Cecilia González
9 mar 2021
Hace pocos años, los adjetivos en la prensa tradicional latinoamericana no alcanzaban para ensalzar a Sergio Moro, el exjuez brasileño que encabezó la investigación conocida como Lava Jato, que tuvo impacto en toda la región, y que logró meter preso ni más ni menos que al expresidente brasileño Luiz Inacio Lula da Silva.
Lo calificaron como "un héroe", "adalid de la lucha contra la corrupción", "símbolo de la transparencia", "el guardián de la ley y el orden", "emblema de la justicia imparcial", "una de las 100 personalidades más influyentes del mundo", "líder internacional".
Medios y políticos de derecha lo homenajearon, lo ovacionaron, se disputaron fotos con él, lo pusieron como ejemplo de que lo que debía ocurrir en América Latina. Qué envidia, decían, en Brasil sí hay justicia y encierran a los corruptos aunque sean expresidentes. Personaje mimado del gobierno de Estados Unidos, Moro se convirtió en una celebridad internacional. Documentales y series de ficción lo idealizaron. Las camisetas con su rostro se vendían a granel.
Lo calificaron como "un héroe", "adalid de la lucha contra la corrupción", "símbolo de la transparencia", "el guardián de la ley y el orden", "emblema de la justicia imparcial", "una de las 100 personalidades más influyentes del mundo", "líder internacional".
Medios y políticos de derecha lo homenajearon, lo ovacionaron, se disputaron fotos con él, lo pusieron como ejemplo de que lo que debía ocurrir en América Latina. Qué envidia, decían, en Brasil sí hay justicia y encierran a los corruptos aunque sean expresidentes. Personaje mimado del gobierno de Estados Unidos, Moro se convirtió en una celebridad internacional. Documentales y series de ficción lo idealizaron. Las camisetas con su rostro se vendían a granel.
Su endiosamiento comenzó a declinar a fines de 2018, cuando aceptó ser ministro de Justicia de Bolsonaro, quien estaba por asumir el Gobierno. Pero, ¿cómo? ¿Entonces no era imparcial? ¿Tenía intereses partidistas? Qué sorpresa. Qué decepción. Para peor, en junio de 2019 se filtraron chats que demostraron las maniobras ilegales que había realizado contra Lula, su clara animadversión, su obsesión por impedir que volviera a ser candidato presidencial y, sobre todo, que ganara.
Moro duró apenas 16 meses como ministro del Gobierno de ultraderecha al que, con sus investigaciones plagadas de irregularidades, ayudó a llegar al poder. En abril de 2020 renunció, enojado por la destitución del entonces director de la Policía Federal, Mauricio Valeixo. Y se fue con todo tipo de críticas contra Bolsonaro. Parecía que recién descubría su autoritarismo, su corrupción. "Tengo que preservar mi legado", dijo. Para entonces, los halagos a Moro ya escaseaban.
El lunes, la ya decaída imagen del exjuez y exministro sufrió otro golpe con la noticia de que el juez Edson Fachin anulaba las cuatro condenas que pesaban contra Lula. El impacto es, también, contra el Lava Jato, la megacausa que se vendió como una cruzada contra la corrupción y que, en realidad, terminó siendo usada por Moro y otros poderes para erosionar la democracia en Brasil.
Periodistas, políticos y medios latinoamericanos que veneraron al exjuez guardaron silencio. Apenas si publicaron discretas (más bien escondidas) notas con el fallo. Abandonaron por completo a su ídolo.
Ahora lo que resta confirmar es si, efectivamente, Lula recuperará sus derechos políticos y podrá (y querrá) presentarse como candidato presidencial el próximo año. Y develar si Fachin lo que quiso, en realidad, fue más bien proteger a Moro para evitar que sea juzgado por parcialidad.
Ahora lo que resta confirmar es si, efectivamente, Lula recuperará sus derechos políticos y podrá (y querrá) presentarse como candidato presidencial el próximo año. Y develar si Fachin lo que quiso, en realidad, fue más bien proteger a Moro para evitar que sea juzgado por parcialidad.
Incoherencias
Estar en contra de la corrupción y, al mismo tiempo, a favor del debido proceso parece una obviedad, pero en América Latina no lo es tanto.
El debate se polarizó de tal manera en las últimas décadas que abogar por investigaciones transparentes y juicios imparciales en contra de las y los acusados, así sean expresidentes o exfuncionarios de cualquier nivel, implica, para sus opositores políticos y mediáticos, avalar delitos. Quieren condenas (y proscripciones) a toda costa.
Quienes celebran las anómalas causas judiciales en contra de Lula, Cristina Fernández de Kirchner, Rafael Correa y Evo Morales, a pesar de que tienen un tufo más de venganza y de persecución que de justicia, son los mismos que dudan, minimizan o relativizan las denuncias contra Mauricio Macri, Sebastián Piñera, Bolsonaro o Álvaro Uribe.
La doble vara rige para ambos lados. La indignación suele inclinarse según la ideología que se milite. La diferencia es que la derecha suele tener mayor poder de amplificación gracias al control de medios predominantes en cada país.
Así construyen relatos monocordes. Así erigen ídolos de barro como Moro, quien, ya fuera del gobierno atravesó la puerta giratoria y se fue a trabajar a la iniciativa privada, a Alvarez & Marsal, la firma estadounidense de abogados que administra la quiebra de Odebrecht.
Sí, la misma empresa que, según el Lava Jato, repartió multimillonarios sobornos en Brasil y el resto de América Latina, y a cuyos dueños y ejecutivos Moro les redujo condenas a cambio de confesiones. Porque ser juez y parte, para él no parece ser un problema.
Tragedia
El resultado es trágico en todas las escalas. En el plano personal, el Lava Jato implicó para Lula una persecución sin precedentes que incluyó denuncias de lavado de dinero y corrupción contra su esposa María Leticia Rocco, fallecida en 2017. "Murió triste por los canallas, la imbecilidad y las maldades que le hicieron", advirtió el expresidente a lágrima viva durante su funeral.
En enero de 2019, ya con Lula preso, los jueces le impidieron acudir al funeral de su hermano Genival. Dos meses más tarde, sí le autorizaron a salir temporalmente para participar del velorio de su nieto Arthur Aráujo, de siete años. Al final, Lula estuvo 580 días encarcelado de manera injusta.
Las condenas en su contra le impidieron ser candidato en 2018, justo cuando encabezaba las encuestas y Brasil aspiraba a recuperar la democracia perdida desde el golpe parlamentario sufrido por Dilma Rousseff, en 2016, que dio paso a la presidencia interina de Michel Temer y, después, al Gobierno de Bolsonaro.
Hoy, las sentencias contra Lula están desacreditadas, pero el daño ya está hecho. El largo proceso de ataque a la democracia brasileña desembocó en una presidencia encabezada por Bolsonaro, un violador serial de derechos humanos, xenófobo, racista, machista, violento y vulgar, que no duda en insultar a otros líderes mundiales, a los periodistas, a la oposición, que desacredita a la ciencia, que desprecia a la ciudadanía.
Hoy, las sentencias contra Lula están desacreditadas, pero el daño ya está hecho. El largo proceso de ataque a la democracia brasileña desembocó en una presidencia encabezada por Bolsonaro, un violador serial de derechos humanos, xenófobo, racista, machista, violento y vulgar.
Y que una y otra vez está acusado de genocidio por haber convertido a Brasil en un cementerio, por no haber tomado una sola medida para prevenir los contagios, para atender a los enfermos. Su indolencia lo convirtió en el país más afectado por la crisis sanitaria, tan solo después de Estados Unidos e India, y en fuente de temores por la expansión de nuevas variantes del virus.
"Brasil pide ayuda a gritos", proclamaron la semana pasada un grupo de personalidades en una Carta Abierta a la Humanidad. Es cierto. El país necesita apoyo para enfrentar la pandemia y rescatar su maltrecha democracia. En ese clima de urgencias, la anulación de las condenas de Lula es un insuficiente respiro.