Por Carlos Gutiérrez
En 19/10/2022
En 19/10/2022
En los tiempos que corren, quienes habitan el planeta, tal vez consumidos en su mayoría por la confusión o tal vez por conformismo, han dejado a un lado los sueños de revolución que movilizaron a millones de seres humanos, por lo menos hasta finales de la década de los años 80 del siglo XX.
Esa utopía de una sociedad ‘otra’ al capitalismo dio paso al más crudo reformismo, ese pensar y actuar político, confrontado en otras épocas en todos los planos, despreciado, denunciado, señalado con un inri que no dejaba dudas sobre su inconveniencia e improcedencia.
Eran otros tiempos. Lo corriente hoy día es que un propósito de revolución sea mal visto y el espacio quede libre para “lo único posible”: el reformismo. Es el reino del pragmatismo. Lo posible, nada más, es el propósito de diversos proyectos políticos que dicen, unos y otros, abrazar sueños de cambio.
Este tiempo de lo pragmático está presente en Colombia, por lo menos desde comienzos de la década de los 90, cuando la crisis del socialismo real arrasó con la utopía y cuando la negociación de paz dio sus primeros frutos en el país. Desde entonces, el propósito de ser gobierno por la vía electoral fue copando la agenda social. Treinta años después, produjo su máximo resultado en el orden nacional, pues antes solo habían sido municipales o departamentales.
Un inquilino no tradicional de la Casa d Nariño es su resultado. Gustavo Petro, hijo de aquel proceso de negociación y desmovilización de la insurgencia firmado con Virgilio Barco, llaves en mano de su nuevo aposento, ofrece una gestión de gobierno que no pretende dejar atrás el capitalismo y, por el contrario, pretende desarrollarlo. Toda una paradoja: un reformismo que, como tal, no toca lo estructural. Y para hacer realidad el proyecto político, se proponen y se concretan acuerdos de gobernabilidad con las fuerzas del establecimiento, negadas por siglos a cualquier cambio. Parece un contrasentido pero así es el reformismo de estos tiempos, cruzado por cálculos finos que, a la vista de legos en lides políticas –la mayoría de la población–, parecen dibujar un juego de “los mismos con las mismas” y, por tanto, dando paso a una sensación que se puede traducir como “reformar para que todo siga igual”.
Pero no sucede solo acá. El rey de este juego de equilibrios en nuestra región parece ser Luis Ignacio Lula, expresidente brasileño y hoy en campaña por un nuevo período al frente de su país y cuya votación tiene el 2 de octubre como fecha –el 30 del mismo mes en caso de ser necesaria una segunda vuelta.
En ese juego de matemáticas electorales en el que todo voto suma –muchas veces sin importar el impacto sobre ética, moral, dignidad y politización–, en una maniobra que sorprende a estudiosos de la política brasileña, a la par que al activismo en general, el otrora líder sindical de los metalúrgicos seleccionó y pactó con Geraldo Alckmin la fórmula vicepresidencial.
La historia de este otro dirigente político de Brasil, y el hecho del acuerdo suscrito, tiende una espesa neblina sobre el real significado y las posibilidades que hoy resumen el propósito reformista que en otras épocas, sin concitar confrontaciones estructurales, sí conmocionaba a una parte del establecimiento con las medidas económicas y sociales que lideraba, ejemplo de lo cual reposa en la socialdemocracia de los años 20 y 30 del siglo XX.
Geraldo encabezó su liderazgo dentro del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (Psdb), hasta 2018 la principal fuerza conservadora del gigante suramericano, y a nombre de esa colectividad llegó a gobernar el estado de Sao Paulo, cuya capital, de igual nombre, es la más populosa del país y de Latinoamérica. Entre este partido y el de los Trabajadores de Lula destelló por décadas una intensa lucha en medio de la cual el tradicional poder brasileño logró reacomodarse luego de la dictadura superada en 1985, y de la destitución de Color de Mello en 1992, que había dejado golpeada a la tradición, en cuyo proceso el Psdb fue factor clave para la imposición y el desarrollo en su país del neoliberalismo.
De las entrañas de este partido salió Fernando Henrique Cardoso, quien venció a Lula en las elecciones presidenciales de 1994, Presidente reelegido en el 98. Toda esa década y hasta el 2018 la disputa entre ambos partidos fue la nota predominante que copó la agenda política de aquel país, disputa solo rota por el ascenso y elección como presidente de Bolsonaro, liderazgo que logró rearticular a la derecha.
En esa disputa, Alckmen enfrentó a Lula en su reelección (2006) y su partido lideró el golpe contra Dilma Rousseff (2016), al tiempo que brindó su brazo para la operación Lava Jata, el proceso judicial que llevó y mantuvo en la cárcel a Lula a lo largo de 19 meses y tres semanas.
En unión con Michel Temer, cerebro del golpe contra Dilma y con cuya formación política (el Partido del Movimiento Democrático Brasileño) el PT había concretado alianzas, el partido de Geraldo conspiró para bloquear el regreso de Lula a la Presidencia. Previamente, lo enfrentó de nuevo en 2018 en unas elecciones en las que el ahora vice del histórico dirigente del PT no sumó ni el 5 por ciento de los sufragios. Liquidado políticamente, dejó su nave para refugiarse en el Partido Socialista Brasileño, formación que dice ser de centroizquierda.
Según los cálculos de Lula, la maniobra con la que concretó la alianza con su histórico contradictor le permitirá encauzar el debate político hacia la dupla democracia/neofascismo y no democracia/neoliberalismo, que parece ser el campo pretendido por Bolsonaro. Se trata de un giro pragmático, común en los actuales movimientos progresistas, alimentado por la lógica del “no hay alternativa”, que acuñara Margaret Thatcher en la década de los 80, que no solo les quita filo a las propuestas de cambio sino que además abre campo para optar por compañeros ideales de viaje a quienes han ejercido tradicionalmente como miembros, soportes y defensores irreducibles del sistema formal.
En todo caso, esta historia es semejante a la conocida en Colombia con el acuerdo por gobernabilidad logrado por el nuevo gobierno con el Partido Liberal, la escisión del mismo conocida como Partido de la U, así como con el otro partido de la tradición hegemónica nacional, el Conservador.
Como es sabido, de la mano del hoy presidente del Partido Liberal, el neoliberalismo tomó forma en el país, cuyos costos sociales y humanos aún hoy padecen con todo rigor millones de connacionales. El Conservador nunca ha sido ajeno a la cascada de medidas que concretaron privatizaciones de bienes públicos fundamentales, ni a la agenda de guerra que ganó fuelle a lo largo de los dos períodos presidenciales de Uribe. Bajo las alas de estos partidos se refugiaron y actuaron decenas de “señores de la guerra”, dejando al país sembrado de cadáveres, desplazados y despojados de sus bienes más preciados, la tierra como el fundamental.
Denunciados unos y otros por Gustavo Petro y las fuerzas políticas que ha integrado en las dos últimas décadas, por el efecto real de sus agendas políticas, económicas, sociales y de Derechos Humanos, hoy gozan de la tabla rasa que manda el pragmatismo reformista, en boga por doquier, en cuyos hombros descansa la gobernabilidad.
Ironía y asombro. ¿Es posible que una agenda reformista, que vaya más allá de lo superficial, tome curso en el lapso 2022-26? ¿Será factible que los mismos voceros políticos de las fuerzas económicas que han llevado a que Colombia sea uno de los países más desiguales del continente y del mundo procedan como cirujanos del carcomido cuerpo económico, financiero y agrario del país?
La dificultad de este escenario permite pensar que, contrario a un reformismo cuestionador de la actual realidad colombiana, lo que termine liderando y concretando el hoy jefe de Estado sea un reformismo conservador, es decir, un proceso de medidas legislativas dirigido a lo que él mismo ha denominado desarrollo del capitalismo, con acciones como la ampliación de la frontera agrícola y la concreción del sueño de Juan Manuel Santos de colonizar la altillanura con agricultura industrial (algo en contravía de la agenda ambiental y por la vida tan reiterada por Petro); la industrialización del turismo, llevándolo a fuente principal de divisas para el país; la renovación en sus formas y apariencias del Legislativo, y con ella de la casta política; la concreción de una mínima agenda en pro de la reindustrialización nacional, de la mano del capital que hoy monopoliza todos los sectores de la economía nacional, y el liderazgo regional en procura de una agenda integradora que tiene como soporte mercado y comercio, no mucho más.
La dificultad en este último aspecto es que el presidente colombiano no contará con el músculo financiero para darle potencia a su liderazgo regional, algo con lo que sí contó Lula en sus dos gobiernos, como también Hugo Chávez, bajo cuya sombra y la financiación de su país avanzó en algo el reencuentro de un territorio que debiera dejar atrás sus fronteras, una dificultad mayor si se toma en cuenta que la realidad que marca la geopolítica actual no es propicia para ‘independencias’ alcanzadas desde lo convencional.
Es una realidad que no puede desconocerse ni superarse por simple deseo o voluntad. En los días que corren, por primera vez en los últimos cien años, somos testigos de una disputa consistente a la hegemonía del mundo anglosajón, no solo en el campo militar sino asimismo en el dominio de los espacios del mercado, que ha llevado a que, pese a la creciente influencia china en los balances comerciales de los países latinoamericanos, las alineaciones políticas con los Estados Unidos sean una exigencia perentoria en las organizaciones multilaterales. Las “sanciones económicas” son cuchillas de guillotina balanceadas sin cesar sobre los cuellos de los gobiernos y que amenazan con caer ante el menor disenso.
Los vientos económicos tampoco son propicios. La necesidad de relocalizar ciertas producciones al interior de las fronteras, por razones de seguridad, tendrá peso importante en la agenda de los contendientes en la arena global, lo que llevará a previsibles alzas en los precios de bienes, algunos de obligado consumo en la era tecnológica. Igualmente, el incremento de las tasas de interés que encarece el servicio de la deuda de individuos, empresas y países, obliga a pronosticar una desmejora en la calidad de vida que anticipa movilizaciones y conflictos en la calle.
Esa utopía de una sociedad ‘otra’ al capitalismo dio paso al más crudo reformismo, ese pensar y actuar político, confrontado en otras épocas en todos los planos, despreciado, denunciado, señalado con un inri que no dejaba dudas sobre su inconveniencia e improcedencia.
Eran otros tiempos. Lo corriente hoy día es que un propósito de revolución sea mal visto y el espacio quede libre para “lo único posible”: el reformismo. Es el reino del pragmatismo. Lo posible, nada más, es el propósito de diversos proyectos políticos que dicen, unos y otros, abrazar sueños de cambio.
Este tiempo de lo pragmático está presente en Colombia, por lo menos desde comienzos de la década de los 90, cuando la crisis del socialismo real arrasó con la utopía y cuando la negociación de paz dio sus primeros frutos en el país. Desde entonces, el propósito de ser gobierno por la vía electoral fue copando la agenda social. Treinta años después, produjo su máximo resultado en el orden nacional, pues antes solo habían sido municipales o departamentales.
Un inquilino no tradicional de la Casa d Nariño es su resultado. Gustavo Petro, hijo de aquel proceso de negociación y desmovilización de la insurgencia firmado con Virgilio Barco, llaves en mano de su nuevo aposento, ofrece una gestión de gobierno que no pretende dejar atrás el capitalismo y, por el contrario, pretende desarrollarlo. Toda una paradoja: un reformismo que, como tal, no toca lo estructural. Y para hacer realidad el proyecto político, se proponen y se concretan acuerdos de gobernabilidad con las fuerzas del establecimiento, negadas por siglos a cualquier cambio. Parece un contrasentido pero así es el reformismo de estos tiempos, cruzado por cálculos finos que, a la vista de legos en lides políticas –la mayoría de la población–, parecen dibujar un juego de “los mismos con las mismas” y, por tanto, dando paso a una sensación que se puede traducir como “reformar para que todo siga igual”.
Pero no sucede solo acá. El rey de este juego de equilibrios en nuestra región parece ser Luis Ignacio Lula, expresidente brasileño y hoy en campaña por un nuevo período al frente de su país y cuya votación tiene el 2 de octubre como fecha –el 30 del mismo mes en caso de ser necesaria una segunda vuelta.
En ese juego de matemáticas electorales en el que todo voto suma –muchas veces sin importar el impacto sobre ética, moral, dignidad y politización–, en una maniobra que sorprende a estudiosos de la política brasileña, a la par que al activismo en general, el otrora líder sindical de los metalúrgicos seleccionó y pactó con Geraldo Alckmin la fórmula vicepresidencial.
La historia de este otro dirigente político de Brasil, y el hecho del acuerdo suscrito, tiende una espesa neblina sobre el real significado y las posibilidades que hoy resumen el propósito reformista que en otras épocas, sin concitar confrontaciones estructurales, sí conmocionaba a una parte del establecimiento con las medidas económicas y sociales que lideraba, ejemplo de lo cual reposa en la socialdemocracia de los años 20 y 30 del siglo XX.
Geraldo encabezó su liderazgo dentro del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (Psdb), hasta 2018 la principal fuerza conservadora del gigante suramericano, y a nombre de esa colectividad llegó a gobernar el estado de Sao Paulo, cuya capital, de igual nombre, es la más populosa del país y de Latinoamérica. Entre este partido y el de los Trabajadores de Lula destelló por décadas una intensa lucha en medio de la cual el tradicional poder brasileño logró reacomodarse luego de la dictadura superada en 1985, y de la destitución de Color de Mello en 1992, que había dejado golpeada a la tradición, en cuyo proceso el Psdb fue factor clave para la imposición y el desarrollo en su país del neoliberalismo.
De las entrañas de este partido salió Fernando Henrique Cardoso, quien venció a Lula en las elecciones presidenciales de 1994, Presidente reelegido en el 98. Toda esa década y hasta el 2018 la disputa entre ambos partidos fue la nota predominante que copó la agenda política de aquel país, disputa solo rota por el ascenso y elección como presidente de Bolsonaro, liderazgo que logró rearticular a la derecha.
En esa disputa, Alckmen enfrentó a Lula en su reelección (2006) y su partido lideró el golpe contra Dilma Rousseff (2016), al tiempo que brindó su brazo para la operación Lava Jata, el proceso judicial que llevó y mantuvo en la cárcel a Lula a lo largo de 19 meses y tres semanas.
En unión con Michel Temer, cerebro del golpe contra Dilma y con cuya formación política (el Partido del Movimiento Democrático Brasileño) el PT había concretado alianzas, el partido de Geraldo conspiró para bloquear el regreso de Lula a la Presidencia. Previamente, lo enfrentó de nuevo en 2018 en unas elecciones en las que el ahora vice del histórico dirigente del PT no sumó ni el 5 por ciento de los sufragios. Liquidado políticamente, dejó su nave para refugiarse en el Partido Socialista Brasileño, formación que dice ser de centroizquierda.
Según los cálculos de Lula, la maniobra con la que concretó la alianza con su histórico contradictor le permitirá encauzar el debate político hacia la dupla democracia/neofascismo y no democracia/neoliberalismo, que parece ser el campo pretendido por Bolsonaro. Se trata de un giro pragmático, común en los actuales movimientos progresistas, alimentado por la lógica del “no hay alternativa”, que acuñara Margaret Thatcher en la década de los 80, que no solo les quita filo a las propuestas de cambio sino que además abre campo para optar por compañeros ideales de viaje a quienes han ejercido tradicionalmente como miembros, soportes y defensores irreducibles del sistema formal.
En todo caso, esta historia es semejante a la conocida en Colombia con el acuerdo por gobernabilidad logrado por el nuevo gobierno con el Partido Liberal, la escisión del mismo conocida como Partido de la U, así como con el otro partido de la tradición hegemónica nacional, el Conservador.
Como es sabido, de la mano del hoy presidente del Partido Liberal, el neoliberalismo tomó forma en el país, cuyos costos sociales y humanos aún hoy padecen con todo rigor millones de connacionales. El Conservador nunca ha sido ajeno a la cascada de medidas que concretaron privatizaciones de bienes públicos fundamentales, ni a la agenda de guerra que ganó fuelle a lo largo de los dos períodos presidenciales de Uribe. Bajo las alas de estos partidos se refugiaron y actuaron decenas de “señores de la guerra”, dejando al país sembrado de cadáveres, desplazados y despojados de sus bienes más preciados, la tierra como el fundamental.
Denunciados unos y otros por Gustavo Petro y las fuerzas políticas que ha integrado en las dos últimas décadas, por el efecto real de sus agendas políticas, económicas, sociales y de Derechos Humanos, hoy gozan de la tabla rasa que manda el pragmatismo reformista, en boga por doquier, en cuyos hombros descansa la gobernabilidad.
Ironía y asombro. ¿Es posible que una agenda reformista, que vaya más allá de lo superficial, tome curso en el lapso 2022-26? ¿Será factible que los mismos voceros políticos de las fuerzas económicas que han llevado a que Colombia sea uno de los países más desiguales del continente y del mundo procedan como cirujanos del carcomido cuerpo económico, financiero y agrario del país?
La dificultad de este escenario permite pensar que, contrario a un reformismo cuestionador de la actual realidad colombiana, lo que termine liderando y concretando el hoy jefe de Estado sea un reformismo conservador, es decir, un proceso de medidas legislativas dirigido a lo que él mismo ha denominado desarrollo del capitalismo, con acciones como la ampliación de la frontera agrícola y la concreción del sueño de Juan Manuel Santos de colonizar la altillanura con agricultura industrial (algo en contravía de la agenda ambiental y por la vida tan reiterada por Petro); la industrialización del turismo, llevándolo a fuente principal de divisas para el país; la renovación en sus formas y apariencias del Legislativo, y con ella de la casta política; la concreción de una mínima agenda en pro de la reindustrialización nacional, de la mano del capital que hoy monopoliza todos los sectores de la economía nacional, y el liderazgo regional en procura de una agenda integradora que tiene como soporte mercado y comercio, no mucho más.
La dificultad en este último aspecto es que el presidente colombiano no contará con el músculo financiero para darle potencia a su liderazgo regional, algo con lo que sí contó Lula en sus dos gobiernos, como también Hugo Chávez, bajo cuya sombra y la financiación de su país avanzó en algo el reencuentro de un territorio que debiera dejar atrás sus fronteras, una dificultad mayor si se toma en cuenta que la realidad que marca la geopolítica actual no es propicia para ‘independencias’ alcanzadas desde lo convencional.
Es una realidad que no puede desconocerse ni superarse por simple deseo o voluntad. En los días que corren, por primera vez en los últimos cien años, somos testigos de una disputa consistente a la hegemonía del mundo anglosajón, no solo en el campo militar sino asimismo en el dominio de los espacios del mercado, que ha llevado a que, pese a la creciente influencia china en los balances comerciales de los países latinoamericanos, las alineaciones políticas con los Estados Unidos sean una exigencia perentoria en las organizaciones multilaterales. Las “sanciones económicas” son cuchillas de guillotina balanceadas sin cesar sobre los cuellos de los gobiernos y que amenazan con caer ante el menor disenso.
Los vientos económicos tampoco son propicios. La necesidad de relocalizar ciertas producciones al interior de las fronteras, por razones de seguridad, tendrá peso importante en la agenda de los contendientes en la arena global, lo que llevará a previsibles alzas en los precios de bienes, algunos de obligado consumo en la era tecnológica. Igualmente, el incremento de las tasas de interés que encarece el servicio de la deuda de individuos, empresas y países, obliga a pronosticar una desmejora en la calidad de vida que anticipa movilizaciones y conflictos en la calle.
Asistimos, por tanto, a una realidad que lleva a que los gobiernos progresistas tengan que administrar un escenario turbulento, con resultados poco halagüeños, realidad que los medios masivos de comunicación aprovecharán para señalarlos como culpables de desastres y reos de mala administración. De ahí que la amenaza de un aumento del desprestigio de las ideas que buscan un mundo más simétrico lleve al riesgo de profundizarse, aplazando así, aún más, el comienzo de una reconstrucción real de las relaciones de los humanos con la naturaleza y de ellos entre sí. Además, el desencanto abre las puertas al desmonte de lo conseguido en los intervalos en que algunos gobiernos han esgrimido sinceramente el deseo de cambiar, por lo menos, las situaciones más gruesas de las inequidades.
Tales concepciones, pretensiones, dificultades y limitantes reales nos permiten recordar que limpiar, despejar, poner la casa en orden, es uno de los mayores logros de algunos progresismos en nuestra región. Más allá de esto, una vez realizado, y reconstruidas las fuerzas de la tradición a su sombra, abre el camino político y social para que retomen la conducción de la administración pública.
Paradoja y mofa: ¿Será esta la síntesis por evaluar llegado el 7 de agosto de 2026? ¿O, con el aval presidencial o sin él, las fuerzas sociales, hoy congeladas en cálculos por no afectar la gestión del nuevo gobierno, retomarán la agenda liderada por el Comité nacional de paro y con escarcha desde el año pasado? Incluso, si las fuerzas sociales no se deshacen del hielo que las tulle, ¿será que la inconformidad de sus votantes y otros más, sin organización o con ella, sea el factor que reclame un reformismo efectivo y lo emplace por su concreción?
Estos escenarios y otros más están en juego, y el tiempo dirá cuál se impondrá.
*Director de Le monde diplomatique, edición Colombia. Editorialista de Desdeabajo.com