir por hambre.

La gran paradoja, es que el hambre no es un problema de escasez de alimentos en el mundo, si es que alguna vez pudo haber sido. La FAO estima que a nivel mundial 1300 millones de toneladas de alimentos se botan anualmente, lo cual representa un tercio de los alimentos producidos para el consumo humano. En dinero esto representa aproximadamente 680 mil millones de dólares en los países desarrollados y 310 mil millones en los países en desarrollo. Según la misma fuente, en América Latina se desperdicia el 34% de alimentos disponibles, lo que equivale a 127 millones de toneladas por año.

Secuelas del hambre

Está demostrado que el hambre produce una serie de secuelas, muchas de ellas irreparables. La desnutrición durante los dos primeros años de vida lastra el desarrollo físico y cognitivo del niño, hipotecando su futuro y, por extensión, el de su comunidad y su país. Disminuye su capacidad física y produce un grave déficit en su aprendizaje. Los que sufren la desnutrición tienen su desarrollo truncado. Las graves carencias de alimentos provocan a su vez, los desplazamientos internos y las migraciones a otros países y continentes, como viene ocurriendo desde África hacia Europa, de Venezuela hacia Colombia, Perú, Chile, entre otros.

El hambre no permite concentrarse, dificulta la retención de conocimientos, debilita la memoria. Y esa dificultad para estudiar lastrará su futuro, recortará su capacidad para ganarse la vida. Es el círculo perverso de la exclusión, la pobreza y el hambre, que no solo encadena a quienes la sufren, sino también a las siguientes generaciones. Como bien dice Martin Caparrós (2015), periodista y escritor argentino “el hambre es inhumano porque le quita al hombre lo que es más suyo. Lo que le hace realmente humano. El hambre deshumaniza al hombre cuando, además de su salud, su crecimiento o su potencial desarrollo, le arrebata sus sueños”.

Confieso, cuando leí el libro “El Hambre” de Martin Caparrós (Anagrama, 2015), sentí un dolor emocional difícil de describir y entendí que la capacidad de imaginar es el privilegio de los que tenemos las necesidades básicas cubiertas y nos podemos permitir un mínimo de esperanza, una proyección de futuro más allá de la dicotomía “¿comeré o no comeré?”. Por ello, siento la obligación de recomendar leer la obra de Martin, porque cuenta y denuncia el fracaso de la humanidad en su lucha contra el hambre.

Las verdaderas causas del hambre

¿Recuerdan la antesala de la crisis financiera que estalló el 15 de septiembre de 2008 y que acaba de cumplir 10 años? En aquellos momentos la máquina de la especulación financiera giraba a mil por hora. Por ejemplo, el 6 de abril de aquel fatídico año, en el Chicago Mercantile Exchange (CME) (bolsa de productos básicos o commodities de Chicago), una tonelada de trigo llegó a superar 400 dólares. Era increíble, sólo cinco años antes costaba alrededor de 125 dólares.

Estos cereales, que se habían mantenido en valores constantes – con ligeras fluctuaciones – durante más de dos décadas, empezaron a subir durante el año 2006. Para enero de 2007 cuando su cotización llegó a 173 dólares, su ascenso se había vuelto incontenible; en julio, el trigo sobrepasó los 200 dólares por tonelada; en diciembre los 339; los 406 en enero de 2008 (véase las cotizaciones internacionales del BCR).

Lo mismo sucedía con los demás alimentos como el maíz, la soya, etc. El trigo viene a ser el segundo producto más consumido en el mundo (después de la leche y sus derivados), y su producción asciende a 722 millones de toneladas anuales (FAO, setiembre 2018). Cada año se negocia en la Bolsa de Chicago una cantidad de trigo igual a cincuenta veces su producción mundial.

En la Bolsa de Chicago (CME, por sus siglas en inglés) cada grano de maíz que se produce en Estados Unidos, China, Brasil, Argentina, Unión Europea (principales productores) se compra y se vende, mejor aún, ni se compra ni se vende, se simula estas operaciones cincuenta veces. Como alguien dice, el gran invento de estos mercados es que el que quiere vender algo no necesita tenerlo físicamente: se venden promesas, compromisos, vaguedades escritas en la pantalla de una computadora.

Y los que saben hacerlo ganan, en ese ejercicio de ficción, fortunas (son los llamados contratos de futuros y opciones sobre alimentos o productos básicos). Es decir, el hambre es también consecuencia de la especulación pura y dura que se dan en estos mercados (o bolsas), que no tienen reglas ni leyes que les controle. Los funcionarios de la FAO conocen perfectamente que eso es así.

Se sabe que el etanol (alcohol etílico – biocombustible) puede ser producido en base a diversas materias primas. Las más comunes son el maíz y la caña de azúcar. Estados Unidos lidera la producción de etanol en el mundo y lo hace con el maíz amarillo. Le sigue Brasil y Colombia donde se fabrica con caña de azúcar.

En el Perú, también se produce con caña de azúcar. Estados Unidos es el principal productor de maíz con 357 millones de toneladas al año, que viene a ser el 35% de la producción mundial (1,031 millones de toneladas, Perú 1.540,000 Tn) (véase proyecciones del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, junio 2017). Una ley federal del país norteamericano, obliga que el 40% del maíz debe ser usado para producir etanol, dirigido a llenar los tanques de los vehículos.

Se estima que para llenar el tanque de un vehículo estándar con etanol en Estados Unidos, se requiere procesar 170 kilos de maíz y si esto multiplicamos por los millones de vehículos que consumen el etanol, las cifras son astronómicas.

El maíz es el otro alimento más demandado en el mundo. Un niño hambriento de África o América Latina, podría sobrevivir tranquilamente durante un año con los 170 kilos de maíz que “alimenta” una máquina. Actualmente, hay menos producción de maíz blanco por cuanto los agricultores norteamericanos han migrado a la producción del maíz amarillo que viene a ser la materia prima del etanol. Este cambio ha producido el aumento del precio de la harina de maíz, que es a su vez materia prima (entre otras cosas) para producir las populares tortillas mexicanas, y guatemaltecas cuyo precio también se ha disparado. Pero el problema no queda ahí. El aumento del consumo del maíz para producir etanol, también tuvo su efecto en el precio del huevo y la carne de pollo, cuyo alimento es el maíz.

Es indiscutible. El origen del hambre está principalmente en la desigualdad. El hambre, es la forma más brutal, más violenta, más intolerable de la desigualdad. En el 2017, el 82% de la riqueza generada fue a parar a manos del 1% más rico, mientras el 50% más pobre de la población mundial obtuvo el 0%.

Y como sostiene Oxfam International, “las grandes corporaciones y las personas más ricas son un factor clave de esta crisis de desigualdad”. Utilizan su poder y sus lobbies para asegurarse que las políticas gubernamentales vayan a favor de sus intereses y priorizan maximizar las ganancias de sus capitalistas por encima de todo, aunque esto implique, contaminar el medioambiente, eludir impuestos o pagar míseros salarios a sus trabajadores, etc.

A ello hay que sumarle la descarada especulación con los precios de los principales alimentos en los mercados de Chicago, Londres, Sidney, etc. Las guerras internas, los conflictos geopolíticos internacionales, los eventos climáticos extremos, las crisis económicas provocadas como la del 2008, las ventas de armas a países pobres en conflicto, son también los responsables de la muerte de millones de seres humanos por falta de comida.

Qué duda cabe, vivimos en la era de la insolidaridad, del individualismo, del “dejar hacer, dejar pasar, el mundo va solo” (Laissez faire et laissez passer), de la codicia del dinero, que son la esencia misma del modelo económico que impera en el mundo de hoy. Empero, podemos idear otro modelo económico distinto que funcione para todas las personas y no solo para una élite codiciosa y, así, acabar con la desigualdad y el hambre que azota el mundo.

El papa Francisco, en su discurso en la FAO en octubre de 2017, decía que esa “piedad” de ayudar a quienes tienen hambre por una emergencia no era suficiente. Que era necesaria la justicia: “un orden social justo” para contribuir a que cada país llegue a una autosuficiencia alimentaria, “pensar en nuevos modelos de desarrollo y de consumo, que no empeoren la situación de las poblaciones menos avanzadas o su dependencia externa”. En definitiva, no convertir a las personas hambrientas en mendigos de las sobras de los ricos, sino ayudar que puedan romper por sí mismos las cadenas del hambre y la pobreza.

Finalmente, hay muchos políticos, empresarios, curas, sindicalistas, etc. que declaran públicamente su preocupación por la desigualdad, la pobreza y el hambre. Pero son las acciones y el ejemplo lo que importa, no las palabras. Yo por lo menos creo y estoy convencido de que podemos hacer muchísimo más comenzando simplemente por ponernos en el lugar de quienes hoy sufren a diario la exclusión, la pobreza y el hambre. Si hacemos esto, habremos dado un paso de gigantes.

Otra Mirada