30 nov 2020

MUY LEJOS DEL SUEÑO AMERICANO

Meritocracia y capitalismo
El retroceso relativo de Estados Unidos en la competencia hegemónica con China


Por Mario Rapoport

29 de noviembre de 2020




"Hoy el principal conflicto se da entre el 1 por ciento de los más ricos y el 10 por ciento que viene más abajo", afirma Mario Rapoport. Imagen: AFP

Las desigualdades creadas por un tipo de meritocracia que se aleja cada vez más del liberalismo político y la democracia debilita a Estados Unidos frente al mundo y a sus rivales chinos. La gran potencia está sufriendo hoy una fuerte crisis de identidad y hegemonía. La meritocracia americana fue inventada para el combate ideológico como un mecanismo para la concentración de la riqueza y la perpetuación de una casta privilegiada a través de generaciones. 
Mientras que aquí Mauricio Macri y algunos periodistas atrincherados en sus bolsillos decían (lo repiten) que su meritocracia de hijos de millonarios es la única forma en que los mejores lleguen al gobierno. Es un eslogan desmentido por el mismo Macri, cuya única cualidad para gobernar fue su propio bolsillo aplastando los bolsillos del país y de los demás y no mostrando ninguna cualidad meritocrática, más bien al contrario.

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O la idea de que una sociedad que cree en el mérito, es una sociedad inmune a los populismos autoritarios. “Lo único que le faltaba a la Argentina -dice el periodista Alfredo Leuco- para caer en la mediocridad, es (un) discurso frívolo que condene el esfuerzo". Posiblemente olvida que los únicos discursos frívolos que conocimos en los últimos años, de léxico pobre, casi analfabéticos, fueron los de Macri y sus laderos meritocráticos, quizás porque no tenían nada que decir y mucho para esconder.

En cambio, una de las preocupaciones principales de los economistas, políticos y analistas norteamericanos actuales en la comparación de la competencia económica y comercial desatada por el presidente Donald Trump con respecto a China, es la de los verdaderos alcances internos del potencial futuro de la sociedad estadounidense que está ahora en cuestión.

Esto ha sido encarado por muchos autores, pero interesa destacar un aspecto muy discutido últimamente: si el llamado capitalismo liberal meritocrático tiene ventajas con respecto a la experiencia china y de otros países. En verdad, uno de los primeros economistas que ha venido a plantear este problema es el francés Thomas Piketty que señaló en varios trabajos de campo y sobre todo en su gran libro El capitalismo en el siglo XXI, que la principal debilidad del capitalismo no es la acumulación de capital y sus obstáculos, sino las desigualdades económicas y sociales creadas por él.

Los académicos de Estados Unidos no han perdido tiempo en abordar este tema y las discusiones son interminables. La trama de los últimos números de algunas de sus principales revistas, económicas y políticas lo demuestran. Giran en torno a las desigualdades creadas por un tipo de meritocracia en la conducción del país que se aleja cada vez más del liberalismo político y la democracia, y debilita a Estados Unidos frente al mundo y a sus rivales chinos.
Crisis de identidad

En cambio, aquí muchos siguen planteando que Estados Unidos mantiene el liderazgo mundial en sus múltiples dimensiones: tecnológica, militar, política, frente a aquellos que sugieren que la potencia del norte está sufriendo hoy una fuerte crisis de identidad y hegemonía. Y aunque se reconoce que internamente la mitad de la población estadounidense no registra mejora alguna en sus ingresos desde hace cuarenta años, las multinacionales, las firmas tecnológicas de origen estadounidense y Wall Street lideran para ellos casi todo, aunque los chinos demuestran lo contario.

Los resultados catastróficos de la pandemia en Estados Unidos, una consecuencia del abandono por parte del Estado de los sistemas que había implementado el presidente Roosevelt bajo la inspiración de su ministra de Salud y Seguridad Social, Francis Perkins, no importaron demasiado a los argentinos amantes del dólar, la participación estadounidense en el producto mundial y sus exportaciones siguen siendo primordiales para ellos, a lo que se suma la primacía global de la moneda y el liderazgo industrial en sectores de punta, como es el caso de las empresas tecnológicas.

Las inversiones norteamericanas que produjeron el boom de las computadoras y celulares en China y Asia debido a la conformación de las cadenas globales de valor y a las crecientes desigualdades, no beneficiaron en su país de origen a todos por igual y menos aun a la mayoría de sus habitantes.

Fue esto lo que le posibilitó a Donald Trump su triunfo en las elecciones presidenciales de 2017, eliminando los tratados de libre comercio que, según él, aumentan el desempleo, y aprovechan a otros países de mano de obra barata como China o a los inmigrantes mexicanos que consideraba el origen de los crecientes problemas económicos. Trump representaría así el malestar generado por el (des)orden neoliberal, lo que explicaría la aparición en el escenario electoral de este empresario casi desconocido como político y su repentina popularidad hoy derrumbada.
Millonarios

La realidad, sin embargo, nos hace dudar de estas ideas. Es posible que el gato se este comiendo su propia cola y el malestar social sea mayor. Un artículo que publicó Cash el 19 de enero de este año, informa que un grupo de millonarios norteamericanos plantean, que a fin de reducir las desigualdades en Estados Unidos -que ya son preocupantes incluso para algunos de ellos -están dispuestos a pagar mayores impuestos por sus ingresos.

La curva de impuestos a los ingresos de los grandes millonarios descendió en ese país del 77 por ciento durante la Primera Guerra Mundial o del 94 por ciento al final del gobierno de Franklin D. Roosevelt, ambos bajo administraciones demócratas, al 28 por ciento con Ronald Reagan (1981-1989). ¿Por qué se produce ahora este movimiento para aumentar sus propios impuestos que no beneficia los bolsillos de los millonarios?

Un artículo de la revista Foreign Affairs destaca que el capitalismo norteamericano, que se cree superior al chino, se basa en un falso liberalismo comandado por el mercado, que hizo crecer bruscamente las desigualdades. Este liberalismo tiene como origen lo que ellos mismos llaman meritocracia y se vincula a un sistema educativo que puso como emblema de su éxito a la formación de presuntos merirtócratas a través de la educación privilegiada de sectores de clase superiores en las mejores universidades, la llamada Ivy League.

Como afirma Joseph Stiglitz en un artículo de esa misma revista, hicieron a los ricos mucho más ricos. Pero ahora privilegian a los hijos de los ricos con el denominado capital patrimonial del que habla Piketty. Esto distorsionó todo el sistema democrático. Los millonarios y multimillonarios tienen un desproporcionado acceso a las campañas políticas y a que sus elegidos terminen ocupando bancas como congresales y manejen el proceso de elaboración de políticas públicas.

Las élites económicas son casi siempre las ganadoras en cualquier batalla legislativa regulatoria en las cuales sus intereses entran en conflicto con los intereses de las clases medias y bajas. O si no se ocupan de ello los hijos o descendientes de los ricos viven fabulosamente, aunque trabajen en profesiones aparentemente modestas como la de maestros, pastores o artistas, porque están resguardados en cuantiosos fideicomisos, como los hijos o descendientes de los Rockefeller. Una maestra de la familia gana millones de dólares más que una modesta maestra que no lo es. No por sus méritos pedagógicos sino por su propia fortuna.
Trampa

Algunos autores llaman a este fenómeno “La falsa trampa de la meritocracia”. Si bien algunos pocos jóvenes inteligentes pueden llegar a tener altos cargos jerárquicos en empresas o en el Estado a partir de su formación en universidades de alto nivel, la elite de los estudiantes de la Ivy League está vinculada familiarmente con políticos y empresarios millonarios. Y esto se nota no sólo en cuantioso pago de su inscripción sin al hecho de que su padre es un generoso donante de la universidad y de algún club estudiantil al que generaciones familiares pertenecen desde hace mucho tiempo. Puede ser más importante pertenecer a ese club que destacarse en sus estudios. Los demás estudiantes son para ellos una especie de clase media.

El viejo país que se creía casi un paraíso para la prosperidad y oportunidad de los inmigrantes europeos y de muchos otros países, no existe en la mente de los nuevos meritócratas. La meritocracia americana fue inventada para el combate ideológico. Un mecanismo para la concentración de la riqueza y la perpetuación de una casta privilegiada a través de las generaciones.

La vieja lucha de clases entre capitalistas y trabajadores cambió de rumbo. Ahora se habla de “desigualdad meritocrática” como un símbolo de la desigualdad, mientras antes, directamente, los más ricos imponían a sus hijos en las empresas o en cargos del Estado y pocos industrialistas eran self made men (como se decía en ese entonces): Henry Ford, Andrew Carnegie, Thomas Edison y algunos más. Los pretendidamente aristócratas de esa época, como Henry Adams y Edith Wharton, estaban perfectamente enterados, desde principios de siglo XX, que su supremacía de clase estaba siendo amenazada por un pueblo desconocido que adquiría fortunas no basadas en la tenencia de la tierra. Las universidades, fundadas con las donaciones de los millonarios, pusieron políticas de admisión en favor de los más ricos junto a becas para mujeres y atletas, una manera de disimular las desigualdades.

Hoy el principal conflicto se da entre el 1 por ciento de los más ricos y el 10 por ciento que viene más abajo, o sea entre las elites primariamente dependientes de las ganancias de capital y las primariamente dependientes de su labor profesional, que exige de todos modos un colchón de dinero o influencias para llegar a las becas universitarias. Los demás que no tienen esa suerte miran hacía arriba para ver si desde la ventana de algún rascacielos les caen migajas de billetes de banco.
Bipolar

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Los Estados Unidos tienen un mercado claramente bipolar. Y los nuevos meritócratas disfrutan como sus padres del festín de la sociedad que ellos mismos han erosionado. La desigualdad crece y los ingresos de la clase media se estancan.

No cualquiera llega al top del poder en los negocios o en el Estado. Por lo tanto, la existencia de esos meritócratas, apoyados en sus fortunas personales hace parecer que cualquiera puede ganar lo mismo que ellos. Y esto no es cierto. El número de esa élite comprende a muy pocos. Es demasiado pequeña según American Affaire para un país de 327 millones de habitantes. Esa constituye una de las causas de la gran torre de marfil que preside la marcha del país: es decir, en la distribución del ingreso a favor de los ricos, el aumento de las desigualdades y el deterioro del nivel de vida de gran parte de la población.

El nuevo orden social tiene sus propios clérigos, como los monjes en la edad media identificados con las nuevas tecnologías y su difusión en los medios, que ahora toman el control intelectual y cultural. De este modo, como se revela en la cantidad de films de Hollywood o Netflix que se ocupan de estos temas aparece una nueva versión de la oligarquía feudal, de príncipes y monjes predicadores para quienes un algoritmo afortunado, una buena publicidad o un número con suerte puede hacer rico a cualquiera.

Ese es su engaño para los de abajo. Es un hecho, que hoy toda noticia en los medios virtuales esta rodeada y acosada de spots publicitarios, de pociones mágicas o de libros de autoayuda que solucionan todos los problemas, de los espirituales a los sexuales y la pantalla nos invita a borrar, pero al poco tiempo nos olvidamos del articulo o programa que queríamos leer o ver y nos detenemos sólo en esos spots convenciéndonos de comprar algo o de pensar en otra cosa.

Las posibilidades competitivas y de crecimiento del american way of life están encerradas en una cárcel iluminada con cuarenta llaves de la cual es difícil escapar como de una droga. Incluso aun si el afortunado gana algo por azar o mal manejo del crupier, como aquel hombre de color del film “Último viaje a las Vegas”, es tentado de inmediato a mudarse a la suite más lujosa y cara que pueden ofrecerle y organizar allí una fiesta a todo lujo, con bebidas y comidas exquisitas, nuevos juegos, música bailable y jovencitas apetitosas. Cuando sale del hotel descubre que no le queda nada.
FANGA

La leyenda del Silicon Valley como un ejemplo de los nuevos meritócratas ya pasó de moda. Sus empresas tan libertarias han copado Wall Street y, sorprendentemente sus organizaciones responden más que al capitalismo tradicional a un nuevo tipo de feudalismo. En las FANGA (Facebook, Amazon, Netflix, Google y Apple) democracia y tecnocracia son incompatibles.

Sus dueños meritócratas evaden impuestos en los paraísos fiscales y son cada vez menos igualitarios. Se describe al Valle como un feudalismo con mejor marketing. Por un lado, con una plutocrática elite de capitalistas aventureros fundadores de compañías. Debajo de ella influyentes cuadros, entrenados y profesionalmente bien remunerados, viviendo como una ordinaria clase media que paga altos impuestos y que depende de la autocracia de sus patrones. Más abajo aún, una vasta población de trabajadores que pueden asimilarse a los hombres de color que recogían el algodón y ahora lo hacen en una multitud de empresas de servicios de todo tipo y en el verdadero fondo de esta “sociedad democrática sin clases” los sin vivienda, adictos a las drogas y criminales.

Es una sociedad que, como en la Edad Media, está estratificada y con escasa movilidad social. Los altos precios hacen todo imposible para cualquiera, salvo para los más ricos.

El triunfo de Biden en las elecciones norteamericanas no puede hacer olvidar que como integrante de la fórmula de Hillary Clinton propulsaba la globalización neoliberal al máximo con los megacuerdos del Atlántico y del Pacífico que excluían a China y Rusia y ponían en peligro la existencia de las uniones sudamericanas, representan las dos vías de solución que antes y después de la Primera Guerra Mundial representaban Theodore Roosevelt y Wilson. De una forma u otra, Biden y Trump, con estilos más diplomáticos o salvajes dicen algo parecido.

Por Mario Rapoport

El autor es profesor emérito de la UBA y del ISEN.