11/01/2021
Clae
Edgar Isch L.|
La crisis económica del capitalismo se ha expresado cada vez con más fuerza en Estados Unidos, país imperialista que, por su carácter de tal, lograba simularla y reducirla a costa de sobreexplotar a otras naciones. Lo más destacado es que se ha hecho visible para su propia población que hoy concluye que el “sueño americano” que anunciaba la movilidad social, no era algo que cambiara la acumulación de la riqueza social en cada vez menos manos. El 1%, poseedor de más del 80% de la riqueza, se tornó visible.
El campo de la hegemonía ideológica comenzó también a quebrarse. Los jóvenes se suman a quienes denuncian al capitalismo y hablan de socialismo, aunque no tengan precisión en el término; los trabajadores migrantes y negros denuncian la desigualdad acrecentada por un racismo estructural; las mujeres, especialmente trabajadoras, rompen todos los viejos estándares; las huelgas “salvajes” (es decir ilegales) de los educadores a lo largo de 2019, dieron la campanada del ascenso de luchas de la clase obrera.
En fin, cambios importantes por el lado popular que comienzan a poner en duda los principios sobre los que se justificó y ganó respeto por el sistema.
Las propias acciones de violencia institucionalizada, teniendo en primer lugar la de la policía contra los negros y “latinos”, junto a la de la Guardia Nacional contra todo el que exprese cuestionamientos al sistema, trajo respuestas masivas en casi todos los estados. El país se convirtió en área de disputa social, frenada pero no terminada por la pandemia.
Pero también, agudizando las contradicciones, se presentó una radicalización de la derecha. La propia victoria de Trump hace cuatro años se relaciona con el rechazo de importantes sectores a ver reducida la “supremacía blanca”.
Lo racial, presentado falsamente al margen de lo económico, hizo que una gama importante de obreros blancos de estados industrializados apoyara a Trump, confiando además que detendría la pérdida de empleos y de la capacidad adquisitiva de los salarios, hechos adjudicados a la globalización que permitió que empresas enteras se trasladen a China, la India u otros países, donde los empresarios tendrían más bajos salarios y mayores ganancias.
El ultranacionalismo se juntó con el racismo por esta vía y fue permitiendo el fortalecimiento de las posiciones más violentas, incluso abiertamente fascistas, apoyadas todas por el presidente de Estados Unidos.
Violencia creciente e imparable
El tono violento de la crisis ya venía presentando ensayos y demostraciones de fuerza de la extrema derecha y de esa masa que, sumida en la ignorancia, entraron a un punto de idolatría a Trump como líder que haría “América grande otra vez”. Las redes sociales se alimentaron de sus cotidianas mentiras y sus discursos de conspiración, que incluyen un fuerte ataque a la ciencia, pues se alimentan de la ignorancia popular; con armas de alto poder salieron a marchas, amenazaron a las protestas de los pobres, realizaron algunos ataques individualizados.
También con armas, se tomaron en Capitolio (Parlamento) del Estado de Michigan para exigir el fin de la cuarentena; en agosto de 2019 un “patriota creyente” disparó en medio de una multitud y asesinó a dos activistas de Black Lives Matter y saldría libre a los pocos días; pocos días más tarde, desde una caravana de partidarios de Trump hay disparos y muere otra persona; y la lista continúa.
La violencia fue principalmente contra movimientos populares, pero también anunciaba cada vez más choques entre distintas ramas de las clases dominantes. Tanto, que se llegó en algunos análisis a considerar la posibilidad de una guerra civil o fragmentación de la federación de estados que conforman hoy el país.
Trump se presentaba como el patriota, el honesto y siempre ganador, que luchaba contra el sistema político que tenía cansada a la gente y sometida a las decisiones de pocos políticos. No mostró interés en una guerra civil, pero sí en alterar aspectos del sistema político.
La democracia simulada de Estados Unidos, de la que hemos hablado en otros momentos, tiene en el país un rechazo que crece. Las encuestas hablan de la desconfianza de la gente en su sistema y este es un buen caldo de cultivo para el presidente saliente, entonces candidato, que encontró la posibilidad de insistir en la existencia de un fraude electoral masivo.
El campo de la hegemonía ideológica comenzó también a quebrarse. Los jóvenes se suman a quienes denuncian al capitalismo y hablan de socialismo, aunque no tengan precisión en el término; los trabajadores migrantes y negros denuncian la desigualdad acrecentada por un racismo estructural; las mujeres, especialmente trabajadoras, rompen todos los viejos estándares; las huelgas “salvajes” (es decir ilegales) de los educadores a lo largo de 2019, dieron la campanada del ascenso de luchas de la clase obrera.
En fin, cambios importantes por el lado popular que comienzan a poner en duda los principios sobre los que se justificó y ganó respeto por el sistema.
Las propias acciones de violencia institucionalizada, teniendo en primer lugar la de la policía contra los negros y “latinos”, junto a la de la Guardia Nacional contra todo el que exprese cuestionamientos al sistema, trajo respuestas masivas en casi todos los estados. El país se convirtió en área de disputa social, frenada pero no terminada por la pandemia.
Pero también, agudizando las contradicciones, se presentó una radicalización de la derecha. La propia victoria de Trump hace cuatro años se relaciona con el rechazo de importantes sectores a ver reducida la “supremacía blanca”.
Lo racial, presentado falsamente al margen de lo económico, hizo que una gama importante de obreros blancos de estados industrializados apoyara a Trump, confiando además que detendría la pérdida de empleos y de la capacidad adquisitiva de los salarios, hechos adjudicados a la globalización que permitió que empresas enteras se trasladen a China, la India u otros países, donde los empresarios tendrían más bajos salarios y mayores ganancias.
El ultranacionalismo se juntó con el racismo por esta vía y fue permitiendo el fortalecimiento de las posiciones más violentas, incluso abiertamente fascistas, apoyadas todas por el presidente de Estados Unidos.
Violencia creciente e imparable
El tono violento de la crisis ya venía presentando ensayos y demostraciones de fuerza de la extrema derecha y de esa masa que, sumida en la ignorancia, entraron a un punto de idolatría a Trump como líder que haría “América grande otra vez”. Las redes sociales se alimentaron de sus cotidianas mentiras y sus discursos de conspiración, que incluyen un fuerte ataque a la ciencia, pues se alimentan de la ignorancia popular; con armas de alto poder salieron a marchas, amenazaron a las protestas de los pobres, realizaron algunos ataques individualizados.
También con armas, se tomaron en Capitolio (Parlamento) del Estado de Michigan para exigir el fin de la cuarentena; en agosto de 2019 un “patriota creyente” disparó en medio de una multitud y asesinó a dos activistas de Black Lives Matter y saldría libre a los pocos días; pocos días más tarde, desde una caravana de partidarios de Trump hay disparos y muere otra persona; y la lista continúa.
La violencia fue principalmente contra movimientos populares, pero también anunciaba cada vez más choques entre distintas ramas de las clases dominantes. Tanto, que se llegó en algunos análisis a considerar la posibilidad de una guerra civil o fragmentación de la federación de estados que conforman hoy el país.
Trump se presentaba como el patriota, el honesto y siempre ganador, que luchaba contra el sistema político que tenía cansada a la gente y sometida a las decisiones de pocos políticos. No mostró interés en una guerra civil, pero sí en alterar aspectos del sistema político.
La democracia simulada de Estados Unidos, de la que hemos hablado en otros momentos, tiene en el país un rechazo que crece. Las encuestas hablan de la desconfianza de la gente en su sistema y este es un buen caldo de cultivo para el presidente saliente, entonces candidato, que encontró la posibilidad de insistir en la existencia de un fraude electoral masivo.
El “juego” tan difundido con el que la congresista Alexandría Ocasio demostró que un legislador puede hacer casi todo lo que le da la gana y que mucho más puede hacer el presidente, es solo una muestra de por qué se pierde confianza en la farsa de discurso democrático. Por otra parte, hay temas fundamentales que crecen en el debate, como es el rol del aparato industrial militar, los impuestos a los más ricos, los derechos humanos o el proteccionismo de sus propias industrias.
El ensayo de golpe de Estado
Hay dos características fundamentales de lo que pasó el seis de enero en la toma del parlamento por los partidarios de Trump.La primera es que forma parte de una cadena de golpes a las clases populares y de ajuste de cuentas entre las clases dominantes, presentadas en procesos judiciales, resoluciones legislativas, nominación de otra jueza super conservadora a la Corte Suprema, el intento de juicio político a Trump, entre otros.
El ajuste de cuentas confrontó con Trump, entre otros, con la industria de la informática y redes sociales (que ya le retiró sus cuentas), a ciertos sectores militares, entre otros.
La segunda característica es que se elevó el nivel a un ensayo de golpe de Estado. No podía ser más cuando desde las fuerzas armadas ya se expresó una mayoría opuesta a cualquier intervención para cambiar los resultados electorales. Diez exsecretarios (ministros) de defensa hicieron pública una carta en ese sentido, anunciaron enjuciamientos y sanciones, y finalmente miembros activos del alto mando lo hicieron. Queda claro que en el juego político estaban participando los altos mandos.
En estas condiciones, Trump y los suyos midieron sus fuerzas y la respuesta social, la que podría haber cambiado las circunstancias. Los fascistas, las milicias de ultra derecha y otras agrupaciones de terrorismo reaccionario, actuaron bajo un plan.
A diferencia de otras ocasiones, no sacaron a exhibir su fuerza de armamento, tampoco usaron los distintivos de sus organizaciones, usaron un discurso “patriótico” para “recuperar la democracia robada”, pusieron por delante la figura y símbolos de su líder. Y, algunos participantes, los símbolos de la esclavitud y del fascismo hitleriano.
Al inicio, debieron sentir que sus posibilidades crecían porque casi no hubo defensa policial del parlamento y contaban con más de 100 legisladores republicanos listos a votar para impedir el conteo de votos electorales a pesar de decenas de fracasos legales y políticos previos, incluyendo la llamada de Trump para que uno de sus gobernadores simplemente “encuentre” los votos que cambiarían los resultados.
Pero sabían que venían de una derrota electoral en un Estado tradicionalmente republicano, Georgia, que dio control del senado a los demócratas, lo que indicaba una caída en el apoyo a las posiciones más extremas.
Los resultados son los de una primera batalla perdida. Creció el rechazo a sus acciones, al grado que, al unísono, quisieron lavarse las manos y acusar a los Antifa y otros movimientos de izquierda como actores de la toma del parlamento. Aunque la mentira no tenía sustento, una vez más fue asumida por los fanáticos que recordaban como los nazis incendiaron el parlamento alemán (Reichstag) y acusaron a los comunistas.
Poco más tarde, hasta Trump trató de distanciarse de los visiblemente violentos de los que siempre ha dicho está orgulloso, son buenas personas, patriotas y por ello los ama. Pero no se puede creer que es algo más que sostenerse como paladín de la democracia violentada y tratar de evitar juicios y otras medidas con los que los millonarios del partido demócrata continuarán el ajuste de cuentas.
Lo que viene: no sólo violencia interna
En las encuestas de estos días se verifica que al menos 45% de los votantes republicanos aprueba lo que sucedió y un 30% piensa que fue la acción de “patriotas”. No olvidemos que Trump acrecentó su votación y esta fue de alrededor de 75 millones. De modo que nada ha terminado, sino que el enfrentamiento continuará.
La diferencia la marcarán los sectores populares realmente democráticos, las fuerzas de izquierda, los defensores de derechos humanos, las llamadas minorías. Solo desde allí se puede decir que puede salir una alternativa distinta. Y sin duda será con lucha en todos los terrenos, incluyendo la calle.
Seguramente se irá diferenciando entonces un golpe de Estado, que es una acción dirigida por un sector de las clases dominantes contra otro o contra los derechos del pueblo, de lo que es una insurrección popular que, en otras palabras, está sostenida en el preámbulo de los derechos humanos de la ONU, porque es un levantamiento de un pueblo por sus derechos ante un régimen de opresión que emplea incluso mecanismos tiránicos.
El pueblo de EEUU tendrá que defenderse y no rogar por paz a quienes demuestran estar dispuestos a todo crimen para sostener el sistema de explotación.
Bien se ha dicho que, en estas condiciones y como gobernante de la potencia, Biden deberá trabajar por unificar al país en torno a la fantasía de democracia y sus instituciones. Difícil con las crecientes y múltiples contradicciones internas, pero ya anuncia medidas como la de fijar un salario mínimo de 15 dólares la hora y enviar cheques de ayuda a los hogares, tratando de acercarse a los obreros y a las poblaciones más pobres.
Pero un peligro es su uso de la política internacional para unir el país. Muchos gobiernos lo han hecho creando guerras y escondiéndose tras el patriotismo y el supuesto destino manifiesto de ser guardianes de la democracia en el mundo. Usar la guerra no es tan fácil si no cuenta con el apoyo de los europeos y si sus oponentes geopolíticos como Rusia y China continúan ganado presencia en el mundo.
Sin embargo, Biden ya nombró como Secretario de Defensa a Lloyd Austin, uno de los responsables de la agresión y ocupación militar de Irak, con una serie de denuncias de crímenes de guerra que involucran a las tropas que el entrenó o dirigió.
Como se ve, sea como sea la transición del mando, nada ha terminado en la crisis norteamericana y ella acrecienta los peligros para el mundo entero. Pero también permite se aclaren muchas verdades que hoy ni Hollywood podrá ocultarlas con facilidad.
Edgar Isch L.
* Académico y ex ministro de Medioambiente de Ecuador. Asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
El ensayo de golpe de Estado
Hay dos características fundamentales de lo que pasó el seis de enero en la toma del parlamento por los partidarios de Trump.La primera es que forma parte de una cadena de golpes a las clases populares y de ajuste de cuentas entre las clases dominantes, presentadas en procesos judiciales, resoluciones legislativas, nominación de otra jueza super conservadora a la Corte Suprema, el intento de juicio político a Trump, entre otros.
El ajuste de cuentas confrontó con Trump, entre otros, con la industria de la informática y redes sociales (que ya le retiró sus cuentas), a ciertos sectores militares, entre otros.
La segunda característica es que se elevó el nivel a un ensayo de golpe de Estado. No podía ser más cuando desde las fuerzas armadas ya se expresó una mayoría opuesta a cualquier intervención para cambiar los resultados electorales. Diez exsecretarios (ministros) de defensa hicieron pública una carta en ese sentido, anunciaron enjuciamientos y sanciones, y finalmente miembros activos del alto mando lo hicieron. Queda claro que en el juego político estaban participando los altos mandos.
En estas condiciones, Trump y los suyos midieron sus fuerzas y la respuesta social, la que podría haber cambiado las circunstancias. Los fascistas, las milicias de ultra derecha y otras agrupaciones de terrorismo reaccionario, actuaron bajo un plan.
A diferencia de otras ocasiones, no sacaron a exhibir su fuerza de armamento, tampoco usaron los distintivos de sus organizaciones, usaron un discurso “patriótico” para “recuperar la democracia robada”, pusieron por delante la figura y símbolos de su líder. Y, algunos participantes, los símbolos de la esclavitud y del fascismo hitleriano.
Al inicio, debieron sentir que sus posibilidades crecían porque casi no hubo defensa policial del parlamento y contaban con más de 100 legisladores republicanos listos a votar para impedir el conteo de votos electorales a pesar de decenas de fracasos legales y políticos previos, incluyendo la llamada de Trump para que uno de sus gobernadores simplemente “encuentre” los votos que cambiarían los resultados.
Pero sabían que venían de una derrota electoral en un Estado tradicionalmente republicano, Georgia, que dio control del senado a los demócratas, lo que indicaba una caída en el apoyo a las posiciones más extremas.
Los resultados son los de una primera batalla perdida. Creció el rechazo a sus acciones, al grado que, al unísono, quisieron lavarse las manos y acusar a los Antifa y otros movimientos de izquierda como actores de la toma del parlamento. Aunque la mentira no tenía sustento, una vez más fue asumida por los fanáticos que recordaban como los nazis incendiaron el parlamento alemán (Reichstag) y acusaron a los comunistas.
Poco más tarde, hasta Trump trató de distanciarse de los visiblemente violentos de los que siempre ha dicho está orgulloso, son buenas personas, patriotas y por ello los ama. Pero no se puede creer que es algo más que sostenerse como paladín de la democracia violentada y tratar de evitar juicios y otras medidas con los que los millonarios del partido demócrata continuarán el ajuste de cuentas.
Lo que viene: no sólo violencia interna
En las encuestas de estos días se verifica que al menos 45% de los votantes republicanos aprueba lo que sucedió y un 30% piensa que fue la acción de “patriotas”. No olvidemos que Trump acrecentó su votación y esta fue de alrededor de 75 millones. De modo que nada ha terminado, sino que el enfrentamiento continuará.
La diferencia la marcarán los sectores populares realmente democráticos, las fuerzas de izquierda, los defensores de derechos humanos, las llamadas minorías. Solo desde allí se puede decir que puede salir una alternativa distinta. Y sin duda será con lucha en todos los terrenos, incluyendo la calle.
Seguramente se irá diferenciando entonces un golpe de Estado, que es una acción dirigida por un sector de las clases dominantes contra otro o contra los derechos del pueblo, de lo que es una insurrección popular que, en otras palabras, está sostenida en el preámbulo de los derechos humanos de la ONU, porque es un levantamiento de un pueblo por sus derechos ante un régimen de opresión que emplea incluso mecanismos tiránicos.
El pueblo de EEUU tendrá que defenderse y no rogar por paz a quienes demuestran estar dispuestos a todo crimen para sostener el sistema de explotación.
Bien se ha dicho que, en estas condiciones y como gobernante de la potencia, Biden deberá trabajar por unificar al país en torno a la fantasía de democracia y sus instituciones. Difícil con las crecientes y múltiples contradicciones internas, pero ya anuncia medidas como la de fijar un salario mínimo de 15 dólares la hora y enviar cheques de ayuda a los hogares, tratando de acercarse a los obreros y a las poblaciones más pobres.
Pero un peligro es su uso de la política internacional para unir el país. Muchos gobiernos lo han hecho creando guerras y escondiéndose tras el patriotismo y el supuesto destino manifiesto de ser guardianes de la democracia en el mundo. Usar la guerra no es tan fácil si no cuenta con el apoyo de los europeos y si sus oponentes geopolíticos como Rusia y China continúan ganado presencia en el mundo.
Sin embargo, Biden ya nombró como Secretario de Defensa a Lloyd Austin, uno de los responsables de la agresión y ocupación militar de Irak, con una serie de denuncias de crímenes de guerra que involucran a las tropas que el entrenó o dirigió.
Como se ve, sea como sea la transición del mando, nada ha terminado en la crisis norteamericana y ella acrecienta los peligros para el mundo entero. Pero también permite se aclaren muchas verdades que hoy ni Hollywood podrá ocultarlas con facilidad.
Edgar Isch L.
* Académico y ex ministro de Medioambiente de Ecuador. Asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)