Golpes, oscuridad e incomunicación: cómo fue el terrible cautiverio de Pepe Mujica y sus compañeros
Por Matías Bauso1 de octubre de 2018
Mujica, Rosencof y Huidobro.
El ex presidente de Uruguay, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, por entonces líderes de Tupamaros, estuvieron presos durante 12 años durante la dictadura militar uruguaya.
Fueron 12 años de silencio, vejaciones e indignidad. 12 años de dolor y castigos. 12 años en los que la locura acechaba. 12 años en los que la desesperanza parecía ganar la partida. 12 años de resistir atrocidades. 12 años en que la determinación y sus pulsiones vitales los hicieron sobrevivir.
En septiembre de 1973, nueve líderes Tupamaros fueron sacados de sus celdas. A los empujones. Pero los detenidos se dieron cuenta rápido que esa era una ocasión especial. No era un paseo de los tantos a los que los tenían acostumbrados. A deshoras, sólo para hacerlos sentir un poco peor. Más allá de la violencia utilizada, de los zamarreos, era un operativo asordinado.
Debía imperar el silencio, que los demás detenidos no se enteraran. Ya en el exterior, en el patio del penal, los militares se sintieron con mayor libertad para ejercer una violencia más ruidosa. Los presos sólo podían guiarse por los sonidos. Antes de extirparlos de sus calabozos, les habían tapado la cabeza. Lo que ellos no sabían era que esas capuchas los acompañarían a lo largo de los siguientes 12 años. Ver la luz del día sería un raro privilegio para ellos; gozarían (en la plena acepción del término) de él pocas veces.
Los Tupamaros entraron en acción en 1965. Al llegar a fines de la década del 60 la virulencia de sus acciones y atentados había aumentado considerablemente. Ataques a cuarteles, robos de armamento, masivas fugas de penales, secuestros extorsivos, ataques a policías y militares, asesinatos. En 1972 luego de diversos ataques simultáneos en los que los tupamaros asesinaron a varios integrantes de las fuerzas armadas y policías, la reacción oficial encabezada por el ejército uruguayo no se hizo esperar. El contraataque fue feroz. Y la organización armada quedó prácticamente desarticulada. Varios de sus principales integrantes fueron acribillados o detenidos. Casi un año y medio después, la represión oficial recrudeció. Y uno de los principales exponentes de esa situación fue el destino y el trato que se les daría a nueve de los principales integrantes de la organización armada: Raúl Sendic, Pepe Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof, Adolfo Wasem, Jorge Manera, Julio Marenales, Jorge Zabalza y Henry Engler.
Los militares uruguayos decidieron que esas nueve vidas se detendrían. La excusa fue que esos nueve pasarían a convertirse en la garantía de la tranquilidad. Cualquier incidente, cualquier atentado que se produjera en las calles inmediatamente significaría el asesinato de uno de ellos. Los detenidos mutaron en rehenes.
El esquema que determinó la dictadura uruguaya es sencillo de explicar. Dividieron a los detenidos en tres grupos de tres y los mantenían cautivos en celdas de cuarteles militares. El lugar de confinamiento iba rotando. Así pasaban unos meses en cada cuartel. Las condiciones de vida de los reclusos debía ser la peor posible. Encapuchados, esposados, muertos de hambre, sin la menor higiene, ni comodidades. Apenas una cama. Y tierra, cucarachas, oscuridad y aire enrarecido. Pero la peor de las restricciones, peor que los golpes y los maltratos, que las burlas y los insultos, la más inhumana era la incomunicación: la imposibilidad de los detenidos de hablar con nadie durante días o meses.
Fotograma de “La noche de doce años”, la película de Álvaro Brechner
Los carceleros, sus guardianes, tenían prohibido hablar con ellos. Depositados cada uno en un calabozo individual (en alguno de los cuarteles no era una elección: eran tan chicos que apenas entraba uno persona -siempre y cuando no se le ocurriera extender los brazos hacia el costado-) tampoco podían comunicarse entre sí. Estaban aislados, no sabían qué había pasado con el resto de sus compañeros, algunos no sabían siquiera quienes eran los otros dos que estaban con él. El trío que más fama adquirió con los años fue el que integraron Pepe Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof. El cautiverio de estos tres es el que relata La noche de doce años, la película de Álvaro Brechner, estrenada el jueves pasado. El film supera las expectativas previas. El guión es una excelente traslación del texto original, logrando retener los principales episodios, las actuaciones están a la altura del exigente desafío y , más allá de los evidentes méritos visuales y de puesta en escena, su mayor triunfo es alejarse de los cliches de ese género que podríamos llamar películas de dictadura: evita los golpes bajos, hay emoción genuina y hasta humor.
La película está basada en el libro Memorias del calabozo, libro que recorre esos doce años en la voz de Rosencof y Fernández Huidobro. Esta historia oral, este diálogo que se produjo un par de años luego de la liberación, es extraordinario e hipnótico. Su última edición tiene ya diez años. Vale la pena buscarlo. Por último, tal vez la más famosa de las obras que tuvieron origen en estos episodios sea La Margarita, el disco en el que Jaime Roos le pone música y voz a poemas que Rosencof escribió, en los diferentes calabozos a lo largo de esa larga década, a una novia adolescente. A pesar de su celebridad, el álbum de Roos parece ser de los peores de su carrera.
Todo lo hacían esposados. Comer, ir al baño, higienizarse (las pocas veces que se lo permitían), dormir y hasta recibir las escasas visitas familiares. Siempre las muñecas apretadas por los fierros de las esposas (viejas, oxidadas, que laceraban y apretaban las muñecas). La hija de Fernández Huidobro que lo empezó a visitar siendo muy pequeña, durante un par de años estuvo convencida que su padre no tenía manos, ya que éste las escondía debajo de la mesa para que ella no se asustara. Pero no era ese el detalle más traumático. La mayoría de las veces, los prisioneros eran despojados de sus capuchas en presencia de sus familiares. Lo que aparecía una vez que alguno tiraba de esa arpillera mugrienta era descorazonador. Sucios, con el pelo largo, la piel raída, los golpes y escoriaciones bien expuestos, y los pómulos cada vez más sobresalidos y los ojos más hundidos fruto de la desesperanza, el dolor y las decenas de kilos menos. Las primeras visitas demoraron mucho tiempo en producirse. Sin embargo, los militares tomaron la decisión de no maquillar el real estado de los prisioneros; querían que los visitantes apreciaran el deterioro de sus seres queridos, que transmitieran eso a sus amistades, a sus vecinos. La ley del terror.
Uno de los grandes problemas que tenían y que durante mucho tiempo los obsesionó a los tres fue el de poder orinar y evacuar. Al principio sólo se los sacaba de sus celdas una vez al día. Era todo un operativo que incluía a decenas de efectivos armados. Cuando ellos pedían ir al baño, fuera del momento en que sus carceleros decidían, eran desoídos. Debieron aprender diferentes métodos para hacer sus necesidades. En ocasiones eso no era sencillo. La mala alimentación y las enfermedades provocaban que las diarreas fueran casi crónicas. Con el tiempo, ya veteranos en sufrimiento, aprendieron que cada bolsa que estuviera dando vuelta era un tesoro para poder aliviarse y que el olor y la suciedad no los afectara tanto. Para hacer pis elegían algún rincón al que podían tapar con algo de tierra. Alguna vez para defecar los esposaron a la mochila de agua que estaba encima del inodoro. Esa sujeción les impedía agacharse para evacuar. Y atados a la estructura del inodoro, con los pantalones bajos, debieron esperar que todas las jerarquías del cuartel pasaran ante ellos para que, al fin, el superior diera la solución al tema (este episodio está resuelto con un excelente gag en la película que capta la dimensión ridícula del tema).
Alguna vez Rosencof escribió que luego de esta experiencia para él la libertad era la posibilidad de hacer pis cuándo y dónde quisiera. Mujica consiguió uno de sus grandes triunfos de esos años, casi un acto de resistencia, al conseguir que le dejaran tener en su celda la pelela que su madre le había llevado. Esa fue su posesión más preciada.
La alimentación (para ser precisos: la falta de ella) era otro enorme problema. Perdían kilos con una velocidad extraordinaria. La comida era escasa y poco nutritiva. Había días en que hasta se olvidaban de alimentarlos. Comían insectos, paja que se desprendía del interior de los colchones o pasta de dientes en las excepcionales veces en que se podían lavar los dientes. Para paliar la sed recurrieron a unas cantimploras que les entregaron. Como los soldados no las recargaban con asiduidad, los tres tupamaros descubrieron que podían orinar en la cantimplora, dejar enfriar, permitir que el sedimento caiga al fondo del recipiente y luego tomarlo para intentar apagar la sed.
Cuartel General Lavalleja sede del Batallon 11 en Minas
Como es de esperar, las enfermedades e infecciones fueron tomando el ya debilitado cuerpo de los tres. La atención médica se dividía entre la negligencia, la ignorancia y el desprecio. Las pocas veces que lograron estar en un hospital, al poder ver otra gente, tener sábanas y atención, creían estar en el paraíso. Durante un largo periodo, el aislamiento, sacó a Pepe Mujica de sus cabales. Escuchaba voces dentro de su cabeza que nunca callaban, creía que todo estaba siendo grabado -de hecho decía escuchar la cinta magnetofónica correr-, veía antenas dónde no las había, gritaba sin control durante horas. Los otros dos tuvieron algo más de suerte. En uno de los traslados sus celdas eran contiguas. Con un código que los años fueron perfeccionando, con pequeños golpeteos en la pared, lograron comunicarse y tener largas conversaciones. De ese modo, a golpe de nudillos, charlaban, se daban fuerzas, se comunicaban las novedades y hasta jugaban al ajedrez. Era su manera de combatir la soledad. Durante dos años no pudieron siquiera tener esta comunicación: los pusieron en calabozos alejados entre sí.
Su contacto con el mundo exterior estaba dado por lo que podían escuchar de las charlas de los guardias en los largos, eternos tiempos muertos. Habituados a su presencia, relajados por el estado en que se encontraban los reclusos, los guardias hablaban en su presencia como si ellos no estuvieran. El aspecto inhumano de los tres provocaba que ni siquiera los tuvieran en cuenta en momentos en que hablaban de cuestiones nimias, triviales, cotidianas: humanas. Cada información que lograban pescar era oro para ellos y luego motivo de largas charlas percusivas a través de los muros.De la vida política, de fallecimientos de compañeros de su organización, de fútbol o de la farándula. La otra fuente de información eran los trozos de diarios ubicados al costado del inodoro para ser utilizado como papel higiénico que lograban contrabandear entre sus ropas cada vez que iban al baño.
Con el transcurrir de los años, Rosencof y Fernández Huidobro pudieron sacar algo de provecho a sus habilidades artísticas. Rosencof escribía cartas para novias y candidatas de los carceleros, y cuentos para sus hijos; mientras el otro dibujaba equipos enteros de Peñarol y de Nacional. Alguna vez dijo que Fernando Morena, el mítico centrodelantero carbonero, mejoró su vida como nadie en esos años.
En unos pocos momentos sus condiciones de vida tuvieron un progreso sensible.Podían tomar mate, tener lápiz y papel para escribir, la comida era decente, se limpiaba sus celdas, podían leer y hasta tenían una mesa en sus calabozos. Eran los tiempos en que organismos internacionales inspeccionaban las condiciones de detención. Una vez que las delegaciones extranjeras se iban, todas esas comodidades les eran quitadas de inmediato.
El regreso de la democracia hizo que el calvario finalizara. No fueron amnistiados pero sí se promulgó una ley que determinó que cada año de cautiverio valía por tres de la condena original. De esta manera más de 12 años después, los líderes Tupamaros -y muchos otros militantes- recuperaron su libertad. Eran ocho (uno, Adolfo Wasem, había muerto). El día que salió de prisión Mujica llevaba en una de sus manos la pelela que no había soltado en todos estos años ahora reconvertida en maceta en la que brillaban un par de flores. Los esperaban sus familiares, amigos y un país que día a día fue consolidando las instituciones democráticas y fomentando el civismo. Dejaron la violencia de lado. Se reinsertaron en la sociedad y en la vida política. Raúl Sendic murió aquejado por una especie de esclerosis lateral amiotrófica. Mauricio Rosencof se dedicó a la literatura y al periodismo con éxito. Eleuterio Fernández Huidobro, volcado a la política, ejerció como ministro de Defensa durante varios años. Pepe Mujica, luego de ser diputado y senador, fue presidente democrático de Uruguay, su país.
El ex presidente de Uruguay, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, por entonces líderes de Tupamaros, estuvieron presos durante 12 años durante la dictadura militar uruguaya.
Fueron 12 años de silencio, vejaciones e indignidad. 12 años de dolor y castigos. 12 años en los que la locura acechaba. 12 años en los que la desesperanza parecía ganar la partida. 12 años de resistir atrocidades. 12 años en que la determinación y sus pulsiones vitales los hicieron sobrevivir.
En septiembre de 1973, nueve líderes Tupamaros fueron sacados de sus celdas. A los empujones. Pero los detenidos se dieron cuenta rápido que esa era una ocasión especial. No era un paseo de los tantos a los que los tenían acostumbrados. A deshoras, sólo para hacerlos sentir un poco peor. Más allá de la violencia utilizada, de los zamarreos, era un operativo asordinado.
Debía imperar el silencio, que los demás detenidos no se enteraran. Ya en el exterior, en el patio del penal, los militares se sintieron con mayor libertad para ejercer una violencia más ruidosa. Los presos sólo podían guiarse por los sonidos. Antes de extirparlos de sus calabozos, les habían tapado la cabeza. Lo que ellos no sabían era que esas capuchas los acompañarían a lo largo de los siguientes 12 años. Ver la luz del día sería un raro privilegio para ellos; gozarían (en la plena acepción del término) de él pocas veces.
Los Tupamaros entraron en acción en 1965. Al llegar a fines de la década del 60 la virulencia de sus acciones y atentados había aumentado considerablemente. Ataques a cuarteles, robos de armamento, masivas fugas de penales, secuestros extorsivos, ataques a policías y militares, asesinatos. En 1972 luego de diversos ataques simultáneos en los que los tupamaros asesinaron a varios integrantes de las fuerzas armadas y policías, la reacción oficial encabezada por el ejército uruguayo no se hizo esperar. El contraataque fue feroz. Y la organización armada quedó prácticamente desarticulada. Varios de sus principales integrantes fueron acribillados o detenidos. Casi un año y medio después, la represión oficial recrudeció. Y uno de los principales exponentes de esa situación fue el destino y el trato que se les daría a nueve de los principales integrantes de la organización armada: Raúl Sendic, Pepe Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof, Adolfo Wasem, Jorge Manera, Julio Marenales, Jorge Zabalza y Henry Engler.
Los militares uruguayos decidieron que esas nueve vidas se detendrían. La excusa fue que esos nueve pasarían a convertirse en la garantía de la tranquilidad. Cualquier incidente, cualquier atentado que se produjera en las calles inmediatamente significaría el asesinato de uno de ellos. Los detenidos mutaron en rehenes.
El esquema que determinó la dictadura uruguaya es sencillo de explicar. Dividieron a los detenidos en tres grupos de tres y los mantenían cautivos en celdas de cuarteles militares. El lugar de confinamiento iba rotando. Así pasaban unos meses en cada cuartel. Las condiciones de vida de los reclusos debía ser la peor posible. Encapuchados, esposados, muertos de hambre, sin la menor higiene, ni comodidades. Apenas una cama. Y tierra, cucarachas, oscuridad y aire enrarecido. Pero la peor de las restricciones, peor que los golpes y los maltratos, que las burlas y los insultos, la más inhumana era la incomunicación: la imposibilidad de los detenidos de hablar con nadie durante días o meses.
Fotograma de “La noche de doce años”, la película de Álvaro Brechner
Los carceleros, sus guardianes, tenían prohibido hablar con ellos. Depositados cada uno en un calabozo individual (en alguno de los cuarteles no era una elección: eran tan chicos que apenas entraba uno persona -siempre y cuando no se le ocurriera extender los brazos hacia el costado-) tampoco podían comunicarse entre sí. Estaban aislados, no sabían qué había pasado con el resto de sus compañeros, algunos no sabían siquiera quienes eran los otros dos que estaban con él. El trío que más fama adquirió con los años fue el que integraron Pepe Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof. El cautiverio de estos tres es el que relata La noche de doce años, la película de Álvaro Brechner, estrenada el jueves pasado. El film supera las expectativas previas. El guión es una excelente traslación del texto original, logrando retener los principales episodios, las actuaciones están a la altura del exigente desafío y , más allá de los evidentes méritos visuales y de puesta en escena, su mayor triunfo es alejarse de los cliches de ese género que podríamos llamar películas de dictadura: evita los golpes bajos, hay emoción genuina y hasta humor.
La película está basada en el libro Memorias del calabozo, libro que recorre esos doce años en la voz de Rosencof y Fernández Huidobro. Esta historia oral, este diálogo que se produjo un par de años luego de la liberación, es extraordinario e hipnótico. Su última edición tiene ya diez años. Vale la pena buscarlo. Por último, tal vez la más famosa de las obras que tuvieron origen en estos episodios sea La Margarita, el disco en el que Jaime Roos le pone música y voz a poemas que Rosencof escribió, en los diferentes calabozos a lo largo de esa larga década, a una novia adolescente. A pesar de su celebridad, el álbum de Roos parece ser de los peores de su carrera.
Todo lo hacían esposados. Comer, ir al baño, higienizarse (las pocas veces que se lo permitían), dormir y hasta recibir las escasas visitas familiares. Siempre las muñecas apretadas por los fierros de las esposas (viejas, oxidadas, que laceraban y apretaban las muñecas). La hija de Fernández Huidobro que lo empezó a visitar siendo muy pequeña, durante un par de años estuvo convencida que su padre no tenía manos, ya que éste las escondía debajo de la mesa para que ella no se asustara. Pero no era ese el detalle más traumático. La mayoría de las veces, los prisioneros eran despojados de sus capuchas en presencia de sus familiares. Lo que aparecía una vez que alguno tiraba de esa arpillera mugrienta era descorazonador. Sucios, con el pelo largo, la piel raída, los golpes y escoriaciones bien expuestos, y los pómulos cada vez más sobresalidos y los ojos más hundidos fruto de la desesperanza, el dolor y las decenas de kilos menos. Las primeras visitas demoraron mucho tiempo en producirse. Sin embargo, los militares tomaron la decisión de no maquillar el real estado de los prisioneros; querían que los visitantes apreciaran el deterioro de sus seres queridos, que transmitieran eso a sus amistades, a sus vecinos. La ley del terror.
Uno de los grandes problemas que tenían y que durante mucho tiempo los obsesionó a los tres fue el de poder orinar y evacuar. Al principio sólo se los sacaba de sus celdas una vez al día. Era todo un operativo que incluía a decenas de efectivos armados. Cuando ellos pedían ir al baño, fuera del momento en que sus carceleros decidían, eran desoídos. Debieron aprender diferentes métodos para hacer sus necesidades. En ocasiones eso no era sencillo. La mala alimentación y las enfermedades provocaban que las diarreas fueran casi crónicas. Con el tiempo, ya veteranos en sufrimiento, aprendieron que cada bolsa que estuviera dando vuelta era un tesoro para poder aliviarse y que el olor y la suciedad no los afectara tanto. Para hacer pis elegían algún rincón al que podían tapar con algo de tierra. Alguna vez para defecar los esposaron a la mochila de agua que estaba encima del inodoro. Esa sujeción les impedía agacharse para evacuar. Y atados a la estructura del inodoro, con los pantalones bajos, debieron esperar que todas las jerarquías del cuartel pasaran ante ellos para que, al fin, el superior diera la solución al tema (este episodio está resuelto con un excelente gag en la película que capta la dimensión ridícula del tema).
Alguna vez Rosencof escribió que luego de esta experiencia para él la libertad era la posibilidad de hacer pis cuándo y dónde quisiera. Mujica consiguió uno de sus grandes triunfos de esos años, casi un acto de resistencia, al conseguir que le dejaran tener en su celda la pelela que su madre le había llevado. Esa fue su posesión más preciada.
La alimentación (para ser precisos: la falta de ella) era otro enorme problema. Perdían kilos con una velocidad extraordinaria. La comida era escasa y poco nutritiva. Había días en que hasta se olvidaban de alimentarlos. Comían insectos, paja que se desprendía del interior de los colchones o pasta de dientes en las excepcionales veces en que se podían lavar los dientes. Para paliar la sed recurrieron a unas cantimploras que les entregaron. Como los soldados no las recargaban con asiduidad, los tres tupamaros descubrieron que podían orinar en la cantimplora, dejar enfriar, permitir que el sedimento caiga al fondo del recipiente y luego tomarlo para intentar apagar la sed.
Cuartel General Lavalleja sede del Batallon 11 en Minas
Como es de esperar, las enfermedades e infecciones fueron tomando el ya debilitado cuerpo de los tres. La atención médica se dividía entre la negligencia, la ignorancia y el desprecio. Las pocas veces que lograron estar en un hospital, al poder ver otra gente, tener sábanas y atención, creían estar en el paraíso. Durante un largo periodo, el aislamiento, sacó a Pepe Mujica de sus cabales. Escuchaba voces dentro de su cabeza que nunca callaban, creía que todo estaba siendo grabado -de hecho decía escuchar la cinta magnetofónica correr-, veía antenas dónde no las había, gritaba sin control durante horas. Los otros dos tuvieron algo más de suerte. En uno de los traslados sus celdas eran contiguas. Con un código que los años fueron perfeccionando, con pequeños golpeteos en la pared, lograron comunicarse y tener largas conversaciones. De ese modo, a golpe de nudillos, charlaban, se daban fuerzas, se comunicaban las novedades y hasta jugaban al ajedrez. Era su manera de combatir la soledad. Durante dos años no pudieron siquiera tener esta comunicación: los pusieron en calabozos alejados entre sí.
Su contacto con el mundo exterior estaba dado por lo que podían escuchar de las charlas de los guardias en los largos, eternos tiempos muertos. Habituados a su presencia, relajados por el estado en que se encontraban los reclusos, los guardias hablaban en su presencia como si ellos no estuvieran. El aspecto inhumano de los tres provocaba que ni siquiera los tuvieran en cuenta en momentos en que hablaban de cuestiones nimias, triviales, cotidianas: humanas. Cada información que lograban pescar era oro para ellos y luego motivo de largas charlas percusivas a través de los muros.De la vida política, de fallecimientos de compañeros de su organización, de fútbol o de la farándula. La otra fuente de información eran los trozos de diarios ubicados al costado del inodoro para ser utilizado como papel higiénico que lograban contrabandear entre sus ropas cada vez que iban al baño.
Con el transcurrir de los años, Rosencof y Fernández Huidobro pudieron sacar algo de provecho a sus habilidades artísticas. Rosencof escribía cartas para novias y candidatas de los carceleros, y cuentos para sus hijos; mientras el otro dibujaba equipos enteros de Peñarol y de Nacional. Alguna vez dijo que Fernando Morena, el mítico centrodelantero carbonero, mejoró su vida como nadie en esos años.
En unos pocos momentos sus condiciones de vida tuvieron un progreso sensible.Podían tomar mate, tener lápiz y papel para escribir, la comida era decente, se limpiaba sus celdas, podían leer y hasta tenían una mesa en sus calabozos. Eran los tiempos en que organismos internacionales inspeccionaban las condiciones de detención. Una vez que las delegaciones extranjeras se iban, todas esas comodidades les eran quitadas de inmediato.
El regreso de la democracia hizo que el calvario finalizara. No fueron amnistiados pero sí se promulgó una ley que determinó que cada año de cautiverio valía por tres de la condena original. De esta manera más de 12 años después, los líderes Tupamaros -y muchos otros militantes- recuperaron su libertad. Eran ocho (uno, Adolfo Wasem, había muerto). El día que salió de prisión Mujica llevaba en una de sus manos la pelela que no había soltado en todos estos años ahora reconvertida en maceta en la que brillaban un par de flores. Los esperaban sus familiares, amigos y un país que día a día fue consolidando las instituciones democráticas y fomentando el civismo. Dejaron la violencia de lado. Se reinsertaron en la sociedad y en la vida política. Raúl Sendic murió aquejado por una especie de esclerosis lateral amiotrófica. Mauricio Rosencof se dedicó a la literatura y al periodismo con éxito. Eleuterio Fernández Huidobro, volcado a la política, ejerció como ministro de Defensa durante varios años. Pepe Mujica, luego de ser diputado y senador, fue presidente democrático de Uruguay, su país.