Por Ariel Dorfman
08 de enero de 2021
08 de enero de 2021
Imagen: AFP ¿Se acabó finalmente la pesadilla de Trump?
La proclamación oficial por el Congreso de los Estados Unidos de que Joe Biden será el próximo presidente de su nación, ha llenado de alivio a millones de sus conciudadanos, especialmente después del intento insurreccional de los partidarios de Trump para mantener a su Fuhrer en el poder. Por mucho, sin embargo, que celebremos la derrota de esa asonada fascista y el término de la larga noche afiebrada sobre la que reinó Trump, hace falta recordar que otras pesadillas nos esperan.
No se trata simplemente del daño y dolor que seguirá infligiendo este jerarca furibundo en los pocos días que le restan de mando ni de la influencia maléfica que ha de ejercer después de haber abandonado la Casa Blanca. Ni tampoco se trata del desastroso legado que deja tras sí: una pandemia que empeora, un medio ambiente degradado, la convivencia y normas cívicas trastornadas, un país corroído por la injusticia racial y el odio contra los inmigrantes. La pesadilla más persistente es que, ignorando la corrupción, inclemencia y mendacidad perpetua de Trump, sobre 74 millones de votantes descarriados estuvieron a punto de reelegir a un tal psicópata u que algunos de ellos, peligrosamente armados, están dispuestos a ejercer la violencia para imponer su punto de vista. Aún más preocupante es que cuando Joe Biden y Kamala Harris se hagan cargo del gobierno el 20 de enero van a heredar una democracia gravemente herida.
Después de todo, el sistema Constitucional y las leyes vigentes fueron incapaces de impedir que un demagogo delirante se adueñara del poder ejecutivo, que abusara de ese poder, que se enriqueciera ilegalmente, él y su familia, que perdonara a asesinos, criminales de guerra y perjuros condenados por la justicia, que perpetrara medidas despóticas y que coludiera con un país extranjero para destruir a sus adversarios. La ineptitud de las instituciones de los Estados Unidos para que se bloqueara y enjuiciara aquellos actos criminales, es un síntoma de problemas más permanentes que un mero cambio de guardia en Washington, por muy alentador que sea, no va a resolver en forma categórica.
No hay que olvidar que hubiera bastado que 44 mil votantes en tres estados hubiesen cambiado de parecer – o que sus preferencias hubieran sido suprimidas o descartadas – para que el resultado fuera diferente. Nada más que eso para crear un empate en el Colegio Electoral que hubiera forzado a la Cámara de Representantes a decidir el ganador. En esa eventualidad, cada estado tiene un voto y es posible y probable que Trump hubiera sido elegido, menoscabando la voluntad claramente mayoritaria de los votantes -más de 81 millones de sufragios, la cifra más alta en la historia de este país-. Tal situación absurda deriva de la existencia de un vetusto Colegio Electoral que debe su existencia a un acuerdo llevado a cabo por los fundadores de la república en el siglo XVIII para aplacar a los estados esclavistas del sur y garantizar su veto a cualquier política que los privara de su servidumbre humana.
Es cierto que la democracia estadounidense funcionó bien y que los esfuerzos insensatos y ridículos de Donald y sus acólitos para menoscabar el proceso electoral y desechar la victoria de su rival fueron desechados, incluso por jueces que el mismo Trump había designado para proteger sus intereses.
Pero aplaudir de que en esta ocasión los fundamentos del sistema democrático no hayan cedido ante las tentativas autoritarias, no significa cegarse ante la amplitud de la emergencia por la que atraviesa esta nación.
Esta es una América donde nueve jueces de la Corte Suprema – elegidos por un Senado no representativo – pueden deshacer los derechos obtenidos durante décadas de lucha por mujeres, víctimas, trabajadores, minorías, periodistas y sindicatos. Esos mismos magistrados han permitido que el medio ambiente haya sido devastado para beneficio de consorcios y que las corporaciones puedan afectar elecciones y legislación con colosales flujos de dinero. Es una América donde una indecente acumulación de riqueza por parte de un pequeño grupo de empresarios y financieros ha engendrado desigualdades aberrantes que siembran la desesperación en vastos sectores de la población, llevando a que innumerables hombres y mujeres clamen por algún salvador falaz y populista que los rescate.
Es una América que manipula los distritos electorales, priva de derechos cívicos a las minorías negras y latinas, tolera el odio racial, persigue a los indocumentados. Una América que, negándose a frenar la brutalidad de la policía dentro de sus fronteras o la diseminación de armas de fuego, ha sostenido en el exterior a dictadores y autócratas. Y una América, en fin, donde una cantidad asombrosa de ciudadanos no están dispuestos a reconocer la validez de las elecciones si su candidato pierde.
Ante un panorama tan desolador, ¿no será el momento para preguntarse si hace falta que la patria de Lincoln comience una transición a la democracia? Una extraña ocurrencia cuando la democracia de este país se ha mostrado lo suficientemente sólida – con plenos derechos de asamblea y prensa y sin opositores en la cárcel – para que se haya derrotado al actual presidente por una cifra contundente. Por lo que podría argumentarse que, con el nuevo gobierno de Biden y Harris teniendo que lidiar con una peligrosa recesión económica, relaciones internacionales volátiles, catástrofes ecológicas, un público polarizado y, sobre todo, una pandemia descontrolada, ¿si no sería más prudente postergar hasta otra fecha más auspiciosa el deseo de enfrentar las causas estructurales de esta crisis profunda?
Tal postergación sería un error monumental. Los norteamericanos, alertados por la traumática experiencia de Trump a las falencias y limitaciones de su sistema de gobierno, no deben perder esta oportunidad de comenzar a discutir la perentoriedad de llevar a cabo cambios esenciales. Si consideramos que las demasías de Trump, lejos de constituir un extravío, es una expresión extrema de una enfermedad cuyos síntomas se han ido acumulando desde los inicios de esta república, aterradoramente arraigada en la historia colectiva y el ADN del país, entonces nada puede ser más ineludible que iniciar una conversación nacional acerca de la mejor manera de crear una democracia íntegra, representativa, verdaderamente liberal y libertaria. No hay otro modo, creo, para asegurar que no haya más aspirantes a dictador como Trump en el futuro, para que, en definitiva, este país que ha dado nacimiento a César Chávez y Martin Luther King, a Bob Dylan y Eleanor Roosevelt, comience a sanar.
Al proponer una transición a la democracia en los Estados Unidos, estoy, sin duda, influido por mis orígenes chilenos. He visto lo que le pasa a un país que es incapaz de concluir una transición democrática irrefutablemente necesaria y constantemente aplazada. Los chilenos logramos en 1990, después de 17 años de dictadura, recobrar el derecho a determinar nuestro propio destino pero no pudimos desplegar una estrategia común para presionar a nuestros líderes – que también, como en los Estados Unidos hoy, afrontaban tareas inmensas y apremiantes – para que avanzáramos hacia una democracia que no estuviera mancillada por las amarras y cadenas de Pinochet. Los residuos del antiguo régimen estrangularon las tentativas, siempre imperfectas, para efectuar indispensables reformas económicas, sociales y políticas.
Sin esas reformas, las grandes mayorías del pueblo chileno se sintieron marginadas del consenso de las elites y del proceso de decisiones sobre su país, y se tornaron cada vez más escépticas respecto a la democracia misma como solución a sus males. La rabia, predeciblemente, fue creciendo en una población que contemplaba su tierra intoxicada por la desigualdad, con un sistema para los privilegiados y otro para aquellos que no disponían de recursos o espacio para que sus voces y demandas se escucharan.
Sólo ahora, 30 años más tarde, ha podido la nación chilena, incitada por una revuelta popular multitudinaria que casi derriba al gobierno de Sebastián Piñera, abrirse paso a una convención constitucional donde los verdaderos protagonistas de la historia van a establecer una forma de gobierno que garantice justicia e igualdad para todos.
Esperemos que no haya que esperar 30 años, e incontables sufrimientos adicionales, para que el pueblo de los Estados Unidos reconozca que su democracia menoscabada también requiere transitar hacia formas superiores y plenas de participación popular. Esperemos que no tarde tantas décadas en purgar a Trump y lo que encarna, y lograr que su tenaz malignidad sea una pesadilla que recordamos con pesar y no una presencia incesante en cada tristemente repetible amanecer del futuro.
Ariel Dorfman es el autor de "La Muerte y la Doncella". Sus últimos libros son el ensayo, "Chile: Juventud Rebelde" y "Allegro", una novela narrada por Mozart. Vive con su mujer en Chile y en Durham, Carolina del Norte, donde es un Distinguido Profesor Emérito de }Literatura de la Universidad de Duke.
La proclamación oficial por el Congreso de los Estados Unidos de que Joe Biden será el próximo presidente de su nación, ha llenado de alivio a millones de sus conciudadanos, especialmente después del intento insurreccional de los partidarios de Trump para mantener a su Fuhrer en el poder. Por mucho, sin embargo, que celebremos la derrota de esa asonada fascista y el término de la larga noche afiebrada sobre la que reinó Trump, hace falta recordar que otras pesadillas nos esperan.
No se trata simplemente del daño y dolor que seguirá infligiendo este jerarca furibundo en los pocos días que le restan de mando ni de la influencia maléfica que ha de ejercer después de haber abandonado la Casa Blanca. Ni tampoco se trata del desastroso legado que deja tras sí: una pandemia que empeora, un medio ambiente degradado, la convivencia y normas cívicas trastornadas, un país corroído por la injusticia racial y el odio contra los inmigrantes. La pesadilla más persistente es que, ignorando la corrupción, inclemencia y mendacidad perpetua de Trump, sobre 74 millones de votantes descarriados estuvieron a punto de reelegir a un tal psicópata u que algunos de ellos, peligrosamente armados, están dispuestos a ejercer la violencia para imponer su punto de vista. Aún más preocupante es que cuando Joe Biden y Kamala Harris se hagan cargo del gobierno el 20 de enero van a heredar una democracia gravemente herida.
Después de todo, el sistema Constitucional y las leyes vigentes fueron incapaces de impedir que un demagogo delirante se adueñara del poder ejecutivo, que abusara de ese poder, que se enriqueciera ilegalmente, él y su familia, que perdonara a asesinos, criminales de guerra y perjuros condenados por la justicia, que perpetrara medidas despóticas y que coludiera con un país extranjero para destruir a sus adversarios. La ineptitud de las instituciones de los Estados Unidos para que se bloqueara y enjuiciara aquellos actos criminales, es un síntoma de problemas más permanentes que un mero cambio de guardia en Washington, por muy alentador que sea, no va a resolver en forma categórica.
No hay que olvidar que hubiera bastado que 44 mil votantes en tres estados hubiesen cambiado de parecer – o que sus preferencias hubieran sido suprimidas o descartadas – para que el resultado fuera diferente. Nada más que eso para crear un empate en el Colegio Electoral que hubiera forzado a la Cámara de Representantes a decidir el ganador. En esa eventualidad, cada estado tiene un voto y es posible y probable que Trump hubiera sido elegido, menoscabando la voluntad claramente mayoritaria de los votantes -más de 81 millones de sufragios, la cifra más alta en la historia de este país-. Tal situación absurda deriva de la existencia de un vetusto Colegio Electoral que debe su existencia a un acuerdo llevado a cabo por los fundadores de la república en el siglo XVIII para aplacar a los estados esclavistas del sur y garantizar su veto a cualquier política que los privara de su servidumbre humana.
Es cierto que la democracia estadounidense funcionó bien y que los esfuerzos insensatos y ridículos de Donald y sus acólitos para menoscabar el proceso electoral y desechar la victoria de su rival fueron desechados, incluso por jueces que el mismo Trump había designado para proteger sus intereses.
Pero aplaudir de que en esta ocasión los fundamentos del sistema democrático no hayan cedido ante las tentativas autoritarias, no significa cegarse ante la amplitud de la emergencia por la que atraviesa esta nación.
Esta es una América donde nueve jueces de la Corte Suprema – elegidos por un Senado no representativo – pueden deshacer los derechos obtenidos durante décadas de lucha por mujeres, víctimas, trabajadores, minorías, periodistas y sindicatos. Esos mismos magistrados han permitido que el medio ambiente haya sido devastado para beneficio de consorcios y que las corporaciones puedan afectar elecciones y legislación con colosales flujos de dinero. Es una América donde una indecente acumulación de riqueza por parte de un pequeño grupo de empresarios y financieros ha engendrado desigualdades aberrantes que siembran la desesperación en vastos sectores de la población, llevando a que innumerables hombres y mujeres clamen por algún salvador falaz y populista que los rescate.
Es una América que manipula los distritos electorales, priva de derechos cívicos a las minorías negras y latinas, tolera el odio racial, persigue a los indocumentados. Una América que, negándose a frenar la brutalidad de la policía dentro de sus fronteras o la diseminación de armas de fuego, ha sostenido en el exterior a dictadores y autócratas. Y una América, en fin, donde una cantidad asombrosa de ciudadanos no están dispuestos a reconocer la validez de las elecciones si su candidato pierde.
Ante un panorama tan desolador, ¿no será el momento para preguntarse si hace falta que la patria de Lincoln comience una transición a la democracia? Una extraña ocurrencia cuando la democracia de este país se ha mostrado lo suficientemente sólida – con plenos derechos de asamblea y prensa y sin opositores en la cárcel – para que se haya derrotado al actual presidente por una cifra contundente. Por lo que podría argumentarse que, con el nuevo gobierno de Biden y Harris teniendo que lidiar con una peligrosa recesión económica, relaciones internacionales volátiles, catástrofes ecológicas, un público polarizado y, sobre todo, una pandemia descontrolada, ¿si no sería más prudente postergar hasta otra fecha más auspiciosa el deseo de enfrentar las causas estructurales de esta crisis profunda?
Tal postergación sería un error monumental. Los norteamericanos, alertados por la traumática experiencia de Trump a las falencias y limitaciones de su sistema de gobierno, no deben perder esta oportunidad de comenzar a discutir la perentoriedad de llevar a cabo cambios esenciales. Si consideramos que las demasías de Trump, lejos de constituir un extravío, es una expresión extrema de una enfermedad cuyos síntomas se han ido acumulando desde los inicios de esta república, aterradoramente arraigada en la historia colectiva y el ADN del país, entonces nada puede ser más ineludible que iniciar una conversación nacional acerca de la mejor manera de crear una democracia íntegra, representativa, verdaderamente liberal y libertaria. No hay otro modo, creo, para asegurar que no haya más aspirantes a dictador como Trump en el futuro, para que, en definitiva, este país que ha dado nacimiento a César Chávez y Martin Luther King, a Bob Dylan y Eleanor Roosevelt, comience a sanar.
Al proponer una transición a la democracia en los Estados Unidos, estoy, sin duda, influido por mis orígenes chilenos. He visto lo que le pasa a un país que es incapaz de concluir una transición democrática irrefutablemente necesaria y constantemente aplazada. Los chilenos logramos en 1990, después de 17 años de dictadura, recobrar el derecho a determinar nuestro propio destino pero no pudimos desplegar una estrategia común para presionar a nuestros líderes – que también, como en los Estados Unidos hoy, afrontaban tareas inmensas y apremiantes – para que avanzáramos hacia una democracia que no estuviera mancillada por las amarras y cadenas de Pinochet. Los residuos del antiguo régimen estrangularon las tentativas, siempre imperfectas, para efectuar indispensables reformas económicas, sociales y políticas.
Sin esas reformas, las grandes mayorías del pueblo chileno se sintieron marginadas del consenso de las elites y del proceso de decisiones sobre su país, y se tornaron cada vez más escépticas respecto a la democracia misma como solución a sus males. La rabia, predeciblemente, fue creciendo en una población que contemplaba su tierra intoxicada por la desigualdad, con un sistema para los privilegiados y otro para aquellos que no disponían de recursos o espacio para que sus voces y demandas se escucharan.
Sólo ahora, 30 años más tarde, ha podido la nación chilena, incitada por una revuelta popular multitudinaria que casi derriba al gobierno de Sebastián Piñera, abrirse paso a una convención constitucional donde los verdaderos protagonistas de la historia van a establecer una forma de gobierno que garantice justicia e igualdad para todos.
Esperemos que no haya que esperar 30 años, e incontables sufrimientos adicionales, para que el pueblo de los Estados Unidos reconozca que su democracia menoscabada también requiere transitar hacia formas superiores y plenas de participación popular. Esperemos que no tarde tantas décadas en purgar a Trump y lo que encarna, y lograr que su tenaz malignidad sea una pesadilla que recordamos con pesar y no una presencia incesante en cada tristemente repetible amanecer del futuro.
Ariel Dorfman es el autor de "La Muerte y la Doncella". Sus últimos libros son el ensayo, "Chile: Juventud Rebelde" y "Allegro", una novela narrada por Mozart. Vive con su mujer en Chile y en Durham, Carolina del Norte, donde es un Distinguido Profesor Emérito de }Literatura de la Universidad de Duke.