Por Sonia Correa y Juan Elman
En 25/11/2022
El ascenso de Jair Bolsonaro al poder en 2018 fue fugaz y rotundo, y tomó por sorpresa a observadores locales e internacionales. Un exmilitar de bajo rango y por entonces diputado era conocido por sus declaraciones misóginas y homofóbicas, pero no ostentaba mayor capital político. Su ascenso fue facilitado por dinámicas que llevaron a una vertiginosa oposición hacia el gobernante e izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), que comenzó con movilizaciones masivas en 2013, motivadas por demandas de mejores servicios públicos mientras el gobierno realizaba masivas inversiones en megaeventos deportivos, la Copa Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.
La entonces presidenta Dilma Rousseff, del PT, ganó por la mínima un segundo mandato en 2014. Pero el hartazgo político siguió creciendo, sobre todo por efectos de la recesión económica y de los escándalos de corrupción que golpearon al PT durante la Operación Lava Jato, una serie de investigaciones judiciales que llevaron a la cárcel a decenas de políticos y empresarios y desprestigiaron al sistema político – demonizando al PT.
Muy rápidamente, las movilizaciones giraron hacia la derecha, motorizadas por el Lava Jato, y finalmente desembocaron en el juicio político de Rousseff, en 2016, y en la condena y prisión del expresidente y líder del PT, Luiz Inácio Lula da Silva, en 2018.
Con Lula preso, Bolsonaro instaló su política digital, forjando una relación directa con el electorado e hizo amplio uso de las fake news en su contienda contra el candidato del PT, Fernando Haddad. Atacó la ‘ideología de género’ como la otra cara del “comunismo” (convertido en sinónimo de petismo), creando un chivo expiatorio para malestares difusos frente a la corrupción, pánicos sexuales e inseguridad pública.
Colocado como el salvador de Brasil, Bolsonaro atrajo a un electorado multiclasista y heterogéneo, como mostró una pesquisa de la antropóloga Isabela Kalil. Pero él ya era el candidato preferido de la industria de armamentos, de sectores del agronegocio y del mercado financiero, así como de militares de alto rango. Y contaba con sus bases electorales en Río de Janeiro, formadas por policías, militares de bajo rango y milicias (bandas de policías retirados y activos que se lucran con extorsiones y venta ilegal de servicios básicos como electricidad, gas, agua o internet) conectadas con otras partes del país. En sus posiciones ‘morales’ en asuntos como derechos sexuales y matrimonio igualitario resonaban las visiones del ultracatolicismo y del fundamentalismo evangélico.
La elección de Bolsonaro en 2018 también contó con el auxilio de la centroderecha tradicional, que tuvo un desempeño mediocre. El hecho de que Geraldo Alckmin, el candidato de centroderecha que había conseguido apenas 5% de los votos en 2018, fuera este año el compañero de fórmula de Lula, es la prueba de que esa erosión de la derecha tradicional continúa. El mes pasado, los candidatos de centro volvieron a quedarse con menos de 5% de los votos, pese a contar con apoyo de las elites económicas, renuentes a respaldar a Lula – quien en definitiva derrotó a Bolsonaro y ganó las presidenciales.
La herencia de Bolsonaro
A medida que la centroderecha colapsaba en Brasil y en la región, la ultraderecha se expandía y ganaba fuerza, como ilustran el desempeño electoral de Bolsonaro y las elecciones de 2021 en Chile.
Habían pasado cuatro décadas desde la caída de las dictaduras militares en América del Sur, cuando Bolsonaro llegó al poder en Brasil. Elegido con un partido débil y sin mucha estructura detrás, consiguió controlar el poder en base a las gangas típicas del sistema político brasileño, principalmente gracias a un acuerdo con un grupo de partidos en el Congreso que otorgan gobernabilidad a cambio de caja y cargos, conocido como “Centrão”. Con eso aceitó una masiva maquinaria electoral que contribuyó a que tuviera casi 60 millones de votos en la segunda vuelta, luego de una gestión económica mediocre y una desastrosa respuesta a la COVID-19, cuyo saldo superó los 700.000 muertos.
En los últimos cuatro años, Bolsonaro llevó la ideología de la ultraderecha al estado, conduciendo el repudio sistemático de la perspectiva de género en las políticas públicas y atacando el derecho al aborto y a los derechos de los pueblos indígenas. Indujo y sostuvo la furia de sus bases políticas, y canalizó recursos a grupos religiosos, financiando polémicos proyectos de rehabilitación de usuarios de drogas y utilizando dinero público para pagar propaganda oficial en medios de comunicación evangélicos.
Deja a la ultraderecha más fuerte en el Congreso (su Partido Liberal ostenta ahora la bancada más grande en Diputados y el Senado) y con control de gobernaciones clave, y una base política más organizada y mejor distribuida geográfica y socialmente. Una porción importante del electorado de derecha tradicional ha convergido y se homogeneizado con el núcleo duro del bolsonarismo, explica la investigadora Camila Rocha, del Centro Brasileiro de Análise e Planejamento.
Al mismo tiempo, “en las elecciones de 2022 hubo señales de que el bolsonarismo, como Frankenstein, se va despegando de su creador y ganando mayor violencia”, dijo a openDemocracy Isabela Kalil. “Así lo muestran las diferentes manifestaciones y cortes de carreteras luego de la segunda vuelta presidencial del 30 de octubre que, en algunos casos, han contado con financiamiento de empresarios locales”, agregó.
Brasil, nodo de la ultraderecha transnacional
El giro a la ultraderecha en Brasil debe ser analizado a la luz de dinámicas específicamente nacionales. Pero debe también leerse como la manifestación brasileña del resurgimiento político de la ultraderecha, que está en curso en Europa y las Américas desde principios de la década de 2010, pero cuya genealogía nos lleva mucho más atrás en el tiempo. El ataque al concepto de género que tuvo lugar en vísperas de la Conferencia Mundial de la ONU sobre la mujer en 1995 es descrito, por ejemplo, como el momento inaugural de la actual política antigénero, cuyos efectos en Brasil son inequívocos.
Desde los años 70, empezando por Europa y Estados Unidos, esta reorganización ideológica fue dispersa y gradual, pero continua. En su curso, el ultraconservadurismo secular y religioso abandonó posiciones estáticas de defensa del orden político existente, para invertir en ‘movilizaciones metapolíticas’, es decir, desvinculadas de instituciones estatales o partidos políticos.
En 25/11/2022
El ascenso de Jair Bolsonaro al poder en 2018 fue fugaz y rotundo, y tomó por sorpresa a observadores locales e internacionales. Un exmilitar de bajo rango y por entonces diputado era conocido por sus declaraciones misóginas y homofóbicas, pero no ostentaba mayor capital político. Su ascenso fue facilitado por dinámicas que llevaron a una vertiginosa oposición hacia el gobernante e izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), que comenzó con movilizaciones masivas en 2013, motivadas por demandas de mejores servicios públicos mientras el gobierno realizaba masivas inversiones en megaeventos deportivos, la Copa Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.
La entonces presidenta Dilma Rousseff, del PT, ganó por la mínima un segundo mandato en 2014. Pero el hartazgo político siguió creciendo, sobre todo por efectos de la recesión económica y de los escándalos de corrupción que golpearon al PT durante la Operación Lava Jato, una serie de investigaciones judiciales que llevaron a la cárcel a decenas de políticos y empresarios y desprestigiaron al sistema político – demonizando al PT.
Muy rápidamente, las movilizaciones giraron hacia la derecha, motorizadas por el Lava Jato, y finalmente desembocaron en el juicio político de Rousseff, en 2016, y en la condena y prisión del expresidente y líder del PT, Luiz Inácio Lula da Silva, en 2018.
Con Lula preso, Bolsonaro instaló su política digital, forjando una relación directa con el electorado e hizo amplio uso de las fake news en su contienda contra el candidato del PT, Fernando Haddad. Atacó la ‘ideología de género’ como la otra cara del “comunismo” (convertido en sinónimo de petismo), creando un chivo expiatorio para malestares difusos frente a la corrupción, pánicos sexuales e inseguridad pública.
Colocado como el salvador de Brasil, Bolsonaro atrajo a un electorado multiclasista y heterogéneo, como mostró una pesquisa de la antropóloga Isabela Kalil. Pero él ya era el candidato preferido de la industria de armamentos, de sectores del agronegocio y del mercado financiero, así como de militares de alto rango. Y contaba con sus bases electorales en Río de Janeiro, formadas por policías, militares de bajo rango y milicias (bandas de policías retirados y activos que se lucran con extorsiones y venta ilegal de servicios básicos como electricidad, gas, agua o internet) conectadas con otras partes del país. En sus posiciones ‘morales’ en asuntos como derechos sexuales y matrimonio igualitario resonaban las visiones del ultracatolicismo y del fundamentalismo evangélico.
La elección de Bolsonaro en 2018 también contó con el auxilio de la centroderecha tradicional, que tuvo un desempeño mediocre. El hecho de que Geraldo Alckmin, el candidato de centroderecha que había conseguido apenas 5% de los votos en 2018, fuera este año el compañero de fórmula de Lula, es la prueba de que esa erosión de la derecha tradicional continúa. El mes pasado, los candidatos de centro volvieron a quedarse con menos de 5% de los votos, pese a contar con apoyo de las elites económicas, renuentes a respaldar a Lula – quien en definitiva derrotó a Bolsonaro y ganó las presidenciales.
La herencia de Bolsonaro
A medida que la centroderecha colapsaba en Brasil y en la región, la ultraderecha se expandía y ganaba fuerza, como ilustran el desempeño electoral de Bolsonaro y las elecciones de 2021 en Chile.
Habían pasado cuatro décadas desde la caída de las dictaduras militares en América del Sur, cuando Bolsonaro llegó al poder en Brasil. Elegido con un partido débil y sin mucha estructura detrás, consiguió controlar el poder en base a las gangas típicas del sistema político brasileño, principalmente gracias a un acuerdo con un grupo de partidos en el Congreso que otorgan gobernabilidad a cambio de caja y cargos, conocido como “Centrão”. Con eso aceitó una masiva maquinaria electoral que contribuyó a que tuviera casi 60 millones de votos en la segunda vuelta, luego de una gestión económica mediocre y una desastrosa respuesta a la COVID-19, cuyo saldo superó los 700.000 muertos.
En los últimos cuatro años, Bolsonaro llevó la ideología de la ultraderecha al estado, conduciendo el repudio sistemático de la perspectiva de género en las políticas públicas y atacando el derecho al aborto y a los derechos de los pueblos indígenas. Indujo y sostuvo la furia de sus bases políticas, y canalizó recursos a grupos religiosos, financiando polémicos proyectos de rehabilitación de usuarios de drogas y utilizando dinero público para pagar propaganda oficial en medios de comunicación evangélicos.
Deja a la ultraderecha más fuerte en el Congreso (su Partido Liberal ostenta ahora la bancada más grande en Diputados y el Senado) y con control de gobernaciones clave, y una base política más organizada y mejor distribuida geográfica y socialmente. Una porción importante del electorado de derecha tradicional ha convergido y se homogeneizado con el núcleo duro del bolsonarismo, explica la investigadora Camila Rocha, del Centro Brasileiro de Análise e Planejamento.
Al mismo tiempo, “en las elecciones de 2022 hubo señales de que el bolsonarismo, como Frankenstein, se va despegando de su creador y ganando mayor violencia”, dijo a openDemocracy Isabela Kalil. “Así lo muestran las diferentes manifestaciones y cortes de carreteras luego de la segunda vuelta presidencial del 30 de octubre que, en algunos casos, han contado con financiamiento de empresarios locales”, agregó.
Brasil, nodo de la ultraderecha transnacional
El giro a la ultraderecha en Brasil debe ser analizado a la luz de dinámicas específicamente nacionales. Pero debe también leerse como la manifestación brasileña del resurgimiento político de la ultraderecha, que está en curso en Europa y las Américas desde principios de la década de 2010, pero cuya genealogía nos lleva mucho más atrás en el tiempo. El ataque al concepto de género que tuvo lugar en vísperas de la Conferencia Mundial de la ONU sobre la mujer en 1995 es descrito, por ejemplo, como el momento inaugural de la actual política antigénero, cuyos efectos en Brasil son inequívocos.
Desde los años 70, empezando por Europa y Estados Unidos, esta reorganización ideológica fue dispersa y gradual, pero continua. En su curso, el ultraconservadurismo secular y religioso abandonó posiciones estáticas de defensa del orden político existente, para invertir en ‘movilizaciones metapolíticas’, es decir, desvinculadas de instituciones estatales o partidos políticos.
Esta “revolución conservadora”, para usar el lenguaje del filósofo brasileño Marcos Nobre, es interpretada por varias y varios analistas como el giro gramsciano de la derecha, una estrategia de movilización para promover cambios culturales y de ese modo asegurar la hegemonía política, siguiendo la teoría del filósofo comunista italiano Antonio Gramsci.
A partir de 2018 Bolsonaro y su hijo Eduardo establecieron sólidos vinculos con la ultraderecha estadounidense – como muestra un reciente artículo de openDemocracy – en especial con el estratega del expresidente Donald Trump, Steve Bannon, y la Conservative Political Action Conference (CPAC).
En los últimos cuatro años, Brasil se ha convertido en un nodo articulador de estas tramas y en parada obligatoria para las figuras de la ultraderecha mundial. Bolsonaro se va del poder, pero ese tejido de conexiones seguirá activo.
Una alerta regional
No sin razón, el triunfo de Lula en la segunda vuelta presidencial brasileña fue recibido con júbilo por las fuerzas progresistas de la región. Implicó un esfuerzo reñido contra la política digital de la ultraderecha y su flamante máquina electoral. En sus últimos momentos tuvo que afrontar formas variadas de coerción electoral, ejemplificada en la ola de denuncias sobre empresarios presionando a sus empleados para que votaran a Bolsonaro.
En cierta forma, las elecciones en Brasil marcan la consolidación del nuevo ciclo político progresista latinoamericano. La izquierda conquistó seis de las últimas ocho elecciones presidenciales y, por primera vez, gobernará las cinco principales economías de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México).
Pero Lula se integrará a un concierto que presenta signos de crisis y muchos retos. A diferencia de lo ocurrido a inicios de los años 2000, estos gobiernos progresistas encuentran mayores limitaciones políticas y económicas para plasmar sus agendas. El clima de malestar y hartazgo se ha profundizado en los últimos años, ante un cuadro sociopolítico desalentador. Aun cuando en Brasil, el aprecio por la democracia fue, en 2022, el más alto en mucho tiempo, encuestas como el Latinobarómetro registran un creciente desapego de las ciudadanías hacia las instituciones democráticas y un marcado rechazo a las dirigencias políticas.
A partir de 2018 Bolsonaro y su hijo Eduardo establecieron sólidos vinculos con la ultraderecha estadounidense – como muestra un reciente artículo de openDemocracy – en especial con el estratega del expresidente Donald Trump, Steve Bannon, y la Conservative Political Action Conference (CPAC).
En los últimos cuatro años, Brasil se ha convertido en un nodo articulador de estas tramas y en parada obligatoria para las figuras de la ultraderecha mundial. Bolsonaro se va del poder, pero ese tejido de conexiones seguirá activo.
Una alerta regional
No sin razón, el triunfo de Lula en la segunda vuelta presidencial brasileña fue recibido con júbilo por las fuerzas progresistas de la región. Implicó un esfuerzo reñido contra la política digital de la ultraderecha y su flamante máquina electoral. En sus últimos momentos tuvo que afrontar formas variadas de coerción electoral, ejemplificada en la ola de denuncias sobre empresarios presionando a sus empleados para que votaran a Bolsonaro.
En cierta forma, las elecciones en Brasil marcan la consolidación del nuevo ciclo político progresista latinoamericano. La izquierda conquistó seis de las últimas ocho elecciones presidenciales y, por primera vez, gobernará las cinco principales economías de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México).
Pero Lula se integrará a un concierto que presenta signos de crisis y muchos retos. A diferencia de lo ocurrido a inicios de los años 2000, estos gobiernos progresistas encuentran mayores limitaciones políticas y económicas para plasmar sus agendas. El clima de malestar y hartazgo se ha profundizado en los últimos años, ante un cuadro sociopolítico desalentador. Aun cuando en Brasil, el aprecio por la democracia fue, en 2022, el más alto en mucho tiempo, encuestas como el Latinobarómetro registran un creciente desapego de las ciudadanías hacia las instituciones democráticas y un marcado rechazo a las dirigencias políticas.
Con la pandemia, la región retrocedió 20 años en materia de desarrollo social, revirtiendo una parte central de los logros de los gobiernos de la primera década de este siglo, especialmente en reducción de la pobreza. Las clases medias, por su parte, sufren cada vez más la precariedad de la vida mientras demandan mejores servicios públicos.
En tal escenario, la resiliencia electoral de Bolsonaro y la consolidación del movimiento que hizo surgir son un dato relevante. La experiencia brasileña fue seguida de cerca por referentes de extrema derecha en la región, como Javier Milei en Argentina y José Antonio Kast en Chile. La conectividad transnacional de esas fuerzas está hoy más consolidada, a medida que intentan replicar y adaptar las narrativas y tácticas de Bolsonaro al contexto de sus países, con un éxito electoral dispar pero en ascenso. La afinidad e identificación personal que logró Bolsonaro con diferentes sectores sociales – desde agentes policiales hasta trabajadores agrícolas – sumada a la evaporación de la derecha tradicional, conforman un modelo que es examinado muy de cerca por esas fuerzas regionales, que procuran fustigar los malestares sociales para erigirse en actores protagonistas del juego político.
Si la experiencia de Estados Unidos sirve de algo – y debería, considerando las similitudes entre estos movimientos de extrema derecha –, la supervivencia del trumpismo sugiere que, una vez que estas fuerzas llegan al poder político, es difícil borrarlas del mapa.
Sin permiso
En tal escenario, la resiliencia electoral de Bolsonaro y la consolidación del movimiento que hizo surgir son un dato relevante. La experiencia brasileña fue seguida de cerca por referentes de extrema derecha en la región, como Javier Milei en Argentina y José Antonio Kast en Chile. La conectividad transnacional de esas fuerzas está hoy más consolidada, a medida que intentan replicar y adaptar las narrativas y tácticas de Bolsonaro al contexto de sus países, con un éxito electoral dispar pero en ascenso. La afinidad e identificación personal que logró Bolsonaro con diferentes sectores sociales – desde agentes policiales hasta trabajadores agrícolas – sumada a la evaporación de la derecha tradicional, conforman un modelo que es examinado muy de cerca por esas fuerzas regionales, que procuran fustigar los malestares sociales para erigirse en actores protagonistas del juego político.
Si la experiencia de Estados Unidos sirve de algo – y debería, considerando las similitudes entre estos movimientos de extrema derecha –, la supervivencia del trumpismo sugiere que, una vez que estas fuerzas llegan al poder político, es difícil borrarlas del mapa.
Sin permiso