Por Ana Covarrubias
13 marzo, 2020
13 marzo, 2020
Con la idea de “la unidad en la diversidad” se inauguró la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2011 cuando, sin duda, América Latina se caracterizaba por la pluralidad de sus miembros: Gobiernos de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), como Venezuela y Cuba, otros también de izquierda, como Brasil, y otros más conservadores como el de México, conformaron la CELAC.
Los objetivos principales de este nuevo grupo eran la concertación y constituirse en un interlocutor único con actores internacionales como la Unión Europea (UE) y la República Popular China. Hoy, después de algunos años de un regionalismo en crisis, México se ha propuesto revivir la CELAC al asumir su presidencia pro tempore. ¿Qué perspectivas de éxito tiene esta decisión? Un poco de escepticismo se justifica si se revisa la historia del multilateralismo en América Latina.
A primera vista, pareciera como si los países latinoamericanos tuvieran un gusto especial por reunirse y crear nuevos grupos y organizaciones. Además de la Organización de Estados Americanos (OEA), que es el esfuerzo regional más antiguo y quizá consolidado, y que incluye a Estados Unidos y desde 1990 a Canadá, los Gobiernos de América Latina han producido muchas más agrupaciones económico-comerciales y políticas, tanto durante la Guerra Fría como al fin de ella. La lista no exhaustiva de ejemplos incluye: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, creada en 1960, que se convertiría en la Asociación de Integración Latinoamericana en 1980, el Mercado Común Centroamericano (1960), la Comunidad del Caribe (1973), el Sistema Económico Latinoamericano (1975), el Grupo de Río (1986), el Mercado Común del Sur (Mercosur, 1991), el Sistema de Integración Centroamericano (1991), la Asociación de Estados Caribeños (1994), la Alianza del Pacífico (2011), la Comunidad Andina (1997), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (2004), la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR, 2008).
A primera vista, pareciera como si los países latinoamericanos tuvieran un gusto especial por reunirse y crear nuevos grupos y organizaciones. Además de la Organización de Estados Americanos (OEA), que es el esfuerzo regional más antiguo y quizá consolidado, y que incluye a Estados Unidos y desde 1990 a Canadá, los Gobiernos de América Latina han producido muchas más agrupaciones económico-comerciales y políticas, tanto durante la Guerra Fría como al fin de ella. La lista no exhaustiva de ejemplos incluye: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, creada en 1960, que se convertiría en la Asociación de Integración Latinoamericana en 1980, el Mercado Común Centroamericano (1960), la Comunidad del Caribe (1973), el Sistema Económico Latinoamericano (1975), el Grupo de Río (1986), el Mercado Común del Sur (Mercosur, 1991), el Sistema de Integración Centroamericano (1991), la Asociación de Estados Caribeños (1994), la Alianza del Pacífico (2011), la Comunidad Andina (1997), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (2004), la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR, 2008).
Estas y muchas otras organizaciones conviven simultáneamente, unos en “estado inactivo” (ALBA), otros en crisis (Mercosur) y, otros más, a punto de desaparecer (UNASUR). La pregunta obvia es, ¿por qué hay tantos grupos en la región, algunos de ellos con agendas similares?, ¿de qué depende que se cree una nueva organización? Y, quizá más importante, ¿por qué el multilateralismo regional ha sido poco eficaz?, ¿por qué los esfuerzos regionales no se han consolidado? El caso paradigmático de la integración, la UE, sugiere que el regionalismo puede sobrevivir fortalecido porque se profundiza y gracias, en parte, a la creación de instituciones supranacionales. Este no ha sido el caso en América Latina.
Evidentemente, cada esfuerzo regional en América Latina tiene su historia que explica su origen, su desarrollo —o no— y su estado actual. Pero no es aventurado argüir que, en general, todos ellos se deben a “momentos políticos”, cuando los líderes encuentran la oportunidad de proponer una agrupación para satisfacer intereses diversos. En general, estos “momentos políticos” resultan de la debilidad de los países latinoamericanos que, recurriendo a una retórica tradicional de unión facilitada por la idea de la identidad común, procuran fortalecerse de manera conjunta ante la potencia regional que impone políticas indeseables, o la economía internacional que amenaza las economías nacionales. Son consecuencia, también, de una política de poder entre ellos, de la búsqueda del liderazgo (como los casos de Brasil, México o Venezuela), o de cuestiones fundamentalmente internas (la adopción de una ideología).
Evidentemente, cada esfuerzo regional en América Latina tiene su historia que explica su origen, su desarrollo —o no— y su estado actual. Pero no es aventurado argüir que, en general, todos ellos se deben a “momentos políticos”, cuando los líderes encuentran la oportunidad de proponer una agrupación para satisfacer intereses diversos. En general, estos “momentos políticos” resultan de la debilidad de los países latinoamericanos que, recurriendo a una retórica tradicional de unión facilitada por la idea de la identidad común, procuran fortalecerse de manera conjunta ante la potencia regional que impone políticas indeseables, o la economía internacional que amenaza las economías nacionales. Son consecuencia, también, de una política de poder entre ellos, de la búsqueda del liderazgo (como los casos de Brasil, México o Venezuela), o de cuestiones fundamentalmente internas (la adopción de una ideología).
Así pues, el regionalismo latinoamericano es uno de carácter coyuntural, que responde a la inmediatez y no tanto a una base mínima de valores e intereses compartidos entre los países que pudiese llevar, por ejemplo, a la creación de instituciones supranacionales. Gobiernos llegan al poder y caen, las instituciones son débiles, ideologías van y vienen, y cada “ola” ofrece oportunidades para, ahora sí, concretar la tan explotada idea del “objetivo histórico”: la unión latinoamericana. El resultado es, sobra decir, un multilateralismo en crisis. ¿Por qué en estas circunstancias se propone el Gobierno de México lograr la “unidad en la diversidad”?
Como el multilateralismo regional, México ha mirado a América Latina en coyunturas y normalmente de manera reactiva: por necesidad económica, por no quedar excluido de iniciativas regionales, en reacción a las consecuencias que sucesos en la zona puedan tener en el país o por cuestiones de identidad de la élite en el poder. Quizá el momento dorado de la diplomacia mexicana fue el Grupo de Contadora en los años ochenta. En esa ocasión, la política de México, multilateral, fue esencialmente reactiva: junto con Colombia, Panamá y Venezuela, México procuró una solución pacífica al conflicto centroamericano desatado por el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua y la lucha guerrillera en El Salvador. La inestabilidad en el istmo ponía en riesgo su frontera sur por el flujo de refugiados que ingresaba a México y requería de servicios y atención, y abría la puerta a incursiones del Ejército guatemalteco.
Como el multilateralismo regional, México ha mirado a América Latina en coyunturas y normalmente de manera reactiva: por necesidad económica, por no quedar excluido de iniciativas regionales, en reacción a las consecuencias que sucesos en la zona puedan tener en el país o por cuestiones de identidad de la élite en el poder. Quizá el momento dorado de la diplomacia mexicana fue el Grupo de Contadora en los años ochenta. En esa ocasión, la política de México, multilateral, fue esencialmente reactiva: junto con Colombia, Panamá y Venezuela, México procuró una solución pacífica al conflicto centroamericano desatado por el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua y la lucha guerrillera en El Salvador. La inestabilidad en el istmo ponía en riesgo su frontera sur por el flujo de refugiados que ingresaba a México y requería de servicios y atención, y abría la puerta a incursiones del Ejército guatemalteco.
Por supuesto, la amenaza constante de una intervención militar directa de Estados Unidos en Centroamérica era inaceptable para sus vecinos, el Grupo de Contadora. No sorprende, así, que hoy México voltee nuevamente a su frontera sur para, una vez más, intentar controlar las consecuencias negativas en el país de una región en crisis, sobre todo en lo concerniente a la migración y el crimen organizado. Pero, ¿por qué CELAC? ¿A qué coyuntura o interés responde hoy el Gobierno mexicano? ¿Por qué asumir la presidencia pro tempore cuando la política exterior no es prioridad de la Administración? ¿Cuándo la región está francamente dividida por la situación en Venezuela? Ha sido justamente el caso venezolano el que ha debilitado a ALBA, UNASUR, Mercosur, la OEA y la misma CELAC. El golpe en Bolivia fue posterior a la decisión de México de asumir la presidencia, pero suma a una región increíblemente fragmentada. De hecho, Brasil ha salido de la CELAC y Bolivia tampoco asistió a la reunión cuando México tomó la presidencia en enero pasado. ¿Ha cambiado algo en la dinámica latinoamericana que sugiera una nueva coyuntura para el éxito del multilateralismo? No hay valores ni intereses compartidos por todos, las instituciones nacionales son débiles, las ideologías van y vienen…
La intención que se percibe por parte del Gobierno mexicano tiene que ver con dos objetivos de política exterior conocidos: la proyección de una identidad y el liderazgo regional. Respecto de lo primero, la nueva élite política ha reiterado su convicción sobre la pertenencia de México a América Latina, por lo que la mirada al sur se vuelve natural. En relación con lo segundo, pareciera que las autoridades mexicanas ven a la división en América Latina justamente como la oportunidad para ejercer influencia en la zona, y pretende lograrlo a partir de una agenda que promueva la cooperación en temas como cooperación espacial y aeronáutica, gestión integral de riesgos por desastres naturales, gestión sustentable de los recursos oceánicos y lucha contra la corrupción y acceso a la información. Es decir, se trata de una agenda no política que excluye los asuntos que provocan diferencias (léase Venezuela, y quizá Bolivia). ¿Se podrá así obtener la unidad en la diversidad? Todo parece indicar que no hay condiciones favorables. Muy probablemente el multilateralismo latinoamericano está en “modo pasivo” esperando por la coyuntura adecuada para volver a ser opción. Solo queda dar el beneficio de la duda al Gobierno mexicano…y esperar.
* Ana Covarrubias es profesora e investigadora del Centro de Estudios Internacionales en El Colegio de México.
El País
La intención que se percibe por parte del Gobierno mexicano tiene que ver con dos objetivos de política exterior conocidos: la proyección de una identidad y el liderazgo regional. Respecto de lo primero, la nueva élite política ha reiterado su convicción sobre la pertenencia de México a América Latina, por lo que la mirada al sur se vuelve natural. En relación con lo segundo, pareciera que las autoridades mexicanas ven a la división en América Latina justamente como la oportunidad para ejercer influencia en la zona, y pretende lograrlo a partir de una agenda que promueva la cooperación en temas como cooperación espacial y aeronáutica, gestión integral de riesgos por desastres naturales, gestión sustentable de los recursos oceánicos y lucha contra la corrupción y acceso a la información. Es decir, se trata de una agenda no política que excluye los asuntos que provocan diferencias (léase Venezuela, y quizá Bolivia). ¿Se podrá así obtener la unidad en la diversidad? Todo parece indicar que no hay condiciones favorables. Muy probablemente el multilateralismo latinoamericano está en “modo pasivo” esperando por la coyuntura adecuada para volver a ser opción. Solo queda dar el beneficio de la duda al Gobierno mexicano…y esperar.
* Ana Covarrubias es profesora e investigadora del Centro de Estudios Internacionales en El Colegio de México.
El País