La era de los drones kamikazes y los robots asesinos
Por Julián Varsavsky
23 de noviembre de 2022
Imagen: AFP
En su ensayo La desaparición de los rituales, Byung Chul Han analiza los drones desde Johan Huizinga y su tratado Homo Ludens: en la antigua Grecia la guerra incluía un carácter lúdico-ritual, regida a veces por reglas similares a las del juego. Se delimitaba un teatro de operaciones -un escenario- y se establecida la fecha. Las armas de disparo -arco y jabalina- podían estar prohibidas, aceptándose solo la espada y la lanza: la lucha honorable era cuerpo a cuerpo. Y había un ritual previo de intercambio de armas en obsequio. La ritualización de la guerra homérica elevaba su nivel ético y cada adversario -como en el duelo individual- tenía los mismos derechos y condiciones, previo acuerdo firmado ante Artemisa como garante en un templo.
En su ensayo La desaparición de los rituales, Byung Chul Han analiza los drones desde Johan Huizinga y su tratado Homo Ludens: en la antigua Grecia la guerra incluía un carácter lúdico-ritual, regida a veces por reglas similares a las del juego. Se delimitaba un teatro de operaciones -un escenario- y se establecida la fecha. Las armas de disparo -arco y jabalina- podían estar prohibidas, aceptándose solo la espada y la lanza: la lucha honorable era cuerpo a cuerpo. Y había un ritual previo de intercambio de armas en obsequio. La ritualización de la guerra homérica elevaba su nivel ético y cada adversario -como en el duelo individual- tenía los mismos derechos y condiciones, previo acuerdo firmado ante Artemisa como garante en un templo.
Existía un reconocimiento expreso del otro en la guerra como duelo ritual, que le ponía un techo a la violencia (aunque extrema). La lucha greco-romana olímpica fue la corporización lúdica y sacralizada del combate, al que las reglas y el respeto le quitaron la sangre.
En el Medioevo europeo surgió el código militar entre caballeros: “era un deshonor atacar al enemigo sin ponerse uno mismo en peligro. Solo es honroso atacarlo en el campo de batalla”, escribió Han. No siempre los militares respetaban los códigos. Pero simetría y reciprocidad eran parte del estatuto y el asesinato por la espalda una deshonra. Según Carl Schmitt “en cada bando la guerra debe incluir cierta probabilidad, un mínimo de posibilidad de conseguir una victoria”. El código samurái contenía esta clase de lógicas: al derrotado se le concedía una digna muerte voluntaria, el harakiri.
Las guerras modernas -dice Han- “son una batalla de producción” que degenera cada vez más en matanza sin escrúpulos, librada por siervos laborales. La aparición del avión de combate hizo imposible la guerra como duelo personal ampliado. El enemigo ya no es un par equiparado jurídica y moralmente. Esto alteró el carácter propio de la guerra clásica según Schmitt: desaparece el cara a cara (“al fin y al cabo, el otro es la mirada”, dice Han). El piloto sobrevolando al adversario tiene una actitud nueva hacia él. Surge una asimetría total contra el “inferior”, no ya un contendiente sino un criminal sin derechos: “la superioridad técnica se torna superioridad moral”.
La guerra de drones llevaría esta asimetría al extremo. La aniquilación drónica es un mero acto policial, un hecho objetivo que justifica la masacre. No hay más reciprocidad. El piloto de dron oculto en una oficina -océano de por medio- teleopera desde una pantalla de videogame. Para Han, sin embargo, el clic de mouse como caza de bandidos, le quita a la guerra todo rasgo de juego ritual: “Aquí la muerte se produce maquinalmente. Los pilotos de drones trabajan en turnos. Para ellos la matanza es, sobre todo, un trabajo. Tras el servicio, les hacen entrega solemne de una scorecard o tarjeta de registro con la puntuación que certifica a cuántos hombres han matado. También en la matanza de hombres lo que cuenta es, como en cualquier otro trabajo, el rendimiento”.
Han cita a un jefe de la CIA: “Matamos personas basándonos en metadatos”. Con el enemigo disuelto en dígitos, la guerra deviene en un dataísmo de la carnicería humana, que sucede sin combate: un exterminio algorítmico. “La guerra de drones refleja una sociedad en la que todo se ha vuelto una cuestión de trabajo, de producción y de rendimiento… La producción y los rituales se excluyen entre sí”.
La guerra en Ucrania es la primera con drones de uso diario en cada bando: atacan en enjambre cooperativo con un zumbido pavoroso para población y soldados (otros son aviones-espía). Tampoco se habían usado así los drones kamikaze: el avión mismo es la bomba y el piloto no estalla. Irán armó a Rusia con su Shahed-136 “suicida”. Turquía y EE.UU. proveyeron a Ucrania los Bayraktar TB2 y Switchblade.
Ucrania creó drones marítimos como kayaks desbocados surcando el mar con motor de lancha rápida y bomba soviética de los ´80. Sergio Skobalski -coronel argentino recién retirado y analista geoestratégico- los decodifica: “son casi indetectables y cuando atacaron la flota rusa en Sebastopol -Crimea-, los videos muestran que les disparaban en vano desde barcos y helicópteros. Son muy chicos y dañaron al buque insignia Almte. Makarov. Los analistas esperaban una guerra con ataques cibernéticos y misiles convencionales pero se impuso otra de drones, señalando el futuro bélico”.
En el Medioevo europeo surgió el código militar entre caballeros: “era un deshonor atacar al enemigo sin ponerse uno mismo en peligro. Solo es honroso atacarlo en el campo de batalla”, escribió Han. No siempre los militares respetaban los códigos. Pero simetría y reciprocidad eran parte del estatuto y el asesinato por la espalda una deshonra. Según Carl Schmitt “en cada bando la guerra debe incluir cierta probabilidad, un mínimo de posibilidad de conseguir una victoria”. El código samurái contenía esta clase de lógicas: al derrotado se le concedía una digna muerte voluntaria, el harakiri.
Las guerras modernas -dice Han- “son una batalla de producción” que degenera cada vez más en matanza sin escrúpulos, librada por siervos laborales. La aparición del avión de combate hizo imposible la guerra como duelo personal ampliado. El enemigo ya no es un par equiparado jurídica y moralmente. Esto alteró el carácter propio de la guerra clásica según Schmitt: desaparece el cara a cara (“al fin y al cabo, el otro es la mirada”, dice Han). El piloto sobrevolando al adversario tiene una actitud nueva hacia él. Surge una asimetría total contra el “inferior”, no ya un contendiente sino un criminal sin derechos: “la superioridad técnica se torna superioridad moral”.
La guerra de drones llevaría esta asimetría al extremo. La aniquilación drónica es un mero acto policial, un hecho objetivo que justifica la masacre. No hay más reciprocidad. El piloto de dron oculto en una oficina -océano de por medio- teleopera desde una pantalla de videogame. Para Han, sin embargo, el clic de mouse como caza de bandidos, le quita a la guerra todo rasgo de juego ritual: “Aquí la muerte se produce maquinalmente. Los pilotos de drones trabajan en turnos. Para ellos la matanza es, sobre todo, un trabajo. Tras el servicio, les hacen entrega solemne de una scorecard o tarjeta de registro con la puntuación que certifica a cuántos hombres han matado. También en la matanza de hombres lo que cuenta es, como en cualquier otro trabajo, el rendimiento”.
Han cita a un jefe de la CIA: “Matamos personas basándonos en metadatos”. Con el enemigo disuelto en dígitos, la guerra deviene en un dataísmo de la carnicería humana, que sucede sin combate: un exterminio algorítmico. “La guerra de drones refleja una sociedad en la que todo se ha vuelto una cuestión de trabajo, de producción y de rendimiento… La producción y los rituales se excluyen entre sí”.
La guerra en Ucrania es la primera con drones de uso diario en cada bando: atacan en enjambre cooperativo con un zumbido pavoroso para población y soldados (otros son aviones-espía). Tampoco se habían usado así los drones kamikaze: el avión mismo es la bomba y el piloto no estalla. Irán armó a Rusia con su Shahed-136 “suicida”. Turquía y EE.UU. proveyeron a Ucrania los Bayraktar TB2 y Switchblade.
Ucrania creó drones marítimos como kayaks desbocados surcando el mar con motor de lancha rápida y bomba soviética de los ´80. Sergio Skobalski -coronel argentino recién retirado y analista geoestratégico- los decodifica: “son casi indetectables y cuando atacaron la flota rusa en Sebastopol -Crimea-, los videos muestran que les disparaban en vano desde barcos y helicópteros. Son muy chicos y dañaron al buque insignia Almte. Makarov. Los analistas esperaban una guerra con ataques cibernéticos y misiles convencionales pero se impuso otra de drones, señalando el futuro bélico”.
Según este estudioso de la ciencia militar, Rusia usa drones con la estrategia de guerra híbrida liminal: no ataca arrasando ciudades, sino con una “operación militar especial” a partir de la “teoría del conflicto limitado”, alcanzando objetivos por etapas intermedias. Los drones sabotean plantas eléctricas y generan caos sin atacar a la población, para hacerle pasar un invierno muy frío.
Ucrania, en cambio, enfrenta una guerra asimétrica y usa miles de drones para debilitar la moral enemiga (los acuáticos no hundieron barcos pero golpearon el corazón de la armada rusa). Estamos ante un gran campo de prueba para una tecnología de muy bajo costo y alta precisión que no arriesga tropa propia.
La víctima no llega a ver al dron: la bomba cae como relámpago, o baja en silencio por gravedad como en esos videos con cámara cenital donde estallan tanques rusos: hay fuego, nunca sangre. Quien dispara tampoco ve el blanco -sea niño, anciana o soldado- evitando el trauma del victimario. Mata de manera aséptica, deslizándose por windowing en la red, librado del principio de realidad. Disfruta a salvo su videotrabajo con la destreza de un e-Sportstar.
Naief Yehya -autor de Mundo Dron- los llama un tentáculo que sale del ciberespacio e invade la realidad, un ojo volador o de dios -lanzador de truenos- que elimina el teatro de guerra: ataca en cualquier lugar. No es un arma defensiva: caza humanos a distancia con la lógica lúdica de un juguete, un videogame con blancos reales. Según Skobalski, la inteligencia artificial está marcando la diferencia en la guerra actual: “el debate ético es si crear un arma que identifique a alguien por reconocimiento facial y lo ejecute sin autorización humana. Esa tecnología existe: el dron sería el primer robot asesino autónomo de la historia”. Y no es posible rendirse ante él.
En la guerra pocas veces se respetaron mucho los códigos: ha regido más bien un caos racionalizado donde casi todo vale. Pero la lluvia de drones va colocando la barrera ética aún más baja: no hay culpa ante un otro invisible.
El profesor de historia Héctor Arrosio evoca un relato oral de cuando Kublai Khan invadió Japón y un honorable samurái habría avanzado sólo por la playa, desafiando a duelo al mejor guerrero mongol para resolver la contienda con un solo muerto. Pero la ética del invasor era distinta: al osado lo atravesó una nube de flechas. Hacia un futuro menos distópico, sería deseable un código cibermilitar donde al campo de batalla fuesen solo los robots, sellándose allí la pugna. Pero ninguna potencia confía en el honor de la otra. Y los aviones suicidas atacan fuera del tablero: la era de los drones acaba de comenzar.
Ucrania, en cambio, enfrenta una guerra asimétrica y usa miles de drones para debilitar la moral enemiga (los acuáticos no hundieron barcos pero golpearon el corazón de la armada rusa). Estamos ante un gran campo de prueba para una tecnología de muy bajo costo y alta precisión que no arriesga tropa propia.
La víctima no llega a ver al dron: la bomba cae como relámpago, o baja en silencio por gravedad como en esos videos con cámara cenital donde estallan tanques rusos: hay fuego, nunca sangre. Quien dispara tampoco ve el blanco -sea niño, anciana o soldado- evitando el trauma del victimario. Mata de manera aséptica, deslizándose por windowing en la red, librado del principio de realidad. Disfruta a salvo su videotrabajo con la destreza de un e-Sportstar.
Naief Yehya -autor de Mundo Dron- los llama un tentáculo que sale del ciberespacio e invade la realidad, un ojo volador o de dios -lanzador de truenos- que elimina el teatro de guerra: ataca en cualquier lugar. No es un arma defensiva: caza humanos a distancia con la lógica lúdica de un juguete, un videogame con blancos reales. Según Skobalski, la inteligencia artificial está marcando la diferencia en la guerra actual: “el debate ético es si crear un arma que identifique a alguien por reconocimiento facial y lo ejecute sin autorización humana. Esa tecnología existe: el dron sería el primer robot asesino autónomo de la historia”. Y no es posible rendirse ante él.
En la guerra pocas veces se respetaron mucho los códigos: ha regido más bien un caos racionalizado donde casi todo vale. Pero la lluvia de drones va colocando la barrera ética aún más baja: no hay culpa ante un otro invisible.
El profesor de historia Héctor Arrosio evoca un relato oral de cuando Kublai Khan invadió Japón y un honorable samurái habría avanzado sólo por la playa, desafiando a duelo al mejor guerrero mongol para resolver la contienda con un solo muerto. Pero la ética del invasor era distinta: al osado lo atravesó una nube de flechas. Hacia un futuro menos distópico, sería deseable un código cibermilitar donde al campo de batalla fuesen solo los robots, sellándose allí la pugna. Pero ninguna potencia confía en el honor de la otra. Y los aviones suicidas atacan fuera del tablero: la era de los drones acaba de comenzar.