Por Adriana Goñi
En 26/01/2022
En estos días han surgido varias declaraciones desde las poblaciones que han sufrido los incendios trágicos en las áreas centrales y costeras del país. Nos parece importante atender el reclamo que hacen de frente a las consecuencias de un modelo forestal que avanza sin un real debate público.
Estos días vimos un escenario que evidencia la artificialidad y peligrosidad de un uso y gestión de la naturaleza basada en la prepotencia del capital y no en un desarrollo armónico, con tiempos y uso de los bienes comunes naturales que nos lleven a preservar nuestros ecosistemas y comunidades.
Los relatos muestran claramente la velocidad devastadora del cambio de matriz productiva de una gran pradera natural a un bosque de especies exóticas para nuestro territorio. Es verdad que otros monocultivos foráneos antecedieron a los eucaliptos y pinos, pero estos se han demostrado particularmente nocivos para la calidad de los suelos y los recursos hídricos. La posibilidad de incendios se agrava porque estamos atravesando una gran sequía, declaran las autoridades, y parecería que nadie conecta las dos cosas, aunque las sequías están directamente relacionadas a las plantaciones forestales.
Estas consideraciones no son nuevas: la Comisión Nacional en Defensa del Agua y de la Vida lo advierte desde hace decenios. Es que ahora quien vive en estos lugares está expuesto a sus peores consecuencias. Tal vez podamos escucharlos con mayor atención en medio de una pandemia que nos ha demostrado cuán poco cuenta el dinero y cuánto necesitamos repensar el cuidado de nuestra salud y la del planeta para vivir serenamente.
Otro hecho importante fue la declaración, el 3 de enero, de la Intersocial de Paysandú y otros grupos, que solicitaron, por un lado, identificar a los responsables de los incendios sin precedentes en el norte del país. No sólo ha faltado previsión en los organismos públicos correspondientes, sino también exigencias de seguridad apropiadas para las empresas forestales involucradas.
Por otro lado, el comunicado expresa un fuerte apoyo a las comunidades damnificadas firmando una petición junto a cooperativas agrícolas, de apicultores, iglesias, sindicatos y hasta la Universidad de la República para exigir que los costos de las compensaciones por los daños sufridos, así como de los recursos para ejecutar los planes preventivos necesarios (dotaciones locales de bomberos, reservas de agua, etcétera), no deben salir del erario público sino de las empresas que operan en la región. De lo contrario, estaríamos otorgándoles nuevos subsidios a costa de todos los uruguayos.
Esta declaración es importante. Muchos de los grupos firmantes se identifican con una nueva concepción de cuidado de nuestros bienes comunes en el desarrollo territorial y denuncian la falta de previsión y coordinación que un negocio como el forestal demuestra en el cuidado de nuestros ecosistemas.
Probemos a abordar algunos temas que van más allá de la emergencia, pero que están presentes en el pedido de un diálogo social de estas organizaciones, así como de las voces exhaustas de las comunidades rodeadas por la forestación. Como señala Javier Dalmás, presidente de la Asociación agropecuaria de Arroyo Negro, afrontaron prácticamente solos la situación y vivieron la desesperación de ver en peligro la única forma de sobrevivencia que tienen para poder permanecer en el campo.
Estos relatos deben ser escuchados porque ponen a los colonos, una vez más, en el centro de una discusión que contrapone el modelo de obtención de máximas ganancias que devasta la biodiversidad y los esfuerzos de las comunidades a su paso, con el de tutela viva del territorio por comunidades organizadas.
Uruguay ya vivió un primer gran cambio de matriz productiva y paisajística; la forestación podría compararse con la introducción del ganado por el Arroyo de las Vacas liderada por Hernandarias, dejando en un segundo plano la variedad de los ecosistemas existentes en esa época, que eran fuente de alimento y bienestar para los indígenas y la fauna nativa antes de la colonia.
Hoy, una vez más, son los propietarios de las tierras, que ya no son monarquías europeas sino multinacionales globales, quienes deciden esta supuesta nueva “vocación territorial” para nuestro país, esta vez desafiando aún más los límites de la naturaleza, ya que Uruguay no es tierra de bosques de pinos y eucaliptos, y existen determinadas características biofísicas que explican por qué tenemos pradera natural, porque los animales silvestres de nuestro país se nutren de ellas y de algunos montes nativos.
No hay fundamento científico que justifique la manipulación artificial de los suelos y la implantación a gran escala de árboles de especies exóticas que representan amenazas reales a nuestros ecosistemas naturales. No existen tampoco fundamentos de desarrollo económico o territorial, ya que un modelo de este tipo carece de la gradualidad que permitiría generar paisajes culturales. Es decir, con una adaptación social adecuada para redistribuir posibles beneficios y aprender a gestionar los recursos en forma competente, por ejemplo con infraestructuras y conocimientos que prevengan y afronten incendios de la magnitud del vivido.
El Uruguay forestal no es un “bosque habitado” en el que las culturas locales, al encontrarse naturalmente con estos paisajes, hayan desarrollado una convivencia y cuidado de los mismos a lo largo de los siglos. Estos bosques son una gran operación comercial artificial que nos coloca y nos seguirá colocando como países empobrecidos, a merced de las demandas de la materia prima de turno.
El problema en este caso es que no sólo estaremos más empobrecidos económicamente, sino que seremos pobres de recursos naturales, de biodiversidad, de calidad del suelo y padeceremos escasez hídrica. Un extractivismo que nos dejará un desierto de tierra empobrecida y propensa a las llamas. Ayer praderas ganaderas, hoy bosques, ¿mañana? ¿Nos detendremos en algún momento a comprender la devastación, a hacer mente local y partir de nuestra geografía y nuestros recursos originales para crear economías social y ambientalmente sostenibles?
Por otro lado, la identidad ganadera del Uruguay profundo ha sido agredida bestialmente por las forestales, que no han considerado mínimamente los aspectos económicos de los pequeños productores. Es verdad que muchos están insertos en cadenas productivas cárnicas, y en el escenario global el consumo de carne vacuna debería ser regulado en forma eficaz para disminuir las emisiones de gases nocivos para la atmósfera. Pero la posibilidad de diversificar el uso de la pradera natural nos parece hoy un milagro de frente a la devastación de los suelos y el consumo de recursos hídricos que genera la forestación intensiva.
En el título preguntamos en forma provocativa si estamos preparados para ser un país de bosques, sabiendo que lo que estamos plantando no son bosques sino monocultivos invasivos que no sirven como cobijo para las especies nativas que se alimentan de los
Para entender por qué no estamos preparados para afrontar los incendios basta observar cómo viven los países con bosques naturales reales, es decir, con superficies que albergan la cantidad de árboles que en la Ley Forestal nos proponemos alcanzar. ¿Cuál es su relación con ellos? La misma Finlandia debe su riqueza y bienestar social a un tratamiento racional de sus bosques, pero esto se debe también a una defensa identitaria de los usos que se hace de ellos, a una mitología y respeto en torno a la relación del ser humano con su hábitat natural.
En Uruguay, Dalmás relata la odisea de sus abuelos cuando se instalaron en Arroyo Negro, donde les llevó 100 años y sacrificios de varias generaciones desarrollarse como colonia y construir el conocimiento para desarrollarse como pequeños productores ganaderos. Hoy una tercera parte de las tierras que utilizan quedó bajo los árboles, lo que significa que deben negociar los usos con las forestales: “Si queremos algo de escala, tenemos que pagar terrenos de alquiler a las empresas para el pastoreo de animales”.
En la conformación del territorio, 30 años son poco tiempo para construir lo que en planificación territorial denominamos paisajes culturales, es decir, aquellos paisajes naturales que en la interacción con los seres humanos construyen una forma de convivencia que determina gran parte de la identidad de esas comunidades y traza modificaciones graduales del territorio para una convivencia armónica. La forestación no es vivir en los bosques. Dalmás dice que los colonos han aprendido a “negociar” con las empresas forestales, lo que es muy distinto a aceptarla y participar activamente en la construcción de nuevos paisajes culturales en los que las modificaciones son consensuadas y se rigen por principios de sostenibilidad y solidaridad acordados.
Varios técnicos plantean que Uruguay debe diversificar su economía –hasta aquí todos estamos de acuerdo– y que la industria de la madera con la posibilidad de producir bienes manufacturados a partir de ella y desarrollar toda su cadena productiva sería un acierto. Pero no se considera que no nace de la construcción de paisajes culturales y no se analiza qué sucede en los lugares en los que tradicionalmente se desarrolla toda la cadena de la madera en forma equilibrada.
Si observamos las comunidades que habitan en los bosques, vemos que el uso de la madera también es producto de una relación de la cultura con su hábitat, que los artesanos nacen de una relación afectiva con el bosque. Desde identificar la madera que sirve para las casas, o aquellas sin nudos como caja de resonancia para instrumentos musicales, la expertise en la incorporación de estos materiales nace de una relación de respeto y admiración por esos paisajes y por las materias primas nobles que ellos nos brindan como dones que debemos intercambiar con nuestro cuidado.
Mientras nosotros estamos pensando en “ampliar” el negocio, en los verdaderos ecosistemas de bosques naturales están pensando en cómo hacer para consumir menos madera y talar menos árboles, cómo salvar la fauna originaria y ser menos invasivos en la ocupación del territorio. Están aprendiendo a los golpes también, porque la crisis climática del siglo XXI está afectando bosques ancestrales y para esas comunidades son heridas profundas que se abren en su entorno cotidiano.
Por ejemplo, en 2018 un gran ciclón anómalo, Vaia, afectó los bosques de la región Trentino-Alto Adige, en Italia, y más de un millón de árboles fueron derribados por este fenómeno extremo. Algunos meses después, con las altas temperaturas llegaba la epidemia del bostrico tipógrafo, un insecto que ataca a los abetos rojos y que se difundió entre los árboles caídos para luego pasar a los sanos, derribando bosques enteros.
Recuperar estos bosques no estaba en discusión para la comunidad de la Magnífica (que desde el siglo XI mantiene un sistema de propiedad común de la tierra y usos cívicos de los recursos naturales), porque su identidad profunda está relacionada con ellos. Toda la comunidad colaboró codo a codo con las prefecturas forestales y bomberos de las zonas afectadas en las actividades de tala preventiva, traslado y limpieza de los árboles contaminados para salvar aquellos sanos.
Los equipamientos y maquinarias necesarias los han obtenidos en siglos de cuidados al bosque; los servicios de bomberos están modernamente equipados pero cuando suena la campana, son voluntarios preparados los que responden y realizan estas tareas: todo se detiene y las personas van a colaborar como parte de su vida cotidiana. Lo fundamental sigue siendo la determinación, el afecto y la humildad de esta comunidad frente a un ecosistema que la cobija y nutre económica y espiritualmente desde hace milenios.
Dalmás nos cuenta cómo en el incendio de Paysandú sólo el conocimiento de los colonos de los campos y los rápidos aprendizajes de crear cortafuegos y contrafuegos, junto a la sólida organización comunitaria y el amor por la colonia, les permitió crear una trinchera, sostenerla y evitar la destrucción total de su territorio y sus proyectos de vida: “El fuego empezó a avanzar con el viento, llamamos a Bomberos y la respuesta fue ‘No tenemos posibilidad de mandarles apoyos, los vamos a defender cuando esté llegando al pueblo’, pero eso significaba que se quemaban los campos, los cultivos y los animales.
Nuestra organización cultural tradicional y nuestro conocimiento de los campos colaboraron, tuvimos que establecer una línea en donde detener el fuego, y ahí nos atrincheramos y llevamos nuestra maquinaria, los arados para poder hacer cortafuegos y se movilizó todito el pueblo, la sociedad toda, y éramos como ciento y tantos de personas y logramos sostener ese frente que nos habíamos propuesto”.
En 26/01/2022
En estos días han surgido varias declaraciones desde las poblaciones que han sufrido los incendios trágicos en las áreas centrales y costeras del país. Nos parece importante atender el reclamo que hacen de frente a las consecuencias de un modelo forestal que avanza sin un real debate público.
Estos días vimos un escenario que evidencia la artificialidad y peligrosidad de un uso y gestión de la naturaleza basada en la prepotencia del capital y no en un desarrollo armónico, con tiempos y uso de los bienes comunes naturales que nos lleven a preservar nuestros ecosistemas y comunidades.
Los relatos muestran claramente la velocidad devastadora del cambio de matriz productiva de una gran pradera natural a un bosque de especies exóticas para nuestro territorio. Es verdad que otros monocultivos foráneos antecedieron a los eucaliptos y pinos, pero estos se han demostrado particularmente nocivos para la calidad de los suelos y los recursos hídricos. La posibilidad de incendios se agrava porque estamos atravesando una gran sequía, declaran las autoridades, y parecería que nadie conecta las dos cosas, aunque las sequías están directamente relacionadas a las plantaciones forestales.
Estas consideraciones no son nuevas: la Comisión Nacional en Defensa del Agua y de la Vida lo advierte desde hace decenios. Es que ahora quien vive en estos lugares está expuesto a sus peores consecuencias. Tal vez podamos escucharlos con mayor atención en medio de una pandemia que nos ha demostrado cuán poco cuenta el dinero y cuánto necesitamos repensar el cuidado de nuestra salud y la del planeta para vivir serenamente.
Otro hecho importante fue la declaración, el 3 de enero, de la Intersocial de Paysandú y otros grupos, que solicitaron, por un lado, identificar a los responsables de los incendios sin precedentes en el norte del país. No sólo ha faltado previsión en los organismos públicos correspondientes, sino también exigencias de seguridad apropiadas para las empresas forestales involucradas.
Por otro lado, el comunicado expresa un fuerte apoyo a las comunidades damnificadas firmando una petición junto a cooperativas agrícolas, de apicultores, iglesias, sindicatos y hasta la Universidad de la República para exigir que los costos de las compensaciones por los daños sufridos, así como de los recursos para ejecutar los planes preventivos necesarios (dotaciones locales de bomberos, reservas de agua, etcétera), no deben salir del erario público sino de las empresas que operan en la región. De lo contrario, estaríamos otorgándoles nuevos subsidios a costa de todos los uruguayos.
Esta declaración es importante. Muchos de los grupos firmantes se identifican con una nueva concepción de cuidado de nuestros bienes comunes en el desarrollo territorial y denuncian la falta de previsión y coordinación que un negocio como el forestal demuestra en el cuidado de nuestros ecosistemas.
Probemos a abordar algunos temas que van más allá de la emergencia, pero que están presentes en el pedido de un diálogo social de estas organizaciones, así como de las voces exhaustas de las comunidades rodeadas por la forestación. Como señala Javier Dalmás, presidente de la Asociación agropecuaria de Arroyo Negro, afrontaron prácticamente solos la situación y vivieron la desesperación de ver en peligro la única forma de sobrevivencia que tienen para poder permanecer en el campo.
Estos relatos deben ser escuchados porque ponen a los colonos, una vez más, en el centro de una discusión que contrapone el modelo de obtención de máximas ganancias que devasta la biodiversidad y los esfuerzos de las comunidades a su paso, con el de tutela viva del territorio por comunidades organizadas.
Uruguay ya vivió un primer gran cambio de matriz productiva y paisajística; la forestación podría compararse con la introducción del ganado por el Arroyo de las Vacas liderada por Hernandarias, dejando en un segundo plano la variedad de los ecosistemas existentes en esa época, que eran fuente de alimento y bienestar para los indígenas y la fauna nativa antes de la colonia.
Hoy, una vez más, son los propietarios de las tierras, que ya no son monarquías europeas sino multinacionales globales, quienes deciden esta supuesta nueva “vocación territorial” para nuestro país, esta vez desafiando aún más los límites de la naturaleza, ya que Uruguay no es tierra de bosques de pinos y eucaliptos, y existen determinadas características biofísicas que explican por qué tenemos pradera natural, porque los animales silvestres de nuestro país se nutren de ellas y de algunos montes nativos.
No hay fundamento científico que justifique la manipulación artificial de los suelos y la implantación a gran escala de árboles de especies exóticas que representan amenazas reales a nuestros ecosistemas naturales. No existen tampoco fundamentos de desarrollo económico o territorial, ya que un modelo de este tipo carece de la gradualidad que permitiría generar paisajes culturales. Es decir, con una adaptación social adecuada para redistribuir posibles beneficios y aprender a gestionar los recursos en forma competente, por ejemplo con infraestructuras y conocimientos que prevengan y afronten incendios de la magnitud del vivido.
El Uruguay forestal no es un “bosque habitado” en el que las culturas locales, al encontrarse naturalmente con estos paisajes, hayan desarrollado una convivencia y cuidado de los mismos a lo largo de los siglos. Estos bosques son una gran operación comercial artificial que nos coloca y nos seguirá colocando como países empobrecidos, a merced de las demandas de la materia prima de turno.
El problema en este caso es que no sólo estaremos más empobrecidos económicamente, sino que seremos pobres de recursos naturales, de biodiversidad, de calidad del suelo y padeceremos escasez hídrica. Un extractivismo que nos dejará un desierto de tierra empobrecida y propensa a las llamas. Ayer praderas ganaderas, hoy bosques, ¿mañana? ¿Nos detendremos en algún momento a comprender la devastación, a hacer mente local y partir de nuestra geografía y nuestros recursos originales para crear economías social y ambientalmente sostenibles?
Por otro lado, la identidad ganadera del Uruguay profundo ha sido agredida bestialmente por las forestales, que no han considerado mínimamente los aspectos económicos de los pequeños productores. Es verdad que muchos están insertos en cadenas productivas cárnicas, y en el escenario global el consumo de carne vacuna debería ser regulado en forma eficaz para disminuir las emisiones de gases nocivos para la atmósfera. Pero la posibilidad de diversificar el uso de la pradera natural nos parece hoy un milagro de frente a la devastación de los suelos y el consumo de recursos hídricos que genera la forestación intensiva.
En el título preguntamos en forma provocativa si estamos preparados para ser un país de bosques, sabiendo que lo que estamos plantando no son bosques sino monocultivos invasivos que no sirven como cobijo para las especies nativas que se alimentan de los
Para entender por qué no estamos preparados para afrontar los incendios basta observar cómo viven los países con bosques naturales reales, es decir, con superficies que albergan la cantidad de árboles que en la Ley Forestal nos proponemos alcanzar. ¿Cuál es su relación con ellos? La misma Finlandia debe su riqueza y bienestar social a un tratamiento racional de sus bosques, pero esto se debe también a una defensa identitaria de los usos que se hace de ellos, a una mitología y respeto en torno a la relación del ser humano con su hábitat natural.
En Uruguay, Dalmás relata la odisea de sus abuelos cuando se instalaron en Arroyo Negro, donde les llevó 100 años y sacrificios de varias generaciones desarrollarse como colonia y construir el conocimiento para desarrollarse como pequeños productores ganaderos. Hoy una tercera parte de las tierras que utilizan quedó bajo los árboles, lo que significa que deben negociar los usos con las forestales: “Si queremos algo de escala, tenemos que pagar terrenos de alquiler a las empresas para el pastoreo de animales”.
En la conformación del territorio, 30 años son poco tiempo para construir lo que en planificación territorial denominamos paisajes culturales, es decir, aquellos paisajes naturales que en la interacción con los seres humanos construyen una forma de convivencia que determina gran parte de la identidad de esas comunidades y traza modificaciones graduales del territorio para una convivencia armónica. La forestación no es vivir en los bosques. Dalmás dice que los colonos han aprendido a “negociar” con las empresas forestales, lo que es muy distinto a aceptarla y participar activamente en la construcción de nuevos paisajes culturales en los que las modificaciones son consensuadas y se rigen por principios de sostenibilidad y solidaridad acordados.
Varios técnicos plantean que Uruguay debe diversificar su economía –hasta aquí todos estamos de acuerdo– y que la industria de la madera con la posibilidad de producir bienes manufacturados a partir de ella y desarrollar toda su cadena productiva sería un acierto. Pero no se considera que no nace de la construcción de paisajes culturales y no se analiza qué sucede en los lugares en los que tradicionalmente se desarrolla toda la cadena de la madera en forma equilibrada.
Si observamos las comunidades que habitan en los bosques, vemos que el uso de la madera también es producto de una relación de la cultura con su hábitat, que los artesanos nacen de una relación afectiva con el bosque. Desde identificar la madera que sirve para las casas, o aquellas sin nudos como caja de resonancia para instrumentos musicales, la expertise en la incorporación de estos materiales nace de una relación de respeto y admiración por esos paisajes y por las materias primas nobles que ellos nos brindan como dones que debemos intercambiar con nuestro cuidado.
Mientras nosotros estamos pensando en “ampliar” el negocio, en los verdaderos ecosistemas de bosques naturales están pensando en cómo hacer para consumir menos madera y talar menos árboles, cómo salvar la fauna originaria y ser menos invasivos en la ocupación del territorio. Están aprendiendo a los golpes también, porque la crisis climática del siglo XXI está afectando bosques ancestrales y para esas comunidades son heridas profundas que se abren en su entorno cotidiano.
Por ejemplo, en 2018 un gran ciclón anómalo, Vaia, afectó los bosques de la región Trentino-Alto Adige, en Italia, y más de un millón de árboles fueron derribados por este fenómeno extremo. Algunos meses después, con las altas temperaturas llegaba la epidemia del bostrico tipógrafo, un insecto que ataca a los abetos rojos y que se difundió entre los árboles caídos para luego pasar a los sanos, derribando bosques enteros.
Recuperar estos bosques no estaba en discusión para la comunidad de la Magnífica (que desde el siglo XI mantiene un sistema de propiedad común de la tierra y usos cívicos de los recursos naturales), porque su identidad profunda está relacionada con ellos. Toda la comunidad colaboró codo a codo con las prefecturas forestales y bomberos de las zonas afectadas en las actividades de tala preventiva, traslado y limpieza de los árboles contaminados para salvar aquellos sanos.
Los equipamientos y maquinarias necesarias los han obtenidos en siglos de cuidados al bosque; los servicios de bomberos están modernamente equipados pero cuando suena la campana, son voluntarios preparados los que responden y realizan estas tareas: todo se detiene y las personas van a colaborar como parte de su vida cotidiana. Lo fundamental sigue siendo la determinación, el afecto y la humildad de esta comunidad frente a un ecosistema que la cobija y nutre económica y espiritualmente desde hace milenios.
Dalmás nos cuenta cómo en el incendio de Paysandú sólo el conocimiento de los colonos de los campos y los rápidos aprendizajes de crear cortafuegos y contrafuegos, junto a la sólida organización comunitaria y el amor por la colonia, les permitió crear una trinchera, sostenerla y evitar la destrucción total de su territorio y sus proyectos de vida: “El fuego empezó a avanzar con el viento, llamamos a Bomberos y la respuesta fue ‘No tenemos posibilidad de mandarles apoyos, los vamos a defender cuando esté llegando al pueblo’, pero eso significaba que se quemaban los campos, los cultivos y los animales.
Nuestra organización cultural tradicional y nuestro conocimiento de los campos colaboraron, tuvimos que establecer una línea en donde detener el fuego, y ahí nos atrincheramos y llevamos nuestra maquinaria, los arados para poder hacer cortafuegos y se movilizó todito el pueblo, la sociedad toda, y éramos como ciento y tantos de personas y logramos sostener ese frente que nos habíamos propuesto”.
Ningún partido político que se coloque en los desafíos del siglo XXI puede evitar llegar a la raíz de esta discusión. Sabemos que estas propuestas de desarrollo son parte de estrategias de neoextractivismo que nacieron en los 70 y se consolidaron en los 90, pero no se les ha puesto límites ni se ha abierto un debate público sobre su pertinencia en los últimos 15 años. Las responsabilidades son evidentes y llegan hasta hoy, en parte por la falta de construcción de alternativas de usos sostenibles, en parte por la permisividad y la falta de controles a las empresas.
Sería fundamental en estos momentos entender que estamos en un punto de quiebre ambiental y social y que no podemos permitirnos alejarnos cada vez más de los ecosistemas originales de nuestro país, que preservan los recursos, dan cobijo a la fauna nativa y pueden protegernos también de las condiciones climáticas extremas. Esto es válido para las plantaciones forestales y de soja, también para los desarrollos turísticos costeros que devastan otro ecosistema de infinitas posibilidades económicas y culturales alternativas para un futuro diverso.
Apoyar las declaraciones de la Intersocial de Paysandú y abrir un debate público en relación a la creciente forestación no puede ser tarea sólo de un movimiento social que comprenda la centralidad de estos temas a escala nacional. Es un gran desafío que nos debe movilizar a todos para reimaginar un horizonte de convivencia armónica con nuestros ecosistemas naturales, desarrollando una real diversificación con opciones productivas ínsitas en un uso sostenible de sus recursos, con escalas y actores diversos a los predominantes hoy.
*Profesora adjunta del Departamento de Resiliencia y Sostenibilidad de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo y de la Licenciatura en Gestión Ambiental (CURE, Universidad de la República).Publicado en Ladiaria
Sería fundamental en estos momentos entender que estamos en un punto de quiebre ambiental y social y que no podemos permitirnos alejarnos cada vez más de los ecosistemas originales de nuestro país, que preservan los recursos, dan cobijo a la fauna nativa y pueden protegernos también de las condiciones climáticas extremas. Esto es válido para las plantaciones forestales y de soja, también para los desarrollos turísticos costeros que devastan otro ecosistema de infinitas posibilidades económicas y culturales alternativas para un futuro diverso.
Apoyar las declaraciones de la Intersocial de Paysandú y abrir un debate público en relación a la creciente forestación no puede ser tarea sólo de un movimiento social que comprenda la centralidad de estos temas a escala nacional. Es un gran desafío que nos debe movilizar a todos para reimaginar un horizonte de convivencia armónica con nuestros ecosistemas naturales, desarrollando una real diversificación con opciones productivas ínsitas en un uso sostenible de sus recursos, con escalas y actores diversos a los predominantes hoy.
*Profesora adjunta del Departamento de Resiliencia y Sostenibilidad de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo y de la Licenciatura en Gestión Ambiental (CURE, Universidad de la República).Publicado en Ladiaria