25 nov 2018

UNA MIRADA LATINA

América Latina en el G-20: continuidades y rupturas de la agenda regional (2008-2018)

Por Cecilia Nahón
23 noviembre, 2018

Foto: Getty Images

Presente desde 1999 como foro informal de coordinación financiera en el nivel ministerial, el grupo se consolidó como un encuentro con rango presidencial a partir de la crisis de las hipotecas subprime y la caída del banco Lehman Brothers, en 2008. A diez años de aquel momento, se analiza aquí el derrotero seguido por este ámbito multilateral y el papel desempeñado por las economías latinoamericanas. También se propone una agenda alternativa.

El G-20 irrumpió en el tablero mundial poco después de la bancarrota del gigante financiero Lehman Brothers, hasta entonces el cuarto mayor banco de inversión de Estados Unidos, con 158 años de historia. Aquel 15 de septiembre de 2008 el mundo fue testigo de lo inconcebible. El sistema financiero internacional se desmoronaba desde su propio centro y las herramientas tradicionales resultaban incapaces de frenar la caída. Desde mediados de 2007, la crisis venía provocando quiebras en el sector financiero en Estados Unidos y Europa, debido al desplome del precio de las viviendas y la implosión de la burbuja del mercado de hipotecas subprime. En octubre de 2008 tanto el indicador “TED spread”, que da cuenta del nivel de estrés del sector bancario norteamericano, como el índice “EMBI Global spread”, que refleja el riesgo combinado de 61 mercados emergentes, alcanzaron sus picos históricos. El mensaje era elocuente: la crisis financiera no cedía y ya se sentían los riesgos de contagio a nivel global.

Fue entonces que el presidente George W. Bush, que transitaba los últimos meses de su segundo mandato, decidió convocar a una cumbre de mandatarios de las principales economías del planeta. Como reflejo del orden multipolar emergente, en particular del ascenso de China, en lugar de citar a la tradicional mesa chica del G-7, conformada únicamente por economías desarrolladas (se reúne desde 1973 e integra a Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), Bush cursó invitaciones a sus pares del G-20. Este grupo comprende a diecinueve economías avanzadas y emergentes, más la Unión Europea, consideradas de “importancia sistémica”, y que reúnen en conjunto más del 80% del producto global, el 75% del comercio internacional y el 66% de la población del mundo1.Desde 1999, operaba como un foro informal de coordinación financiera entre los ministros de Finanzas, pero en noviembre de 2008 tuvo lugar en Washington la primera “Cumbre de Líderes” del G-20, incluyendo a los presidentes de las tres principales economías latinoamericanas: Argentina, Brasil y México.

En la década exacta que nos separa de aquel primer encuentro, los líderes del G-20 se han reunido un total de doce veces, y proyectan hacerlo nuevamente en noviembre de 2018 en Buenos Aires, bajo la presidencia anual (rotativa) de la Argentina. Previamente, México fue anfitrión de la cumbre de líderes en Los Cabos en 2012 y Brasil ejerció la coordinación del grupo en 2008, durante la transición desde un foro ministerial a uno con rango presidencial. En estos casi diez años, ¿qué papel han desempeñado las economías latinoamericanas en el G-20? ¿Qué continuidades y rupturas exhibe la agenda regional? Con este rumbo en mente, comenzamos el análisis con una recorrida de la metamorfosis del G-20 durante su primera década de vida. Nos adentramos luego en el sendero latinoamericano y cerramos con una presentación, a trazo grueso, de una agenda temática alternativa para el G-20.

II. Una década de G-20: del comité de crisis a la crisis del comité

Comité de crisis (2008-2009)

Durante las cumbres de Washington (2008), Londres (abril 2009) y Pittsburgh (septiembre 2009), el G-20 funcionó como una suerte de “comité de crisis”: los mandatarios se reunieron para dar la señal política de que adoptarían instrumentos excepcionales para estabilizar los mercados financieros, contener la crisis y restaurar el crecimiento global. Sellaron un acuerdo multilateral para estimularlas grandes economías de manera coordinada. Estados Unidos lideró la inyección billonaria de recursos a través de una combinación de políticas fiscales y monetarias: los sucesivos paquetes de rescate y estímulo elevaron el déficit fiscal norteamericano desde 1,1% del PIB en 2007 hasta 9,8% en 2009, mientras que la Reserva Federal recortó su tasa de interés a pisos históricos y recurrió a políticas monetarias expansivas no convencionales (quantitive easing) para aumentar la liquidez disponible en el mercado. El Banco Central Europeo también implementó políticas monetarias expansivas y una mayoría de estados miembro de la Unión Europea anunció políticas fiscales contracíclicas.

Junto a este espíritu keynesiano, en su primera declaración conjunta los mandatarios se apresuraron en reafirmar los “principios de mercado” y valorar los “regímenes abiertos de comercio e inversión”, y se comprometieron también a “evitar el proteccionismo” (Declaración de Washington, 2008). Asimismo, los líderes del G-20 reconocieron la necesidad de introducir ciertos cambios en el sistema: “Debemos sentar las bases de la reforma para ayudar a garantizar que una crisis global, como esta, no vuelva a ocurrir”. Es que, en rigor, además de una bancarrota financiera, la crisis también desnudó una bancarrota intelectual: según la corriente económica principal, la denominada escuela neoclásica, una crisis en el mercado financiero supuestamente más perfecto del mundo era sencillamente inconcebible. De allí que, tal como reconoce su Oficina de Evaluación Independiente, el propio Fondo Monetario Internacional “no anticipó la crisis, sus plazos ni su magnitud y, por lo tanto, no pudo advertir a sus miembros” (FMI, 2011). La desorientación fue total: poco antes del desplome de Lehman Brothers, las autoridades del FMI declararon que la economía norteamericana parecía haber evitado un aterrizaje forzoso (junio de 2008) y que la economía mundial ya había pasado por lo peor de la crisis financiera (mayo de 2008).

Frente al fracaso de las instituciones encargadas de velar por la estabilidad financiera y monetaria internacional, proliferaron en el G-20 los llamados a fundar un “nuevo Bretton Woods” (entre ellos, los del entonces primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown, y el entonces presidente de Francia, Nicolas Sarkozy). Pero el ímpetu transformador duró poco y finalmente primó una perspectiva más conservadora: el nudo de las reformas promovidas por el G-20 se enfocó en fortalecer la regulación, supervisión, monitoreo y coordinación financieras a nivel internacional. Paradójicamente, el FMI emergió de la crisis doblemente fortalecido. Primero, porque fue capitalizado con 750 mil millones de dólares para ampliar sus programas financieros, que continuaron operando bajo un encuadre ortodoxo y condicionalidades similares. Segundo, porque mejoró su representatividad ya que, gracias al liderazgo de los países emergentes, especialmente de los BRICS, el G-20 acordó, en la cumbre de Seúl (2010), implementar una revisión de la gobernanza del FMI (distribución de cuotas y sistema de votación) destinada a reflejar el mayor peso de los países emergentes en la economía global.

Principal foro de cooperación económica internacional (2010-2015)

En 2009 la economía global experimentó la contracción más generalizada y profunda en décadas (-0,1%), arrastrada por el desplome de las economías avanzadas (-3,4%) (FMI, 2017). La crisis fue rápidamente bautizada “Gran Recesión”. Pero los programas de estímulo de la demanda rindieron sus frutos, y en 2010 las economías desarrolladas se recuperaron (+3%) y la economía global volvió a un sendero de crecimiento (+5,4%). Los líderes del G-20 se volvieron a reunir en Toronto en 2010 y celebraron los resultados alcanzados. En dicha cumbre designaron al G-20 como el “principal foro de cooperación económica internacional” y se fijaron la meta conjunta de alcanzar un “crecimiento global fuerte, sostenido y balanceado”. Aun cuando la fase más aguda de la implosión financiera parecía quedar atrás, la crisis seguía azotando con dureza la economía real y se reflejaba en la vertiginosa alza del desempleo, especialmente en los países avanzados (europeos) y entre los jóvenes. Mientras los países emergentes, y tibiamente Estados Unidos, abogaban por la continuidad de las políticas de demanda, los países europeos, a la vieja usanza, citaban la supuesta “ausencia de espacio fiscal” y los altos volúmenes de deuda en ciertas economías para justificar la retracción de los programas de corte keynesiano en favor de políticas de “austeridad” (ajuste).

La decisión del G-20, en 2010-2011, de revertir el rumbo y abogar por la “consolidación fiscal” (incluyendo la reducción de partidas sociales) y las “reformas estructurales” (incluyendo la desregulación del mercado de trabajo), fue un error histórico y procíclico que contribuyó a la prolongada recesión en la Unión Europea y a la frágil recuperación global. Cierta complacencia anticipada, y extemporánea inundó los comunicados del G-20, que decretó más de una vez el final de la crisis para darse vuelta y hallarla otra vez. El epicentro de la crisis se desplazó desde Estados Unidos a la zona euro, que cayó nuevamente en recesión en 2012, y experimentó recurrentes crisis de deuda en las economías de la periferia europea (en esta época se acuñó el despectivo acrónimo PIGS, en referencia a las frágiles situaciones de Portugal, Irlanda, Grecia y España). La inestabilidad financiera y la crisis de empleo resultaron persistentes como consecuencia de la retracción anticipada de los programas de estímulo. Hacia mediados de 2014, la caída de la demanda mundial, los efectos de la política de quantitive easing implementada por la Reserva Federal, junto al final del ciclo alcista de las commodities, terminaron impactando de lleno en los países emergentes: se contrajo su tasa de crecimiento promedio por el menor dinamismo chino y las recesiones en Brasil y Rusia. No obstante, aun en este escenario de desaceleración, los emergentes se mantuvieron como el motor de la economía mundial (especialmente las economías asiáticas), más que duplicando la tasa de expansión de los países desarrollados. En el período 2011-2016, las economías avanzadas promediaron una expansión de 1,7% mientras que las economías emergentes crecieron en promedio 5% (FMI, 2017).

Conforme la crisis se extendió, y multiplicó sus consecuencias en materia laboral y social, el G-20 también amplió su agenda fundacional incluyendo nuevos temas, tales como empleo, desarrollo, migración, cambio climático, energía y, forzosamente, terrorismo. El foro se consolidó como un mecanismo de diálogo y coordinación de políticas al máximo nivel de decisión entre las principales economías del mundo. En esta fase, proliferaron los grupos de trabajo técnicos y las reuniones ministeriales. Se organizaron, entre otras, reuniones de cancilleres yministros de Agricultura, Trabajo, Energía y Comercio del G-20, además de las reuniones regulares (cuatro anuales) de los ministros de Finanzas, presidentes de Bancos Centrales y Sherpas.2Asimismo, los márgenes de las cumbres se poblaron de encuentros bilaterales entre los mandatarios.

Durante las cumbres de Cannes (2011), San Petersburgo (2013) y, muy especialmente, Antalya (2015), la preocupación por el desempleo, el estancamiento salarial y el aumento de la desigualdad fue ganando centralidad en la agenda del G-20. La economía global había ingresado en una dinámica de crecimiento moderado (inferior al nivel precrisis), desigual, frágil y claramente insuficiente para resolver las problemáticas del mercado de trabajo. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estimaba el déficit de empleos en el mundo en 200 millones. Para peor, la proporción de la renta nacional destinada a los trabajadores venía cayendo hace décadas en casi todos los países del G-20, y muy especialmente en los países avanzados, y la brecha entre la evolución de la productividad y los salarios se estaba ampliando (OIT/OCDE, 2015). Los líderes realizaron entonces llamamientos en favor de una economía más “inclusiva” y el G-20 elaboró una serie de recomendaciones de políticas activas para revertir estas tendencias (G-20, 2015). Sin embargo, dichas políticas fueron ignoradas por la mayoría de las naciones del G-20, lo que terminó allanando el terreno, en particular en Europa y Estados Unidos, para el avance electoral de propuestas antisistema ultranacionalistas con una peligrosa plataforma racista.

Cuestionamiento a la globalización y crisis del comité (2016-2018)

Así como el FMI no anticipó la crisis global en 2008, el G-20 tampoco vio venir en 2016 los terremotos electorales antisistema a ambos lados del Atlántico Norte. El Brexit y, sucesivamente, las elecciones estadounidenses, británicas, francesas, alemanas e italianas han revelado un rechazo masivo al establishment. El orden internacional promovido por el G-20 sobre los principios de libre mercado y apertura económica quedó fuertemente cuestionado. Una década después del estallido de la crisis, el propio “comité” constituido para enfrentarla entró en crisis.

La crisis que atraviesa el G-20 es doble. Por un lado, está debilitado por el trance más general del sistema multilateral, menoscabado a diario por las posiciones unilaterales y amenazantes del presidente estadounidense Donald Trump. De hecho, en la última cumbre del G-20 en Hamburgo, por primera vez, no se logró consenso en un tema clave de la agenda como es el cambio climático, y se terminó consignando en la declaración final la posición de Estados Unidos separada de la de los demás países. En vez de G-20 fue G-1 más G-19. El anuncio de Trump de imponer aranceles de 25% y 10% a la importación estadounidense de acero y aluminio, respectivamente, también implicó un descrédito al G-20, que venía abordando la sobreoferta mundial de acero mediante la negociación multilateral.

Pero, si bien el ascenso de Trump es el factor visible de esta crisis, la causa fundamental de la tensión es más profunda: las propias políticas y recomendaciones del G-20 quedaron cuestionadas por las recientes revueltas antisistema en los países desarrollados. La globalización y la financiarización siempre han tenido ganadores y perdedores, pero la acumulación de perdedores se ha disparado, en algunos casos dramáticamente. Según Oxfam (2018), el 82% de la riqueza generada en 2017 se destinó al 1% más rico de la población mundial, mientras que los 3.700 millones de personas que conforman la mitad más pobre del mundo no vieron un aumento en su riqueza. Por ello, Alemania, como país anfitrión, propuso en 2017 abordar “los temores y los desafíos asociados con la globalización”, reconociendo la necesidad de ofrecer una respuesta a la crisis en marcha. Sin embargo, la respuesta del G-20 ha sido hasta ahora mayormente cosmética, porque la orientación de las políticas no ha cambiado.

Es positivo que el grupo exprese con más énfasis la necesidad de crecimiento “inclusivo” (esta palabra aparece dieciocho veces en la declaración de Hamburgo), que reconozca la desigualdad y que argumente que “los beneficios de la globalización no se han compartido lo suficiente”. Pero estas declaraciones muy loables no se han traducido en políticas consistentes que favorezcan una mejor distribución del ingreso y la riqueza. De hecho, en muchos países del G-20, como en nuestra región, se impulsan programas económicos que agravan todas las dimensiones de la desigualdad. Más allá de la retórica, y de las fracturas al interior del grupo, el corazón del G-20 sigue dominado por las viejas políticas de apertura, reformas estructurales y consolidación fiscal.

III. Trayectoria de América latina en el G-20: continuidades y rupturas

A lo largo de esta década también se transformaron el rol y la agenda de los países de América latina en el G-20. Estilizadamente, se identifican dos fases de acuerdo con la orientación de los proyectos políticos vigentes en la región: una primera etapa, 2008-2015, marcada por una mayoría de gobiernos de raigambre popular y progresista, y una segunda fase, vigente desde 2016, correspondiente al retorno de gobiernos de corte neoliberal. La primera fase comprende los gobiernos de Cristina Kirchner en la Argentina, primero Lula Da Silva y luego Dilma Rousseff en Brasil, y Felipe Calderón y luego Enrique Peña Nieto en México. La segunda fase corresponde a los gobiernos de Mauricio Macri, Michel Temer (quien llegó a la presidencia mediante un golpe institucional en agosto de 2016) y Enrique Peña Nieto, respectivamente.

De la integración regional a la fragmentación competitiva

Entre 2008 y 2015, la Argentina y Brasil actuaron en el foro como aliados estratégicos, anticipando prioridades, coordinando posiciones y amplificando su gravitación como voces latinoamericanas. No fue azar, sino la proyección al G-20 de la decisión política de ambos países de apostar a la integración regional como eje de su política exterior. Mientras se fortaleció el Mercosur, se cimentó la Unasur (Unión de Naciones Sudamericanas) y se fundó la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), se avanzó también en la articulación de agendas en todos los niveles del G-20. Dicha alianza se formalizó mediante la creación de un esquema bilateral de coordinación de políticas que, sin embargo, no alcanzó a incluir a México. No fue por falta de diálogo o de vocación latinoamericana, sino un resultado derivado de la decisión estratégica mexicana de alinear sus posiciones en los foros económicos y financieros internacionales con Estados Unidos, su poderoso vecino del Norte y principal socio comercial. La articulación con México fue, entonces, más ocasional y circunscripta a temas puntuales de interés común. Los tres países latinoamericanos sí participaron, desde 2010, en el “mecanismo de coordinación de economías emergentes”, que consiste en reuniones para anticipar y articular posiciones con los Sherpas del G-20 de China, India, Indonesia, Rusia y Sudáfrica.

¿Qué sucede en la actualidad? Al inaugurar la presidencia argentina del G-20, el 1º de diciembre pasado, el presidente Mauricio Macri planteó: “Queremos ser la expresión de toda una región, no sólo de nuestro país”. Esta supuesta vocación latinoamericana fue sucesivamente reiterada por funcionarios de primera línea del gobierno, así como por diversos analistas que abogan, con criterio, por impulsar una agenda latinoamericana en el seno del foro. Sin embargo, no es difícil contrastar que las expresiones del Presidente están disociadas de su política exterior. El anfitrión de la próxima cumbre del G-20 contribuye activamente al vaciamiento de la Unasur, no participó en ninguna cumbre de la CELAC y se ha vinculado con el Mercosur sólo como plataforma para aspirar a un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea, la región que, junto con Estados Unidos, es el faro de la política exterior argentina. Así, el G-20 desembarca en nuestro país en un entorno regional de retroceso a dinámicas que parecían superadas: se imponen la fragmentación, la competencia y la individualidad en las estrategias de inserción internacional y, como corolario, la integración se empobrece bajo esquemas de articulación parciales (Alianza del Pacífico, ALBA), ad-hoc (Grupo de Lima) o bien panamericanos rengos (Cumbre de las Américas sin invitación a Venezuela, Organización de los Estados Americanos sin membresía de Cuba).

Dos decisiones de la Argentina como cabeza del G-20 confirman la débil orientación regional. Primero, la fecha elegida para la cumbre de Buenos Aires (30 de noviembre-1º de diciembre de 2018) coincide sorprendentemente con el cambio presidencial en México, realizado desde 1934 cada seis años justamente el 1º de diciembre, lo que permite anticipar la ausencia del mandatario mexicano. Segundo, se decidió sumar a Chile y a los Países Bajos como países invitados, en contraste con las invitaciones que cursó México en 2012 a dos socios regionales: Chile y Colombia. Sí, acertadamente, la Argentina también invitó a participar a la Comunidad del Caribe, representada por Jamaica.

De “rule-changer” a “rule-taker”

Quizá la ruptura más significativa entre ambas etapas es el giro, especialmente de la Argentina y Brasil, desde una posición marcadamente crítica y con vocación transformadora de aquellas reglas injustas del sistema financiero y comercial internacional (“rule-changer”) hacia la visión de complacencia y mera subordinación a las reglas que prima en la actualidad (“rule-taker”).

Entre 2008 y 2015, los países del Cono Sur impulsaron, mediante coaliciones flexibles con otros bloques y/o naciones del G-20, ciertas reformas del statu quovigente a nivel global. Desde la primera cumbre, y como reflejo de su propia historia, la Argentina y Brasil abogaron por políticas contracíclicas para enfrentar la gran recesión, posición compartida por los BRICS, con quienes Brasil desarrolló un progresivo nivel de coordinación. Brasil, acompañado por la Argentina, también fue especialmente activo en la reforma de la gobernanza del FMI. Un área donde los líderes de la región fueron pioneros fue en la lucha contra la evasión y la elusión fiscal internacional a través de plazas offshore. Ya en la Cumbre de Londres (2009), el G-20 se comprometió a tomar acciones en contra de las guaridas fiscales. Las escandalosas filtraciones recientes (Panamá Papers y Paradise Papers), que documentan la riqueza no declarada en plazas offshore, elevó nuevamente la presión sobre el grupo: en la última cumbre el G-20 se comprometió a “continuar trabajando en favor de un sistema impositivo internacional globalmente justo” (Declaración de Hamburgo, 2017).

Otra contribución de la Argentina y Brasil cuestionando el statu quo fue en materia de empleo: en 2009 se logró exitosamente excluir la “flexibilización laboral” como recomendación del G-20. Esta respuesta defensiva fue potenciada luego por una estrategia ofensiva de promoción de políticas de protección laboral e inclusión social en el G-20, para lo cual se propuso la participación de la OIT en pie de igualdad con el FMI, y se dio voz a los sindicatos y trabajadores organizados en el Labour-20, alertando también del impacto de la crisis en el desempleo. Ambos países también reclamaron–acompañados por otros emergentes–por la finalización de la Ronda de Doha de la Organización Mundial de Comercio (OMC) de acuerdo con su mandato original de desarrollo y abogaron por un sistema de comercio multilateral verdaderamente balanceado, que garantice a los países en desarrollo sus legítimos espacios de política doméstica.

Finalmente, bajo el liderazgo argentino, se planteó tempranamente en el G-20 la preocupación por la sustentabilidad de las deudas soberanas. A pesar del notorio crecimiento de los coeficientes de deuda-PIB en gran parte de los países del G-20 (especialmente los europeos), o quizá justamente por ello, la temática enfrentó notables resistencias, y recién ingresó con adecuada jerarquía a la agenda en la cumbre de San Petersburgo (2013). Un año después, en la cumbre de Brisbane (2014), ya ratificada la perversa interpretación del juez estadounidense Thomas Griesa sobre la cláusula pari-passu, el G-20 reconoció la necesidad de enfrentar la litigiosidad provocada por las estrategias de los fondos buitre y de reforzar el orden y la previsibilidad de los procesos de reestructuración de deuda soberana a nivel internacional. Fue un gran logro diplomático para la Argentina, que contó con el apoyo inicial de Brasil, México, Francia, Australia, Rusia y China. Un año más tarde, en la cumbre de Antalya (2015), se reafirmó la pertinencia del tema en la agenda financiera internacional y se acordó avanzar en la inclusión de cláusulas “antibuitre” en los contratos de emisión de bonos soberanos.

De cara a la cumbre de Buenos Aires

En contraste, en la fase actual, iniciada en 2016, los mandatarios de la región se han posicionado en el G-20 como “rule takers” del sistema internacional, bajo la visión de que conviene aceptar “las cosas como son” en lugar de cuestionar y/o buscar transformar aquellas políticas internacionales injustas o desfavorables para sus intereses estratégicos. La concepción que hilvana la política exterior argentina, cristalizada en la relación con Washington, es aquella de que “haciendo concesiones al poderoso se salvaguardan los intereses propios” (ver al respecto el artículo de Juan Gabriel Tokatlian “Relaciones con EE.UU.: ¿nueva etapa?”). Es por demás paradójico que la Argentina asuma la presidencia del G-20, que supuestamente abre una oportunidad para realizar una contribución propia al foro, justamente en un momento de particular debilidad de dicha visión autónoma, nacional y latinoamericana.

Claramente, Mauricio Macri imaginaba un orden internacional muy diferente (pre Brexit, pre Trump) cuando postuló al país para encabezar el G-20: aspiraba a ser anfitrión de una cumbre que celebrara de forma unánime en Buenos Aires el orden internacional liberal. En cambio, hoy la presidencia argentina debe maniobrar en un escenario de crisis del multilateralismo y disputas tanto al interior del G-7 (especialmente entre Estados Unidos y Europa, los dos ejes de la política exterior argentina) como dentro del G-20 (mayormente por los cruces entre Estados Unidos y China, y las acusaciones a Rusia). La labor supera por lejos el calibre del gobierno argentino: el último año la propia Angela Merkel, canciller de la cuarta economía del mundo y única líder del G-20 que participó en las doce cumbres del foro, encontró por demás exigente alojar el G-20.

Frente a este panorama, el gobierno argentino ha optado por una estrategia de dos vías. En lo discursivo, replica al dedillo su fórmula de marketing electoral: lanzó su presidencia del G-20 con una narrativa colmada de nobles intenciones, promesas heroicas y palabras políticamente correctas: “liderar el G-20 con las necesidades de la gente en primer plano”; “consenso para un desarrollo equitativo y sostenible”; “G-20 que aporte al mundo y a la humanidad”. En lo sustantivo, en cambio, planteó una agenda de trabajo deliberadamente conservadora, con prioridades que eluden los temas de mayor disenso, como comercio y cambio climático, para evitar cortocircuitos que puedan poner en riesgo la participación de Donald Trump.

En esta línea, las tres prioridades propuestas por la Argentina para el G-20 en 2018 son: “el futuro del trabajo”, “infraestructura para el desarrollo” y “un futuro alimentario sostenible”. Más allá de los títulos vistosos, lo central es indagar acerca del contenido de las políticas que se impulsan en estas áreas prioritarias. Sería nocivo, por ejemplo, que la discusión sobre las nuevas tecnologías y el futuro del empleo fuera el caballo de Troya para impulsar políticas de desprotección y flexibilización laboral, en línea con la reforma recientemente aprobada en Brasil y que pretende emular el gobierno argentino. O que se aborde la problemática del empleo desde una perspectiva meramente ofertista (vía capacitación y educación), subestimando la centralidad de las políticas de impulso a la demanda. En materia de infraestructura, por su parte, la agenda parece enfocarse en la promoción de asociaciones público privadas (PPP), un esquema en boga que entusiasma al gobierno de Macri, pero que, bajo ciertos diseños, podría implicar mecanismos encubiertos de endeudamiento soberano y/o privatización (sobre el tema escribe Sebastián Soler: “Negocios públicos, vicios privados”, en http://www.elcohetealaluna.com/negocios-publicos-vicios-privados/).

Finalmente, la temática de seguridad alimentaria es bien conocida en el G-20(fue una de las prioridades de México en 2012) y la novedad apuntaría a facilitar asociaciones con el sector privado, en el marco del enfoque empresario propio de la presidencia argentina.

IV. Una agenda alternativa para el G-20

Todo indica que la presidencia argentina del G-20 intentará minimizar aquellos temas calientes que enfrentan a los miembros del grupo, eludir los cuestionamientos en marcha a la globalización, y legitimar en el encuentro su propia agenda neoliberal. Nuestra región, fragmentada, no cuenta con una agenda latinoamericana propia para impulsar en el foro. El resultado es una agenda empobrecida, bien por la ausencia de debates de fondo sobre los temas controvertidos (pero necesarios), bien por la mera revalidación del statu quo hoy debilitado. Por ello, en lugar de insistir con el statu quo, el G-20 requiere urgentemente un cambio de rumbo, un paradigma alternativo que coloque la igualdad, en todas sus dimensiones, verdaderamente en el centro de su agenda.3

¿En qué consistiría una agenda alternativa? Un G-20 centrado en la igualdad implicaría abandonar las políticas de “consolidación fiscal” y reforma estructural en favor de políticas coordinadas de estímulo a la demanda agregada, como en los orígenes del G-20, y políticas de desarrollo del mercado interno y regional, vía inversión en infraestructura y redistribución progresiva del ingreso. También implicaría revertir los actuales procesos de desregulación en materia laboral y financiera que llevan adelante, por ejemplo, los gobiernos de Macri y de Trump y que pretenden validar en el seno del G-20. Recientemente, investigaciones de la CEPAL, la OIT, e incluso el FMI, muestran que una mejor distribución del ingreso hace más sustentable y duradero el crecimiento, además de más justo. Otra cuestión clave es recuperar capacidad y recursos estatales, para lo cual es imperativo dar máxima jerarquía a la lucha contra los paraísos fiscales y la elusión y evasión fiscal internacional, como propuso recientemente el ex primer ministro británico Gordon Brown.

De cara a la cumbre de Buenos Aires, un grupo de organizaciones y referentes feministas argentinas elaboró una serie de recomendaciones de políticas públicas para reflejar en el G-20 las agendas del feminismo del 99%, advirtiendo que el empoderamiento de las mujeres no podrá darse de manera aislada, sino que sólo será posible en el marco de modelos económicos verdaderamente inclusivos, ausentes hoy en la mayor parte de las naciones del G-20. Se propone avanzar, sin más demora, en la construcción de sociedades verdaderamente igualitarias. ¡Ya es hora!

Notas

1. Incluye a los miembros del G-7 más la Unión Europea, Australia, y un grupo diverso de economías generalmente catalogadas como emergentes: Argentina, Brasil, México, Sudáfrica, China, Corea del Sur, India, Indonesia, Rusia, Turquía y Arabia Saudita. España es un invitado permanente y todos los años el país que preside el foro también invita a otros países.

2. Los Sherpas son los representantes directos de los jefes/as de Estado en el G-20 y tienen la función de coordinar las negociaciones previas a las cumbres asegurando la consistencia en las posiciones nacionales de cada país, enfocándose en particular en la agenda no financiera del foro.

3. En Polaski y Nahón (2017) hay mayor detalle sobre los pilares de una agenda alternativa:https://www.socialeurope.eu/g20s-future-conflict-irrelevance-course-correction

* Profesora y Directora Ejecutiva del programa “Modelo G20” en American University. Ex Sherpa de Argentina ante el G-20 (2012-2015) y ex Embajadora de Argentina en Estados Unidos (2013-2015).


http://www.vocesenelfenix.com/content/am%C3%A9rica-latina-en-el-g-20-continuidades-y-rupturas-de-la-agenda-regional-2008-2018