Mientras cubría la Primavera
Árabe, vi mujeres jóvenes vestidas a la moda occidental, esperando para
votar junto a otras cubiertas de pies a cabeza por el "neqab", prenda
tradicional de las musulmanas.
El mensaje era: "Queremos democracia, no el
régimen militar que nos controló durante 60 años". La ciudadanía votó una
Constitución, un parlamento y un presidente, mientras el mundo observaba con
sorpresa y admiración.
Luciendo su pobre vestimenta, el portero de mi
edificio hizo fila junto a ricos propietarios del barrio. Un valor universal de
igualdad, libertad y esperanza se percibía en el aire.
Morsi fue el presidente que llegó al gobierno con
mucho menos que el usual y sospechoso 90 por ciento de los votos que suelen
recibir tantos gobernantes árabes.
Pero en la noche del miércoles 3 vi cómo vehículos Humvee
suministrados por Estados Unidos eran usados por las "fuerzas especiales" de
Egipto mientras disparaban a civiles que protestaban contra el golpe militar en
la plaza Nahda, fuera de la Universidad de El Cairo, donde hace unos años el
presidente Barack Obama ofreció al mundo musulmán un discurso sobre la paz y el
fin del terrorismo.
Los videos muestran a varios heridos, sangre y
gente muriendo mientras dicen sus últimas palabras en pro de la libertad. Los
militares respaldados por Estados Unidos intentaban dispersar a los partidarios
de Morsi antes de lanzar una declaración formal del golpe de Estado.
En otro punto donde se congregaron partidarios de
la democracia, Rabaa Al-Adawia, en el distrito cairota de Ciudad Nasr, los
militares impusieron un estado de sitio que bloqueó incluso el paso de alimentos
u otros suministros, obligando a sus habitantes a salir para obtenerlos,
mientras francotiradores montaban guardia desde las azoteas, con la gente en la
mira.
Mientras el general del ejército Abdel Fatah
Al-Sissi, entrenado por Estados Unidos, prometía transparencia y libertad en su
discurso del miércoles 3, en el que declaró el golpe, varios civiles
sentados junto a él mostraban su apoyo a un régimen militar.
Pero, a medida que Al-Sissi hablaba, todos los
canales de televisión que habían apoyado las elecciones y a Morsi eran
clausurados simultáneamente, y varios de sus trabajadores arrestados, humillados
y obligados a desfilar entre columnas de opositores alegres y de otros
trabajadores de medios privados que apoyaron el golpe.
Las comunicaciones telefónicas se cortaron en el
área donde estaban congregados los partidarios de Morsi, señal de qué clase de
libertades esperan a Egipto.
Este fue el final trágico de la naciente
democracia del país, y un pantallazo del futuro que tiene por delante bajo el
mando de unas Fuerzas Armadas respaldadas por Occidente.
Pero, ¿quién quiere un regreso a un régimen
militar brutal?
Bueno, mucha gente: civiles que esperan sacar
provecho de un mandato militar y que están dispuestos a sacrificar la democracia
y a darle un rostro civil al golpe en su propio beneficio.
Obviamente, los militares, que gozan de enormes
beneficios financieros y de la libre propiedad de vastas y costosas tierras, de
clubes sociales exclusivos y de descuentos en casi cada compra.
Ellos no quieren inspecciones a los sobornos que
reciben por las exhorbitantes compras de armamentos. Ellos sacaron a sus
partidarios a las calles.
La Iglesia Copta de Egipto, cada vez más
militante, que controla a los cinco millones de cristianos del país y que a su
vez poseen importantes intereses económicos, también quiere un regreso al
gobierno militar. Y empujó a sus seguidores, en masa, a las calles.
Morsi y los islamistas habían introducido la idea
de legislar para imponer controles sobre las finanzas de la Iglesia, medida que
se topó con la fuerte oposición del clero cristiano. Al nuevo y controvertido
papa copto Teodoro II le resultó muy fácil enviar a cientos de miles de sus
feligreses a las calles para pedir el derrocamiento de Morsi y mezclar el
reclamo con las quejas sobre la seguridad.
Hay también una conspiración de exmiembros del
régimen de Hosni Mubarak (1981-2011) que no tienen estómago para un sistema de
frenos y equilibrios. Además, la fuerza policial, que prosperó en base a
asesinatos y que disfrutó de los beneficios del régimen, nunca se sintió cómoda
con un cambio de régimen y una democracia.
Después de todo, a muchos de sus integrantes les
aguardaban juicios por abusos a los derechos humanos.
Todos ellos protestaban contra Morsi, sin
paciencia para esperar un cambio democrático.
Ciertamente hay otros pilares del régimen de
Mubarak, como el gran imán de la mezquita Al-Azher, jeque Ahmed el-Tayeb,
bastión del Islam sunita, cuyo rol fue siempre blanquear los abusos de
dictadores como hechos justificables mediante la religión, a través de una serie
de controvertidas "fatuas" (edictos religiosos). Él enfrentaba el fantasma de
una eventual destitución bajo el gobierno de Morsi.
Otros que querían el regreso del régimen militar
bajo una delgada máscara civil son los salafistas, que cuentan con respaldo de
Arabia Saudita.
Este grupo religioso profesa la idea de "nunca
disputar al gobernante en su gobierno" y se adhiere al lado conservador del
Islam, de un modo muy similar al sistema religioso saudita, que da más
importancia a la vestimenta que a la forma de gobierno de los musulmanes, y en
colisión directa con la ideología de la Hermandad Musulmana, que promueve la
participación política.
Todos ellos encontraron su punto de confluencia
en un general del ejército ambicioso, pero poco conocido, que puso su mira en el
gobierno de Egipto y planificó erradicar la Constitución, la legitimidad y las
elecciones según su capricho.
Sin duda, Morsi y los islamistas cometieron
muchos errores. El mandatario lo admitió en sus últimos discursos y prometió
correcciones en su calidad de presidente democráticamente elegido.
La forma de resolver esos problemas debió haber
sido a través de las urnas, y no mediante un golpe que ya es sangriento. Ahora,
la democracia se desangra.