Por Javier Tolcachier
En 24/08/2022
Chile se acerca a pasos raudos a la concreción de un hito largamente acariciado: la oportunidad de dejar atrás un molde constitucional impuesto con indecible dolor y sufrimiento por una dictadura bárbara al servicio de un modelo neoliberal.
El próximo 4 de septiembre, las comunidades que habitan esa larga y angosta franja de territorio tendrán a su alcance la posibilidad de dirimir el futuro en un plebiscito vinculante y de sufragio obligatorio que consagrará, de resultar nuevamente victorioso el Apruebo, un nuevo texto constitucional.
El despertar chileno a una nueva Constitución
“¡Chile despertó!” fue la consigna que animó y develó el significado de las masivas manifestaciones en aquel mítico octubre de 2019. Movilizaciones que no surgieron de la noche a la mañana, sino que se enhebran en un proceso de repetidas marchas y acciones cuyas reivindicaciones temáticas y sectoriales se anudaron con el objeto de destrabar el cerrojo de mercantilización asfixiante al que estaba sometida la población.
En medio del clímax del despertar, aparecen los cabildos ciudadanos, en los que personas de las más diferentes procedencias, edades y territorios debaten sobre los cambios que requiere el país, abriendo la senda a una conclusión común, la necesidad de dar paso a una asamblea constituyente.
El impulso de la efervescencia popular se canaliza -en un intento de amortiguarla, con exclusión de una parte de la oposición y no sin pocas críticas- en un acuerdo entre gobierno y algunos partidos en el llamado Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, que habilita la convocatoria a un plebiscito para modificar la ley fundamental.
La arrolladora victoria, cercana al 80%, de las opciones por una nueva Constitución y la modalidad de Convención Constitucional electa de modo directo, con paridad de género y representación de pueblos originarios, indicaron que aquel impulso no se había apagado, al menos en la mitad de los votantes habilitados que participó de esa gesta.
El proceso se completó con la elección de convencionales, en la que la derecha no pudo imponer vetos y cobraron fuerza opciones ciudadanas independientes del clásico esquema político, y, finalmente, con el proceso de redacción del nuevo texto constitucional.
Luego de casi medio siglo de dictadura del capital y 30 años de democracia tutelada por el poder económico, las y los chilenos deberán ratificar o rechazar la propuesta que, a todas luces, sellaría el advenimiento de un nuevo tiempo histórico.
Una constitución a la “altura de los tiempos”
Los textos constitucionales, en tanto expresión fundacional de la intersubjetividad social –al menos, los concebidos en democracia y no los impuestos por dictaduras-, no pueden sino ser un reflejo de las intenciones presentes en la época en la que se formalizan.
En ellos, se ven reflejadas las aspiraciones transformadoras, pero también resistencias de la memoria social a la dinamización y reemplazo de estructuras anteriores. Esas líneas cuidadosamente modeladas tienen la virtud de ser la bisagra entre tiempos, constituyéndose, a la vez, en fruto de un ciclo anterior y semilla de uno posterior. Son, a pesar de atisbarse en ellas el inicio de una edad colectiva innovadora, el producto de -al decir de Ortega y Gasset- la “altura de los tiempos”, es decir, la circunstancia histórica en la cual tienen vigencia determinados conceptos, formas y creencias.
De hecho, la nueva propuesta constitucional chilena exhibe estas cualidades a la perfección. En apretada síntesis, se abre con ella una mayor representatividad y participación popular, se garantizan derechos sociales antes vedados por la insensibilidad capitalista y se fijan directrices proactivas de equidad y protección ante la violencia para mujeres, niñez, ancianes y pueblos indígenas.
En esta nueva formulación constitucional, se exige al Estado responsabilidad primaria en la nivelación de las condiciones de vida –profundamente dispares en el Chile de hoy-, se descentraliza el poder político, se afirma la necesidad de proteger los bienes naturales comunes de la avaricia particular, instando a una mayor empatía con otras especies sintientes.
El signo incluyente y contrario a toda forma de discriminación se evidencia en el reconocimiento de la diversidad como riqueza y virtud, tanto en lo concerniente a las naciones y culturas que habitan el territorio como a la ampliación del abanico de opciones en términos de confesión, pluralismo de ideas, medios de expresión y en la libre elección de la sexoafectividad, la maternidad o la muerte digna, entre otras cuestiones existenciales.
En síntesis, refleja las principales pulsiones de la época: el indetenible avance de las mujeres por igualdad de derechos, la necesidad de nivelar desigualdades históricas, el imperativo de preservar la casa común, la ampliación de la libertad de elección y la dirección hacia la descentralización y apertura a formas más avanzadas de democracia.
La significación del plebiscito de salida en el contexto de la región y el mundo
El primer domingo de septiembre, el pueblo chileno tomará la decisión final. Pero, ¿en qué contexto se produce y qué implicancias tendrá un resultado favorable? Estas dos son cuestiones que ameritan reflexión, ya que ningún fenómeno está aislado, sino que intrínsecamente relacionado en estructura con otros. Mucho más en una época de mundialización que se dirige, más temprano que tarde y a pesar de las apariencias contingentes, camino a una Nación Humana Universal.
El escenario mundial se encuentra surcado en la actualidad por el declive del poder unipolar de los Estados Unidos y la hegemonía que su complejo militar-industrial, tecnológico y financiero instaló en el sistema de relaciones y gobernanza internacional luego de 1945. Poder y hegemonía que se asentaron en la imposición del dólar como patrón de moneda y la primacía de su influencia en instituciones multilaterales como Naciones Unidas o el Fondo Monetario Internacional, pero también en la expansión de los propios mandatos culturales y modalidades de organización política.
Sometimiento al que el pretendido imperio sumó innúmeras incursiones bélicas, ocupación de territorios ajenos e indebida injerencia en la soberanía de otras naciones bajo la falaz excusa de “defender el mundo libre, la democracia o los derechos humanos”.
Esta política violenta y sus evidentes efectos destructivos han conducido al rechazo mayoritario, abriendo espacios a desarrollos autónomos y soberanos, y a nuevas instancias de articulación como formas alternativas de contrapoder. En esos espacios de orientación multipolar, destaca hoy la influencia de China y Rusia, pero también la de múltiples Estados como Turquía, la India, el Irán, Sudáfrica o México, por solo mencionar unos pocos.
Incluso la unidad de naciones anteriormente en conflicto en Europa había logrado generar progresivamente un polo de creciente autodeterminación. Probablemente, haya sido ese intento, junto a la creciente inclinación de sus relaciones hacia Oriente, una causa fundamental en el forzamiento de la guerra ocasionada por la extensión de la OTAN -estructura militar bajo el comando de los Estados Unidos- hacia el Este europeo. Conflicto cuyo objetivo estratégico es instalar una nueva “cortina de hierro” occidental para disciplinar a los supuestos “aliados” -en realidad, territorios todavía ocupados por la presencia armada norteamericana-.
En ese marco de reposicionamiento global de fuerzas, las naciones de América Latina y el Caribe ven nuevas oportunidades en su búsqueda por superar el dominio del hegemón del Norte. Una tiranía geopolítica en la que sus pueblos, al igual que en la época colonial y poscolonial, fueron saqueados, empobrecidos y discriminados, viendo coartada toda posibilidad de elegir libremente su camino.
Los vientos emancipadores nuevamente soplan en el Sur, de diverso modo. Y esta diversidad es la clave para comprender una época en la que la desestructuración conlleva el peligro de la atomización, pero, a la vez, imposibilita los dictados únicos, centralistas y homogéneos propios de otros tiempos.
Alentado por esta correntada histórica en la que cabalgan hoy sublevados con renovada altivez distintos pueblos de la región -todos violentados por el mismo poder-, el colectivo chileno supo desandar con vocación decididamente no violenta un camino minado de dificultades por la conservación, el vasallaje y el temor.
Sin embargo, el caso de Chile agrega un ingrediente especial a esta rebelión general, a este nuevo oleaje independentista. Es el signo que le imprime una generación joven que, forjada al calor de la resiliencia y la resistencia al feroz mandato individualista, hoy extiende su influencia feminista, ambientalista, pluralista y de una mayor horizontalidad en los recintos decisores.
Por otra parte, el proceso constituyente chileno reaviva la llama de las “revoluciones constituyentes”, que ya habían sentado bases sociales e institucionales más justas, incluyentes, plurinacionales y democráticas en Venezuela (1999), Bolivia (2006-2007) y Ecuador (2007-2008).
Del mismo modo, el Apruebo chileno reforzará la posibilidad de encaminar sendas reformulaciones constitucionales en países como Perú, Guatemala o Brasil, en las que ínfimas, pero poderosas élites mantienen maniatado el espíritu de autodeterminación, libertad y justicia social de sus poblaciones. Por el mismo camino, la Colombia liderada por Petro verá alentada su determinación de hacer valer los logros de la Constitución de 1991, que abrió la puerta a una mayor participación ciudadana, autonomía territorial y pluralismo político.
El movimiento social ha mostrado en Chile que la unidad en la diversidad es fuente de fortaleza y que, aún en el marco de una extrema desigualdad, concentración de poder y una legalidad ilegítima y amañada, sí se puede avanzar hacia nuevos horizontes.
La aprobación plebiscitaria de la nueva Constitución de Chile dará un nuevo empuje a las fuerzas emancipadoras e integracionistas de la región, pero en perspectiva histórica, esta nueva sensibilidad emergente, tributaria de la rebelión mundial inconclusa de 2011 que aún late viva en los pliegues del imaginario de esta cohorte, acaso abra un nuevo capítulo en la historia de esta región y del mundo.
Un capítulo en el que la vida triunfe, en el que la humanidad logre imprimir un nuevo sentido a la existencia -hoy reducida a consumo, depredación y vacío-, en el que los seres humanos podamos encontrarnos y valorarnos, en el que la reparación y la reconciliación cierren para siempre la fosa letal de la violencia y la venganza.
Si el pueblo de Chile decide aprobar su nuevo contrato social, será un gran paso en esa dirección. Y será hermoso. Sin duda que será hermoso.
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
La Tinta
En 24/08/2022
Chile se acerca a pasos raudos a la concreción de un hito largamente acariciado: la oportunidad de dejar atrás un molde constitucional impuesto con indecible dolor y sufrimiento por una dictadura bárbara al servicio de un modelo neoliberal.
El próximo 4 de septiembre, las comunidades que habitan esa larga y angosta franja de territorio tendrán a su alcance la posibilidad de dirimir el futuro en un plebiscito vinculante y de sufragio obligatorio que consagrará, de resultar nuevamente victorioso el Apruebo, un nuevo texto constitucional.
El despertar chileno a una nueva Constitución
“¡Chile despertó!” fue la consigna que animó y develó el significado de las masivas manifestaciones en aquel mítico octubre de 2019. Movilizaciones que no surgieron de la noche a la mañana, sino que se enhebran en un proceso de repetidas marchas y acciones cuyas reivindicaciones temáticas y sectoriales se anudaron con el objeto de destrabar el cerrojo de mercantilización asfixiante al que estaba sometida la población.
En medio del clímax del despertar, aparecen los cabildos ciudadanos, en los que personas de las más diferentes procedencias, edades y territorios debaten sobre los cambios que requiere el país, abriendo la senda a una conclusión común, la necesidad de dar paso a una asamblea constituyente.
El impulso de la efervescencia popular se canaliza -en un intento de amortiguarla, con exclusión de una parte de la oposición y no sin pocas críticas- en un acuerdo entre gobierno y algunos partidos en el llamado Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, que habilita la convocatoria a un plebiscito para modificar la ley fundamental.
La arrolladora victoria, cercana al 80%, de las opciones por una nueva Constitución y la modalidad de Convención Constitucional electa de modo directo, con paridad de género y representación de pueblos originarios, indicaron que aquel impulso no se había apagado, al menos en la mitad de los votantes habilitados que participó de esa gesta.
El proceso se completó con la elección de convencionales, en la que la derecha no pudo imponer vetos y cobraron fuerza opciones ciudadanas independientes del clásico esquema político, y, finalmente, con el proceso de redacción del nuevo texto constitucional.
Luego de casi medio siglo de dictadura del capital y 30 años de democracia tutelada por el poder económico, las y los chilenos deberán ratificar o rechazar la propuesta que, a todas luces, sellaría el advenimiento de un nuevo tiempo histórico.
Una constitución a la “altura de los tiempos”
Los textos constitucionales, en tanto expresión fundacional de la intersubjetividad social –al menos, los concebidos en democracia y no los impuestos por dictaduras-, no pueden sino ser un reflejo de las intenciones presentes en la época en la que se formalizan.
En ellos, se ven reflejadas las aspiraciones transformadoras, pero también resistencias de la memoria social a la dinamización y reemplazo de estructuras anteriores. Esas líneas cuidadosamente modeladas tienen la virtud de ser la bisagra entre tiempos, constituyéndose, a la vez, en fruto de un ciclo anterior y semilla de uno posterior. Son, a pesar de atisbarse en ellas el inicio de una edad colectiva innovadora, el producto de -al decir de Ortega y Gasset- la “altura de los tiempos”, es decir, la circunstancia histórica en la cual tienen vigencia determinados conceptos, formas y creencias.
De hecho, la nueva propuesta constitucional chilena exhibe estas cualidades a la perfección. En apretada síntesis, se abre con ella una mayor representatividad y participación popular, se garantizan derechos sociales antes vedados por la insensibilidad capitalista y se fijan directrices proactivas de equidad y protección ante la violencia para mujeres, niñez, ancianes y pueblos indígenas.
En esta nueva formulación constitucional, se exige al Estado responsabilidad primaria en la nivelación de las condiciones de vida –profundamente dispares en el Chile de hoy-, se descentraliza el poder político, se afirma la necesidad de proteger los bienes naturales comunes de la avaricia particular, instando a una mayor empatía con otras especies sintientes.
El signo incluyente y contrario a toda forma de discriminación se evidencia en el reconocimiento de la diversidad como riqueza y virtud, tanto en lo concerniente a las naciones y culturas que habitan el territorio como a la ampliación del abanico de opciones en términos de confesión, pluralismo de ideas, medios de expresión y en la libre elección de la sexoafectividad, la maternidad o la muerte digna, entre otras cuestiones existenciales.
En síntesis, refleja las principales pulsiones de la época: el indetenible avance de las mujeres por igualdad de derechos, la necesidad de nivelar desigualdades históricas, el imperativo de preservar la casa común, la ampliación de la libertad de elección y la dirección hacia la descentralización y apertura a formas más avanzadas de democracia.
La significación del plebiscito de salida en el contexto de la región y el mundo
El primer domingo de septiembre, el pueblo chileno tomará la decisión final. Pero, ¿en qué contexto se produce y qué implicancias tendrá un resultado favorable? Estas dos son cuestiones que ameritan reflexión, ya que ningún fenómeno está aislado, sino que intrínsecamente relacionado en estructura con otros. Mucho más en una época de mundialización que se dirige, más temprano que tarde y a pesar de las apariencias contingentes, camino a una Nación Humana Universal.
El escenario mundial se encuentra surcado en la actualidad por el declive del poder unipolar de los Estados Unidos y la hegemonía que su complejo militar-industrial, tecnológico y financiero instaló en el sistema de relaciones y gobernanza internacional luego de 1945. Poder y hegemonía que se asentaron en la imposición del dólar como patrón de moneda y la primacía de su influencia en instituciones multilaterales como Naciones Unidas o el Fondo Monetario Internacional, pero también en la expansión de los propios mandatos culturales y modalidades de organización política.
Sometimiento al que el pretendido imperio sumó innúmeras incursiones bélicas, ocupación de territorios ajenos e indebida injerencia en la soberanía de otras naciones bajo la falaz excusa de “defender el mundo libre, la democracia o los derechos humanos”.
Esta política violenta y sus evidentes efectos destructivos han conducido al rechazo mayoritario, abriendo espacios a desarrollos autónomos y soberanos, y a nuevas instancias de articulación como formas alternativas de contrapoder. En esos espacios de orientación multipolar, destaca hoy la influencia de China y Rusia, pero también la de múltiples Estados como Turquía, la India, el Irán, Sudáfrica o México, por solo mencionar unos pocos.
Incluso la unidad de naciones anteriormente en conflicto en Europa había logrado generar progresivamente un polo de creciente autodeterminación. Probablemente, haya sido ese intento, junto a la creciente inclinación de sus relaciones hacia Oriente, una causa fundamental en el forzamiento de la guerra ocasionada por la extensión de la OTAN -estructura militar bajo el comando de los Estados Unidos- hacia el Este europeo. Conflicto cuyo objetivo estratégico es instalar una nueva “cortina de hierro” occidental para disciplinar a los supuestos “aliados” -en realidad, territorios todavía ocupados por la presencia armada norteamericana-.
En ese marco de reposicionamiento global de fuerzas, las naciones de América Latina y el Caribe ven nuevas oportunidades en su búsqueda por superar el dominio del hegemón del Norte. Una tiranía geopolítica en la que sus pueblos, al igual que en la época colonial y poscolonial, fueron saqueados, empobrecidos y discriminados, viendo coartada toda posibilidad de elegir libremente su camino.
Los vientos emancipadores nuevamente soplan en el Sur, de diverso modo. Y esta diversidad es la clave para comprender una época en la que la desestructuración conlleva el peligro de la atomización, pero, a la vez, imposibilita los dictados únicos, centralistas y homogéneos propios de otros tiempos.
Alentado por esta correntada histórica en la que cabalgan hoy sublevados con renovada altivez distintos pueblos de la región -todos violentados por el mismo poder-, el colectivo chileno supo desandar con vocación decididamente no violenta un camino minado de dificultades por la conservación, el vasallaje y el temor.
Sin embargo, el caso de Chile agrega un ingrediente especial a esta rebelión general, a este nuevo oleaje independentista. Es el signo que le imprime una generación joven que, forjada al calor de la resiliencia y la resistencia al feroz mandato individualista, hoy extiende su influencia feminista, ambientalista, pluralista y de una mayor horizontalidad en los recintos decisores.
Por otra parte, el proceso constituyente chileno reaviva la llama de las “revoluciones constituyentes”, que ya habían sentado bases sociales e institucionales más justas, incluyentes, plurinacionales y democráticas en Venezuela (1999), Bolivia (2006-2007) y Ecuador (2007-2008).
Del mismo modo, el Apruebo chileno reforzará la posibilidad de encaminar sendas reformulaciones constitucionales en países como Perú, Guatemala o Brasil, en las que ínfimas, pero poderosas élites mantienen maniatado el espíritu de autodeterminación, libertad y justicia social de sus poblaciones. Por el mismo camino, la Colombia liderada por Petro verá alentada su determinación de hacer valer los logros de la Constitución de 1991, que abrió la puerta a una mayor participación ciudadana, autonomía territorial y pluralismo político.
El movimiento social ha mostrado en Chile que la unidad en la diversidad es fuente de fortaleza y que, aún en el marco de una extrema desigualdad, concentración de poder y una legalidad ilegítima y amañada, sí se puede avanzar hacia nuevos horizontes.
La aprobación plebiscitaria de la nueva Constitución de Chile dará un nuevo empuje a las fuerzas emancipadoras e integracionistas de la región, pero en perspectiva histórica, esta nueva sensibilidad emergente, tributaria de la rebelión mundial inconclusa de 2011 que aún late viva en los pliegues del imaginario de esta cohorte, acaso abra un nuevo capítulo en la historia de esta región y del mundo.
Un capítulo en el que la vida triunfe, en el que la humanidad logre imprimir un nuevo sentido a la existencia -hoy reducida a consumo, depredación y vacío-, en el que los seres humanos podamos encontrarnos y valorarnos, en el que la reparación y la reconciliación cierren para siempre la fosa letal de la violencia y la venganza.
Si el pueblo de Chile decide aprobar su nuevo contrato social, será un gran paso en esa dirección. Y será hermoso. Sin duda que será hermoso.
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
La Tinta