Por Fernando Manuel Suárez
En 21/01/2022
Contra el nepotismo y la venalidad, pero también contra la multiforme omnipresencia de la corrupción, el mérito parece un concepto neutral. Su criterio, ahora extendido, es elegido como parámetro de distribución de premios, reconocimientos y honores. Las historias de superación, los logros deportivos y académicos excepcionales, así como diferentes tipos de proezas individuales, concitan atención y, en ocasiones, conmueven a las sociedades. No hay adversidad ni constreñimiento que pueda subyugar la voluntad: allí radica la esperanza del mérito.
Esta narrativa se encuentra en el centro de la crítica que Michael Sandel le propina a lo que denomina “la tiranía del mérito”. Eslabón principal del “sueño americano”, el mérito se ha convertido en un valor transversal para nuestras sociedades, a la vez que en un criterio difícil de impugnar. Su relato, corporizado en palabras y expresiones, tiende a ser expresado en términos individuales: “me lo merezco” o “me lo gané” son las formulaciones clásicas que cristalizan ese sentido común. Pero entre muchos mensajes encubiertos, el mérito parte de una serie de premisas que, tomadas de forma aislada, parecen inocuas, pero cuya combinación da un resultado que a Sandel le preocupa: la valoración positiva de la meritocracia, la competencia y el exitismo, el individualismo radical y el voluntarismo y, finalmente, el daño profundo a la solidaridad comunitaria.
¿Quién le teme a la meritocracia?
Convertida durante los últimos años en un asunto de disputa ideológica, la meritocracia ha sido esgrimida por las derechas latinoamericanas como el antídoto contra la corrupción y la intervención estatal desmesurada. La idea de mérito, atada a la de progreso, evidenciaría la existencia de individuos sobresalientes y capaces que, sin la intervención del Estado (o incluso contra ella), conseguirían mejoras y allanarían el camino a la prosperidad. Bajo esta concepción, el emprendedurismo y el esfuerzo individual primarían sobre una esfera pública degradada, que llevaría a los individuos a hacer menos y no más.
Esta forma de lectura del mérito, como bien explica Sandel en La tiranía del mérito (Debate, 2021), no pertenece sólo a las derechas. Con matices y variantes, diversos actores políticos han puesto al mérito como un criterio loable y pasible de ser defendido. El culto a la igualdad de oportunidades (criticada recientemente por otros autores como Ángel Puyol o César Rendueles) y la defensa a ultranza de la educación como mecanismo de prosperidad social se han vuelto moneda corriente. Estas posiciones han planteado supuestos que colocan al mérito en un lugar de primacía que, como afirma Sandel, puede devenir tiránico.
El mérito puede parecer un criterio más justo y transparente para ordenar nuestra sociedad, pero no es por ello menos inequitativo y elitista.
En su diatriba, Sandel recuerda al laborista británico Michael Young y su célebre libro El triunfo de la meritocracia, quien acuñó el término en cuestión en 1958 y lo connotó de forma peyorativa. Al mismo tiempo, el autor recupera el malestar que manifestó un ya anciano Young frente al uso y la deriva del concepto en manos de, entre otros, el Nuevo Laborismo de Tony Blair y Gordon Brown, anonadado ante la valoración positiva que había adquirido el concepto en manos de sus compañeros de filas. El mérito puede parecer un criterio más justo y transparente para ordenar nuestra sociedad, pero no es por ello menos inequitativo y elitista. La defensa del mérito aspira a la movilidad y el ascenso, a que las condiciones de origen no determinen las alternativas a seguir ni los puntos de llegada, pero esto ha demostrado resultados magros. Las aristocracias venales fueron sucedidas por oligarquías de otro tipo, mientras que las desigualdades, a pesar de los esfuerzos y algunos logros, parecen reproducirse y potenciarse unas a otras.
Que el mérito no tape el bosque
En su trabajo, Michael Sandel no se conforma con criticar las características de las “meritocracias realmente existentes” –a las que considera fallidas en su afán de equiparar las condiciones de partida y el acceso a oportunidades semejantes–, sino que apunta a la idea misma de mérito como problema. Según Sandel, uno de los inconvenientes fundamentales de la defensa del mérito estriba en la posibilidad de identificarlo y aislarlo como un factor autónomo. En definitiva, los apologistas de las pretendidas meritocracias actuales tienden a llamar “mérito” a cualquier cosa. Las versiones más vulgares y más extendidas han montado una operación, por cierto muy eficaz, que homologa el mérito con el éxito. La ventaja de esta asociación es que su circularidad sobre el éxito (en cualquiera de sus versiones) funciona como evidencia empírica del mérito y, por tanto, el éxito presupone el mérito. Esto lleva a un estiramiento conceptual particularmente grosero y a unas derivas curiosas: en algunos casos el mérito se vuelve un bien hereditario e intergeneracional, en otros el mérito desconoce circunstancias fortuitas, accidentes u oportunismos. Quienes se encuentran en la cima de la pirámide social han hecho las cosas bien, pero quienes se encuentran en el más profundo de los subsuelos son también responsables de su situación. Entre el voluntarismo y el exitismo, la meritocracia parece cualquier cosa menos justa.
Desde el punto de vista teórico, lo más problemático es distinguir el mérito de otras circunstancias o condiciones que forjan o propician el mentado éxito. Todas las vertientes que pregonan la igualdad de oportunidades parten del supuesto ingenuo de que pueden delimitarlo de manera más o menos sencilla. Sin embargo, es notorio que en las sociedades contemporáneas muchas circunstancias producen desigualdades sobre las que los individuos no tienen gobierno o, al menos, forjan relaciones asimétricas de dominación o discriminación que establecen límites y restricciones al desarrollo de las capacidades de cada uno. De algún tiempo a esta parte, no sin resistencias, algunas de estas han sido beneficiarias de cierta discriminación positiva o políticas restitutivas, mientras que otras son soslayadas o directamente desconocidas. Por un lado, la desigualdad económica, por el tufillo socializante que puede conllevar las iniciativas para reducirla, es tratada con mucho recaudo por algunos defensores de la meritocracia. Por el otro, el talento natural, cuestión muy difícil de mensurar pero reconocible, se intenta licuar dentro de una definición amplia de mérito o, al menos, mitigar la responsabilidad de las consecuencias de este bien desigual para quienes lo detentan (“Messi no tiene la culpa de jugar bien al fútbol”).
En su desarrollo argumentativo contra el mérito y la meritocracia, Sandel apunta a dos gigantes del pensamiento político contemporáneo para terminar de cerrar su posición: un liberal progresista, John Rawls, y el economista austríaco Friedrich von Hayek. Tras describir sus posiciones particulares y la defensa que cada uno de ellos hace en favor de ciertas desigualdades, Sandel encuentra que ambos autores se cuidan bien de no quedar apresados de una noción tan poco consistente como la del mérito. Ni el mercado autorregulado ordena ganadores y perdedores en base a este criterio, ni tampoco hay manera de ordenar la inconmensurabilidad del mérito sin atentar contra el pluralismo y la libertad en nuestras sociedades. A pesar de eso, critica Sandel: “Aunque el liberalismo de libre mercado y el igualitario rechazan ambos el mérito como principio fundamental de la justicia, comparten en última instancia una inclinación meritocrática”.
¿Triunfadores a qué costo? ¿Derrotados por su culpa?
Como buen comunitarista, la principal preocupación de Sandel es más moral que política. La meritocracia erosiona los lazos que unen a la comunidad, no sólo profundizando y legitimando las desigualdades con argumentos inconsistentes, sino también estableciendo parámetros destructivos para la mayor parte de los individuos, los exitosos y los derrotados.
El ideal meritocrático se traduce en un ordenamiento jerárquico que reproduce las desigualdades que promete mitigar. Entre los ganadores, esto impacta en prácticas que corroen de forma directa el ideal y animan valores particularmente nocivos para la vida en sociedad. La suposición del merecimiento, incluso sobre sustentos cuestionables, alimenta la soberbia y el desprecio contra aquellos que por diferentes motivos no lo lograron. Más todavía, la pirámide del mérito es tan empinada y tan elitista que las diferencias entre escalón y escalón pueden ser lapidarias. Entre los que triunfan, la competencia feroz coadyuva, cuando no produce, una miríada de malestares psicológicos, desde la ansiedad hasta la depresión, que cunde en nuestro mundo. La desmesura de las expectativas y la desproporción de las exigencias castigan incluso a los ganadores de este juego.
Para los derrotados, el panorama es incluso peor. La épica del voluntarismo y el discurso de la igualdad de oportunidades abre ventanas de esperanzas de forma constantes: “Si usted quiere, usted puede”. Pero las cifras son contundentes: ni los que quieren pueden. La apelación constante al ejemplarismo y el cherrypicking que intenta brindarnos la historia épica como reflejo en el cual mirarnos: el jugador afrodescendiente de orígenes humildes que triunfa en el deporte o la mujer que llega a la primera magistratura de su país en una política dominada por varones. Pero por cada Michael Jordan o Angela Merkel, ¿cuántos han quedado en el camino? ¿Cuántos han sucumbido sin siquiera probar un bocado de las mieles del éxito? Si no lo hicieron, nos dicen los defensores de la meritocracia, es porque no lo desearon lo suficiente. La tiranía del mérito genera el self-made man, pero también produce culpables en una cantidad infinitamente mayor.
El conjunto sueco ABBA cantaba: “The winner takes it all / The loser has to fall / It’s simple and it’s plain / Why should I complain?” [El ganador se lo lleva todo/ el perdedor tiene que caer/ es simple y claro/ ¿por qué debería quejarme?]. Esta canción de tópico amoroso, recuperada hace algunos años en una escena de la serie Better Call Saul, sintetiza de manera cruel el razonamiento detrás del discurso de la meritocracia: no hay de qué quejarse, las cosas son así por algo. El mérito funda una justificación de la desigualdad y, al mismo tiempo, una esperanza que, a la luz de los hechos, se delata como falsa. En tal sentido, Sandel se anima a desafiar algunos consensos y, en afán provocativo, señala que en las sociedades de castas al menos los perdedores no eran seducidos con falsas promesas y, más importante aún, no eran responsabilizados de su situación de inferioridad. Otro tanto ocurre con un razonamiento de tipo providencial, siempre y cuando no se le incorpore, como ocurrió en la deriva protestante que analizó de forma magistral Max Weber, una ética individual forjada en base al sacrificio y el éxito económico. La tiranía del mérito no sólo alimenta desigualdades semejantes, en su profundidad y rigidez, sino que alienta conductas que demuelen las bases solidarias de la comunidad, ya sea como cooperación o caridad.
Coda a título personal
El libro de Michael Sandel es, sin embargo, menos original de lo que presume. A pesar de su estudio pormenorizado, carece de una perspectiva política clara con respecto a cómo atacar el daño moral que atribuye a la tiranía del mérito. El epílogo del libro, de unas escuetas seis páginas, no le hace justicia al desarrollo de la crítica. La imposibilidad de pensar una salida más radical (ni se le ocurre hablar de socialismo, tan siquiera en un sentido tenue) o de soluciones propiamente políticas para mitigar la desigualdad, hacen que el cierre sea un tanto moralizante. Recomponer la comunidad mediante prácticas y lógicas más solidarias parece loable, pero resulta, a la vez, una solución demasiado ingenua para la magnitud del problema que el propio autor no titubeó en llamar “tiranía”. Como nos recordaba el cantante asturiano Víctor Manuel en una famosa canción de la década de 1980: “Convivir venciendo a los demás, nuestra sociedad es un buen proyecto para el mal”.
Más allá de los potentes razonamientos teóricos, Sandel logra transmitir con contundencia y a través de ejemplos cuál es el saldo horroroso de esta retórica meritocrática que cunde y se reproduce a diario a una escala más o menos global. Entre los males que precipita esto, el autor destaca dos. El primero es la frustración por las promesas incumplidas de la igualdad de oportunidades –esa cancha inclinada que nunca se nivela del todo–. El segundo, y más cruel y fatídico, es la desesperanza que puede mutar en resentimiento. El capitalismo armado de promesas meritocráticas deja un tendal de derrotados, descolgados del sistema que, generación tras generación, están sometidos a una situación de la que son considerados víctimas y culpables a la vez. Las medidas paliativas, si las hay, no hacen más que reproducir esa situación. El ciudadano queda identificado por el daño o la carencia; como explicó Wendy Brown, es infantilizado y reconocido a partir de ese lugar de subalternidad. El desamparo es peor, pero las raíces del problema siguen siendo las mismas.
La desesperanza, advierte Sandel, es el mal de nuestro tiempo. Un tiempo en el que los ganadores son cada vez menos y los perdedores cada vez más. Recuperando una investigación de Anne Case y Angus Deaton, el autor llama la atención sobre el aumento drástico de lo que ellos llaman “muertes por desesperación”: personas adultas de entre 45 y 55 años fallecidas por abuso de drogas, alcohol o por suicidio. Se trataba mayormente de personas sin título universitario y con dificultades para reinsertarse en el mercado laboral. Si seguimos la lógica meritocrática podemos considerar, como advierte el propio Sandel, que sus muertes “habían sido autoinfligidas”. Pero detrás de las cifras, del diagnóstico y del debate filosófico hay personas de carne y hueso, que sufrieron o todavía sufren, laceradas por esa promesa frustrada.
Quizá podemos defender el mérito como criterio válido, aunque acotado, como lo hace Michael Walzer, pero su culto acrítico y superficial, como el que abunda en nuestro debate cotidiano, es más dañino de lo que creemos. Si la aspiración es, como la de Sandel, la de sociedades igualitarias y solidarias, el proyecto y el recorrido serán largos. Un buen comienzo es dejar en evidencia, en el plano teórico, las trampas que el discurso simplificador del mérito nos esconde a cada paso.
*Profesor de Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.
En 21/01/2022
Contra el nepotismo y la venalidad, pero también contra la multiforme omnipresencia de la corrupción, el mérito parece un concepto neutral. Su criterio, ahora extendido, es elegido como parámetro de distribución de premios, reconocimientos y honores. Las historias de superación, los logros deportivos y académicos excepcionales, así como diferentes tipos de proezas individuales, concitan atención y, en ocasiones, conmueven a las sociedades. No hay adversidad ni constreñimiento que pueda subyugar la voluntad: allí radica la esperanza del mérito.
Esta narrativa se encuentra en el centro de la crítica que Michael Sandel le propina a lo que denomina “la tiranía del mérito”. Eslabón principal del “sueño americano”, el mérito se ha convertido en un valor transversal para nuestras sociedades, a la vez que en un criterio difícil de impugnar. Su relato, corporizado en palabras y expresiones, tiende a ser expresado en términos individuales: “me lo merezco” o “me lo gané” son las formulaciones clásicas que cristalizan ese sentido común. Pero entre muchos mensajes encubiertos, el mérito parte de una serie de premisas que, tomadas de forma aislada, parecen inocuas, pero cuya combinación da un resultado que a Sandel le preocupa: la valoración positiva de la meritocracia, la competencia y el exitismo, el individualismo radical y el voluntarismo y, finalmente, el daño profundo a la solidaridad comunitaria.
¿Quién le teme a la meritocracia?
Convertida durante los últimos años en un asunto de disputa ideológica, la meritocracia ha sido esgrimida por las derechas latinoamericanas como el antídoto contra la corrupción y la intervención estatal desmesurada. La idea de mérito, atada a la de progreso, evidenciaría la existencia de individuos sobresalientes y capaces que, sin la intervención del Estado (o incluso contra ella), conseguirían mejoras y allanarían el camino a la prosperidad. Bajo esta concepción, el emprendedurismo y el esfuerzo individual primarían sobre una esfera pública degradada, que llevaría a los individuos a hacer menos y no más.
Esta forma de lectura del mérito, como bien explica Sandel en La tiranía del mérito (Debate, 2021), no pertenece sólo a las derechas. Con matices y variantes, diversos actores políticos han puesto al mérito como un criterio loable y pasible de ser defendido. El culto a la igualdad de oportunidades (criticada recientemente por otros autores como Ángel Puyol o César Rendueles) y la defensa a ultranza de la educación como mecanismo de prosperidad social se han vuelto moneda corriente. Estas posiciones han planteado supuestos que colocan al mérito en un lugar de primacía que, como afirma Sandel, puede devenir tiránico.
El mérito puede parecer un criterio más justo y transparente para ordenar nuestra sociedad, pero no es por ello menos inequitativo y elitista.
En su diatriba, Sandel recuerda al laborista británico Michael Young y su célebre libro El triunfo de la meritocracia, quien acuñó el término en cuestión en 1958 y lo connotó de forma peyorativa. Al mismo tiempo, el autor recupera el malestar que manifestó un ya anciano Young frente al uso y la deriva del concepto en manos de, entre otros, el Nuevo Laborismo de Tony Blair y Gordon Brown, anonadado ante la valoración positiva que había adquirido el concepto en manos de sus compañeros de filas. El mérito puede parecer un criterio más justo y transparente para ordenar nuestra sociedad, pero no es por ello menos inequitativo y elitista. La defensa del mérito aspira a la movilidad y el ascenso, a que las condiciones de origen no determinen las alternativas a seguir ni los puntos de llegada, pero esto ha demostrado resultados magros. Las aristocracias venales fueron sucedidas por oligarquías de otro tipo, mientras que las desigualdades, a pesar de los esfuerzos y algunos logros, parecen reproducirse y potenciarse unas a otras.
Que el mérito no tape el bosque
En su trabajo, Michael Sandel no se conforma con criticar las características de las “meritocracias realmente existentes” –a las que considera fallidas en su afán de equiparar las condiciones de partida y el acceso a oportunidades semejantes–, sino que apunta a la idea misma de mérito como problema. Según Sandel, uno de los inconvenientes fundamentales de la defensa del mérito estriba en la posibilidad de identificarlo y aislarlo como un factor autónomo. En definitiva, los apologistas de las pretendidas meritocracias actuales tienden a llamar “mérito” a cualquier cosa. Las versiones más vulgares y más extendidas han montado una operación, por cierto muy eficaz, que homologa el mérito con el éxito. La ventaja de esta asociación es que su circularidad sobre el éxito (en cualquiera de sus versiones) funciona como evidencia empírica del mérito y, por tanto, el éxito presupone el mérito. Esto lleva a un estiramiento conceptual particularmente grosero y a unas derivas curiosas: en algunos casos el mérito se vuelve un bien hereditario e intergeneracional, en otros el mérito desconoce circunstancias fortuitas, accidentes u oportunismos. Quienes se encuentran en la cima de la pirámide social han hecho las cosas bien, pero quienes se encuentran en el más profundo de los subsuelos son también responsables de su situación. Entre el voluntarismo y el exitismo, la meritocracia parece cualquier cosa menos justa.
Desde el punto de vista teórico, lo más problemático es distinguir el mérito de otras circunstancias o condiciones que forjan o propician el mentado éxito. Todas las vertientes que pregonan la igualdad de oportunidades parten del supuesto ingenuo de que pueden delimitarlo de manera más o menos sencilla. Sin embargo, es notorio que en las sociedades contemporáneas muchas circunstancias producen desigualdades sobre las que los individuos no tienen gobierno o, al menos, forjan relaciones asimétricas de dominación o discriminación que establecen límites y restricciones al desarrollo de las capacidades de cada uno. De algún tiempo a esta parte, no sin resistencias, algunas de estas han sido beneficiarias de cierta discriminación positiva o políticas restitutivas, mientras que otras son soslayadas o directamente desconocidas. Por un lado, la desigualdad económica, por el tufillo socializante que puede conllevar las iniciativas para reducirla, es tratada con mucho recaudo por algunos defensores de la meritocracia. Por el otro, el talento natural, cuestión muy difícil de mensurar pero reconocible, se intenta licuar dentro de una definición amplia de mérito o, al menos, mitigar la responsabilidad de las consecuencias de este bien desigual para quienes lo detentan (“Messi no tiene la culpa de jugar bien al fútbol”).
En su desarrollo argumentativo contra el mérito y la meritocracia, Sandel apunta a dos gigantes del pensamiento político contemporáneo para terminar de cerrar su posición: un liberal progresista, John Rawls, y el economista austríaco Friedrich von Hayek. Tras describir sus posiciones particulares y la defensa que cada uno de ellos hace en favor de ciertas desigualdades, Sandel encuentra que ambos autores se cuidan bien de no quedar apresados de una noción tan poco consistente como la del mérito. Ni el mercado autorregulado ordena ganadores y perdedores en base a este criterio, ni tampoco hay manera de ordenar la inconmensurabilidad del mérito sin atentar contra el pluralismo y la libertad en nuestras sociedades. A pesar de eso, critica Sandel: “Aunque el liberalismo de libre mercado y el igualitario rechazan ambos el mérito como principio fundamental de la justicia, comparten en última instancia una inclinación meritocrática”.
¿Triunfadores a qué costo? ¿Derrotados por su culpa?
Como buen comunitarista, la principal preocupación de Sandel es más moral que política. La meritocracia erosiona los lazos que unen a la comunidad, no sólo profundizando y legitimando las desigualdades con argumentos inconsistentes, sino también estableciendo parámetros destructivos para la mayor parte de los individuos, los exitosos y los derrotados.
El ideal meritocrático se traduce en un ordenamiento jerárquico que reproduce las desigualdades que promete mitigar. Entre los ganadores, esto impacta en prácticas que corroen de forma directa el ideal y animan valores particularmente nocivos para la vida en sociedad. La suposición del merecimiento, incluso sobre sustentos cuestionables, alimenta la soberbia y el desprecio contra aquellos que por diferentes motivos no lo lograron. Más todavía, la pirámide del mérito es tan empinada y tan elitista que las diferencias entre escalón y escalón pueden ser lapidarias. Entre los que triunfan, la competencia feroz coadyuva, cuando no produce, una miríada de malestares psicológicos, desde la ansiedad hasta la depresión, que cunde en nuestro mundo. La desmesura de las expectativas y la desproporción de las exigencias castigan incluso a los ganadores de este juego.
Para los derrotados, el panorama es incluso peor. La épica del voluntarismo y el discurso de la igualdad de oportunidades abre ventanas de esperanzas de forma constantes: “Si usted quiere, usted puede”. Pero las cifras son contundentes: ni los que quieren pueden. La apelación constante al ejemplarismo y el cherrypicking que intenta brindarnos la historia épica como reflejo en el cual mirarnos: el jugador afrodescendiente de orígenes humildes que triunfa en el deporte o la mujer que llega a la primera magistratura de su país en una política dominada por varones. Pero por cada Michael Jordan o Angela Merkel, ¿cuántos han quedado en el camino? ¿Cuántos han sucumbido sin siquiera probar un bocado de las mieles del éxito? Si no lo hicieron, nos dicen los defensores de la meritocracia, es porque no lo desearon lo suficiente. La tiranía del mérito genera el self-made man, pero también produce culpables en una cantidad infinitamente mayor.
El conjunto sueco ABBA cantaba: “The winner takes it all / The loser has to fall / It’s simple and it’s plain / Why should I complain?” [El ganador se lo lleva todo/ el perdedor tiene que caer/ es simple y claro/ ¿por qué debería quejarme?]. Esta canción de tópico amoroso, recuperada hace algunos años en una escena de la serie Better Call Saul, sintetiza de manera cruel el razonamiento detrás del discurso de la meritocracia: no hay de qué quejarse, las cosas son así por algo. El mérito funda una justificación de la desigualdad y, al mismo tiempo, una esperanza que, a la luz de los hechos, se delata como falsa. En tal sentido, Sandel se anima a desafiar algunos consensos y, en afán provocativo, señala que en las sociedades de castas al menos los perdedores no eran seducidos con falsas promesas y, más importante aún, no eran responsabilizados de su situación de inferioridad. Otro tanto ocurre con un razonamiento de tipo providencial, siempre y cuando no se le incorpore, como ocurrió en la deriva protestante que analizó de forma magistral Max Weber, una ética individual forjada en base al sacrificio y el éxito económico. La tiranía del mérito no sólo alimenta desigualdades semejantes, en su profundidad y rigidez, sino que alienta conductas que demuelen las bases solidarias de la comunidad, ya sea como cooperación o caridad.
Coda a título personal
El libro de Michael Sandel es, sin embargo, menos original de lo que presume. A pesar de su estudio pormenorizado, carece de una perspectiva política clara con respecto a cómo atacar el daño moral que atribuye a la tiranía del mérito. El epílogo del libro, de unas escuetas seis páginas, no le hace justicia al desarrollo de la crítica. La imposibilidad de pensar una salida más radical (ni se le ocurre hablar de socialismo, tan siquiera en un sentido tenue) o de soluciones propiamente políticas para mitigar la desigualdad, hacen que el cierre sea un tanto moralizante. Recomponer la comunidad mediante prácticas y lógicas más solidarias parece loable, pero resulta, a la vez, una solución demasiado ingenua para la magnitud del problema que el propio autor no titubeó en llamar “tiranía”. Como nos recordaba el cantante asturiano Víctor Manuel en una famosa canción de la década de 1980: “Convivir venciendo a los demás, nuestra sociedad es un buen proyecto para el mal”.
Más allá de los potentes razonamientos teóricos, Sandel logra transmitir con contundencia y a través de ejemplos cuál es el saldo horroroso de esta retórica meritocrática que cunde y se reproduce a diario a una escala más o menos global. Entre los males que precipita esto, el autor destaca dos. El primero es la frustración por las promesas incumplidas de la igualdad de oportunidades –esa cancha inclinada que nunca se nivela del todo–. El segundo, y más cruel y fatídico, es la desesperanza que puede mutar en resentimiento. El capitalismo armado de promesas meritocráticas deja un tendal de derrotados, descolgados del sistema que, generación tras generación, están sometidos a una situación de la que son considerados víctimas y culpables a la vez. Las medidas paliativas, si las hay, no hacen más que reproducir esa situación. El ciudadano queda identificado por el daño o la carencia; como explicó Wendy Brown, es infantilizado y reconocido a partir de ese lugar de subalternidad. El desamparo es peor, pero las raíces del problema siguen siendo las mismas.
La desesperanza, advierte Sandel, es el mal de nuestro tiempo. Un tiempo en el que los ganadores son cada vez menos y los perdedores cada vez más. Recuperando una investigación de Anne Case y Angus Deaton, el autor llama la atención sobre el aumento drástico de lo que ellos llaman “muertes por desesperación”: personas adultas de entre 45 y 55 años fallecidas por abuso de drogas, alcohol o por suicidio. Se trataba mayormente de personas sin título universitario y con dificultades para reinsertarse en el mercado laboral. Si seguimos la lógica meritocrática podemos considerar, como advierte el propio Sandel, que sus muertes “habían sido autoinfligidas”. Pero detrás de las cifras, del diagnóstico y del debate filosófico hay personas de carne y hueso, que sufrieron o todavía sufren, laceradas por esa promesa frustrada.
Quizá podemos defender el mérito como criterio válido, aunque acotado, como lo hace Michael Walzer, pero su culto acrítico y superficial, como el que abunda en nuestro debate cotidiano, es más dañino de lo que creemos. Si la aspiración es, como la de Sandel, la de sociedades igualitarias y solidarias, el proyecto y el recorrido serán largos. Un buen comienzo es dejar en evidencia, en el plano teórico, las trampas que el discurso simplificador del mérito nos esconde a cada paso.
*Profesor de Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.