Los analistas neoliberales proponen el modelo griego, en el que sólo importa el superávit para pagar deuda
FEB 23, 2020
A medida que se acercan momentos decisivos y se intensifican las presiones, los rumores y la guerra psicológica, podemos observar que la negociación sobre la deuda externa es apenas la punta del iceberg de un conjunto de políticas económicas destinadas a modificar en forma drástica la economía argentina y su perfil social.
Una recorrida por los análisis realizados por destacados comentaristas de los principales medios, todos neoliberales, permite acercarse a las metas que están tratando de introducirle al gobierno de Fernández-Fernández, a pesar de que el sentido del voto popular, las promesas electorales de la actual gestión y el deseo de alivio de las mayorías vaya exactamente por un sendero opuesto.
Entre la catarata de artículos en los que se reclama “saber cuál es el plan económico del gobierno”, para darle supuesta “certeza” a los “mercados”, uno se destacó esta semana por su estilo sereno y austero, y por la claridad y contundencia de su mensaje.
Se trata del artículo que el economista y ex funcionario de dos gobiernos, Miguel Kiguel, escribió para El Cronista con el título “La reestructuración de la deuda no alcanza para crecer”.
No es la deuda, es el programa económico
Kiguel sale al cruce de un planteo muy habitual en los ámbitos oficialistas: si se arregla el tema deuda, se despeja el camino para el crecimiento. En esa visión, al reducir drásticamente en el corto plazo las erogaciones en los pagos de servicios de deuda externa, el Estado dispondrá de mayores recursos para apalancar la reactivación económica. Una vez lanzada ésta, se producirá el círculo virtuoso ya observado durante la gestión de Néstor Kirchner: más actividad económica, más recaudación impositiva, más gasto público, más expansión de la actividad, y así.
No es esa la visión de Kiguel ni la de los acreedores del país. Para el economista, el estado de la deuda no se puede evaluar fuera de contexto, ya que lo que es realmente relevante, según su criterio, es si la política económica a aplicar en los próximos años es en sí misma sustentable o no.
Luego de explicar que la deuda griega era insostenible porque representaba al momento de la crisis el 170% del PBI del país, explica que hoy Grecia recibe financiamiento muy barato, porque buena parte de la deuda (que no ha disminuido, y representa el 171% del PBI), la tienen organismos oficiales dispuestos a financiar en condiciones más favorables. Se refiere al Banco Central Europeo y otros bancos centrales que salieron a comprar la deuda griega cuando estaba en poder de los grandes bancos privados franceses y alemanes, que veían amenazada su propia sustentabilidad.
No cabe duda que el manejo de la deuda griega tiene un componente político fundamental: sostiene políticamente a Grecia, después de someterla a un severísimo ajuste y a un extenso programa de venta de activos estatales, incluidas islas del Mediterráneo.
El castigo contractivo y el encadenamiento financiero de Grecia fue fundamental en la Unión Europea para disciplinar a otros países que también querían reestructurar su deuda y para mostrar quién manda dentro de ese espacio de integración regional. La conclusión es que para recibir el particular tratamiento de parte de las finanzas globales, hay que ser Grecia.
Reflexiona Kiguel: “Grecia, aunque a los tumbos, tuvo un programa económico con el apoyo del FMI y de la Unión Europea (…) hoy tiene un superávit primario del 3,3% del PBI con lo que han logrado prácticamente equilibrar las cuentas fiscales mientras que las cuentas externas pasaron de un déficit del 10% del PBI a un pequeño desequilibrio”.
Notable ejemplo del tipo de economistas que forma el pensamiento económico convencional: miran dos o tres números de la economía y ya dictaminan sobre la salud de la misma, independientemente del estado de la población, que no es relevante. La vaca lechera griega, con su superávit primario del 3,3%, está en condiciones de pagarle la renta anual a los bonistas, que es todo lo que se le pide a su política macroeconómica.
Reflexiona Kiguel: “Grecia, aunque a los tumbos, tuvo un programa económico con el apoyo del FMI y de la Unión Europea (…) hoy tiene un superávit primario del 3,3% del PBI con lo que han logrado prácticamente equilibrar las cuentas fiscales mientras que las cuentas externas pasaron de un déficit del 10% del PBI a un pequeño desequilibrio”.
Notable ejemplo del tipo de economistas que forma el pensamiento económico convencional: miran dos o tres números de la economía y ya dictaminan sobre la salud de la misma, independientemente del estado de la población, que no es relevante. La vaca lechera griega, con su superávit primario del 3,3%, está en condiciones de pagarle la renta anual a los bonistas, que es todo lo que se le pide a su política macroeconómica.
Grecia hoy recibe crédito a tasas muy bajas, pero el tamaño de la deuda ha comprometido para siempre el progreso del país. Vive para pagar. Lo relevante para la comunidad financiera internacional es que, como sea que haya ocurrido, se le logró imponer a la sociedad griega una dieta de raquitismo y depresión compatible con el pago de abultados intereses anuales a sus acreedores.
Kiguel se pregunta por qué otros países de nuestra región, teniendo también una importante deuda externa, no sufren el castigo de Argentina, y contesta: “No tienen el pasado de reestructuraciones, reperfilamientos y default que tiene nuestro país, porque no dependen del mercado internacional para financiarse debido a que tienen fondos de pensión e inversores institucionales locales que compran gran parte de la deuda soberana y además porque pueden emitir deuda en su moneda”.
El caso paradigmático al que puede aludir en materia de fondos de pensión e inversores institucionales es Chile. Como lo que le pase a la población no es relevante, seguramente el autor no conoce el enorme malestar del público con las AFP chilenas, que le están pagando rentas miserables a los jubilados de ese país, mientras financian los negocios de los grandes grupos económicos del país.
Pero lo importante, para lxs argentinxs, es otra cosa: los fondos de pensiones privados consiguen sus fondos del mismo lugar que el sistema de reparto: de los aportes previsionales de los trabajadores activos. En el sistema privatizado, los fondos los ponen los trabajadores, los “trabajan” los bancos, hacen inversiones, cobran sus comisiones, y luego pagan las jubilaciones. No debería ser muy distinto si el Estado, con los gigantescos ingresos mensuales por los aportes jubilatorios que recauda, los aplicara a proyectos de desarrollo económico. Salvo que se crea en el dogma de la infalibilidad del mercado, lo cierto es que buenas o malas inversiones pueden ser hechas tanto por los privados como por el Estado. Ambos potencialmente pueden impulsar el desarrollo o el estancamiento.
La única diferencia, la gran diferencia, la diferencia que hace que este tema esté sobrevolando el planeta desde hace 3 décadas, es el negocio privado del cobro de comisiones gigantes a los trabajadores activos para manejarles sus aportes hasta la edad de jubilarse. Ese es el motor de toda la “preocupación demográfica” sobre la sustentabilidad de los regímenes jubilatorios.
Kiguel se pregunta por qué otros países de nuestra región, teniendo también una importante deuda externa, no sufren el castigo de Argentina, y contesta: “No tienen el pasado de reestructuraciones, reperfilamientos y default que tiene nuestro país, porque no dependen del mercado internacional para financiarse debido a que tienen fondos de pensión e inversores institucionales locales que compran gran parte de la deuda soberana y además porque pueden emitir deuda en su moneda”.
El caso paradigmático al que puede aludir en materia de fondos de pensión e inversores institucionales es Chile. Como lo que le pase a la población no es relevante, seguramente el autor no conoce el enorme malestar del público con las AFP chilenas, que le están pagando rentas miserables a los jubilados de ese país, mientras financian los negocios de los grandes grupos económicos del país.
Pero lo importante, para lxs argentinxs, es otra cosa: los fondos de pensiones privados consiguen sus fondos del mismo lugar que el sistema de reparto: de los aportes previsionales de los trabajadores activos. En el sistema privatizado, los fondos los ponen los trabajadores, los “trabajan” los bancos, hacen inversiones, cobran sus comisiones, y luego pagan las jubilaciones. No debería ser muy distinto si el Estado, con los gigantescos ingresos mensuales por los aportes jubilatorios que recauda, los aplicara a proyectos de desarrollo económico. Salvo que se crea en el dogma de la infalibilidad del mercado, lo cierto es que buenas o malas inversiones pueden ser hechas tanto por los privados como por el Estado. Ambos potencialmente pueden impulsar el desarrollo o el estancamiento.
La única diferencia, la gran diferencia, la diferencia que hace que este tema esté sobrevolando el planeta desde hace 3 décadas, es el negocio privado del cobro de comisiones gigantes a los trabajadores activos para manejarles sus aportes hasta la edad de jubilarse. Ese es el motor de toda la “preocupación demográfica” sobre la sustentabilidad de los regímenes jubilatorios.
Se encubre así el reclamo de un gigantesco negocio para los financistas, que en el gobierno de Cristina tuvo su fin, en plena crisis internacional, por una idea de Amado Boudou, que hoy está preso básicamente por esa iniciativa sacrílega.
Kiguel insiste: “El principal problema de la Argentina no es el tamaño de la deuda, sino el hecho de que no hay confianza, y que no existe un marco de política económica de mediano plazo que ayude a regenerarla”. Atención, cuando los financistas empiezan a hablar de confianza, nunca hay que interpretar que están hablando de confianza. La confianza de los acreedores y de los grandes capitales se restaura instantáneamente cuando se les ofrecen grandes negocios, que en el caso argentino pretenden que sean garantizados por el Estado.
Para lograr tal restauración de confianza, Kiguel reclama que se adopten las “reformas que el FMI viene pidiendo desde hace muchos años como una reducción del déficit del sistema previsional que ronda el 3% del PBI, o una reforma tributaria que reduzca los impuestos distorsivos que afectan la producción”.
Debemos recordar que ese experimento ya lo hicimos en nuestro país, bajo el menemismo. La privatización del sistema jubilatorio le creó un gran agujero fiscal al Estado, con lo cual no bajó, sino que subió el déficit público. Los trabajadores activos le aportaban su dinero mensualmente a las AFJP (los bancos), mientras que el Estado seguía pagándoles de sus menguados fondos a los trabajadores pasivos. Si ahora hay un agujero de financiamiento público, no se resolvería con la privatización del sistema, como piden todos los financistas del planeta.
Pero si lo que se está proponiendo reducir en un 3% del PBI en términos reales es el monto de las jubilaciones, le recomendaría a Kiguel que lea los considerandos de la declaración emitida recientemente por el FMI: “El superávit primario que se necesitaría para reducir la deuda pública y las necesidades de financiamiento bruto a niveles consistentes con un riesgo de refinanciamiento manejable y un crecimiento del producto potencial satisfactorio no es económicamente ni políticamente factible”. Este tipo de economistas tan apegados a las demandas del capital financiero no entienden qué es lo “políticamente factible”. Y piden que los políticos tampoco lo entiendan.
¿El programa económico de los bonistas?
Ya sobre el final de sus consideraciones, Kiguel señala: “Todo indica que los bonistas ya están resignados a una quita y que van a estar dispuestos a acompañar (…) Pero a cambio van a pedir una plan económico que muestre al menos dos cosas… Generar en algunos años un superávit primario que permita afrontar el pago de los intereses de la deuda y mostrar que el gasto público y la presión impositiva irán cayendo como porcentaje del PBI”. El segundo punto sería “un compromiso de evitar los ciclos de elevados déficit fiscales, inflación y atraso cambiario que en el pasado fueron los detonantes de las crisis”.
Hay que decirlo con claridad: la quita de la deuda se producirá porque prestaron irresponsablemente al gobierno anterior sin ningún tipo de recaudo. La quita no es una graciosa concesión voluntaria, ya que si no hay quita ni alargamiento de los plazos, hay default, y por lo tanto no pago. La quita es un castigo –que ya se ha reflejado en los precios de los bonos— por una mala inversión realizada. No es ni puede ser un trueque, a cambio de que el gobierno actual modifique su programa económico y social.
Quien sea que se oculte tras el evanescente nombre de “los bonistas”, tiene un plan escrito sobre la Argentina, que va mucho más allá de renegociar una deuda insustentable. Según Kiguel, los bonistas no sólo quieren que les paguen, sino que les garanticen los resultados fiscales del Estado, que baje el gasto público y también la presión impositiva (¿desde cuándo les importa a los bonistas cuál es el tamaño del gasto público, o cuál es el porcentaje adecuado de presión impositiva?).
¿No es que la preocupación central de los bonistas es simplemente cobrar, o aquí se está contrabandeando todo el programa económico de actores locales que no quieren pagar impuestos y quieren achicar el gasto estatal en función de sus propias metas impositivas? Es decir, en nombre de “restaurar la confianza” se vuelve a insistir en el tradicional plan de la derecha argentina que no lleva más que al subdesarrollo, al desempleo masivo y a una nueva crisis: menos impuestos, menos gasto, menos Estado, más desocupación y más recesión. Un combo catastrófico, que parece ser su idea fija e inmutable.
En cuanto al compromiso para que no haya elevados déficit fiscales, inflación y atraso cambiario, los economistas liberales deberían explicar por qué exactamente eso se repite en cada una de las gestiones en las que son protagonistas. En realidad son todas excusas con formato técnico para confluir en el argumento de siempre: el mantra del achicamiento estatal.
La única función verdadera del achicamiento del Estado predicado hasta el hartazgo es contribuir a reducir los impuestos “distorsivos”, que son los impuestos que molestan a los empresarios. Ni la inflación ni el déficit les importan si es en función de mejorar los ingresos de las diversas fracciones propietarias, como ocurrió durante la era macrista.
En fin, el argumento del crecimiento que supuestamente ellos también desearían termina en el repetidísimo reclamo de aumentar los privilegios sectoriales, lo que no soluciona ninguno de los problemas de productividad y competitividad que tiene nuestro país.
En economía no hay pluralismo
La conclusión de Kiguel es que lograr una quita es menos importante que tener un programa macroeconómico neoliberal. Con lo que resta importancia a jugarse a obtener una quita sustancial, como avala el Fondo, y pone el peso en traicionar completamente el voto popular para instalar, por enésima vez, un fracasado programa de aumento de la rentabilidad de los grandes capitales, que ya han demostrado su inutilidad para generar el crecimiento de la Argentina.
Al ciudadano común le pueden parecer razonables muchos de los argumentos que exhiben los publicistas neoliberales. Ellos ahora simulan estar preocupados por el crecimiento, pero apenas se indaga en qué medidas serían las que impulsarían el bendito crecimiento, aparecen todas las demandas del capital, y el ninguneo completo de las necesidades del 70% de la población. Como en Grecia.
Están pidiendo, en nombre de la quita, la entrega del sentido, de la razón de ser del gobierno popular. Como si la política económica argentina se pudiera resolver entre cúpulas gerenciales, de espaldas a una sociedad que ha sabido ser muy activa y muy contundente cuando fue maltratada por el gobierno de turno.
Pero, ¿qué podríamos esperar de los medios, de los periodistas, economistas y opinólogos que apoyaron entusiastamente la política económica desastrosa del macrismo, porque le convenía al capital financiero?
Es que en la muy particular concepción de la democracia que tienen los financistas, las elecciones son como los diarios del día anterior: el voto emitido ya caducó, ya es viejo al día siguiente de haber sido emitido. El voto popular sería solamente un cheque en blanco a ser llenado por los dueños del poder.
Kiguel insiste: “El principal problema de la Argentina no es el tamaño de la deuda, sino el hecho de que no hay confianza, y que no existe un marco de política económica de mediano plazo que ayude a regenerarla”. Atención, cuando los financistas empiezan a hablar de confianza, nunca hay que interpretar que están hablando de confianza. La confianza de los acreedores y de los grandes capitales se restaura instantáneamente cuando se les ofrecen grandes negocios, que en el caso argentino pretenden que sean garantizados por el Estado.
Para lograr tal restauración de confianza, Kiguel reclama que se adopten las “reformas que el FMI viene pidiendo desde hace muchos años como una reducción del déficit del sistema previsional que ronda el 3% del PBI, o una reforma tributaria que reduzca los impuestos distorsivos que afectan la producción”.
Debemos recordar que ese experimento ya lo hicimos en nuestro país, bajo el menemismo. La privatización del sistema jubilatorio le creó un gran agujero fiscal al Estado, con lo cual no bajó, sino que subió el déficit público. Los trabajadores activos le aportaban su dinero mensualmente a las AFJP (los bancos), mientras que el Estado seguía pagándoles de sus menguados fondos a los trabajadores pasivos. Si ahora hay un agujero de financiamiento público, no se resolvería con la privatización del sistema, como piden todos los financistas del planeta.
Pero si lo que se está proponiendo reducir en un 3% del PBI en términos reales es el monto de las jubilaciones, le recomendaría a Kiguel que lea los considerandos de la declaración emitida recientemente por el FMI: “El superávit primario que se necesitaría para reducir la deuda pública y las necesidades de financiamiento bruto a niveles consistentes con un riesgo de refinanciamiento manejable y un crecimiento del producto potencial satisfactorio no es económicamente ni políticamente factible”. Este tipo de economistas tan apegados a las demandas del capital financiero no entienden qué es lo “políticamente factible”. Y piden que los políticos tampoco lo entiendan.
¿El programa económico de los bonistas?
Ya sobre el final de sus consideraciones, Kiguel señala: “Todo indica que los bonistas ya están resignados a una quita y que van a estar dispuestos a acompañar (…) Pero a cambio van a pedir una plan económico que muestre al menos dos cosas… Generar en algunos años un superávit primario que permita afrontar el pago de los intereses de la deuda y mostrar que el gasto público y la presión impositiva irán cayendo como porcentaje del PBI”. El segundo punto sería “un compromiso de evitar los ciclos de elevados déficit fiscales, inflación y atraso cambiario que en el pasado fueron los detonantes de las crisis”.
Hay que decirlo con claridad: la quita de la deuda se producirá porque prestaron irresponsablemente al gobierno anterior sin ningún tipo de recaudo. La quita no es una graciosa concesión voluntaria, ya que si no hay quita ni alargamiento de los plazos, hay default, y por lo tanto no pago. La quita es un castigo –que ya se ha reflejado en los precios de los bonos— por una mala inversión realizada. No es ni puede ser un trueque, a cambio de que el gobierno actual modifique su programa económico y social.
Quien sea que se oculte tras el evanescente nombre de “los bonistas”, tiene un plan escrito sobre la Argentina, que va mucho más allá de renegociar una deuda insustentable. Según Kiguel, los bonistas no sólo quieren que les paguen, sino que les garanticen los resultados fiscales del Estado, que baje el gasto público y también la presión impositiva (¿desde cuándo les importa a los bonistas cuál es el tamaño del gasto público, o cuál es el porcentaje adecuado de presión impositiva?).
¿No es que la preocupación central de los bonistas es simplemente cobrar, o aquí se está contrabandeando todo el programa económico de actores locales que no quieren pagar impuestos y quieren achicar el gasto estatal en función de sus propias metas impositivas? Es decir, en nombre de “restaurar la confianza” se vuelve a insistir en el tradicional plan de la derecha argentina que no lleva más que al subdesarrollo, al desempleo masivo y a una nueva crisis: menos impuestos, menos gasto, menos Estado, más desocupación y más recesión. Un combo catastrófico, que parece ser su idea fija e inmutable.
En cuanto al compromiso para que no haya elevados déficit fiscales, inflación y atraso cambiario, los economistas liberales deberían explicar por qué exactamente eso se repite en cada una de las gestiones en las que son protagonistas. En realidad son todas excusas con formato técnico para confluir en el argumento de siempre: el mantra del achicamiento estatal.
La única función verdadera del achicamiento del Estado predicado hasta el hartazgo es contribuir a reducir los impuestos “distorsivos”, que son los impuestos que molestan a los empresarios. Ni la inflación ni el déficit les importan si es en función de mejorar los ingresos de las diversas fracciones propietarias, como ocurrió durante la era macrista.
En fin, el argumento del crecimiento que supuestamente ellos también desearían termina en el repetidísimo reclamo de aumentar los privilegios sectoriales, lo que no soluciona ninguno de los problemas de productividad y competitividad que tiene nuestro país.
En economía no hay pluralismo
La conclusión de Kiguel es que lograr una quita es menos importante que tener un programa macroeconómico neoliberal. Con lo que resta importancia a jugarse a obtener una quita sustancial, como avala el Fondo, y pone el peso en traicionar completamente el voto popular para instalar, por enésima vez, un fracasado programa de aumento de la rentabilidad de los grandes capitales, que ya han demostrado su inutilidad para generar el crecimiento de la Argentina.
Al ciudadano común le pueden parecer razonables muchos de los argumentos que exhiben los publicistas neoliberales. Ellos ahora simulan estar preocupados por el crecimiento, pero apenas se indaga en qué medidas serían las que impulsarían el bendito crecimiento, aparecen todas las demandas del capital, y el ninguneo completo de las necesidades del 70% de la población. Como en Grecia.
Están pidiendo, en nombre de la quita, la entrega del sentido, de la razón de ser del gobierno popular. Como si la política económica argentina se pudiera resolver entre cúpulas gerenciales, de espaldas a una sociedad que ha sabido ser muy activa y muy contundente cuando fue maltratada por el gobierno de turno.
Pero, ¿qué podríamos esperar de los medios, de los periodistas, economistas y opinólogos que apoyaron entusiastamente la política económica desastrosa del macrismo, porque le convenía al capital financiero?
Es que en la muy particular concepción de la democracia que tienen los financistas, las elecciones son como los diarios del día anterior: el voto emitido ya caducó, ya es viejo al día siguiente de haber sido emitido. El voto popular sería solamente un cheque en blanco a ser llenado por los dueños del poder.