Por Ignacio Lara*
10 de abril de 2022
El 70 por ciento de las exportaciones rusas de gas se dirigen a Europa a través de gasoductos.. Imagen: AFP
Si bien Rusia es un actor clave en los hidrocarburos y eso podría acelerar el paso hacia las renovables, el viraje de las matrices energéticas requiere de un nivel de cooperación que ya escaseaba antes del estallido del conflicto.
Transcurrido lo peor de la pandemia, una parte considerable de la comunidad internacional decidió poner los ojos sobre otro complejo y dinámico, aunque no novedoso, problema global: el cambio climático. Los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático son contundentes: el cambio climático es producto de la actividad humana, está afectando gravemente la capacidad de supervivencia de los seres humanos y de la salud del planeta y cada vez hay menos tiempo para tratar de contener esta situación.
Se debate si la Cumbre de Glasgow (COP 26) dejó más luces o más sombras, aunque lo cierto es que quedó asentada la necesidad de avanzar en la descarbonización del sistema energético, que a nivel global es responsable del 73,2 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin contar con un consenso amplio entre los principales productores y consumidores de energía del mundo, irrumpió hace poco más de un mes la invasión de Rusia a Ucrania. Si bien la duración y efectos de largo plazo de esta guerra son aún materia de especulación, surge el interrogante sobre el impacto en los tiempos y profundidad de la necesaria transición energética.
Señales
En primer lugar, vale la pena mencionar que las luces de alarma sobre las medidas tendientes a descarbonizar los sistemas energéticos precedieron al contexto bélico actual. Como señala la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en 2021 las emisiones de dióxido de carbono vinculadas al consumo energético tuvieron el incremento más grande de su historia en términos absolutos: 2 mil millones de toneladas de CO2, totalizando unas 36,3 mil millones de toneladas de este gas de efecto invernadero. Esto quiere decir que la dinamización de la economía mundial, luego de lo peor de la crisis de la pandemia, profundizó el patrón insostenible que ya la caracterizaba, dado que se produjo a costas de fortalecer, y no disminuir, la dependencia en las fuentes fósiles, especialmente de la más contaminante, el carbón.
Además de poner en tela de juicio la credibilidad de las Contribuciones Nacionales Determinadas que se dieron a conocer durante la mencionada COP26, esto pone de manifiesto que las principales economías del planeta decidieron embarcarse en planes de recuperación económica que ratifican el rumbo insostenible. De hecho, la revista Nature publicó recientemente que durante 2020 y 2021 los países del G20 gastaron 14 billones de dólares en programas de estímulo económico, de los cuales solo el 6 por ciento (860 mil millones) estuvo destinado a sectores que reducirían las emisiones.
Números rusos
Ahora bien, sobre este trasfondo es que puede analizarse el impacto disruptivo sobre los mercados energéticos que tiene la guerra en Ucrania. En primer lugar, Rusia es un actor clave en el sector de los hidrocarburos, en términos de reservas, producción y exportaciones. De acuerdo a la información de BP, el país posee las sextas reservas de petróleo (107,8 mil millones de barriles), representa el 12,1 por ciento de la producción global y el 11,4 por ciento de las exportaciones de crudo. Tanto en producción como en exportaciones, Rusia solo es superada por Estados Unidos y Arabia Saudita.
En el sector del gas natural su papel es aún más relevante, dado que detenta las principales reservas (1320,5 billones de metros cúbicos, que equivalen al 19,9 por ciento del total mundial). Es el segundo productor mundial detrás de Estados Unidos y el principal exportador de gas natural. Respecto a esto último, de los 238,1 mil millones de metros cúbicos exportados en 2020, más del 70 por ciento se dirigió a Europa a través de gasoductos, siendo Alemania uno de los principales compradores del bloque.
A su vez, Rusia posee las segundas reservas de carbón (162.166 millones de toneladas) y es el tercer exportador mundial de esta fuente fósil. Por último, y no por ello menos importante, el país cumple un papel destacado en el ámbito de la industria nuclear, y no solo por poseer armas de destrucción masiva. Para citar solo un ejemplo, el 50 por ciento de los 72 reactores nucleares planificados o bajo construcción fuera de territorio ruso para 2018 estuvieron a cargo de empresas rusas.
Centrando el análisis exclusivamente en el ámbito energético, Ucrania también cumple un papel destacado, ya que es un territorio de tránsito para el aprovisionamiento de petróleo y gas natural de Rusia a Europa. Por otra parte, de acuerdo a la Administración de la Información Energética, el 90 por ciento de su producción de gas natural se concentra en Donetsk, uno de los territorios en disputa y que Rusia ya reconoció como independiente. A esto se suma que el 80 por ciento de los depósitos de petróleo y gas natural Ucrania los perdió con la incorporación, mediante otra intervención militar, de la península de Crimea a manos de Rusia en 2014.
Mercado energético
Hubo temor respecto del abastecimiento de energía por parte de aquellos países y regiones que dependen fuertemente del suministro ruso. En este sentido, por ejemplo, los países que conforman la AIE decidieron echar mano 61,71 millones de barriles de petróleo de sus reservas estratégicas a principios de marzo, para garantizar dicho abastecimiento y contener el impacto de la invasión en Ucrania sobre este mercado.
Asimismo, la guerra repercutió sobre decisiones corporativas de varias multinacionales en relación a la presencia en territorio ruso o en asociación con empresas de este país. Un caso paradigmático en el sector energético es British Petroleum, cuyo Consejo de Administración anunció a fines de febrero que abandonaría su participación (del 19,75 por ciento) en la rusa Rosneft y que se retiraría del mercado ruso.
Por otra parte, la actual situación geopolítica parece estar presentando una oportunidad clave a los países que puedan reemplazar a Rusia como abastecedores de hidrocarburos. Aquí despunta la situación de Venezuela, país que posee las principales reservas de petróleo del mundo. A pesar del descalabro en su nivel de producción, que se contrajo un 11,3 por ciento en la década precedente a la pandemia y un 41,2 por ciento en 2020, la guerra en Ucrania llevó a lo inimaginable pocos meses atrás: que Estados Unidos analizara suavizar las sanciones petroleras a Venezuela en modo de retomar el vínculo comercial.
Otra dimensión clave que produjo esta guerra en términos de la geopolítica energética fue la decisión de repensar el vínculo que une a Rusia y Europa, como queda ilustrado en el Plan de 10 Puntos para reducir la dependencia de la Unión Europea del Gas Natural ruso de la AIE, o la estrategia “REPowerEU” lanzada por la Comisión Europea. Aunque es sumamente difícil que en el corto plazo Europa pueda prescindir o minimizar el abastecimiento energético ruso, esta situación era impensada meses atrás, cuando Alemania negociaba con Estados Unidos su visto bueno para la entrada en funcionamiento del controvertido gasoducto Nord Stream 2.
Junto a todos estos procesos, subyace el interrogante acerca de si esta guerra, que involucra a un actor energético clave en el terreno de las fuentes no renovables, puede acelerar la necesaria transición energética a un sistema de bajo o nulo contenido de carbono en menos de tres décadas. La fuerte recuperación del carbón en la matriz energética mundial, gracias a los problemas de abastecimiento del gas natural y a la fuerte alza de su precio, pone serias dudas sobre dichas expectativas.
Los tiempos y la profundidad de los cambios requeridos para esta transición, en múltiples niveles y sistemas, a nivel internacional y de los propios Estados, hace de la esfera política en general, y de los incentivos y capacidades para cooperar, un requisito fundamental. Si previo a la guerra, los analistas del sector energético preanunciaban una transición energética desordenada, descoordinada y poco suave, existen pocos motivos para pensar que una guerra, en la que actores claves del sistema internacional tienen intereses en juego, pueda mejorar las condiciones para llegar a la neutralidad del carbono hacia 2050, sustentar un cambio en la forma en que se produce y consume (no sólo la energía) y evitar impactos negativos aún más dramáticos de los efectos del cambio climático sobre los modos de vida y subsistencia.
*Doctor en Ciencias Políticas, investigador y Director Programático de Asuntos del Sur
Si bien Rusia es un actor clave en los hidrocarburos y eso podría acelerar el paso hacia las renovables, el viraje de las matrices energéticas requiere de un nivel de cooperación que ya escaseaba antes del estallido del conflicto.
Transcurrido lo peor de la pandemia, una parte considerable de la comunidad internacional decidió poner los ojos sobre otro complejo y dinámico, aunque no novedoso, problema global: el cambio climático. Los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático son contundentes: el cambio climático es producto de la actividad humana, está afectando gravemente la capacidad de supervivencia de los seres humanos y de la salud del planeta y cada vez hay menos tiempo para tratar de contener esta situación.
Se debate si la Cumbre de Glasgow (COP 26) dejó más luces o más sombras, aunque lo cierto es que quedó asentada la necesidad de avanzar en la descarbonización del sistema energético, que a nivel global es responsable del 73,2 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin contar con un consenso amplio entre los principales productores y consumidores de energía del mundo, irrumpió hace poco más de un mes la invasión de Rusia a Ucrania. Si bien la duración y efectos de largo plazo de esta guerra son aún materia de especulación, surge el interrogante sobre el impacto en los tiempos y profundidad de la necesaria transición energética.
Señales
En primer lugar, vale la pena mencionar que las luces de alarma sobre las medidas tendientes a descarbonizar los sistemas energéticos precedieron al contexto bélico actual. Como señala la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en 2021 las emisiones de dióxido de carbono vinculadas al consumo energético tuvieron el incremento más grande de su historia en términos absolutos: 2 mil millones de toneladas de CO2, totalizando unas 36,3 mil millones de toneladas de este gas de efecto invernadero. Esto quiere decir que la dinamización de la economía mundial, luego de lo peor de la crisis de la pandemia, profundizó el patrón insostenible que ya la caracterizaba, dado que se produjo a costas de fortalecer, y no disminuir, la dependencia en las fuentes fósiles, especialmente de la más contaminante, el carbón.
Además de poner en tela de juicio la credibilidad de las Contribuciones Nacionales Determinadas que se dieron a conocer durante la mencionada COP26, esto pone de manifiesto que las principales economías del planeta decidieron embarcarse en planes de recuperación económica que ratifican el rumbo insostenible. De hecho, la revista Nature publicó recientemente que durante 2020 y 2021 los países del G20 gastaron 14 billones de dólares en programas de estímulo económico, de los cuales solo el 6 por ciento (860 mil millones) estuvo destinado a sectores que reducirían las emisiones.
Números rusos
Ahora bien, sobre este trasfondo es que puede analizarse el impacto disruptivo sobre los mercados energéticos que tiene la guerra en Ucrania. En primer lugar, Rusia es un actor clave en el sector de los hidrocarburos, en términos de reservas, producción y exportaciones. De acuerdo a la información de BP, el país posee las sextas reservas de petróleo (107,8 mil millones de barriles), representa el 12,1 por ciento de la producción global y el 11,4 por ciento de las exportaciones de crudo. Tanto en producción como en exportaciones, Rusia solo es superada por Estados Unidos y Arabia Saudita.
En el sector del gas natural su papel es aún más relevante, dado que detenta las principales reservas (1320,5 billones de metros cúbicos, que equivalen al 19,9 por ciento del total mundial). Es el segundo productor mundial detrás de Estados Unidos y el principal exportador de gas natural. Respecto a esto último, de los 238,1 mil millones de metros cúbicos exportados en 2020, más del 70 por ciento se dirigió a Europa a través de gasoductos, siendo Alemania uno de los principales compradores del bloque.
A su vez, Rusia posee las segundas reservas de carbón (162.166 millones de toneladas) y es el tercer exportador mundial de esta fuente fósil. Por último, y no por ello menos importante, el país cumple un papel destacado en el ámbito de la industria nuclear, y no solo por poseer armas de destrucción masiva. Para citar solo un ejemplo, el 50 por ciento de los 72 reactores nucleares planificados o bajo construcción fuera de territorio ruso para 2018 estuvieron a cargo de empresas rusas.
Centrando el análisis exclusivamente en el ámbito energético, Ucrania también cumple un papel destacado, ya que es un territorio de tránsito para el aprovisionamiento de petróleo y gas natural de Rusia a Europa. Por otra parte, de acuerdo a la Administración de la Información Energética, el 90 por ciento de su producción de gas natural se concentra en Donetsk, uno de los territorios en disputa y que Rusia ya reconoció como independiente. A esto se suma que el 80 por ciento de los depósitos de petróleo y gas natural Ucrania los perdió con la incorporación, mediante otra intervención militar, de la península de Crimea a manos de Rusia en 2014.
Mercado energético
Hubo temor respecto del abastecimiento de energía por parte de aquellos países y regiones que dependen fuertemente del suministro ruso. En este sentido, por ejemplo, los países que conforman la AIE decidieron echar mano 61,71 millones de barriles de petróleo de sus reservas estratégicas a principios de marzo, para garantizar dicho abastecimiento y contener el impacto de la invasión en Ucrania sobre este mercado.
Asimismo, la guerra repercutió sobre decisiones corporativas de varias multinacionales en relación a la presencia en territorio ruso o en asociación con empresas de este país. Un caso paradigmático en el sector energético es British Petroleum, cuyo Consejo de Administración anunció a fines de febrero que abandonaría su participación (del 19,75 por ciento) en la rusa Rosneft y que se retiraría del mercado ruso.
Por otra parte, la actual situación geopolítica parece estar presentando una oportunidad clave a los países que puedan reemplazar a Rusia como abastecedores de hidrocarburos. Aquí despunta la situación de Venezuela, país que posee las principales reservas de petróleo del mundo. A pesar del descalabro en su nivel de producción, que se contrajo un 11,3 por ciento en la década precedente a la pandemia y un 41,2 por ciento en 2020, la guerra en Ucrania llevó a lo inimaginable pocos meses atrás: que Estados Unidos analizara suavizar las sanciones petroleras a Venezuela en modo de retomar el vínculo comercial.
Otra dimensión clave que produjo esta guerra en términos de la geopolítica energética fue la decisión de repensar el vínculo que une a Rusia y Europa, como queda ilustrado en el Plan de 10 Puntos para reducir la dependencia de la Unión Europea del Gas Natural ruso de la AIE, o la estrategia “REPowerEU” lanzada por la Comisión Europea. Aunque es sumamente difícil que en el corto plazo Europa pueda prescindir o minimizar el abastecimiento energético ruso, esta situación era impensada meses atrás, cuando Alemania negociaba con Estados Unidos su visto bueno para la entrada en funcionamiento del controvertido gasoducto Nord Stream 2.
Junto a todos estos procesos, subyace el interrogante acerca de si esta guerra, que involucra a un actor energético clave en el terreno de las fuentes no renovables, puede acelerar la necesaria transición energética a un sistema de bajo o nulo contenido de carbono en menos de tres décadas. La fuerte recuperación del carbón en la matriz energética mundial, gracias a los problemas de abastecimiento del gas natural y a la fuerte alza de su precio, pone serias dudas sobre dichas expectativas.
Los tiempos y la profundidad de los cambios requeridos para esta transición, en múltiples niveles y sistemas, a nivel internacional y de los propios Estados, hace de la esfera política en general, y de los incentivos y capacidades para cooperar, un requisito fundamental. Si previo a la guerra, los analistas del sector energético preanunciaban una transición energética desordenada, descoordinada y poco suave, existen pocos motivos para pensar que una guerra, en la que actores claves del sistema internacional tienen intereses en juego, pueda mejorar las condiciones para llegar a la neutralidad del carbono hacia 2050, sustentar un cambio en la forma en que se produce y consume (no sólo la energía) y evitar impactos negativos aún más dramáticos de los efectos del cambio climático sobre los modos de vida y subsistencia.
*Doctor en Ciencias Políticas, investigador y Director Programático de Asuntos del Sur