Por Héctor Silva Ávalos
En 07/04/2023
En 07/04/2023
La gobernabilidad que limita garantías constitucionales bajo regímenes de excepción es el modelo normalizado en varias zonas de El Salvador y Honduras. Los gobiernos de ambos países han hecho uso de la fuerza pública, incluida la militarización, para echar a andar políticas de seguridad que les garanticen el control político y territorial.
La situación de violencia y seguridad ciudadana en Honduras, Guatemala y El Salvador ha sido uno de los principales retos en materia de derechos humanos y gobernabilidad democrática durante décadas en estos países. La tasa de criminalidad, incluyendo homicidios y femicidios, son de las más altas en la región. Las causas de la violencia y sus perpetradores -que incluyen agentes del Estado- son complejas, ya que tanto la criminalidad organizada como las pandillas han sido estructuras que se han sofisticado y fortalecido con el tiempo.
Durante años, la respuesta estatal ante el flagelo que implica la violencia ha sido la promoción de políticas punitivas de represión conocidas como “mano dura” y no de prevención integral que, por medio de la justicia, logren reducir la impunidad y crear ambientes seguros para la población. Durante las épocas de supuesto fortalecimiento y profesionalización de las fuerzas de seguridad en cada país, igual ha habido fallas y las mejoras no han sido sostenibles; estos cuerpos han estado plagados por corrupción interna, programas de entrenamiento insuficientes y la continuación de abusos perpetrados por miembros de cuerpos de seguridad estatales.
Los gobiernos del norte de Centroamérica, caracterizados por su frágil institucionalidad y falta de cumplimiento de estándares internacionales de derechos humanos, no han dado respuestas efectivas y sostenibles. En ese contexto, limitar las garantías constitucionales como la libertad de movimiento, el derecho de asociación y al debido proceso ha sido el modelo populista adoptado de manera permanente.
El Salvador: ¿Reducción de violencia por negociación con pandillas o por estado de excepción?
La tendencia a la baja en la cifra de homicidios es una constante desde al menos 2016. En 2020, año en que Bukele asumió como presidente, un estudio del International Crisis Group atribuyó la reducción de un 60 por ciento en los homicidios del 2019 a una decisión de las pandillas más que a un logro de las políticas gubernamentales.
De acuerdo con investigaciones de la fiscalía salvadoreña y de la fuerza de tarea estadounidense Vulcan, en 2020 el gobierno de Bukele afianzó un pacto con las pandillas MS13 y Barrio 18 para mantener esa baja y, en general, beneficios electorales y gobernabilidad en un país en el que las pandillas controlan grandes porciones del territorio. Ese pacto se rompió en marzo de 2022 por razones hasta ahora no esclarecidas, y provocó una respuesta violenta de las pandillas que dejó al menos 87 cadáveres en un fin de semana.
El gobierno de Bukele, a su vez, respondió con un régimen de excepción que se decretó en la Asamblea Legislativa el 27 de marzo y ya se ha extendido 10 veces. El próximo mes, El Salvador cumplirá un año en el que quienes han sido detenidos y acusados de delitos como asociaciones ilícitas y otros relacionados con las pandillas no han contado con garantías constitucionales mínimas de defensa y debido proceso. Bukele ha compartido datos de la Policía Nacional Civil, a través de Twitter, señalando que El Salvador es ahora el país más seguro del continente. En enero, el Ministerio de Seguridad publicó que la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes había sido de 7.8 en 2022, un descenso importante respecto a los 17.6 homicidios por cada 100,000 habitantes del año anterior y la más baja en las últimas décadas. Varios analistas, sin embargo, han señalado que es imposible contrastar estas cifras de forma independiente debido a que el gobierno salvadoreño ha bloqueado por completo el acceso a la información pública. Además, es importante notar que el gobierno de Bukele ha cambiado qué tipos de muertes se incluyen en las cifras totales de homicidios, eliminando por ejemplo, las muertes de presuntos pandilleros en enfrentamientos con la policía.
A inicios de febrero, en un reportaje del periódico digital El Faro, concluyó que con el régimen de excepción el gobierno de Bukele había desarticulado a las pandillas con un costo democrático grande. El presidente Bukele aprovechó para defender la limitación de garantías constitucionales como una política efectiva de seguridad ciudadana a pesar de que vulnera la democracia salvadoreña.
Ha crecido la preocupación de que la experiencia de El Salvador respecto a los estados de excepción cree un modelo de seguridad en países de la región centroamericana y que, tanto las constantes violaciones de derechos humanos como el flagelo a los valores democráticos se normalicen. En un editorial titulado “Sin maras y sin democracia”, El Faro reconoce que los resultados de la política de Bukele están basados en “violaciones a los derechos humanos (que) son masivas… miles de inocentes permanecen injustamente detenidos en prisiones hacinadas, (y) decenas han muerto en detención”.
A finales de enero de 2023, Human Rights Watch publicó un informe, basado en la filtración de una base de datos del gobierno salvadoreño, en el que confirma que ocurrieron violaciones masivas de derechos humanos en El Salvador durante el régimen de excepción. Además, el estado de excepción ha dejado abierto el camino a consolidar una gobernanza definida por la corrupción y la falta de transparencia e independencia judicial.
Mientras ha durado el régimen de excepción en El Salvador, El Estado ha metido a unas 64,000 personas a la cárcel, de las cuales 80 personas han muerto en circunstancias no esclarecidas hasta septiembre de 2022. Ninguna de estas personas detenidas ha contado con la defensa apropiada y la mayoría ha permanecido detenida sin ver a un juez antes de dos semanas de los arrestos, todo lo cual es permitido por las limitaciones a las garantías constitucionales aprobadas.
En ese escenario, la situación de los derechos humanos no ha hecho más que agravarse en El Salvador. El 18 de noviembre de 2022, el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas expresó “profunda preocupación” por lo que ocurre en el país y por “las graves consecuencias en materia de derechos humanos que presentan las medidas adoptadas por las autoridades en el marco del régimen de excepción”. En un informe presentado ese día, el comité enumera al menos seis violaciones de derechos fundamentales cometidas durante el régimen de excepción.
El presidente Bukele ha prestado poca atención a estas preocupaciones de la comunidad internacional y más bien ha optado por profundizar la militarización de la seguridad.
Honduras: ¿replicando un modelo?
Al igual que El Salvador y Guatemala, Honduras tiene cifras altas de violencia homicida y femicida así como una impunidad estructural en la mayoría de estos crímenes.
El mismo día que Bukele hizo pública la quinta fase del Plan de Control Territorial, a la que llamó Extracción y que consiste, en esencia, en enviar a militares a cercar comunidades para capturar a personas sospechosas de ser líderes de las pandillas, la presidenta Castro anunció su guerra contra las pandillas en Honduras.
El gobierno de Honduras decretó el 6 de diciembre de 2022, estados de emergencia en 162 barrios, la mayoría en San Pedro Sula y Tegucigalpa, lo cual ha sido ampliado hasta el 20 de abril. La medida, según advirtieron organizaciones de la sociedad civil, llegó acompañada de decretos que limitan las garantías constitucionales.
Las medidas son parte de una guerra abierta contra las pandillas, la extorsión y el crimen organizado en el país, que ha dado a las fuerzas de seguridad todos los recursos para combatir la extorsión, uno de los delitos que más afecta a los hondureños. Los recursos incluyen el uso del ejército en labores de seguridad pública, algo que ya es política ordinaria también en Guatemala y El Salvador, los otros dos países del Triángulo Norte de Centroamérica, a pesar de que las constituciones de estas naciones limitan el uso de las Fuerza Armadas en estos casos.
El febrero 21 de 2023, el gobierno hondureño amplió hasta el 6 de abril el estado de excepción, sin dar claridad en qué barrios exactamente se aplica.
¿Una política efectiva o un círculo vicioso?
Chamelecón ha sido, desde principios de siglo, uno de los barrios más peligrosos de San Pedro Sula. Un día antes de la Nochebuena de 2004, un escuadrón de la muerte paramilitar acribilló a 28 personas en un bus, en un evento que luego los criminólogos catalogaron como limpieza social. Después de eso, en las últimas dos décadas, el Estado hondureño ha utilizado comandos especiales del ejército y la policía para intentar controlar a los grupos criminales que manejan el negocio de la droga en este enorme barrio que se extiende desde el Río Sula hasta la carretera CA-5 a los pies del cerro El Merendón, capital financiera del país.
Los controles del ejército nunca funcionaron del todo: Chamelecón sigue siendo un enorme barrio marginado del desarrollo en las afueras de la ciudad más próspera de Honduras, donde la pobreza y la estigmatización son variables que explican la violencia.
Tras la destrucción provocada por el huracán Mitch en 1998 y la migración masiva desde el campo devastado en el valle de Sula y la zona del Bajo Aguán que siguió, Chamelecón creció sin orden urbanístico ni inversión estatal. Durante años, el Estado de Honduras desatendió a miles de jóvenes del barrio que empezaron a migrar hacia Estados Unidos o a ser reclutados por la Mara Salvatrucha 13,el Barrio 18 u otras maras en la colonia que han surgido y desaparecido con los años.
Después de la masacre en el bus en 2004, el gobierno hondureño, entonces en manos delLliberal Ricardo Maduro, culpó a las pandillas y decidió responder como lo harían todos sus sucesores: con la mano dura implementada por unidades especiales de la Fuerza Armada y la Policía Nacional.
Después del golpe de Estado de 2009, los gobiernos del Partido Nacional, bajo Porfirio Lobo primero y Juan Orlando Hernández después, continuaron con las prácticas represivas del modelo mano dura. Pero, mientras encarcelaban a miles de jóvenes y sus gobiernos seguían sin atender las causas-raíz de la marginalidad, la violencia, y el crecimiento del crimen en Chamelecón, los líderes pandilleros fortalecían su operación de narcotráfico, que creció entre 2013 y 2019, durante el gobierno de Hernández. La violencia nunca se detuvo.
Cuando Xiomara Castro asumió la presidencia, la situación en Chamelecón seguía siendo la misma de siempre: drogas, masacres y marginalidad. En julio de 2022, el nuevo gobierno lanzó la enésima embestida policial para intentar frenar otro capítulo de violencia atribuido a las pandillas. De nuevo, fue un parche: en octubre de este año, un nuevo tiroteo, a media cuadra de una posta policial, terminó con la vida de tres personas.
Al anunciar las nuevas medidas, la presidenta Castro adjudicó toda la responsabilidad del Estado del crimen a su antecesor, el expresidente Juan Orlando Hernández, preso en Estados Unidos y en espera de un juicio por delitos de narcotráfico. La operatividad del crimen organizado y las pandillas creció durante el gobierno de Hernández, sin embargo, desmontar ese inmenso aparato criminal, muchas veces incrustado en el Estado, toma tiempo. El uso del ejército en labores policiales y las limitaciones a garantías constitucionales no son respuestas que hayan funcionado antes, dado los señalamientos por vínculos con el narcotráfico, corrupción, y violaciones a los derechos humanos.
Las embestidas de la policía y el ejército en Chamelecón trajeron a veces períodos cortos de calma, pero casi siempre llegaron con violaciones a los derechos básicos de quienes ahí viven, y nunca llevaron, en el largo plazo, una solución eficaz. Hoy, Chamelecón está de nuevo bajo estado de excepción; bajo una fórmula de seguridad pública que, al menos en Honduras, no ha funcionado.
Aún no está claro si la estrategia de la presidenta Castro en Honduras será suficiente para mantener a la baja las cifras de homicidios. En El Salvador, a pesar de que es muy difícil dar cifras exactas por la falta de transparencia del gobierno en el manejo de las cifras de violencia, el descenso en la violencia homicida parece ser pronunciado debido, en parte, a que el régimen de excepción ha limitado la capacidad de las pandillas para ejercer violencia en los territorios. En ambos casos, sin embargo, mantener las políticas de seguridad pública basadas en la restricción de garantías constitucionales generará situaciones que no son sostenibles en el tiempo, facilitan las violaciones a derechos humanos y van en detrimento de la democracia.
Wola
La situación de violencia y seguridad ciudadana en Honduras, Guatemala y El Salvador ha sido uno de los principales retos en materia de derechos humanos y gobernabilidad democrática durante décadas en estos países. La tasa de criminalidad, incluyendo homicidios y femicidios, son de las más altas en la región. Las causas de la violencia y sus perpetradores -que incluyen agentes del Estado- son complejas, ya que tanto la criminalidad organizada como las pandillas han sido estructuras que se han sofisticado y fortalecido con el tiempo.
Durante años, la respuesta estatal ante el flagelo que implica la violencia ha sido la promoción de políticas punitivas de represión conocidas como “mano dura” y no de prevención integral que, por medio de la justicia, logren reducir la impunidad y crear ambientes seguros para la población. Durante las épocas de supuesto fortalecimiento y profesionalización de las fuerzas de seguridad en cada país, igual ha habido fallas y las mejoras no han sido sostenibles; estos cuerpos han estado plagados por corrupción interna, programas de entrenamiento insuficientes y la continuación de abusos perpetrados por miembros de cuerpos de seguridad estatales.
Los gobiernos del norte de Centroamérica, caracterizados por su frágil institucionalidad y falta de cumplimiento de estándares internacionales de derechos humanos, no han dado respuestas efectivas y sostenibles. En ese contexto, limitar las garantías constitucionales como la libertad de movimiento, el derecho de asociación y al debido proceso ha sido el modelo populista adoptado de manera permanente.
El Salvador: ¿Reducción de violencia por negociación con pandillas o por estado de excepción?
La tendencia a la baja en la cifra de homicidios es una constante desde al menos 2016. En 2020, año en que Bukele asumió como presidente, un estudio del International Crisis Group atribuyó la reducción de un 60 por ciento en los homicidios del 2019 a una decisión de las pandillas más que a un logro de las políticas gubernamentales.
De acuerdo con investigaciones de la fiscalía salvadoreña y de la fuerza de tarea estadounidense Vulcan, en 2020 el gobierno de Bukele afianzó un pacto con las pandillas MS13 y Barrio 18 para mantener esa baja y, en general, beneficios electorales y gobernabilidad en un país en el que las pandillas controlan grandes porciones del territorio. Ese pacto se rompió en marzo de 2022 por razones hasta ahora no esclarecidas, y provocó una respuesta violenta de las pandillas que dejó al menos 87 cadáveres en un fin de semana.
El gobierno de Bukele, a su vez, respondió con un régimen de excepción que se decretó en la Asamblea Legislativa el 27 de marzo y ya se ha extendido 10 veces. El próximo mes, El Salvador cumplirá un año en el que quienes han sido detenidos y acusados de delitos como asociaciones ilícitas y otros relacionados con las pandillas no han contado con garantías constitucionales mínimas de defensa y debido proceso. Bukele ha compartido datos de la Policía Nacional Civil, a través de Twitter, señalando que El Salvador es ahora el país más seguro del continente. En enero, el Ministerio de Seguridad publicó que la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes había sido de 7.8 en 2022, un descenso importante respecto a los 17.6 homicidios por cada 100,000 habitantes del año anterior y la más baja en las últimas décadas. Varios analistas, sin embargo, han señalado que es imposible contrastar estas cifras de forma independiente debido a que el gobierno salvadoreño ha bloqueado por completo el acceso a la información pública. Además, es importante notar que el gobierno de Bukele ha cambiado qué tipos de muertes se incluyen en las cifras totales de homicidios, eliminando por ejemplo, las muertes de presuntos pandilleros en enfrentamientos con la policía.
A inicios de febrero, en un reportaje del periódico digital El Faro, concluyó que con el régimen de excepción el gobierno de Bukele había desarticulado a las pandillas con un costo democrático grande. El presidente Bukele aprovechó para defender la limitación de garantías constitucionales como una política efectiva de seguridad ciudadana a pesar de que vulnera la democracia salvadoreña.
Ha crecido la preocupación de que la experiencia de El Salvador respecto a los estados de excepción cree un modelo de seguridad en países de la región centroamericana y que, tanto las constantes violaciones de derechos humanos como el flagelo a los valores democráticos se normalicen. En un editorial titulado “Sin maras y sin democracia”, El Faro reconoce que los resultados de la política de Bukele están basados en “violaciones a los derechos humanos (que) son masivas… miles de inocentes permanecen injustamente detenidos en prisiones hacinadas, (y) decenas han muerto en detención”.
A finales de enero de 2023, Human Rights Watch publicó un informe, basado en la filtración de una base de datos del gobierno salvadoreño, en el que confirma que ocurrieron violaciones masivas de derechos humanos en El Salvador durante el régimen de excepción. Además, el estado de excepción ha dejado abierto el camino a consolidar una gobernanza definida por la corrupción y la falta de transparencia e independencia judicial.
Mientras ha durado el régimen de excepción en El Salvador, El Estado ha metido a unas 64,000 personas a la cárcel, de las cuales 80 personas han muerto en circunstancias no esclarecidas hasta septiembre de 2022. Ninguna de estas personas detenidas ha contado con la defensa apropiada y la mayoría ha permanecido detenida sin ver a un juez antes de dos semanas de los arrestos, todo lo cual es permitido por las limitaciones a las garantías constitucionales aprobadas.
En ese escenario, la situación de los derechos humanos no ha hecho más que agravarse en El Salvador. El 18 de noviembre de 2022, el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas expresó “profunda preocupación” por lo que ocurre en el país y por “las graves consecuencias en materia de derechos humanos que presentan las medidas adoptadas por las autoridades en el marco del régimen de excepción”. En un informe presentado ese día, el comité enumera al menos seis violaciones de derechos fundamentales cometidas durante el régimen de excepción.
El presidente Bukele ha prestado poca atención a estas preocupaciones de la comunidad internacional y más bien ha optado por profundizar la militarización de la seguridad.
Honduras: ¿replicando un modelo?
Al igual que El Salvador y Guatemala, Honduras tiene cifras altas de violencia homicida y femicida así como una impunidad estructural en la mayoría de estos crímenes.
El mismo día que Bukele hizo pública la quinta fase del Plan de Control Territorial, a la que llamó Extracción y que consiste, en esencia, en enviar a militares a cercar comunidades para capturar a personas sospechosas de ser líderes de las pandillas, la presidenta Castro anunció su guerra contra las pandillas en Honduras.
El gobierno de Honduras decretó el 6 de diciembre de 2022, estados de emergencia en 162 barrios, la mayoría en San Pedro Sula y Tegucigalpa, lo cual ha sido ampliado hasta el 20 de abril. La medida, según advirtieron organizaciones de la sociedad civil, llegó acompañada de decretos que limitan las garantías constitucionales.
Las medidas son parte de una guerra abierta contra las pandillas, la extorsión y el crimen organizado en el país, que ha dado a las fuerzas de seguridad todos los recursos para combatir la extorsión, uno de los delitos que más afecta a los hondureños. Los recursos incluyen el uso del ejército en labores de seguridad pública, algo que ya es política ordinaria también en Guatemala y El Salvador, los otros dos países del Triángulo Norte de Centroamérica, a pesar de que las constituciones de estas naciones limitan el uso de las Fuerza Armadas en estos casos.
El febrero 21 de 2023, el gobierno hondureño amplió hasta el 6 de abril el estado de excepción, sin dar claridad en qué barrios exactamente se aplica.
¿Una política efectiva o un círculo vicioso?
Chamelecón ha sido, desde principios de siglo, uno de los barrios más peligrosos de San Pedro Sula. Un día antes de la Nochebuena de 2004, un escuadrón de la muerte paramilitar acribilló a 28 personas en un bus, en un evento que luego los criminólogos catalogaron como limpieza social. Después de eso, en las últimas dos décadas, el Estado hondureño ha utilizado comandos especiales del ejército y la policía para intentar controlar a los grupos criminales que manejan el negocio de la droga en este enorme barrio que se extiende desde el Río Sula hasta la carretera CA-5 a los pies del cerro El Merendón, capital financiera del país.
Los controles del ejército nunca funcionaron del todo: Chamelecón sigue siendo un enorme barrio marginado del desarrollo en las afueras de la ciudad más próspera de Honduras, donde la pobreza y la estigmatización son variables que explican la violencia.
Tras la destrucción provocada por el huracán Mitch en 1998 y la migración masiva desde el campo devastado en el valle de Sula y la zona del Bajo Aguán que siguió, Chamelecón creció sin orden urbanístico ni inversión estatal. Durante años, el Estado de Honduras desatendió a miles de jóvenes del barrio que empezaron a migrar hacia Estados Unidos o a ser reclutados por la Mara Salvatrucha 13,el Barrio 18 u otras maras en la colonia que han surgido y desaparecido con los años.
Después de la masacre en el bus en 2004, el gobierno hondureño, entonces en manos delLliberal Ricardo Maduro, culpó a las pandillas y decidió responder como lo harían todos sus sucesores: con la mano dura implementada por unidades especiales de la Fuerza Armada y la Policía Nacional.
Después del golpe de Estado de 2009, los gobiernos del Partido Nacional, bajo Porfirio Lobo primero y Juan Orlando Hernández después, continuaron con las prácticas represivas del modelo mano dura. Pero, mientras encarcelaban a miles de jóvenes y sus gobiernos seguían sin atender las causas-raíz de la marginalidad, la violencia, y el crecimiento del crimen en Chamelecón, los líderes pandilleros fortalecían su operación de narcotráfico, que creció entre 2013 y 2019, durante el gobierno de Hernández. La violencia nunca se detuvo.
Cuando Xiomara Castro asumió la presidencia, la situación en Chamelecón seguía siendo la misma de siempre: drogas, masacres y marginalidad. En julio de 2022, el nuevo gobierno lanzó la enésima embestida policial para intentar frenar otro capítulo de violencia atribuido a las pandillas. De nuevo, fue un parche: en octubre de este año, un nuevo tiroteo, a media cuadra de una posta policial, terminó con la vida de tres personas.
Al anunciar las nuevas medidas, la presidenta Castro adjudicó toda la responsabilidad del Estado del crimen a su antecesor, el expresidente Juan Orlando Hernández, preso en Estados Unidos y en espera de un juicio por delitos de narcotráfico. La operatividad del crimen organizado y las pandillas creció durante el gobierno de Hernández, sin embargo, desmontar ese inmenso aparato criminal, muchas veces incrustado en el Estado, toma tiempo. El uso del ejército en labores policiales y las limitaciones a garantías constitucionales no son respuestas que hayan funcionado antes, dado los señalamientos por vínculos con el narcotráfico, corrupción, y violaciones a los derechos humanos.
Las embestidas de la policía y el ejército en Chamelecón trajeron a veces períodos cortos de calma, pero casi siempre llegaron con violaciones a los derechos básicos de quienes ahí viven, y nunca llevaron, en el largo plazo, una solución eficaz. Hoy, Chamelecón está de nuevo bajo estado de excepción; bajo una fórmula de seguridad pública que, al menos en Honduras, no ha funcionado.
Aún no está claro si la estrategia de la presidenta Castro en Honduras será suficiente para mantener a la baja las cifras de homicidios. En El Salvador, a pesar de que es muy difícil dar cifras exactas por la falta de transparencia del gobierno en el manejo de las cifras de violencia, el descenso en la violencia homicida parece ser pronunciado debido, en parte, a que el régimen de excepción ha limitado la capacidad de las pandillas para ejercer violencia en los territorios. En ambos casos, sin embargo, mantener las políticas de seguridad pública basadas en la restricción de garantías constitucionales generará situaciones que no son sostenibles en el tiempo, facilitan las violaciones a derechos humanos y van en detrimento de la democracia.
Wola