Por Jorge Elbaum
En 14/06/2022
El presidente argentino Alberto Fernández cumplió, en la Cumbre de la OEA en Los Ángeles, con su compromiso asumido con el Presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), y con el resto de los mandatarios que decidieron no concurrir a un cónclave contaminado por las exclusiones y las reglas manipuladas e impuestas por Washington.
El desafío enunciado en las narices del Presidente Joe Biden fue el producto del liderazgo regional expresado por el mandatario mexicano, que no dudó en exhibir un posicionamiento acorde a los intereses latinoamericanos. Sin la decisión emblemática de AMLO, sumada a sus pedidos explícitos dirigidos hacia Alberto Fernández, la Cumbre hubiese transitado por carriles mucho más amigables para los funcionarios del Departamento de Estado.
El discurso del mandatario argentino recogió los cuatro principios de la política exterior que fueron divulgados por el canciller Marcelo Ebrard, presente en Los Ángeles: inclusión de todos los países, multilateralismo horizontal, respeto al derecho internacional y no injerencia en los asuntos internos de otros países. Esos pilares ponen en evidencia el agotamiento de la OEA como organismo continental, que mostró su degradación en la promoción del último golpe cívico militar en la región: el de Bolivia en 2019. Mientras que Fernández consideró que la OEA debería ser “reestructurada, removiendo de inmediato a quienes la conducen” –en obvia referencia a su secretario general, Luis Almagro–, el jefe de la delegación mexicana exigió su “refundación”.
Las opiniones de Ebrard fueron prologadas por imputaciones del lobby hispano-estadounidense, asociado a los grupos republicanos de Miami, que denunciaron a AMLO por proteger a Cuba, Venezuela y Nicaragua, y por “entregar secciones de su país a los cárteles de droga”. El Presidente nativo de Tepetitán les exigió que se presentaran ante la Justicia para exhibir sus pruebas, al tiempo que advirtió la existencia de suficientes evidencias para demostrar que son financiados por el Complejo Militar Industrial de los Estados Unidos.
El Departamento de Estado se encargó de difundir, durante los días previos al inicio de la Cumbre, que su objetivo esencial consistía en detener la inmigración proveniente del denominado Triángulo Norte, compuesto por los países ubicados entre México y Costa Rica, la región que concentra la mayor cantidad de migrantes de las dos últimas décadas. Con el objetivo de limitar esos movimientos demográficos en busca de mejores condiciones de vida, Biden anunció la conformación de una nueva Alianza para el Progreso, nominada como Alianza para la Prosperidad Económica en las Américas.
Mientras el secretario de Estado Antony Blinken exponía los beneficios futuros de dicha propuesta, 15.000 migrantes continuaban su marcha hacia los estados sureños de los Estados Unidos, luego de ser desterrados por la combinación de violencia institucional, concentración de la tierra, narcotráfico, pobreza, regímenes autoritarios sostenidos por Washington, y falta de oportunidades educativas, sanitarias y laborales. La propuesta de Biden no estuvo acompañada, sin embargo, por una autocrítica sobre las sanciones a países soberanos, ni sobre las reglas de juego económicas y financieras impuestas por los grupos concentrados, las multinacionales y sus socios locales, las elites latinoamericanas y caribeñas, siempre socorridas por las delegaciones diplomáticas estadunidenses repartidas en la región.
Los dos síntomas más significativos de esta contradicción se hicieron públicos en sendas situaciones de incomodidad protagonizadas por el titular del Departamento de Estado y el secretario general de la OEA. Luis Almagro fue interpelado por el activista estadounidense Walter Smolarek, integrante del Partido por el Socialismo y la Liberación, quien denunció al uruguayo por “tener las manos manchadas de sangre” al avalar las masacres de Sacaba y Senkata, en la que fueron asesinados 36 manifestantes luego del golpe cívico-militar liderado por Jeanine Añez. Smolarek catalogó a Almagro de “títere de los Estados Unidos” y lo responsabilizó de brindar cobertura a los asesinos del periodista argentino Sebastián Moro, torturado y asesinado por los golpistas mientas cubría los sucesos de noviembre de 2019.
Por su parte, Blinken se vio sorprendido por la periodista Abby Martin, quien lo inquirió –en el marco de un panel titulado Un compromiso con la libertad periodística– sobre los afables vínculos con el reino de Arabia Saudita, una monarquía absoluta en la que nunca se llevaron a cabo elecciones gubernamentales, se encuentran totalmente prohibidos los partidos políticos y sus máximas autoridades han sido responsables de ejecutar y descuartizar, en octubre de 2018, en el interior del consulado saudí en Estambul, al columnista del Washington Post, Jamal Khashoggi. “¿Por qué Israel y Arabia Saudita no tienen que rendir cuentas por asesinar periodistas?”, interrogó Martin.
La misma reportera le recordó al incómodo Blinken –mientras este insistía en la relevancia del derecho a la información– que sonaba llamativo el silencio de la administración Biden en relación con el asesinato, en mayo último, de la periodista palestina-estadounidense Shireen Abu Akleh, de la cadena Al Jazeera, por parte de las fuerzas de seguridad israelíes.
Por último, mientras el funcionario de Joe Biden se disponía a divulgar las iniciativas para el continente, se le preguntó sobre la invitación a la cumbre del primer ministro de Haití, Ariel Henry, quien gobierna de facto desde julio de 2021, desde que fue asesinado el Presidente Jovenel Moïse por fuerzas militares colombianas contratadas por la CTU Security LLC (Counter Terrorist Unit Federal Academy), con sede en Miami, Florida. Mientras Blinken era interpelado, la embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas, Linda Thomas-Greenfield, informaba junto a Ariel Henry que no habrá elecciones en Haití hasta que “las condiciones lo permitan”.
Raseros dobles
La Cumbre estuvo acompañada en forma reiterada por acusaciones de doble rasero proferidas contra Washington –por parte de los propios medios de comunicación críticos locales– y fue prologada por una investigación publicada el último lunes por el New York Times, en la que se historizó el rol jugado por Washington en la sistemática destrucción de Haití. El relevamiento, acompañado por la divulgación de documentos desclasificados, se inició en 1826 cuando los terratenientes sureños de los Estados Unidos impugnaron la independencia de Haití por considerarla un mal ejemplo para sus esclavos, sometidos en sus haciendas.
El encargado de verbalizar dichos temores fue el senador Robert Hayne, de Carolina del Sur, quien invitó al resto de los legisladores, en 1826, a impedir la consolidación política de Haití ante la posibilidad de que su progreso se constituyera en un modelo para los afrodescendientes americanos. Se debía reprimir su prosperidad –anunció Hayne ante sus colegas del Senado– para garantizar “la paz y la seguridad de gran parte de nuestra Unión”. Los hacendados sureños asumían como un hecho antinatural que un Estado emergiera de un pasado esclavista y que los libertos pudieran llegar a percibirse como propietarios de la tierra. “Nuestra política con respecto a Haití es clara –declaró ante el Congreso–: nunca podremos reconocer su independencia”.
Durante el resto del siglo XIX, distintas empresas manejaron desde Estados Unidos su economía, pero en 1914 decidieron controlarlo todo: ese año –por pedido explícito de los banqueros de Wall Street– desembarcaron tropas en Puerto Príncipe, retiraron fondos del Banco Nacional a punta de fusil, derrocaron al Presidente e impusieron gobernantes títeres por los 19 años subsiguientes. El entonces secretario de Estado, Robert Lansing, caracterizó la ocupación como “una misión civilizadora para acabar con la anarquía, el salvajismo y la opresión”. Para justificar la represión brutal ejercida desde 1914, explicó que “la raza africana carece de toda capacidad de organización política”. Para “ordenar la economía” se apeló al plan ideado por el banquero Roger Farnham, quien se encargó de modificar el sistema financiero haitiano, otorgando exenciones fiscales únicamente a las empresas estadounidenses y garantizando el pago de la deuda externa a Wall Street.
La resistencia de los haitianos, generada desde el inicio de la invasión en 1914, llevó a las autoridades militares estadounidenses a incrementar la represión y recuperar una institución cuasi feudal conocida como la corvée. El modelo consistía en la obligación de trabajar sin remuneración lejos de su residencia, situación que provocó revueltas que terminaron en todos los casos con campesinos asesinados por las fuerzas policiales locales, comandadas por los ocupantes. Dado que las leyes impedían a los extranjeros la compra de tierras, Washington modificó la legislación haitiana en 1917. Como los legisladores se negaron a aprobar esa reforma, el general Smedley Butler ingresó a punta de pistola en la Asamblea Nacional, detuvo a los parlamentarios e impuso una nueva Constitución escrita de puño y letra por quien años más tarde sería Presidente, Franklin Roosevelt.
Gracias a la extranjerización de la tierra, las empresas estadounidenses alquilaron sus posesiones a los haitianos y/o los emplearon con sueldos miserables: la Haitian-American Sugar Company informaba en sus balances que abonaba 20 centavos por un día de trabajo en Haití, 1,75 dólares en Cuba y 7 dólares dentro de Estados Unidos. La historiadora haitiana Suzy Castor puntualiza en sus investigaciones que las mujeres y los niños cobraban en su país 10 centavos al día. Para 1920, el National City Bank (hoy Citibank) había comprado todas las acciones del Banco Nacional por 1,4 millones de dólares y se decidió a tramitar endeudamiento externo que los haitianos se encargaron de saldar en aproximadamente 30 años, no sin antes volver a endeudarse con Wall Street.
“Yo ayudé a que Haití y Cuba fueran un lugar decente para que los chicos del National City Bank recolectaran ganancias”, escribió en 1935 el mayor general Smedley Butler, líder de la fuerza militar estadounidense de ocupación en Haití. Los banqueros del City declararon en 1932 –ante la Comisión de Finanzas del Senado– que obtuvieron los máximos márgenes de ganancias durante la década de 1920, gracias a la deuda que controlaba en Haití, motivo suficiente para apoyar las dictaduras sangrientas de François Duvalier y su hijo Jean-Claude durante las décadas posteriores.
Democracia de intereses
Otro de los mandatarios que decidió no concurrir a la Cumbre fue el Presidente guatemalteco, Alejandro Giammattei, en protesta por la injerencia estadounidense en la Justicia de su país. El jefe de gobierno centroamericano decidió confirmar a la fiscal general Consuelo Porras, a pesar de los pedidos de Washington para que se la desplazara. Porras realizó una investigación sobre un acuerdo comercial realizado con empresarios rusos, en la que no dictaminó situaciones delictivas. Eso alcanzó para que el Departamento de Justicia estadounidense la considerara una funcionaria digna de integrar la Lista Engel, en la cual se inscribe a los ciudadanos “antidemocráticos y corruptos”.
En 2019 Mario Vargas Llosa publicó la novela histórica Tiempos recios, en la que relata los antecedentes del golpe militar de 1954, en Guatemala, contra el gobierno de Jacobo Árbenz. Pese a su histórico posicionamiento liberal, alineado a la visión neocolonial de Washington, su prosa lo traiciona: describe con meticulosidad una de las más implacables manifestaciones de manipulación política, operada por funcionarios estadounidenses para impedir el desarrollo de los guatemaltecos, partiendo de la reforma agraria.
El pretexto utilizado por el gobierno de Dwight Eisenhower para promover la invasión del coronel Carlos Castillo Armas –avalado también por su vecino Anastasio Somoza– fue la incautación de los libros contables de la United Fruit Company (UFCO). El entonces secretario de Estado, John Foster Dulles, accionista de la UFCO, vio peligrar sus inversiones y acusó a Jacobo Árbenz de ser un agente comunista secreto luego de la promulgación del decreto 900, que incluía medidas similares a las impulsadas por Abraham Lincoln en el siglo XIX.
El 19 de febrero de 1954, la CIA inició en Nicaragua la Operación WASHTUB, una farsa destinada a revelar la existencia de aparatología bélica soviética escondida en territorio nicaragüense y guatemalteco. Esa falsedad difundida en forma coordinada y presurosa por los grandes medios de comunicación alineados con Washington prologa la conformación de un milicia –la Cruzada Liberacionista– entrenada y armada por el director de la CIA en Centroamérica, Juan Córdova Cerna, y liderada militarmente por el coronel Castillo Armas, hasta ese momento exilado en Honduras. El director de la CIA para ese momento era otro de los grandes accionistas de la UFCO, Allen Dulles, hermano del Secretario de Estado. Durante los meses previos a la invasión, John Foster Dulles había solicitado en la X Conferencia de Cancilleres de la OEA, que se llevó a cabo en Caracas, una acción política conjunta contra Árbenz “ante el indudable peligro del comunismo ingresando en la región”.
En la última semana muchos legisladores estadounidenses se prodigaron en críticas contra el mandatario mexicano, quien exigió respeto para los latinoamericanos y caribeños, al tiempo que exigió una nueva institucionalidad regional que supere el fracaso de quienes han sido cómplices de dictaduras, crímenes y latrocinios económico-financieros. La invasión en Haití se llevó a cabo en una época en la que no existía aún la OEA, razón por la cual no tuvo un protagonismo relevante la justificación de la depredación instituida durante más de un siglo por Washington.
Cuando las críticas arreciaban contra AMLO, por defender mayores niveles de autonomía de la región respecto a Estados Unidos, el Presidente mexicano les recomendó la escucha de un tema musical de Los Tigres del Norte: Somos más americanos. En una de sus estrofas consigna: “Yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó”.
El presidente argentino Alberto Fernández cumplió, en la Cumbre de la OEA en Los Ángeles, con su compromiso asumido con el Presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), y con el resto de los mandatarios que decidieron no concurrir a un cónclave contaminado por las exclusiones y las reglas manipuladas e impuestas por Washington.
El desafío enunciado en las narices del Presidente Joe Biden fue el producto del liderazgo regional expresado por el mandatario mexicano, que no dudó en exhibir un posicionamiento acorde a los intereses latinoamericanos. Sin la decisión emblemática de AMLO, sumada a sus pedidos explícitos dirigidos hacia Alberto Fernández, la Cumbre hubiese transitado por carriles mucho más amigables para los funcionarios del Departamento de Estado.
El discurso del mandatario argentino recogió los cuatro principios de la política exterior que fueron divulgados por el canciller Marcelo Ebrard, presente en Los Ángeles: inclusión de todos los países, multilateralismo horizontal, respeto al derecho internacional y no injerencia en los asuntos internos de otros países. Esos pilares ponen en evidencia el agotamiento de la OEA como organismo continental, que mostró su degradación en la promoción del último golpe cívico militar en la región: el de Bolivia en 2019. Mientras que Fernández consideró que la OEA debería ser “reestructurada, removiendo de inmediato a quienes la conducen” –en obvia referencia a su secretario general, Luis Almagro–, el jefe de la delegación mexicana exigió su “refundación”.
Las opiniones de Ebrard fueron prologadas por imputaciones del lobby hispano-estadounidense, asociado a los grupos republicanos de Miami, que denunciaron a AMLO por proteger a Cuba, Venezuela y Nicaragua, y por “entregar secciones de su país a los cárteles de droga”. El Presidente nativo de Tepetitán les exigió que se presentaran ante la Justicia para exhibir sus pruebas, al tiempo que advirtió la existencia de suficientes evidencias para demostrar que son financiados por el Complejo Militar Industrial de los Estados Unidos.
El Departamento de Estado se encargó de difundir, durante los días previos al inicio de la Cumbre, que su objetivo esencial consistía en detener la inmigración proveniente del denominado Triángulo Norte, compuesto por los países ubicados entre México y Costa Rica, la región que concentra la mayor cantidad de migrantes de las dos últimas décadas. Con el objetivo de limitar esos movimientos demográficos en busca de mejores condiciones de vida, Biden anunció la conformación de una nueva Alianza para el Progreso, nominada como Alianza para la Prosperidad Económica en las Américas.
Mientras el secretario de Estado Antony Blinken exponía los beneficios futuros de dicha propuesta, 15.000 migrantes continuaban su marcha hacia los estados sureños de los Estados Unidos, luego de ser desterrados por la combinación de violencia institucional, concentración de la tierra, narcotráfico, pobreza, regímenes autoritarios sostenidos por Washington, y falta de oportunidades educativas, sanitarias y laborales. La propuesta de Biden no estuvo acompañada, sin embargo, por una autocrítica sobre las sanciones a países soberanos, ni sobre las reglas de juego económicas y financieras impuestas por los grupos concentrados, las multinacionales y sus socios locales, las elites latinoamericanas y caribeñas, siempre socorridas por las delegaciones diplomáticas estadunidenses repartidas en la región.
Los dos síntomas más significativos de esta contradicción se hicieron públicos en sendas situaciones de incomodidad protagonizadas por el titular del Departamento de Estado y el secretario general de la OEA. Luis Almagro fue interpelado por el activista estadounidense Walter Smolarek, integrante del Partido por el Socialismo y la Liberación, quien denunció al uruguayo por “tener las manos manchadas de sangre” al avalar las masacres de Sacaba y Senkata, en la que fueron asesinados 36 manifestantes luego del golpe cívico-militar liderado por Jeanine Añez. Smolarek catalogó a Almagro de “títere de los Estados Unidos” y lo responsabilizó de brindar cobertura a los asesinos del periodista argentino Sebastián Moro, torturado y asesinado por los golpistas mientas cubría los sucesos de noviembre de 2019.
Por su parte, Blinken se vio sorprendido por la periodista Abby Martin, quien lo inquirió –en el marco de un panel titulado Un compromiso con la libertad periodística– sobre los afables vínculos con el reino de Arabia Saudita, una monarquía absoluta en la que nunca se llevaron a cabo elecciones gubernamentales, se encuentran totalmente prohibidos los partidos políticos y sus máximas autoridades han sido responsables de ejecutar y descuartizar, en octubre de 2018, en el interior del consulado saudí en Estambul, al columnista del Washington Post, Jamal Khashoggi. “¿Por qué Israel y Arabia Saudita no tienen que rendir cuentas por asesinar periodistas?”, interrogó Martin.
La misma reportera le recordó al incómodo Blinken –mientras este insistía en la relevancia del derecho a la información– que sonaba llamativo el silencio de la administración Biden en relación con el asesinato, en mayo último, de la periodista palestina-estadounidense Shireen Abu Akleh, de la cadena Al Jazeera, por parte de las fuerzas de seguridad israelíes.
Por último, mientras el funcionario de Joe Biden se disponía a divulgar las iniciativas para el continente, se le preguntó sobre la invitación a la cumbre del primer ministro de Haití, Ariel Henry, quien gobierna de facto desde julio de 2021, desde que fue asesinado el Presidente Jovenel Moïse por fuerzas militares colombianas contratadas por la CTU Security LLC (Counter Terrorist Unit Federal Academy), con sede en Miami, Florida. Mientras Blinken era interpelado, la embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas, Linda Thomas-Greenfield, informaba junto a Ariel Henry que no habrá elecciones en Haití hasta que “las condiciones lo permitan”.
Raseros dobles
La Cumbre estuvo acompañada en forma reiterada por acusaciones de doble rasero proferidas contra Washington –por parte de los propios medios de comunicación críticos locales– y fue prologada por una investigación publicada el último lunes por el New York Times, en la que se historizó el rol jugado por Washington en la sistemática destrucción de Haití. El relevamiento, acompañado por la divulgación de documentos desclasificados, se inició en 1826 cuando los terratenientes sureños de los Estados Unidos impugnaron la independencia de Haití por considerarla un mal ejemplo para sus esclavos, sometidos en sus haciendas.
El encargado de verbalizar dichos temores fue el senador Robert Hayne, de Carolina del Sur, quien invitó al resto de los legisladores, en 1826, a impedir la consolidación política de Haití ante la posibilidad de que su progreso se constituyera en un modelo para los afrodescendientes americanos. Se debía reprimir su prosperidad –anunció Hayne ante sus colegas del Senado– para garantizar “la paz y la seguridad de gran parte de nuestra Unión”. Los hacendados sureños asumían como un hecho antinatural que un Estado emergiera de un pasado esclavista y que los libertos pudieran llegar a percibirse como propietarios de la tierra. “Nuestra política con respecto a Haití es clara –declaró ante el Congreso–: nunca podremos reconocer su independencia”.
Durante el resto del siglo XIX, distintas empresas manejaron desde Estados Unidos su economía, pero en 1914 decidieron controlarlo todo: ese año –por pedido explícito de los banqueros de Wall Street– desembarcaron tropas en Puerto Príncipe, retiraron fondos del Banco Nacional a punta de fusil, derrocaron al Presidente e impusieron gobernantes títeres por los 19 años subsiguientes. El entonces secretario de Estado, Robert Lansing, caracterizó la ocupación como “una misión civilizadora para acabar con la anarquía, el salvajismo y la opresión”. Para justificar la represión brutal ejercida desde 1914, explicó que “la raza africana carece de toda capacidad de organización política”. Para “ordenar la economía” se apeló al plan ideado por el banquero Roger Farnham, quien se encargó de modificar el sistema financiero haitiano, otorgando exenciones fiscales únicamente a las empresas estadounidenses y garantizando el pago de la deuda externa a Wall Street.
La resistencia de los haitianos, generada desde el inicio de la invasión en 1914, llevó a las autoridades militares estadounidenses a incrementar la represión y recuperar una institución cuasi feudal conocida como la corvée. El modelo consistía en la obligación de trabajar sin remuneración lejos de su residencia, situación que provocó revueltas que terminaron en todos los casos con campesinos asesinados por las fuerzas policiales locales, comandadas por los ocupantes. Dado que las leyes impedían a los extranjeros la compra de tierras, Washington modificó la legislación haitiana en 1917. Como los legisladores se negaron a aprobar esa reforma, el general Smedley Butler ingresó a punta de pistola en la Asamblea Nacional, detuvo a los parlamentarios e impuso una nueva Constitución escrita de puño y letra por quien años más tarde sería Presidente, Franklin Roosevelt.
Gracias a la extranjerización de la tierra, las empresas estadounidenses alquilaron sus posesiones a los haitianos y/o los emplearon con sueldos miserables: la Haitian-American Sugar Company informaba en sus balances que abonaba 20 centavos por un día de trabajo en Haití, 1,75 dólares en Cuba y 7 dólares dentro de Estados Unidos. La historiadora haitiana Suzy Castor puntualiza en sus investigaciones que las mujeres y los niños cobraban en su país 10 centavos al día. Para 1920, el National City Bank (hoy Citibank) había comprado todas las acciones del Banco Nacional por 1,4 millones de dólares y se decidió a tramitar endeudamiento externo que los haitianos se encargaron de saldar en aproximadamente 30 años, no sin antes volver a endeudarse con Wall Street.
“Yo ayudé a que Haití y Cuba fueran un lugar decente para que los chicos del National City Bank recolectaran ganancias”, escribió en 1935 el mayor general Smedley Butler, líder de la fuerza militar estadounidense de ocupación en Haití. Los banqueros del City declararon en 1932 –ante la Comisión de Finanzas del Senado– que obtuvieron los máximos márgenes de ganancias durante la década de 1920, gracias a la deuda que controlaba en Haití, motivo suficiente para apoyar las dictaduras sangrientas de François Duvalier y su hijo Jean-Claude durante las décadas posteriores.
Democracia de intereses
Otro de los mandatarios que decidió no concurrir a la Cumbre fue el Presidente guatemalteco, Alejandro Giammattei, en protesta por la injerencia estadounidense en la Justicia de su país. El jefe de gobierno centroamericano decidió confirmar a la fiscal general Consuelo Porras, a pesar de los pedidos de Washington para que se la desplazara. Porras realizó una investigación sobre un acuerdo comercial realizado con empresarios rusos, en la que no dictaminó situaciones delictivas. Eso alcanzó para que el Departamento de Justicia estadounidense la considerara una funcionaria digna de integrar la Lista Engel, en la cual se inscribe a los ciudadanos “antidemocráticos y corruptos”.
En 2019 Mario Vargas Llosa publicó la novela histórica Tiempos recios, en la que relata los antecedentes del golpe militar de 1954, en Guatemala, contra el gobierno de Jacobo Árbenz. Pese a su histórico posicionamiento liberal, alineado a la visión neocolonial de Washington, su prosa lo traiciona: describe con meticulosidad una de las más implacables manifestaciones de manipulación política, operada por funcionarios estadounidenses para impedir el desarrollo de los guatemaltecos, partiendo de la reforma agraria.
El pretexto utilizado por el gobierno de Dwight Eisenhower para promover la invasión del coronel Carlos Castillo Armas –avalado también por su vecino Anastasio Somoza– fue la incautación de los libros contables de la United Fruit Company (UFCO). El entonces secretario de Estado, John Foster Dulles, accionista de la UFCO, vio peligrar sus inversiones y acusó a Jacobo Árbenz de ser un agente comunista secreto luego de la promulgación del decreto 900, que incluía medidas similares a las impulsadas por Abraham Lincoln en el siglo XIX.
El 19 de febrero de 1954, la CIA inició en Nicaragua la Operación WASHTUB, una farsa destinada a revelar la existencia de aparatología bélica soviética escondida en territorio nicaragüense y guatemalteco. Esa falsedad difundida en forma coordinada y presurosa por los grandes medios de comunicación alineados con Washington prologa la conformación de un milicia –la Cruzada Liberacionista– entrenada y armada por el director de la CIA en Centroamérica, Juan Córdova Cerna, y liderada militarmente por el coronel Castillo Armas, hasta ese momento exilado en Honduras. El director de la CIA para ese momento era otro de los grandes accionistas de la UFCO, Allen Dulles, hermano del Secretario de Estado. Durante los meses previos a la invasión, John Foster Dulles había solicitado en la X Conferencia de Cancilleres de la OEA, que se llevó a cabo en Caracas, una acción política conjunta contra Árbenz “ante el indudable peligro del comunismo ingresando en la región”.
En la última semana muchos legisladores estadounidenses se prodigaron en críticas contra el mandatario mexicano, quien exigió respeto para los latinoamericanos y caribeños, al tiempo que exigió una nueva institucionalidad regional que supere el fracaso de quienes han sido cómplices de dictaduras, crímenes y latrocinios económico-financieros. La invasión en Haití se llevó a cabo en una época en la que no existía aún la OEA, razón por la cual no tuvo un protagonismo relevante la justificación de la depredación instituida durante más de un siglo por Washington.
Cuando las críticas arreciaban contra AMLO, por defender mayores niveles de autonomía de la región respecto a Estados Unidos, el Presidente mexicano les recomendó la escucha de un tema musical de Los Tigres del Norte: Somos más americanos. En una de sus estrofas consigna: “Yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó”.