Por Federico Kukso
09/01/2021
Periodista científico, miembro de la comisión directiva de la World Federation of Science Journalists. Autor de Odorama: Historia cultural del olor, Taurus, 2019.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Póster soviético con la leyenda: “Seré química”, 1964.
La creación de la Sputnik V es consecuencia de una historia de desarrollos científicos en Rusia: en 1919, por ejemplo, gracias a los esfuerzos de Nikolay Gamaleya, en cuyo honor fue bautizado el centro de investigación que desarrolló la vacuna contra el coronavirus, la Unión Soviética fue el primer país del mundo en erradicar la viruela. Este tipo de avances, sin embargo, han quedado ocultos por los relatos occidentales, que no tienen en cuenta los logros rusos y ahora se sorprenden ante el anuncio de la creación de la Sputnik V.
Con una maleta en una mano y una lista inagotable de preguntas en la otra, tres científicos soviéticos atravesaron la Cortina de Hierro. El 18 de enero de 1956 viajaron a Estados Unidos. Los virólogos Anatoli Smorodintsev, Mikhail P. Chumakov y su compañera Marina Voroshilova no lo hicieron solos: un agente de la KGB seguía sus pasos minuto a minuto, como una sombra.
La poliomielitis arrasaba en la Unión Soviética, así como en otros rincones del planeta. El historiador Saul Benison sostiene que fue el aumento en la incidencia de esta enfermedad paralizante y que afectaba principalmente a niños lo que convenció a las autoridades soviéticas de que era costoso, social y económicamente, no aprovechar los grandes avances en la investigación biomédica desarrollados en Occidente. Los estadounidenses, por su parte, no tenían mucho que perder: ambas potencias compartían un enemigo en común, el poliovirus, un invasor invisible que no respetaba clase, estatus, sexo, religión, nacionalidad o ideología.
Chumakov y Smorodintsev eran por entonces las figuras más destacadas de la virología soviética. Años antes habían desarrollado la primera vacuna contra la gripe. Una vez en Estados Unidos visitaron los laboratorios de Jonas Salk, quien en 1955 había desarrollado una vacuna efectiva, e inspeccionaron sus métodos de producción. Pero con quien mejor congeniaron fue con su oponente científico, Albert Sabin, que estaba probando una vacuna mucho más efectiva y barata, en base a poliovirus vivos pero atenuados, que se podía tomar por vía oral. Había, sin embargo, un problema: pese a lo prometedora que parecía la vacuna, las autoridades estadounidenses se mostraban reacias a permitir la realización de ensayos con virus vivos.
Sabin, entonces, le entregó tres cepas de virus atenuado a los científicos soviéticos para que las estudiasen e investigaran la vacuna en Moscú y Leningrado. Como gesto de buena voluntad, autorizado por el Departamento de Estado, en junio de 1956 el reconocido virólogo polaco nacionalizado estadounidense voló a la Unión Soviética: allí dio charlas, visitó laboratorios y escuchó nuevas ideas. Como la de Chumakov de suministrar la vacuna en forma de caramelos o terrones de azúcar. Así fue cómo durante años telegramas y frascos de vacunas viajaron de un lado al otro del mundo.
En Moscú, Chumakov y Voroshilova no tardaron en vacunarse a sí mismos. Pero precisaban probarla en los principales afectados, es decir en niños. Entonces, en un acto que hoy sería desaprobado por cualquier comité de ética, le dieron la vacuna a sus tres hijos y a varios sobrinos. “Formamos una especie de fila”, recuerda Peter Chumakov, que tenía por entonces siete años. Poco después, su madre pasó a entregarles a cada uno un terrón de azúcar mezclado con poliovirus debilitado.
El cuestionable experimento terminó convenciendo a altos funcionarios soviéticos y los científicos procedieron con ensayos más amplios: en 1957 se vacunaron 67 niños con la vacuna desarrollada en conjunto por Sabin, Chumakov y Voroshilova. Luego fueron 2.010 pacientes y en 1958 llegaron a 20 mil.
De enero a mayo de 1959, los científicos soviéticos probaron la nueva vacuna en 10 millones de chicos en toda la Unión Soviética, en el ensayo de campo más grande hasta la fecha en la historia de la polio. No solo se realizó en hospitales y clínicas, sino también en escuelas y guarderías: en los meses siguientes, prácticamente todos los menores de 20 años recibieron la vacuna, ya sea con un gotero o dentro de un caramelo.
Los resultados, sin embargo, no fueron inmediatamente aceptados por la comunidad científica internacional. Pese a que el programa de inmunización realizado en la Unión Soviética con la vacuna de Sabin había sido exitoso, sin incidentes ni casos de parálisis inducida por la vacuna, cuando Chumakov compartió la noticia en una conferencia científica en Washington hubo quienes expresaron dudas. Todavía había científicos occidentales que se negaban a aceptar los informes del otro lado de la Cortina de Hierro. “La reacción general, que no solía ser expresada públicamente, era: ‘Bueno, no puedes confiar en nada de lo que hacen esas personas’”, comentó Sabin. Pero el logro documentado de la colaboración Sabin-Chumakov finalmente superó las diferencias ideológicas.
Un año después, una representante de la Organización Mundial de la Salud, Dorothy Hortsmann de la Universidad de Yale, recorrió la Unión Soviética, donde reconoció la seguridad de la vacuna y una reducción significativa de los casos de parálisis.
Esta vacuna oral –durante un tiempo conocida como la “vacuna comunista”– se convirtió en el arma preferida contra el virus de la polio en todo el mundo. Incluso en Estados Unidos, donde su uso fue autorizado en 1962. A la Argentina llegó en 1967.
Mientras las superpotencias se amenazaban mutuamente con destruirse con armas nucleares, la colaboración científica entre norteamericanos y soviéticos derivó en uno de los mayores logros médicos del siglo XX y salvó innumerables vidas.
Ciencia detrás de la cortina de hierro
Como ocurre con esta olvidada cooperación, la historia de la ciencia rusa suele ser poco conocida (u ocultada), pese a contar con figuras destacadas como Dmitri Mendeleev –creador de la tabla periódica de los elementos–, el fisiólogo Ivan Pavlov –primer ruso en recibir un premio Nobel–, Alexander Fersman –fundador de la geoquímica–, Dmitry Ivanovsky –descubridor de los primeros virus–, Vera Gedroitz –la primera profesora de cirugía del mundo–, el neuropsicólogo Alexander Luria –investigador de la afasia–, Sergei Korolev –padre del programa espacial soviético– o el genetista Nikolai Vavilov -quien dedicó su vida al estudio y mejoramiento del trigo, maíz y otros cereales para alimentar al mundo y murió de hambre en 1943 en un gulag en Siberia, donde había sido enviado por orden de Stalin.
Con momentos trágicos a raíz de purgas y persecuciones y otros de gran florecimiento, la ciencia rusa –usualmente dividida en los períodos zarista, soviético y post-soviético– tiene una larga trayectoria que suele ser dejada de lado, o mirada con desdén, por la narrativa histórica predominante (esto es, occidental).
Durante el siglo XIX, por ejemplo, Nikolay Gamaleya –en cuyo honor fue bautizado el centro de investigación que desarrolló la vacuna Sputnik V contra el nuevo coronavirus– trabajó con Luis Pasteur en el desarrollo de la vacuna contra la rabia, así como en investigaciones sobre el cólera, la tuberculosis, el tifus y el ántrax. Fundó en 1891 el primer Instituto Bacteriológico de Rusia y en 1919 –151 años después de que la emperatriz rusa Catalina la Grande se ofreciera como voluntaria para vacunarse contra la viruela en un esfuerzo por mostrar a sus súbditos que la técnica médica emergente era segura–, Gamaleya desempeñó un rol fundamental en la primera campaña de vacunación universal de la historia de la humanidad. Diez años después, la Unión Soviética fue el primer territorio que anunció la erradicación de la viruela.
Para la década de 1980 había más científicos e ingenieros en la Unión Soviética que en cualquier otro país del mundo. “Pero la historia y los logros de esa comunidad científica son poco conocidos en Occidente”, indica el historiador de la ciencia Loren Graham, de la Universidad de Harvard. “La ciencia soviética, por ejemplo, no se organizó tradicionalmente sobre la base de la revisión por pares y las subvenciones de investigación, sino en la financiación en bloque de institutos enteros”.
Ingenieros y científicos rusos desarrollaron el láser, construyeron lamparitas eléctricas antes que Thomas Edison, transmitieron ondas de radio antes que Guglielmo Marconi, pusieron en órbita el primer satélite artificial y, además de mandar sondas a la superficie de Venus y Marte, fueron los primeros en llegar a la Luna con la sonda Luna 2 en 1959. Como señala Graham: “Todos los gobernantes de Rusia, desde Pedro el Grande hasta Vladimir Putin, han creído que la respuesta a los problemas de la modernización son la ciencia y tecnología en sí mismas”.
Desdén occidental
En cierto modo, las reacciones de indiferencia y escepticismo que despertó la vacuna Sputnik V responden también a esta ignorancia y a la visión distorsionada que se tiene desde Occidente de la tradición científica rusa. Impulsadas por las diferencias lingüísticas, culturales y políticas, la mayoría de las iniciativas rusas son recibidas con sospecha.
Pero, más allá de estos prejuicios y las movidas geopolíticas propias de estos desarrollos, están la historia y los hechos. El Centro Nacional Gamaleya de Epidemiología y Microbiología viene trabajando desde la década de 1980 con adenovirus, un tipo especial de virus en el que se basa la vacuna Sputnik V para provocar la respuesta inmune y entrenar al cuerpo para evitar la infección. Previamente, ya había desarrollado vacunas contra el virus del Ébola y el MERS (o Síndrome respiratorio por coronavirus de Oriente Medio).
A diferencia de países como Estados Unidos y aquellos de la Unión Europea en los que los laboratorios farmacéuticos –un sector conocido como “Big Pharma” que busca redimirse ante la opinión pública– imponen sus drogas con precios astronómicos, además de lograr cambios en las legislaciones gracias a su fuerte poder de lobby, Rusia demostró su capacidad para desarrollar de manera independiente un medicamento que podría aplacar la pandemia. “Esto simboliza el regreso de Rusia a las principales ligas farmacéuticas”, señala el diplomático francés Jean de Gliniasty, del Instituto Francés de Asuntos Internacionales y Estratégicos.
Por el momento, la vacuna Sputnik contra el coronavirus se expande por el mundo, con inoculaciones en Rusia, Argentina, Bielorrusia y próximamente en Serbia, Hungría, Venezuela y Bolivia. Quizás, como ocurrió con la vacuna estadounidense-soviética contra la polio, en 50 años nadie se acuerde de estas sospechas, más políticas que científicas.
Federico Kukso
La creación de la Sputnik V es consecuencia de una historia de desarrollos científicos en Rusia: en 1919, por ejemplo, gracias a los esfuerzos de Nikolay Gamaleya, en cuyo honor fue bautizado el centro de investigación que desarrolló la vacuna contra el coronavirus, la Unión Soviética fue el primer país del mundo en erradicar la viruela. Este tipo de avances, sin embargo, han quedado ocultos por los relatos occidentales, que no tienen en cuenta los logros rusos y ahora se sorprenden ante el anuncio de la creación de la Sputnik V.
Con una maleta en una mano y una lista inagotable de preguntas en la otra, tres científicos soviéticos atravesaron la Cortina de Hierro. El 18 de enero de 1956 viajaron a Estados Unidos. Los virólogos Anatoli Smorodintsev, Mikhail P. Chumakov y su compañera Marina Voroshilova no lo hicieron solos: un agente de la KGB seguía sus pasos minuto a minuto, como una sombra.
La poliomielitis arrasaba en la Unión Soviética, así como en otros rincones del planeta. El historiador Saul Benison sostiene que fue el aumento en la incidencia de esta enfermedad paralizante y que afectaba principalmente a niños lo que convenció a las autoridades soviéticas de que era costoso, social y económicamente, no aprovechar los grandes avances en la investigación biomédica desarrollados en Occidente. Los estadounidenses, por su parte, no tenían mucho que perder: ambas potencias compartían un enemigo en común, el poliovirus, un invasor invisible que no respetaba clase, estatus, sexo, religión, nacionalidad o ideología.
Chumakov y Smorodintsev eran por entonces las figuras más destacadas de la virología soviética. Años antes habían desarrollado la primera vacuna contra la gripe. Una vez en Estados Unidos visitaron los laboratorios de Jonas Salk, quien en 1955 había desarrollado una vacuna efectiva, e inspeccionaron sus métodos de producción. Pero con quien mejor congeniaron fue con su oponente científico, Albert Sabin, que estaba probando una vacuna mucho más efectiva y barata, en base a poliovirus vivos pero atenuados, que se podía tomar por vía oral. Había, sin embargo, un problema: pese a lo prometedora que parecía la vacuna, las autoridades estadounidenses se mostraban reacias a permitir la realización de ensayos con virus vivos.
Sabin, entonces, le entregó tres cepas de virus atenuado a los científicos soviéticos para que las estudiasen e investigaran la vacuna en Moscú y Leningrado. Como gesto de buena voluntad, autorizado por el Departamento de Estado, en junio de 1956 el reconocido virólogo polaco nacionalizado estadounidense voló a la Unión Soviética: allí dio charlas, visitó laboratorios y escuchó nuevas ideas. Como la de Chumakov de suministrar la vacuna en forma de caramelos o terrones de azúcar. Así fue cómo durante años telegramas y frascos de vacunas viajaron de un lado al otro del mundo.
En Moscú, Chumakov y Voroshilova no tardaron en vacunarse a sí mismos. Pero precisaban probarla en los principales afectados, es decir en niños. Entonces, en un acto que hoy sería desaprobado por cualquier comité de ética, le dieron la vacuna a sus tres hijos y a varios sobrinos. “Formamos una especie de fila”, recuerda Peter Chumakov, que tenía por entonces siete años. Poco después, su madre pasó a entregarles a cada uno un terrón de azúcar mezclado con poliovirus debilitado.
El cuestionable experimento terminó convenciendo a altos funcionarios soviéticos y los científicos procedieron con ensayos más amplios: en 1957 se vacunaron 67 niños con la vacuna desarrollada en conjunto por Sabin, Chumakov y Voroshilova. Luego fueron 2.010 pacientes y en 1958 llegaron a 20 mil.
De enero a mayo de 1959, los científicos soviéticos probaron la nueva vacuna en 10 millones de chicos en toda la Unión Soviética, en el ensayo de campo más grande hasta la fecha en la historia de la polio. No solo se realizó en hospitales y clínicas, sino también en escuelas y guarderías: en los meses siguientes, prácticamente todos los menores de 20 años recibieron la vacuna, ya sea con un gotero o dentro de un caramelo.
Los resultados, sin embargo, no fueron inmediatamente aceptados por la comunidad científica internacional. Pese a que el programa de inmunización realizado en la Unión Soviética con la vacuna de Sabin había sido exitoso, sin incidentes ni casos de parálisis inducida por la vacuna, cuando Chumakov compartió la noticia en una conferencia científica en Washington hubo quienes expresaron dudas. Todavía había científicos occidentales que se negaban a aceptar los informes del otro lado de la Cortina de Hierro. “La reacción general, que no solía ser expresada públicamente, era: ‘Bueno, no puedes confiar en nada de lo que hacen esas personas’”, comentó Sabin. Pero el logro documentado de la colaboración Sabin-Chumakov finalmente superó las diferencias ideológicas.
Un año después, una representante de la Organización Mundial de la Salud, Dorothy Hortsmann de la Universidad de Yale, recorrió la Unión Soviética, donde reconoció la seguridad de la vacuna y una reducción significativa de los casos de parálisis.
Esta vacuna oral –durante un tiempo conocida como la “vacuna comunista”– se convirtió en el arma preferida contra el virus de la polio en todo el mundo. Incluso en Estados Unidos, donde su uso fue autorizado en 1962. A la Argentina llegó en 1967.
Mientras las superpotencias se amenazaban mutuamente con destruirse con armas nucleares, la colaboración científica entre norteamericanos y soviéticos derivó en uno de los mayores logros médicos del siglo XX y salvó innumerables vidas.
Ciencia detrás de la cortina de hierro
Como ocurre con esta olvidada cooperación, la historia de la ciencia rusa suele ser poco conocida (u ocultada), pese a contar con figuras destacadas como Dmitri Mendeleev –creador de la tabla periódica de los elementos–, el fisiólogo Ivan Pavlov –primer ruso en recibir un premio Nobel–, Alexander Fersman –fundador de la geoquímica–, Dmitry Ivanovsky –descubridor de los primeros virus–, Vera Gedroitz –la primera profesora de cirugía del mundo–, el neuropsicólogo Alexander Luria –investigador de la afasia–, Sergei Korolev –padre del programa espacial soviético– o el genetista Nikolai Vavilov -quien dedicó su vida al estudio y mejoramiento del trigo, maíz y otros cereales para alimentar al mundo y murió de hambre en 1943 en un gulag en Siberia, donde había sido enviado por orden de Stalin.
Con momentos trágicos a raíz de purgas y persecuciones y otros de gran florecimiento, la ciencia rusa –usualmente dividida en los períodos zarista, soviético y post-soviético– tiene una larga trayectoria que suele ser dejada de lado, o mirada con desdén, por la narrativa histórica predominante (esto es, occidental).
Durante el siglo XIX, por ejemplo, Nikolay Gamaleya –en cuyo honor fue bautizado el centro de investigación que desarrolló la vacuna Sputnik V contra el nuevo coronavirus– trabajó con Luis Pasteur en el desarrollo de la vacuna contra la rabia, así como en investigaciones sobre el cólera, la tuberculosis, el tifus y el ántrax. Fundó en 1891 el primer Instituto Bacteriológico de Rusia y en 1919 –151 años después de que la emperatriz rusa Catalina la Grande se ofreciera como voluntaria para vacunarse contra la viruela en un esfuerzo por mostrar a sus súbditos que la técnica médica emergente era segura–, Gamaleya desempeñó un rol fundamental en la primera campaña de vacunación universal de la historia de la humanidad. Diez años después, la Unión Soviética fue el primer territorio que anunció la erradicación de la viruela.
Para la década de 1980 había más científicos e ingenieros en la Unión Soviética que en cualquier otro país del mundo. “Pero la historia y los logros de esa comunidad científica son poco conocidos en Occidente”, indica el historiador de la ciencia Loren Graham, de la Universidad de Harvard. “La ciencia soviética, por ejemplo, no se organizó tradicionalmente sobre la base de la revisión por pares y las subvenciones de investigación, sino en la financiación en bloque de institutos enteros”.
Ingenieros y científicos rusos desarrollaron el láser, construyeron lamparitas eléctricas antes que Thomas Edison, transmitieron ondas de radio antes que Guglielmo Marconi, pusieron en órbita el primer satélite artificial y, además de mandar sondas a la superficie de Venus y Marte, fueron los primeros en llegar a la Luna con la sonda Luna 2 en 1959. Como señala Graham: “Todos los gobernantes de Rusia, desde Pedro el Grande hasta Vladimir Putin, han creído que la respuesta a los problemas de la modernización son la ciencia y tecnología en sí mismas”.
Desdén occidental
En cierto modo, las reacciones de indiferencia y escepticismo que despertó la vacuna Sputnik V responden también a esta ignorancia y a la visión distorsionada que se tiene desde Occidente de la tradición científica rusa. Impulsadas por las diferencias lingüísticas, culturales y políticas, la mayoría de las iniciativas rusas son recibidas con sospecha.
Pero, más allá de estos prejuicios y las movidas geopolíticas propias de estos desarrollos, están la historia y los hechos. El Centro Nacional Gamaleya de Epidemiología y Microbiología viene trabajando desde la década de 1980 con adenovirus, un tipo especial de virus en el que se basa la vacuna Sputnik V para provocar la respuesta inmune y entrenar al cuerpo para evitar la infección. Previamente, ya había desarrollado vacunas contra el virus del Ébola y el MERS (o Síndrome respiratorio por coronavirus de Oriente Medio).
A diferencia de países como Estados Unidos y aquellos de la Unión Europea en los que los laboratorios farmacéuticos –un sector conocido como “Big Pharma” que busca redimirse ante la opinión pública– imponen sus drogas con precios astronómicos, además de lograr cambios en las legislaciones gracias a su fuerte poder de lobby, Rusia demostró su capacidad para desarrollar de manera independiente un medicamento que podría aplacar la pandemia. “Esto simboliza el regreso de Rusia a las principales ligas farmacéuticas”, señala el diplomático francés Jean de Gliniasty, del Instituto Francés de Asuntos Internacionales y Estratégicos.
Por el momento, la vacuna Sputnik contra el coronavirus se expande por el mundo, con inoculaciones en Rusia, Argentina, Bielorrusia y próximamente en Serbia, Hungría, Venezuela y Bolivia. Quizás, como ocurrió con la vacuna estadounidense-soviética contra la polio, en 50 años nadie se acuerde de estas sospechas, más políticas que científicas.
Federico Kukso
Periodista científico, miembro de la comisión directiva de la World Federation of Science Journalists. Autor de Odorama: Historia cultural del olor, Taurus, 2019.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur