Por Ignacio Ramonet
En 04/03/2022
El 24 de febrero de 2022, fecha del inicio de la guerra en Ucrania, marca la entrada del mundo en una nueva edad geopolítica. Nos hallamos ante una situación totalmente nueva en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque ha habido en este continente, desde 1945, muchos acontecimientos importantes, como la caída del muro de Berlín, la implosión de la Unión Soviética y las guerras en la antigua Yugoslavia, nunca habíamos asistido a un evento histórico de semejante envergadura, que cambia la realidad planetaria y el orden político mundial.
La situación era evitable. El presidente ruso Vladímir Putin llevaba varias semanas, si no meses, instando a una negociación con las potencias occidentales. La crisis se venía intensificando en los últimos meses. Hubo intervenciones públicas frecuentes del líder ruso en conferencias de prensa, encuentros con mandatarios extranjeros y discursos televisados, reiterando las demandas de Rusia, que en realidad eran muy sencillas. La seguridad de un Estado solo está garantizado si la seguridad de otros Estados, en particular la de sus vecinos ubicados en sus fronteras, está igualmente respetada.
En 04/03/2022
El 24 de febrero de 2022, fecha del inicio de la guerra en Ucrania, marca la entrada del mundo en una nueva edad geopolítica. Nos hallamos ante una situación totalmente nueva en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque ha habido en este continente, desde 1945, muchos acontecimientos importantes, como la caída del muro de Berlín, la implosión de la Unión Soviética y las guerras en la antigua Yugoslavia, nunca habíamos asistido a un evento histórico de semejante envergadura, que cambia la realidad planetaria y el orden político mundial.
La situación era evitable. El presidente ruso Vladímir Putin llevaba varias semanas, si no meses, instando a una negociación con las potencias occidentales. La crisis se venía intensificando en los últimos meses. Hubo intervenciones públicas frecuentes del líder ruso en conferencias de prensa, encuentros con mandatarios extranjeros y discursos televisados, reiterando las demandas de Rusia, que en realidad eran muy sencillas. La seguridad de un Estado solo está garantizado si la seguridad de otros Estados, en particular la de sus vecinos ubicados en sus fronteras, está igualmente respetada.
Por eso Putin reclamó con insistencia, a Washington, Londres, Bruselas y París, que se le garantizara a Moscú que Ucrania no se integraría a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). La demanda no era una excentricidad: la petición consistía en que Kiev tuviera un estatus no diferente al que poseen otros países europeos, tales como Irlanda, Suecia, Finlandia, Suiza, Austria, Bosnia y Serbia, que no forman parte de la OTAN. No se trataba por lo tanto de evitar la “occidentalización” de Ucrania, ni siquiera su adhesión a la Unión Europea, sino de prevenir su incorporación a una alianza militar formada, como se sabe, en 1949, con el objetivo de enfrentar a la antigua Unión Soviética y, desde 1991, a la propia Rusia.
Esto implicaba que Estados Unidos y sus aliados militares europeos no instalasen en el territorio de Ucrania, país fronterizo con Rusia, armas nucleares, misiles u otro tipo de armamento agresivo que pudiera poner en peligro la seguridad de Moscú. La OTAN –una alianza cuya existencia no se justifica desde la disolución, en 1989, del Pacto de Varsovia– argumentaba que esto era necesario para garantizar la seguridad de algunos de sus Estados miembros, como Estonia, Letonia, Lituania o Polonia. Pero eso, obviamente, amenazaba la seguridad de Rusia.
Esto implicaba que Estados Unidos y sus aliados militares europeos no instalasen en el territorio de Ucrania, país fronterizo con Rusia, armas nucleares, misiles u otro tipo de armamento agresivo que pudiera poner en peligro la seguridad de Moscú. La OTAN –una alianza cuya existencia no se justifica desde la disolución, en 1989, del Pacto de Varsovia– argumentaba que esto era necesario para garantizar la seguridad de algunos de sus Estados miembros, como Estonia, Letonia, Lituania o Polonia. Pero eso, obviamente, amenazaba la seguridad de Rusia.
Recuérdese que Washington, en octubre de 1962, amagó con desencadenar una guerra nuclear si los soviéticos no retiraban de Cuba sus misiles –instalados a 100 millas de las costas de Estados Unidos–, cuya función, en principio, era solo la de garantizar la defensa y seguridad de la isla. Y Moscú finalmente tuvo que inclinarse y retirar sus misiles. Con estos mismos argumentos, Putin reclamó a los jefes de Estado y primeros ministros europeos una mesa de diálogo que contemplara sus reivindicaciones. Simplemente, se trataba de firmar un documento en el que la OTAN se comprometiera a no extenderse a Ucrania y, repito, a no instalar en territorio ucranio sistemas de armas que pudieran amenazar la seguridad de Rusia.
La otra demanda rusa, también muy atendible, era que, como quedó establecido en 2014 y 2015 en los acuerdos de Minsk, las poblaciones rusohablantes de las dos “repúblicas populares” de la región ucrania del Donbás, Donetsk y Lugansk, recibieran protección y no quedasen a la merced de constantes ataques de odio como desde hacía casi ocho años. Esta demanda tampoco fue escuchada. En los acuerdos de Minsk, firmados por Rusia y Ucrania con participación de dos países europeos, Alemania y Francia, y que ahora varios analistas de la prensa occidental reprochan a Putin haber dinamitado, estaba estipulado que, en el marco de una nueva Constitución de Ucrania, se les concedería una amplia autonomía a las dos repúblicas autoproclamadas que recientemente han sido reconocidas por Moscú como ”Estados soberanos”.
La otra demanda rusa, también muy atendible, era que, como quedó establecido en 2014 y 2015 en los acuerdos de Minsk, las poblaciones rusohablantes de las dos “repúblicas populares” de la región ucrania del Donbás, Donetsk y Lugansk, recibieran protección y no quedasen a la merced de constantes ataques de odio como desde hacía casi ocho años. Esta demanda tampoco fue escuchada. En los acuerdos de Minsk, firmados por Rusia y Ucrania con participación de dos países europeos, Alemania y Francia, y que ahora varios analistas de la prensa occidental reprochan a Putin haber dinamitado, estaba estipulado que, en el marco de una nueva Constitución de Ucrania, se les concedería una amplia autonomía a las dos repúblicas autoproclamadas que recientemente han sido reconocidas por Moscú como ”Estados soberanos”.
Esta autonomía nunca les fue concedida, y las poblaciones rusohablantes de estas regiones siguieron soportando el acoso de los militares ucranios y de los grupos paramilitares extremistas, que causaron unos catorce mil muertos…Muchos observadores consideraban que la negociación era una opción viable: escuchar los argumentos de Moscú, sentarse en torno a una mesa, responder a las inquietudas rusas y firmar un protocolo de acuerdo
Por todas estas razones, existía un ánimo de justificada exasperación en el seno de las autoridades rusas, que los líderes de la OTAN no lograron o no quisieron entender. ¿Por qué la OTAN no tuvo en cuenta estos repetidos reclamos? Misterio… Incluso se habló, en las 24 horas que precedieron los primeros bombardeos rusos del 24 de febrero, de un posible encuentro de última hora entre Vladímir Putin y el presidente de Estados Unidos, Joseph Biden. Pero las cosas se precipitaron e ingresamos en este detestable escenario de guerra y de peligrosas tensiones internacionales.
Desde el punto de vista de la armadura legal, el discurso de Putin en la madrugada del día en que las Fuerzas Armadas rusas iniciaron la guerra en Ucrania trató de apoyarse en el derecho internacional para justificar su “operación militar especial”. Cuando anunció el ataque sostuvo que, “basándo[se] en la Carta de Naciones Unidas” y teniendo en cuenta la demanda de ayuda que le formularon los “gobiernos” de las “repúblicas de Donetsk y Lugansk” y el “genocidio” que se estaba produciendo contra la población rusohablante de estos territorios, había ordenado la operación… Pero eso es apenas un atuendo jurídico, un andamiaje legal para disculpar un injustificable ataque a Ucrania.
Por supuesto, se trata claramente de una agresión militar de gran envergadura, con columnas acorazadas que penetraron en Ucrania por al menos tres puntos: el norte, cerca de Kiev; el este, por el Donbás; y el sur, cerca de Crimea. Se puede hablar de invasión. Aunque Putin sostiene que no habrá una ocupación permanente de Ucrania. Es probable que Moscú trate de instalar en Kiev un gobierno que no sea hostil a sus intereses y que le garantice que Ucrania no ingresará en la OTAN, además de reconocer la soberanía de las “repúblicas” del Donbás en la totalidad de su extensión territorial, porque cuando empezó el ataque ruso, Kiev controlaba todavía una parte importante de esos territorios.
Si no se produce una escalada internacional (que sería una guerra nuclear), y teniendo en cuenta la gran diferencia de poderío militar entre Rusia y Ucrania, lo más probable es que el vencedor militar de esta guerra sea Moscú. Aunque, por supuesto, en este tema hay que ser muy prudente porque se sabe cómo empiezan las guerras, pero nunca cómo terminan. Desde el punto de vista económico, en cambio, el panorama es menos claro. La batería de rotundas sanciones que Estados Unidos, la Unión Europea y otras potencias le están imponiendo a Moscú son aniquiladoras, inéditas, y pueden dificultar, por decenios, el desarrollo económico de Rusia, que desde este punto de vista es una potencia media (su PIB es apenas semejante al de Brasil e inferior al de Italia) y cuya situación económica es ya particularmente delicada.
Por otro lado, si es rápida y contundente, una victoria militar en esta guerra le podría dar a Rusia, a sus Fuerzas Armadas y a sus armamentos un indiscutible prestigio. Moscú podría consolidarse, en varios teatros de conflictos mundiales, en particular en Oriente Próximo y en el África saheliana, como un aliado indispensable para algunos gobiernos locales, como principal proveedor de instructores militares y, sobre todo, como principal vendedor de armas.
Todo esto hace más difícil entender por qué Estados Unidos no hizo más para evitar este conflicto en Ucrania. Ese es un punto central. ¿Qué gana Washington con este conflicto? Para Biden, esta guerra puede aportar una distracción mediática respecto de sus objetivos estratégicos. Su situación no es fácil: lleva un año de gobierno mediocre en política interna, no consigue sacar adelante en el Congreso sus principales proyectos, no logra una mejora palpable de las condiciones de vida después de la terrible pandemia de la covid-19, ni una corrección de las desigualdades… Y, en política exterior, sigue manteniendo algunas de las peores decisiones de Donald Trump (con respecto a China, a Cuba y a Venezuela en particular) y ha dado una serie de pasos en falso, como la precipitada y calamitosa retirada de Kabúl… Puede que, para distraer la atención de la opinión pública, eso le haya llevado a no comprometerse con una estrategia más decidida de paz, y dejar estallar una guerra en Ucania que se veía venir… El resultado es que Estados Unidos y las demás potencias de la OTAN podrían perder Ucrania, que se alejaría de su esfera de influencia.
La posición de Washington resulta tanto más sorprendente cuanto que su gran rival estratégico, en este siglo XXI, no es Rusia, sino China. Por eso este conflicto está envuelto, en cierto modo, en un aire pasado de moda, un resabio de la Guerra Fría (1948-1989). Quizá uno de los objetivos de Washington sea alejar a Rusia de China implicando a Moscú en un conflicto duradero en Europa, con la intención de que China no pueda apoyarse en Rusia mientras Estados Unidos y sus aliados de la ASEAN (Asociación de Naciones de Asia Sudoriental) y de la AUKUS (alianza estratégica militar entre Australia, Reino Unido y Estados Unidos) aprovechan para acosar a Pekín en el mar de China Meridional. Quizá por esto, en el conflicto de Ucrania, China se haya mostrado prudente: no ha reconocido ni apoyado la soberanía de las dos “repúblicas populares del Donbás”. Pekín no desea ofrecer un pretexto a otras potencias para que ellas reconozcan, a su vez, la independencia de Taiwán.
Si no se produce una escalada internacional (que sería una guerra nuclear), y teniendo en cuenta la gran diferencia de poderío militar entre Rusia y Ucrania, lo más probable es que el vencedor militar de esta guerra sea Moscú. Aunque, por supuesto, en este tema hay que ser muy prudente porque se sabe cómo empiezan las guerras, pero nunca cómo terminan. Desde el punto de vista económico, en cambio, el panorama es menos claro. La batería de rotundas sanciones que Estados Unidos, la Unión Europea y otras potencias le están imponiendo a Moscú son aniquiladoras, inéditas, y pueden dificultar, por decenios, el desarrollo económico de Rusia, que desde este punto de vista es una potencia media (su PIB es apenas semejante al de Brasil e inferior al de Italia) y cuya situación económica es ya particularmente delicada.
Por otro lado, si es rápida y contundente, una victoria militar en esta guerra le podría dar a Rusia, a sus Fuerzas Armadas y a sus armamentos un indiscutible prestigio. Moscú podría consolidarse, en varios teatros de conflictos mundiales, en particular en Oriente Próximo y en el África saheliana, como un aliado indispensable para algunos gobiernos locales, como principal proveedor de instructores militares y, sobre todo, como principal vendedor de armas.
Todo esto hace más difícil entender por qué Estados Unidos no hizo más para evitar este conflicto en Ucrania. Ese es un punto central. ¿Qué gana Washington con este conflicto? Para Biden, esta guerra puede aportar una distracción mediática respecto de sus objetivos estratégicos. Su situación no es fácil: lleva un año de gobierno mediocre en política interna, no consigue sacar adelante en el Congreso sus principales proyectos, no logra una mejora palpable de las condiciones de vida después de la terrible pandemia de la covid-19, ni una corrección de las desigualdades… Y, en política exterior, sigue manteniendo algunas de las peores decisiones de Donald Trump (con respecto a China, a Cuba y a Venezuela en particular) y ha dado una serie de pasos en falso, como la precipitada y calamitosa retirada de Kabúl… Puede que, para distraer la atención de la opinión pública, eso le haya llevado a no comprometerse con una estrategia más decidida de paz, y dejar estallar una guerra en Ucania que se veía venir… El resultado es que Estados Unidos y las demás potencias de la OTAN podrían perder Ucrania, que se alejaría de su esfera de influencia.
La posición de Washington resulta tanto más sorprendente cuanto que su gran rival estratégico, en este siglo XXI, no es Rusia, sino China. Por eso este conflicto está envuelto, en cierto modo, en un aire pasado de moda, un resabio de la Guerra Fría (1948-1989). Quizá uno de los objetivos de Washington sea alejar a Rusia de China implicando a Moscú en un conflicto duradero en Europa, con la intención de que China no pueda apoyarse en Rusia mientras Estados Unidos y sus aliados de la ASEAN (Asociación de Naciones de Asia Sudoriental) y de la AUKUS (alianza estratégica militar entre Australia, Reino Unido y Estados Unidos) aprovechan para acosar a Pekín en el mar de China Meridional. Quizá por esto, en el conflicto de Ucrania, China se haya mostrado prudente: no ha reconocido ni apoyado la soberanía de las dos “repúblicas populares del Donbás”. Pekín no desea ofrecer un pretexto a otras potencias para que ellas reconozcan, a su vez, la independencia de Taiwán.
Aunque también podría ocurrir que, a pesar de las enormes diferencias, China se inspirase en la decisión rusa de invadir Ucrania para conquistar Taiwán… O tal vez Estados Unidos aproveche la guerra en Ucrania para argumentar que China se dispone, a su vez, a invadir Taiwán y desencadenar un conflicto preventivo con China. Son hipótesis, porque lo único cierto es que la Historia se ha vuelto a poner en marcha y la dinámica geopolítica mundial se está moviendo.
La posición de la Unión Europea ha sido débil. Emmanuel Macron, que actualmente es el presidente pro tempore de la Unión Europea, no consiguió nada con sus gestiones de último momento. En vísperas de la guerra, la idea sobre la que se movilizaron tanto los líderes políticos como los medios de comunicación occidentales fue decirle a Putin que no hiciera nada, que no diera un paso más, cuando lo razonable hubiera sido, repito, analizar sus demandas y sentarse a negociar para garantizarle a Rusia, de alguna manera, que la OTAN no iba a ubicar armas nucleares en sus fronteras. En un primer tiempo, el gobierno europeo que actuó de manera más inteligente fue el de Alemania, con su nuevo canciller, el socialdemócrata Olaf Scholz, a la cabeza. Desde el comienzo, se mostró favorable a que se estudiasen las demandas de Putin. Pero, en cuanto comenzó la guerra, la postura de Berlín cambió radicalmente. La reciente decisión de Scholz, adoptada por unanimidad en el Bundestag, el Parlamento federal, de rearmar Alemania mediante la asignación al presupuesto militar de una partida excepcional de más de cien mil millones de euros y, a partir de ahora, cada año, casi el 3% del PIB del país, constituye una revolución militar. El rearme de Alemania, primera potencia económica de Europa y cuarta del mundo, trae pésimos recuerdos históricos. Constituye una prueba más, espectacular y aterradora, de que estamos entrando en una nueva edad geopolítica.
Por eso seguimos preguntándonos por qué Estados Unidos y las potencias occidentales no aceptaron dialogar con Putin y responder a sus reclamos, sobre todo sabiendo que no podrían intervenir en caso de conflicto militar. Esto es muy importante. Recuérdese que, en varias ocasiones, y muy particularmente en su mensaje de anuncio del inicio de la guerra, Vladímir Putin envió una advertencia clara a las grandes potencias de la OTAN, sobre todo a las tres que cuentan con armamento nuclear –Estados Unidos, Reino Unido y Francia–, recordándoles que Rusia “tiene ciertas ventajas en la línea de las armas de última generación” y que atacarla “tendría consecuencias devastadoras para un potencial agresor”.
¿De qué “ventajas en la línea de las armas de última generación” se trata? Moscú ha logrado, en los últimos años, al igual que China, una ventaja tecnológica decisiva sobre Estados Unidos en materia de misiles hipersónicos. Esto hace que, en caso de un ataque occidental contra Moscú, la respuesta rusa pudiera ser efectivamente devastadora. Los misiles hipersónicos van a una velocidad veinte veces superior a la velocidad del sonido, o sea a Mach 20, a diferencia de un misil balístico convencional, cuya velocidad es de Mach 1. Y pueden transportar tanto bombas tradicionales como nucleares… Estados Unidos ha acumulado un importante retraso en este campo, hasta tal punto que recientemente Washington obligó a varias empresas fabricantes de misiles (Loocked Martin, Raytheon, Northrop Grumman) a trabajar de manera conjunta, y destinó un colosal presupuesto para recuperar su retraso estratégico – que se calcula de entre dos y tres años- con respecto a Rusia y su misil hipersónico Avangard.
La posición de la Unión Europea ha sido débil. Emmanuel Macron, que actualmente es el presidente pro tempore de la Unión Europea, no consiguió nada con sus gestiones de último momento. En vísperas de la guerra, la idea sobre la que se movilizaron tanto los líderes políticos como los medios de comunicación occidentales fue decirle a Putin que no hiciera nada, que no diera un paso más, cuando lo razonable hubiera sido, repito, analizar sus demandas y sentarse a negociar para garantizarle a Rusia, de alguna manera, que la OTAN no iba a ubicar armas nucleares en sus fronteras. En un primer tiempo, el gobierno europeo que actuó de manera más inteligente fue el de Alemania, con su nuevo canciller, el socialdemócrata Olaf Scholz, a la cabeza. Desde el comienzo, se mostró favorable a que se estudiasen las demandas de Putin. Pero, en cuanto comenzó la guerra, la postura de Berlín cambió radicalmente. La reciente decisión de Scholz, adoptada por unanimidad en el Bundestag, el Parlamento federal, de rearmar Alemania mediante la asignación al presupuesto militar de una partida excepcional de más de cien mil millones de euros y, a partir de ahora, cada año, casi el 3% del PIB del país, constituye una revolución militar. El rearme de Alemania, primera potencia económica de Europa y cuarta del mundo, trae pésimos recuerdos históricos. Constituye una prueba más, espectacular y aterradora, de que estamos entrando en una nueva edad geopolítica.
Por eso seguimos preguntándonos por qué Estados Unidos y las potencias occidentales no aceptaron dialogar con Putin y responder a sus reclamos, sobre todo sabiendo que no podrían intervenir en caso de conflicto militar. Esto es muy importante. Recuérdese que, en varias ocasiones, y muy particularmente en su mensaje de anuncio del inicio de la guerra, Vladímir Putin envió una advertencia clara a las grandes potencias de la OTAN, sobre todo a las tres que cuentan con armamento nuclear –Estados Unidos, Reino Unido y Francia–, recordándoles que Rusia “tiene ciertas ventajas en la línea de las armas de última generación” y que atacarla “tendría consecuencias devastadoras para un potencial agresor”.
¿De qué “ventajas en la línea de las armas de última generación” se trata? Moscú ha logrado, en los últimos años, al igual que China, una ventaja tecnológica decisiva sobre Estados Unidos en materia de misiles hipersónicos. Esto hace que, en caso de un ataque occidental contra Moscú, la respuesta rusa pudiera ser efectivamente devastadora. Los misiles hipersónicos van a una velocidad veinte veces superior a la velocidad del sonido, o sea a Mach 20, a diferencia de un misil balístico convencional, cuya velocidad es de Mach 1. Y pueden transportar tanto bombas tradicionales como nucleares… Estados Unidos ha acumulado un importante retraso en este campo, hasta tal punto que recientemente Washington obligó a varias empresas fabricantes de misiles (Loocked Martin, Raytheon, Northrop Grumman) a trabajar de manera conjunta, y destinó un colosal presupuesto para recuperar su retraso estratégico – que se calcula de entre dos y tres años- con respecto a Rusia y su misil hipersónico Avangard.
Pero de momento, EEUU no lo ha conseguido. Los misiles hipersónicos rusos, calculando la trayectoria, pueden interceptar los misiles convencionales y destruirlos antes de que alcancen su objetivo, lo que permite a Rusia crear un escudo invulnerable para protegerse. En cambio, los escudos antimisiles convencionales de la OTAN no tienen esta capacidad contra los hipersónicos… Esto explica por qué Putin decidió ordenar la intervención militar sobre Ucrania con la seguridad de que una escalada por parte de la OTAN era muy improbable.
En nuestro mundo globalizado e interconectado, un conflicto de esta envergadura tiene obviamente consecuencias planetarias. Desde el 24 de febrero, las dos hiperpotencias nucleares del planeta han iniciado un peligrosísimo pulso. Washington, la OTAN y todos sus aliados, incluidas las megaempresas digitales GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft), han prometido ahora, en respuesta a la invasión de Ucrania, aplastar a Rusia… Esto se está convertiendo en una guerra mundial de nuevo tipo. Un hiperconflicto que, en su arista militar, se desarrolla, por el momento, en un teatro preciso y local: el territorio de Ucrania. Pero que, en los demás frentes -político, económico, financiero, monetario, comercial, mediático, digital, cultural, deportivo, espacial, etc.- se ha transformado en una guerra total.
Latinoamérica no es un actor relevante en el escenario donde se desarrollan las principales tensiones geopolíticas ligadas al conflicto Rusia-Ucrania. Excepto en sus relaciones con Cuba, Venezuela y Nicaragua, Moscú no posee, ni de lejos, en la región, la influencia que siempre ha tenido Washington y que últimamente ha adquirido Pekín. En 2019, por ejemplo, Sudamérica exportó por un valor de 66.000 millones de dólares a Estados Unidos y de 119.000 millones a China, pero apenas de 5.000 millones a Rusia…
Obviamente, la nueva situación global afecta a América Latina y el Caribe. Sobre todo en el terreno económico. Los precios de todas aquellas materias primas de las cuales Rusia y Ucrania son importantes productores se han disparado. En particular, el petroleo y el gas. Pero también varios metales : aluminio, nickel, cobre, hierro, neón, titanio, paladio… Algunos productos alimentarios: trigo, aceite de girasol, maiz… Y también los fertilizantes. Todos los países importadores de estos insumos se van a ver afectados.
En un contexto general de inflación en alza, esto contribuirá, en algunas naciones, a una fuerte subida de los precios, muy particularmente en los transportes, la electricidad y la alimentación. En sociedades latinoamericanas que acaban de ser ya fuertemente golpeadas por las consecuencias de la pandemia de covid, no es imposible que aquí o allá se produzcan protestas populares contra el aumento del coste de la vida. Inversamente, los países exportadores de hidrocarburos, minerales y cereales -por ejemplo, Venezuela, Chile, Perú, Bolivia, Argentina, Brasil- se beneficiarán del auge actual de los precios.
Las sanciones impuestas a Moscú y el cierre del espacio aéreo en el Atlántico norte a los aviones rusos afectará también, en particular, a las potencias turísticas del Caribe, en particular a Cuba y República Dominicana. Para ambos países, Rusia fue, en 2021, respectivamente, el primer y segundo emisor de turistas. La guerra de Ucrania les podría hacer perder unos quinientos mil visitantes, y miles de millones de dólares…
Moscú ha tratado últimamente de acercarse a la región. Por varias vías. Incluso con ocasión de crisis sanitaria. Por ejemplo, durante la pandemia de covid-19, cuando las naciones ricas acapararon las vacunas, el Kremlin supo responder presente: la Sputnik V fue la primera vacuna en llegar a Argentina, Bolivia, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. En el aspecto geopolítico, desde hace años, Putin ha tenido la habilidad de aportar apoyo político y diplomático a gobiernos de la región injustamente sancionados por Washington como los de Venezuela, Cuba y Nicaragua. Los cuales, como parte de su estrategia de resistencia frente a las ilegales medidas estadounidenses, han intensificado las relaciones con Rusia inclusive en el aspecto militar.
Recordemos que, cuando fue subiendo la tensión en las semanas antes de la guerra, hubo aquellas imprudentes declaraciones del viceministro ruso de exteriores, Serguei Riabkov, que no descartó un “despliegue militar” en Cuba y Venezuela como respuesta a la política de EE UU en Ucrania. A lo cual, el asesor de Seguridad Nacional de EE UU, Jake Sullkivan, le respondió que si Rusia avanzaba “en esa dirección“, EE UU “lidiará” con ello “de forma decisiva“. Por su parte, en su reciente visita a la sede de la Alianza Atlántica, en Bruselas, el presidente Iván Duque de Colombia -único país latinoamericano con estatus de socio extracontinental de la OTAN desde 2017- expresó su preocupación por la “profundización de la cooperación entre Rusia y China, incluido su apoyo a Venezuela“. Y declaró en días posteriores que confiaba que “la asistencia militar de Rusia a Venezuela no se utilice para amenazar a Colombia“… A su vez, el canciller ruso, Sergei Lavrov, declaró que Moscú reforzará su cooperación estratégica con Venezuela, Cuba y Nicaragua “en todos los ámbitos“.
En los días que precedieron el ataque ruso, Vladimir Putin recibió sucesivamente en el Kremlin a dos importantes mandatarios sudamericanos: Alberto Fernández, de Argentina, y Jair Bolsonaro, de Brasil. El primero le ofreció al presidente ruso que su país sea la puerta de entrada de Moscú a América Latina… Putin le respondió que Argentina debe dejar de ser un satelite de Washington y cesar de depender del Fondo Monetario Internacional. A Bolsonaro, el mandatario ruso le propuso la construcción de varias centrales nucleares y la dinamización de una alianza tecnológica entre ambos países en áreas punta como biotecnología, nanotecnología, inteligencia artificial, y tecnologías de la información.
Días después Rusia invadía Ucrania… Y a pesar de la gran actividad diplómatica desplegada por el presidente Putin para explicar su punto de vista, en conversaciones telefónicas directas con diferentes líderes de la región, ningún país latinoamericano se alineó de modo incondicional con sus posiciones. A la hora de la verdad, el 2 de marzo pasado, con ocasión del voto de una resolución de condena contra la invasión de Ucrania en la Asamblea General de la ONU, Rusia apareció singularmente aislada. Apenas cuatro Estados en el mundo (Bielorrusia, Siria, Corea del Norte, Eritrea) apoyaron su guerra contra Kiev. En América Latina, no pudo contar con un solo voto favorable. Ni siquiera con el de Nicaragua, Venezuela o Cuba…
En nuestro mundo globalizado e interconectado, un conflicto de esta envergadura tiene obviamente consecuencias planetarias. Desde el 24 de febrero, las dos hiperpotencias nucleares del planeta han iniciado un peligrosísimo pulso. Washington, la OTAN y todos sus aliados, incluidas las megaempresas digitales GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft), han prometido ahora, en respuesta a la invasión de Ucrania, aplastar a Rusia… Esto se está convertiendo en una guerra mundial de nuevo tipo. Un hiperconflicto que, en su arista militar, se desarrolla, por el momento, en un teatro preciso y local: el territorio de Ucrania. Pero que, en los demás frentes -político, económico, financiero, monetario, comercial, mediático, digital, cultural, deportivo, espacial, etc.- se ha transformado en una guerra total.
Latinoamérica no es un actor relevante en el escenario donde se desarrollan las principales tensiones geopolíticas ligadas al conflicto Rusia-Ucrania. Excepto en sus relaciones con Cuba, Venezuela y Nicaragua, Moscú no posee, ni de lejos, en la región, la influencia que siempre ha tenido Washington y que últimamente ha adquirido Pekín. En 2019, por ejemplo, Sudamérica exportó por un valor de 66.000 millones de dólares a Estados Unidos y de 119.000 millones a China, pero apenas de 5.000 millones a Rusia…
Obviamente, la nueva situación global afecta a América Latina y el Caribe. Sobre todo en el terreno económico. Los precios de todas aquellas materias primas de las cuales Rusia y Ucrania son importantes productores se han disparado. En particular, el petroleo y el gas. Pero también varios metales : aluminio, nickel, cobre, hierro, neón, titanio, paladio… Algunos productos alimentarios: trigo, aceite de girasol, maiz… Y también los fertilizantes. Todos los países importadores de estos insumos se van a ver afectados.
En un contexto general de inflación en alza, esto contribuirá, en algunas naciones, a una fuerte subida de los precios, muy particularmente en los transportes, la electricidad y la alimentación. En sociedades latinoamericanas que acaban de ser ya fuertemente golpeadas por las consecuencias de la pandemia de covid, no es imposible que aquí o allá se produzcan protestas populares contra el aumento del coste de la vida. Inversamente, los países exportadores de hidrocarburos, minerales y cereales -por ejemplo, Venezuela, Chile, Perú, Bolivia, Argentina, Brasil- se beneficiarán del auge actual de los precios.
Las sanciones impuestas a Moscú y el cierre del espacio aéreo en el Atlántico norte a los aviones rusos afectará también, en particular, a las potencias turísticas del Caribe, en particular a Cuba y República Dominicana. Para ambos países, Rusia fue, en 2021, respectivamente, el primer y segundo emisor de turistas. La guerra de Ucrania les podría hacer perder unos quinientos mil visitantes, y miles de millones de dólares…
Moscú ha tratado últimamente de acercarse a la región. Por varias vías. Incluso con ocasión de crisis sanitaria. Por ejemplo, durante la pandemia de covid-19, cuando las naciones ricas acapararon las vacunas, el Kremlin supo responder presente: la Sputnik V fue la primera vacuna en llegar a Argentina, Bolivia, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. En el aspecto geopolítico, desde hace años, Putin ha tenido la habilidad de aportar apoyo político y diplomático a gobiernos de la región injustamente sancionados por Washington como los de Venezuela, Cuba y Nicaragua. Los cuales, como parte de su estrategia de resistencia frente a las ilegales medidas estadounidenses, han intensificado las relaciones con Rusia inclusive en el aspecto militar.
Recordemos que, cuando fue subiendo la tensión en las semanas antes de la guerra, hubo aquellas imprudentes declaraciones del viceministro ruso de exteriores, Serguei Riabkov, que no descartó un “despliegue militar” en Cuba y Venezuela como respuesta a la política de EE UU en Ucrania. A lo cual, el asesor de Seguridad Nacional de EE UU, Jake Sullkivan, le respondió que si Rusia avanzaba “en esa dirección“, EE UU “lidiará” con ello “de forma decisiva“. Por su parte, en su reciente visita a la sede de la Alianza Atlántica, en Bruselas, el presidente Iván Duque de Colombia -único país latinoamericano con estatus de socio extracontinental de la OTAN desde 2017- expresó su preocupación por la “profundización de la cooperación entre Rusia y China, incluido su apoyo a Venezuela“. Y declaró en días posteriores que confiaba que “la asistencia militar de Rusia a Venezuela no se utilice para amenazar a Colombia“… A su vez, el canciller ruso, Sergei Lavrov, declaró que Moscú reforzará su cooperación estratégica con Venezuela, Cuba y Nicaragua “en todos los ámbitos“.
En los días que precedieron el ataque ruso, Vladimir Putin recibió sucesivamente en el Kremlin a dos importantes mandatarios sudamericanos: Alberto Fernández, de Argentina, y Jair Bolsonaro, de Brasil. El primero le ofreció al presidente ruso que su país sea la puerta de entrada de Moscú a América Latina… Putin le respondió que Argentina debe dejar de ser un satelite de Washington y cesar de depender del Fondo Monetario Internacional. A Bolsonaro, el mandatario ruso le propuso la construcción de varias centrales nucleares y la dinamización de una alianza tecnológica entre ambos países en áreas punta como biotecnología, nanotecnología, inteligencia artificial, y tecnologías de la información.
Días después Rusia invadía Ucrania… Y a pesar de la gran actividad diplómatica desplegada por el presidente Putin para explicar su punto de vista, en conversaciones telefónicas directas con diferentes líderes de la región, ningún país latinoamericano se alineó de modo incondicional con sus posiciones. A la hora de la verdad, el 2 de marzo pasado, con ocasión del voto de una resolución de condena contra la invasión de Ucrania en la Asamblea General de la ONU, Rusia apareció singularmente aislada. Apenas cuatro Estados en el mundo (Bielorrusia, Siria, Corea del Norte, Eritrea) apoyaron su guerra contra Kiev. En América Latina, no pudo contar con un solo voto favorable. Ni siquiera con el de Nicaragua, Venezuela o Cuba…