Por Gabriel Delacoste
2 noviembre, 2018
Una ola de derecha tapa América Latina. Al mismo tiempo que las derechas avanzan en la región, en el resto del mundo se dan movimientos parecidos, que no se agotan en un avance de las derechas, sino que implican algo más: un retroceso del liberalismo al interior de esas derechas, que da paso al avance de una serie de posturas aparentemente novedosas, a las que se les ha nombrado como ultraderechas, nacionalistas, populistas o, directamente, fascistas.
Esta nota trata dos temas relacionados a esta ola de derecha. El primero, si amerita llamar “fascistas” a estas derechas que están apareciendo. El segundo, cuál es la relación entre el liberalismo y la derecha. Creo que estos son dos temas que además de tener importancia teórica, son cruciales para entender el presente. Esta nota intenta ser un aporte la construcción de un cuadro general de la situación para ubicarnos en ella, una pieza de un rompecabezas mucho más amplio. Será seguida de próximas partes en las que se profundice en la forma como estas derechas contemporáneas aparecen en diferentes lugares del mundo y se estudien situaciones en las que estas fueron derrotadas o se abrieron caminos de lucha política más favorables para la izquierda y las fuerzas populares.
1. ¿Fascismo? Sí, fascismo
Lo que todas las derechas tienen en común, según el teórico político estadounidense Corey Robin, es la defensa de las jerarquías sociales (de clase, de género, raciales, y también entre los mejores y los mediocres) cuando estas son cuestionadas por políticas reformistas, radicales o revolucionarias, o por el simple ejercicio de la agencia de los sectores subalternos. La reacción (de aquí la palabra “reaccionario”) a la posibilidad de la pérdida de un privilegio, de los frutos de una explotación, de un superior prestigio, o del orden que esos sistemas de jerarquías traen, y la indignación con la falta de respeto a los mejores son los grandes animadores de la política de derecha.
Sin embargo, las derechas que están creciendo ahora parecen ser de un tipo diferente que aquellas a las que estábamos acostumbrados. Si hace unos años (en las democracias liberales) las derechas se mostraban centristas, liberales, moderadamente conservadoras, tenían buenos modales y hablaban de grandes acuerdos nacionales, cada vez más las derechas hablan de soluciones drásticas, demonizan a sus adversarios, apelan a nociones excluyentes de comunidades nacionales y religiosas y dan a la violencia un lugar cada vez más importante en su discurso.
La crisis de 2008 parece ser el momento de quiebre en esta transición. Salvo en Francia, en prácticamente ningún lugar del mundo las ultraderechas eran fuerzas políticas relevantes antes de esta crisis. El sistema político típico ideal de una democracia occidental de post-Guerra Fría constaba de una centroizquierda post-socialdemócrata y una centroderecha liberal-cristiana alternándose en el poder y haciendo ajustes menores en el marco de un consenso neoliberal. Este tiempo terminó.
Después de 2008, entre las crisis de la deuda, el aumento del desempleo, el desplome de los precios de los commodities, la primavera árabe y las guerras en la cuenca del Mediterráneo, los sistemas políticos de muchos países sufrieron serios sacudones, viniéndose abajo partidos e ideas que parecían inamovibles, y tomando lugares centrales actores que eran marginales. En algunos lugares, esta situación dio pie a movimientos sociales y nuevos partidos de izquierda, que enfrentaron una rápida reacción que intentó reprimirlos o desplazarlos. Muchas de las derechas radicales que florecen hoy vienen, o bien de estas reacciones, o bien de movimientos de protesta contra la crisis que aparecieron desde el principio “por derecha”.
En algunos lugares, estas posiciones reaccionarias nacen en los propios partidos tradicionales de la derecha (como en el caso del Partido Republicano estadounidense); en otros, de iniciativas “sociales” organizados desde el mundo de las organizaciones neoliberales (como el Movimiento Brasil Libre que ganó las calles durante el impeachement y abrió la puerta a Bolsonaro); en otros, del crecimiento en los sistemas políticos de partidos vinculados a los ambientes neonazis y post-fascistas (como AFD en Alemania y los Demócratas Suecos en Suecia); en otros, de partidos nacionalistas que crecen como respuesta a la “crisis migratoria” (como Fidesz en Hungría); en otros, con la memoria latente del discurso anticomunista de la Guerra Fría (como Iván Duque en Colombia). Y existen, además, numerosas combinaciones y complejidades que impiden una narración sencilla y uniforme.
Se abre entonces el problema del fascismo. ¿En que medida podemos llamar fascistas a estas “nuevas” ultraderechas? ¿Qué parecidos y qué diferencias tienen con el viejo fascismo? ¿Como interpretar los vínculos simbólicos y genealógicos de estas formaciones con los viejos fascismos? ¿Es el fascsismo una categoría histórica o conceptual? ¿Y si fuera conceptual, cuales de las características de los fascismos de la primera mitad del siglo XX hacen al concepto y cuales son peculiaridades históricas de ese momento? Para poder responder estas preguntas, que tienen consecuencias políticas importantes, necesitamos entender al fascismo de una manera un poco más profunda que simplemente como la pura encarnación del mal.
Como es bien sabido, la cuestión de la raza y la nación fueron centrales para los fascismos históricos. En particular, la raza blanca y su postulada superioridad, idea que mama directamente de la historia colonial europea. Los fascismos se valieron de la idea de superioridad del conjunto de la nación y de la raza como forma de plantear a la sociedad como un todo orgánico sin conflicto, en el que cada uno debe cumplir con su deber, y que debe ejercer la soberanía contra los intrusos y las humillaciones desde fuera. Si el conflicto existe, es porque agentes ajenos a la nación están conspirando para atacarla.
Para articular esta narración, se hace necesario reorganizar convenientemente la narración histórica, las tradiciones y las formas de ser locales, intentando reclutarlas para el proyecto fascista, o imitarlas para aprovechar algo de su fuerza. Lo mismo sucede con ideologías, religiones o formas de organización populares, como el cristianismo o incluso el socialismo y la política de masas del movimiento obrero, vaciándolos de contenido y transformándolas en herramientas al servicio del fascismo. Estas similaridades en las formas no hablan de un parecido entre la izquierda y el fascismo, sino del éxito en los intentos transformistas de este último.
La base social del fascismo histórico fue la pequeña burguesía. Por decirlo de alguna manera, los que tienen algo que perder, pero no tanto como para estar tranquilos. También son reclutados sectores del submundo por su capacidad para la violencia. Y se apunta a una adhesión masiva del pueblo a través de la apelación a la nación, y especialmente a quienes pueden llegar a ser los mandos intermedios de la gran pirámide de mando que es el cuerpo nacional: militares, padres y miembros del grupo racial o religioso mayoritario. La obediencia a esta pirámide es recubierta de un manto ético: que cada uno haga lo que corresponde, especialmente aquellos a quienes les corresponde ser obedientes. Es necesario poner orden para frenar la degeneración moral de la sociedad.
Los apoyos y las ideas del fascismo vinieron del sector derecho del espectro político. Siempre que los fascismos compitieron electoralmente, el grueso de sus votantes vinieron de los viejos partidos de derecha. El fascismo, así, tiene un carácter reaccionario y contra revolucionario, y una gran impaciencia con las garantías y las normas democráticas, y por eso termina en una dictadura. El fascismo implica, como seña ideológica y práctica, la glorificación de la guerra, la agresividad como valor y la intimidación física como forma de ganar el consentimiento.
El principal enemigo de todos los fascismos fue siempre el socialismo, tanto en sus versiones revolucionarias y radicales como las reformistas. Los militantes de izquierda son vistos por el fascismo como agentes que quieren socavar el orden, como peones de alguna élite extranjera con un propósito oscuro, por ejemplo, los judíos.
Es que el fascismo tiene un toque de antielitismo, aunque no ciertamente por razones igualitaristas o democráticas. Los judíos vienen a representar en la imaginación fascista a unas élites decadentes, a gente que habla raro y se viste raro, y en la que no se puede confiar porque no es verdaderamente parte del pueblo. El fascismo quiere una élite recta, nacional, que mantenga el orden y haga valer el poder del estado, que no le tiemble el pulso para hacer lo que hay que hacer y decir las cosas como son. Reclama una élite que cumpla su deber de guiar al pueblo, que no se dedique a sus propios intereses, ni a vagar, ni a vender al país a mercachifles y potencias extranjeras.
El fascismo reflexionó mucho sobre la cuestión de la propaganda, y fue siempre pionero en el uso de las tecnologías de su tiempo para propagar su mensaje. El uso sistemático de la mentira en la propaganda fascista fue inmortalizado en los textos de Goebbels. Es que el fascismo es la adaptación de la derecha al problema de la democracia: si tenemos que admitir el sufragio universal, tenemos que crear mayorías reaccionarias, o por lo menos su apariencia.
En el fascismo las masas tienen un rol. Se espera que sean fieles, obedientes y disciplinadas. El colectivismo del fascismo no implica un rol activo de las masas, ni mucho menos su auto-organización. De hecho, el fascismo es una doctrina fuertemente antimayoritarista, con un desprecio a las lógicas democráticas por lentas y poco decisivas. Es que estos procesos en el fondo no tienen sentido: las decisiones las tienen que tomar los que mandan, y el que manda es el líder.
El fascismo, entonces, además de contrario al socialismo, es contrario al liberalismo. Porque el liberalismo ablanda a las élites, las desnacionaliza, genera alienación y degradación moral. Para los fascistas, las élites liberales son débiles, cobardes e incapaces de mantener el orden.
Si repasamos estas características del fascismo, es difícil no reconocer muchos de sus rasgos en las ultraderechas actuales, aunque con diferencias importantes.
La cuestión racial es, por supuesto, fundamental. El racismo de la derecha estadounidense que apoya a Trump es inocultable, abundan los nostálgicos de la Confederación y el Ku Klux Klan, y los discursos contra negros e hispanos, que son presentados como criminales. Lo mismo ocurre con las ultraderechas europeas, que tienen al rechazo a los inmigrantes como principal seña de identidad y narraciones sobre naciones ancestrales y orgánicas en el centro de su discurso.
Las ultraderechas contemporáneas desarrollan además una agenda leviatánica, que pone a la soberanía, al mando del estado y a su capacidad de ejercer la violencia en el centro. El crimen, el narcotráfico, el control de las fronteras y el terrorismo articulan todo su proyecto. El miedo es la emoción que enmarca a las ultraderechas, y la demanda de orden el gran organizador del discurso. El objeto de este discurso represivo ya no es la oposición política en tanto que subversiva, sino que su persecución se enmarca como parte de la lucha contra el delito común, y contra la corrupción moral.
De todas maneras, sí hay identificados dos enemigos ideológicos: el marxismo cultural y la ideología de género (por cierto, absolutamente nadie usa estas expresiones en la izquierda, y su uso es un excelente indicador de quién está en diálogo con círculos de ultraderecha). En el discurso de la ultraderecha, existe una alianza entre el comunismo (ahora, según ellos, disfrazado de posmodernismo), el feminismo y el islam para derrotar moralmente a occidente, desdibujando las identidades nacionales y destruyendo a la familia, lo que impide su reproducción. El género juega un rol fundamental en el discurso de la ultraderecha contemporánea, que hace un llamado explícito a la adhesión de los hombres en la lucha contra el feminismo.
A pesar de que no hay comunismo al que reaccionar, despliegan un discurso anticomunista refritado de la Guerra Fría aún contra los más tímidos reformismos, y acusan a los movimientos sociales y las resistencias a los ajustes como corruptos o tiranos en potencia a los que hay que aplastar antes de que pongan en peligro a la nación.
Para la ultraderecha contemporánea, el marxismo cultural y la ideología de género forman una élite globalista, y la izquierda sería un títere de esta élite para mantener a los pueblos dominados. Uno de los principales ejes de la propaganda de la ultraderecha es asociar a la izquierda con las élites mundiales, y las Naciones Unidas (no olvidemos que las Naciones Unidas surgen como alianza contra el fascismo) son uno de sus blancos principales, especialmente la doctrina de los derechos humanos.
Estas ultraderechas también se camuflan con ropajes de izquierda. Adoptan ciertos elementos de su lenguaje para lograr apoyo popular, y buscan organizar a la gente “desde abajo”, sobre todo a través de iglesias ultraconservadoras, de campañas en las redes sociales y de organizaciones artificiales creadas ad hoc para cada empuje propagandístico. Este fascismo no es de arriba a abajo, sino de arriba a abajo a arriba, buscando, al igual que el fascismo clásico, canalizar hacia la derecha el descontento popular.
Si bien ocasionalmente estas ultraderechas organizan actos de masas, estos no son los principales escenarios en los que demuestran su adhesión popular, prefiriendo cada vez más a las redes sociales como arena de propaganda. La naturaleza del líder también ha cambiado, y no es en absoluto menor que Trump se hiciera famoso como conductor de un reality show. La celebridad mediática es el modelo de los líderes del fascismo del siglo XXI, y el simulacro mediático y la confusión permanente son sus principales armas.
A pesar de su aparente populismo, las ultraderechas contemporáneas no buscan pleitos con las élites económicas. Más bien, fijan su atención en la izquierda, la intelectualidad y las minorías, y las atacan como si éstas fueran las verdaderas élites, aprovechando que a menudo militantes e intelectuales vienen de clases medias que gozan de un mejor nivel de vida que la mayoría, aprovechando la elitización y la tecnocratización de los cuadros de la izquierda oficial. Además, critican a las élites liberales “globalistas”, y reivindican ciertas medidas proteccionistas para evitar que el capitalismo desestabilice la nación y su forma de vida. Sin embargo, desarrollan al mismo tiempo políticas radicalmente favorables al capital y las clases altas, y glorifican al éxito en los negocios como máximo valor social.
La forma como las ultraderechas contemporáneas destruyeron los límites liberales a los discursos de odio y violentistas fue la “incorrección política”. Concepto venido del movimiento conservador norteamericano, usado por este contra las “élites liberales”, funciona asimilando las normas de decencia y razonabilidad en el espacio público, y a los discursos críticos (especialmente si vienen del feminismo o el anti racismo) a censuras, movilizando al horror liberal hacia la imposición del pensamiento a favor de la ultraderecha. Algunos sectores culturales e intelectuales, especialmente los vinculados a la la izquierda heterodoxa, el libertarismo y ciertas vertientes del posmodernismo y la cultura de masas se comieron este amague, y entendieron a esta “incorrección política” como una forma de transgresión contracultural, lo que fue de gran ayuda para la erosión fascista del campo discursivo de las democracias liberales.
A pesar de los grandes parecidos, que a mi criterio son suficientes para que sea adecuado calificar a las ultraderechas contemporáneas como fascismos, existe una importante diferencia que es importante tematizar.
Es que si bien las ultraderechas contemporáneas son fuertemente autoritarias, erosionan las garantías y las formas republicanas y reivindican la violencia y la retórica militarista, no han derivado todavía en dictaduras propiamente dichas. En todos los casos que accedieron al poder, lo hicieron a través de elecciones (aunque no hay que subestimar el rol de la intimidación en estas elecciones, como muestra la violencia de los seguidores de Bolsonaro en la recta final de la campaña antes del ballotage), y en todos los casos también han mantenido la fachada de un régimen constitucional.
Podríamos decir que estos fascismos constituyen tiranías constitucionales, lo que puede sonar como un oxímoron pero describe cada vez mejor la situación de muchos países. En estas tiranías constitucionales, los poderes ejecutivos tienen un rol exagerado, las disposiciones del estado de excepción son hechas permanentes (como en la Francia de Macron), el congelamiento del gasto público es consagrado en la Constitución (como en Brasil de Temer), las garantías son suspendidas, los “derechos” del capital son integrados a tratados internacionales y por lo tanto excluidos de la disputa democrática.
Esta tendencia antidemocrática pero constitucional no se limita a la ultraderecha. De hecho, la erosión de la democracia se ha hecho gradualmente, y su principal artífice no fueron las ultraderechas, sino el neoliberalismo “centrista”, como muestran los ejemplos del párrafo anterior. Por esto, la relación entre fascismo y liberalismo es una cuestión fundamental, y por eso los intentos de plantear el problema como una oposición entre un liberalismo demócrata y una ultraderecha autoritaria son equivocados y contraproducentes, al igual que los intentos ultraderechistas de plantear el problema como una oposición entre un populismo soberanista y unas élites globales antidemocráticas.
A pesar de este evidente autoritarismo y de lo gradual de su instalación, esto no hace menos notable y preocupante al hecho de que estos fascismos lleguen al poder con importantes apoyos populares. Esto tiene que llevarnos a hacernos por lo menos tres preguntas: ¿Cuales son las condiciones históricas y estructurales para el ascenso de estos fascismos? ¿Como se organizan para lograrlo? ¿Con que deseo de las personas están logrando conectar?
El nacionalismo juega un rol fundamental. Y el deseo de ascenso social, que tiene en la identificación con quienes están arriba su versión más perversa, también. Pero quizás la más potente de las armas afectivas del fascismo contemporáneo sea la gradación de la autoridad. Es decir, reclutar cómplices para el autoritarismo y la defensa de la jerarquía de los poderosos ofreciendo pequeñas parcelas de poder y prestigio: a los hombres en la familia, a los blancos (o el grupo etno religioso mayoritario) en la sociedad, y a todos los que se vean en la infinita carrera individual por el ascenso social individual.
Así, estos microfascismos (y microliberalismos) están articulados con el fascismo que aparece como proyecto macropolítico. Este último se sostiene sobre los primeros. El fascismo es una promesa de orden, y postula la posibilidad de que la “clase dominante” sea mayoritaria, teniendo por debajo a una minoría de vagos, inútiles e inmorales que tienen que ser disciplinados. Este orden, además, es postulado como antídoto a la decadencia moral (solo que en vez de verla como consecuencia de la mercanitilización liberal, le echan la culpa al feminismo) y al miedo a la violencia: solo me sentiré a salvo de la violencia si alguien aún más violento me garantiza la seguridad e impone el orden sin vueltas. En un mundo caótico y cambiante, esta es una oferta tentadora.
Las emociones son entonces muy importantes: el miedo, el odio, la confusión, la admiración al que manda o tiene éxito. Estas pasiones tristes, diría Spinoza, reducen la potencia colectiva, y habilitan que las personas se sometan a la potestad de un tirano. El fascismo es así antidemocrático en un sentido spinozista, ya que reduce la capacidad de la multitud de actuar de manera libre, racional y organizada.
El desplome de las izquierdas es una parte muy importante de este proceso. La desactivación de la militancia de base dejó espacios libres que fueron ocupados por las nuevas “bases” fascistas. Esta desactivación fue causada deliberadamente, para permitir el secuestro de los partidos de izquierda por parte de élites tecnocráticas que no creían en la movilización popular, y que además proponían un programa de acuerdos con el régimen neoliberal. La subordinación de una parte de la izquierda al neoliberalismo es la condición de posibilidad del fascismo, y la parte más potente del discurso de éste.
Comprometida con el consenso neoliberal, la izquierda, en sus intentos de buscar equilibrios, queda como defensora del status quo, lo cual es una catástrofe cuando éste se encuentra en una crisis terminal. La izquierda termina, insólitamente, defendiendo al neoliberalismo de sus críticos por derecha, que a su vez son apoyados por los propios neoliberales. La crítica del progresismo es la contraparte necesaria de este análisis, pero no es el objeto de este texto. Habrá que seguir elaborándola. Pero en este momento, una crítica que permita comprender al fascismo es mucho más urgente, ya que si no entendemos a este enemigo, no podremos entender qué reorientaciones estratégicas son necesarias para derrotarlo.
* Politólogo. Integrante del colectivo uruguayo de cultura y política Entre. Texto completo:https://www.hemisferioizquierdo.uy/single-post/2018/10/22/Para-entender-a-la-derecha-contempor%C3%A1nea?utm_campaign=9d0f0c8e-a46d-4905-bf21-4abd01071c97&utm_source=so