Por Rafael Cuevas Molina
En 25/08/2023
El sociólogo guatemaltecos Edelberto Torres escribió, no sin una nota de decepción, que las democracias que habían resultado en Centroamérica de los acuerdos de paz y los ánimos de pacificación de la década de los 80 y 90 del siglo XX, eran unas democracias malas, en el sentido que no solo eran insuficientes de acuerdo a los parámetros que establece la democracia liberal, sino que estaban siendo cooptadas por los conservadores tradicionales que han prevalecido en la región a través de toda su historia, y otros grupos nuevos que arribaban de la mano de las mafias vinculadas al narcotráfico, la trata de personas y los negocios oscuros a la sombra del Estado.
La socióloga argentina Laura Sala les llama democracias instrumentales, porque están armadas a la medida de las necesidades de estos grupos que no tienen empacho en traspasar las líneas rojas de la democracia liberal, como los preceptos constitucionales, que se vuelven papel mojado cuando así lo requieren los intereses de quienes ostentan el poder.
En 1996, cuando se firmó el último acuerdo de paz de la región, que había pasado más de treinta años en enfrentamientos que la habían desangrado y devastado, había un espíritu de optimismo que poco a poco se fue esfumando para terminar en lo que tenemos hoy, gobiernos cada vez más autoritarios, incluso en Costa Rica, que durante años fue el trapito de dominguear de la región, con indicadores que la hacían brillar como la excepción en una región que parecía destinada a reproducir el círculo de nunca acabar de dictaduras, represión y corrupción bananera.
Pareciera una plaga que se extiende como una mancha de contaminación en el océano y que cada vez deja menos espacio para una visión optimista. Lo que sí está claro es que la gente está cansada de la corrupción, la creciente violencia y la falta de empleo digno, y busca, casi a tientas, salidas que rompan con el círculo vicioso que la mantiene sin horizonte.
En El Salvador, la elección de Nayib Bukele y sus altos niveles de aceptación son eso, un grito de desesperación ante un clima de violencia insoportable que hacía de la vida cotidiana un infierno. En Guatemala, la cooptación de los distintos poderes del Estado por el Pacto de Corruptos tiene cada vez más jueces, fiscales y políticos en el exilio, y a una ciudadanía buscando alternativas en un partido al que no se le avizoraban mayores posibilidades hasta el momento del conteo de votos y que ahora está siendo perseguido implacablemente.
En Nicaragua, las consecuencias de los acontecimientos de abril de 2018 han llevado a una contraofensiva gubernamental que no deja títere con cabeza entre los medios de comunicación, organizaciones sociales e iglesias opositores. Y, en Costa Rica, la presidencia de Rodrigo Chaves se muestra cada vez más autoritaria ante el aplauso de quienes ven en los políticos tradicionales la personificación de los negociados corruptos, y en él por lo menos a alguien que, como ellos, despotrica y dice estar al margen.
Las actuales democracias malas de Centroamérica son el resultado no solo de su tradicional historia de autoritarismo sino, también, de cuarenta años de un modelo de desarrollo que ha acrecentado las desigualdades que son el caldo de cultivo para el deterioro generalizado que prevalece en la vida de la mayoría de la gente. De ellas no es extraño que brote la violencia como camino al que se es orillado ante la falta de oportunidades.
Centroamérica es territorio de pobreza y violencia en medio de una naturaleza privilegiada que alberga más de 4% de la diversidad del mundo y una ubicación geográfica envidiable entre los dos océanos más grandes de la Tierra, pero no logrará salir adelante y hacer fructificar tales condiciones excepcionales mientras sigan prevaleciendo camarillas que no tienen empacho en usar cualquier medio con tal de hacer prevalecer sus intereses.
La democracia que resulta del predominio de estos grupos no puede ser sino mala, remedo de lo que debería ser para ofrecer condiciones de vida digna.
Instituto de Estudios Latinoamericanos – IELA
La socióloga argentina Laura Sala les llama democracias instrumentales, porque están armadas a la medida de las necesidades de estos grupos que no tienen empacho en traspasar las líneas rojas de la democracia liberal, como los preceptos constitucionales, que se vuelven papel mojado cuando así lo requieren los intereses de quienes ostentan el poder.
En 1996, cuando se firmó el último acuerdo de paz de la región, que había pasado más de treinta años en enfrentamientos que la habían desangrado y devastado, había un espíritu de optimismo que poco a poco se fue esfumando para terminar en lo que tenemos hoy, gobiernos cada vez más autoritarios, incluso en Costa Rica, que durante años fue el trapito de dominguear de la región, con indicadores que la hacían brillar como la excepción en una región que parecía destinada a reproducir el círculo de nunca acabar de dictaduras, represión y corrupción bananera.
Pareciera una plaga que se extiende como una mancha de contaminación en el océano y que cada vez deja menos espacio para una visión optimista. Lo que sí está claro es que la gente está cansada de la corrupción, la creciente violencia y la falta de empleo digno, y busca, casi a tientas, salidas que rompan con el círculo vicioso que la mantiene sin horizonte.
En El Salvador, la elección de Nayib Bukele y sus altos niveles de aceptación son eso, un grito de desesperación ante un clima de violencia insoportable que hacía de la vida cotidiana un infierno. En Guatemala, la cooptación de los distintos poderes del Estado por el Pacto de Corruptos tiene cada vez más jueces, fiscales y políticos en el exilio, y a una ciudadanía buscando alternativas en un partido al que no se le avizoraban mayores posibilidades hasta el momento del conteo de votos y que ahora está siendo perseguido implacablemente.
En Nicaragua, las consecuencias de los acontecimientos de abril de 2018 han llevado a una contraofensiva gubernamental que no deja títere con cabeza entre los medios de comunicación, organizaciones sociales e iglesias opositores. Y, en Costa Rica, la presidencia de Rodrigo Chaves se muestra cada vez más autoritaria ante el aplauso de quienes ven en los políticos tradicionales la personificación de los negociados corruptos, y en él por lo menos a alguien que, como ellos, despotrica y dice estar al margen.
Las actuales democracias malas de Centroamérica son el resultado no solo de su tradicional historia de autoritarismo sino, también, de cuarenta años de un modelo de desarrollo que ha acrecentado las desigualdades que son el caldo de cultivo para el deterioro generalizado que prevalece en la vida de la mayoría de la gente. De ellas no es extraño que brote la violencia como camino al que se es orillado ante la falta de oportunidades.
Centroamérica es territorio de pobreza y violencia en medio de una naturaleza privilegiada que alberga más de 4% de la diversidad del mundo y una ubicación geográfica envidiable entre los dos océanos más grandes de la Tierra, pero no logrará salir adelante y hacer fructificar tales condiciones excepcionales mientras sigan prevaleciendo camarillas que no tienen empacho en usar cualquier medio con tal de hacer prevalecer sus intereses.
La democracia que resulta del predominio de estos grupos no puede ser sino mala, remedo de lo que debería ser para ofrecer condiciones de vida digna.
Instituto de Estudios Latinoamericanos – IELA