Por Paul Walder
Sebastián Piñera, obsesionado con el crecimiento económico y la profundización del imaginario neoliberal, sacó de la manga un proyecto de reforma tributaria a escasos años del implementado por el gobierno anterior. En rigor, es el inicio del desmantelamiento por el lado de la economía de algunos, aun cuando pequeños, pasos dados por Michelle Bachelet para frenar la aplanadora liberal y mercantilista. Si el gobierno anterior subió los impuestos, Piñera propone bajarlos, aunque sólo los anuncie para la pequeña y mediana empresa y las clases medias, eufemismo utilizado para a la postre favorecer al capital.
La reforma, junto a las 13 medidas anunciadas la noche del martes, no contiene ni sustenta novedad. Una serie de herramientas para beneficiar a las empresas, en especial a las grandes si consideramos los rasgos monopólicos y de alta concentración de los mercados que sufre la economía chilena. Una rebaja tributaria a costa de la población que en el ideario liberal permitiría más inversión y crecimiento, con el efecto, siempre hipotético, de creación de empleos. Un fardo de medidas que, a todas luces, volverá a beneficiar a las grandes corporaciones con mayores ingresos y acumulación de la riqueza.
El modelo neoliberal extremo, como el aplicado en Chile, sólo tiene futuro en la continuación de su proceso de concentración y apropiación por despojo, como ha denunciado tantas veces el geógrafo de David Harvey. Despojo por vía de la sobreexplotación de los recursos naturales y del trabajo. Un camino que ha configurado una de las sociedades más desiguales del mundo no sólo medida por los ingresos, sino por calidades de vida, educación, cultura.
Hoy, con 28 años de capitalismo a ultranza y unas instituciones lábiles creadas e instaladas a la medida y placer de las grandes corporaciones, las cifras de la distribución de la riqueza logran nuevas marcas, como las difundidas este martes por la encuesta Casen. Chile es hoy el país de la OCDE con los peores niveles de equidad, sólo superado por aquel estado fallido que es hoy México tras también varias décadas de políticas neoliberales y corrupción desatada.
Como hace alarde este gobierno y también otros anteriores, Chile ha logrado multiplicar su Producto Interno Bruto (PIB) desde 1990 a la fecha. Si entonces su producto sumaba escasos 33 mil millones dólares anuales, el 2017 marcó casi 330 mil millones. Un crecimiento acumulado que puso a la economía chilena entre los más atractivos indicadores para inversionistas locales y extranjeros durante varias décadas y lanzó al estrellato interno y regional a no pocos grupos económicos chilenos.
Este suculento pastel, bien sabemos, está repartido de otro modo. El último informe de la OCDE sobre distribución del ingreso para sus países miembros ubicó a Chile en el peor lugar según el coeficiente Gini. Con un 0,45 (uno es inequidad total), comparte el ominoso peor lugar junto a México. Dos economías entregadas a libre albedrío de las grandes corporaciones, que las colocan como parias ante una organización cuyos miembros comparten otra realidad distributiva. Para comparar podemos citar a Alemania, con un índice Gini de 0,28, Austria 0,27, Portugal 0,33, España 0,34, Francia 0,29. Entre economías no europeas de la OCDE hallamos que Estados Unidos tiene un Gini de 0,39 y Japón un 0,33, Israel 0,36 y Corea del Sur 0,30.
Piñera y su gobierno han vuelto a amplificar, tal como también hicieron no pocos gobiernos de la transición, las bondades del libre mercado como único fin y principio rector no sólo de la economía, sino de la vida social. En estas semanas y meses hemos observado una estrategia comunicacional que coloca como bien en sí mismo el crecimiento del PIB, fenómeno que, bien sabemos, sólo fluye hacia el gran embudo de las corporaciones y monopolios.
La sobrevaloración del mercado, elevado a la categoría de realidad natural, tiene sus consecuencias directas en la política, en la apatía ciudadana, en la creación del sujeto apolítico cual súbdito de esta realidad mercantil. La entrega de todas las actividades a las corporaciones, núcleo de la doctrina neoliberal, ha significado el retroceso, la inhibición del aparato público y la reducción de facultades de los gobiernos, cuya acción se limita a simple administrador de la normativa del mercado. En esta escena, con un sujeto funcional a las instituciones, aquellos que votaron por Piñera, los cambios de administradores son irrelevantes. Sólo busca, como individuos aislados y competitivos, el bienestar personal. Es el familista amoral de Banfield.
El peso del mercado como realidad natural, como única escena para la política y la vida social, es también una camisa de fuerza para los gobiernos. La consolidación y concentración del poder, de todo el poder, en las manos de unas pocas corporaciones y sus accionistas controladores, impide, también como una fuerza natural, cualquier posibilidad de cambio dentro del acotado escenario mercantil. El caso de las reducidas reformas del gobierno pasado es un ejemplo palmario de estas limitaciones. El modelo es una jaula institucional, una prisión invisible, que ejerce sus insoportables fuerzas gravitatorias e impide cualquier atisbo de transformación. Un poder detentado y operado a través de múltiples caras, que van desde los medios de comunicación privados y cooptados por el mercado a extremos como la compra directa o indirecta de políticos.
La conciencia del sujeto neoliberal y amoral está en el mercado. Bajo este nivel de reflexión, sin duda falso y limitado, podemos observar el accionar del nuevo individuo que reduce su libertad al espacio económico de un mall aun cuando lo comprende como espacio natural de vida. Para este nuevo individuo el neoliberalismo es su forma de vida, el lugar de sus relaciones y comportamiento. Piñera, su gobierno y Chile Vamos bien conocen esta realidad, elaborada por décadas de propaganda, artefactos, créditos y otras golosinas vagas del mercado.
Como sujeto apolítico, es también cambiante y profundamente escéptico del sistema partidario. Si éste ha sido el electorado que votó por el actual gobierno, que prometió más consumo y bienestar, es altamente probable que en el corto plazo oscile a posiciones contrarias como efecto de la decepción. Porque el neoliberalismo tiene en su esencia la concentración de poder y la riqueza en manos de las elites dueñas del capital y no en los trabajadores y la ciudadanía. La reforma de Piñera no traerá tiempos mejores. Muy por el contrario, ampliará aún más las contradicciones.
* Periodista y escritor chileno, director del portal Politika.cl
28 agosto, 2018
Sebastián Piñera, obsesionado con el crecimiento económico y la profundización del imaginario neoliberal, sacó de la manga un proyecto de reforma tributaria a escasos años del implementado por el gobierno anterior. En rigor, es el inicio del desmantelamiento por el lado de la economía de algunos, aun cuando pequeños, pasos dados por Michelle Bachelet para frenar la aplanadora liberal y mercantilista. Si el gobierno anterior subió los impuestos, Piñera propone bajarlos, aunque sólo los anuncie para la pequeña y mediana empresa y las clases medias, eufemismo utilizado para a la postre favorecer al capital.
La reforma, junto a las 13 medidas anunciadas la noche del martes, no contiene ni sustenta novedad. Una serie de herramientas para beneficiar a las empresas, en especial a las grandes si consideramos los rasgos monopólicos y de alta concentración de los mercados que sufre la economía chilena. Una rebaja tributaria a costa de la población que en el ideario liberal permitiría más inversión y crecimiento, con el efecto, siempre hipotético, de creación de empleos. Un fardo de medidas que, a todas luces, volverá a beneficiar a las grandes corporaciones con mayores ingresos y acumulación de la riqueza.
El modelo neoliberal extremo, como el aplicado en Chile, sólo tiene futuro en la continuación de su proceso de concentración y apropiación por despojo, como ha denunciado tantas veces el geógrafo de David Harvey. Despojo por vía de la sobreexplotación de los recursos naturales y del trabajo. Un camino que ha configurado una de las sociedades más desiguales del mundo no sólo medida por los ingresos, sino por calidades de vida, educación, cultura.
Hoy, con 28 años de capitalismo a ultranza y unas instituciones lábiles creadas e instaladas a la medida y placer de las grandes corporaciones, las cifras de la distribución de la riqueza logran nuevas marcas, como las difundidas este martes por la encuesta Casen. Chile es hoy el país de la OCDE con los peores niveles de equidad, sólo superado por aquel estado fallido que es hoy México tras también varias décadas de políticas neoliberales y corrupción desatada.
Como hace alarde este gobierno y también otros anteriores, Chile ha logrado multiplicar su Producto Interno Bruto (PIB) desde 1990 a la fecha. Si entonces su producto sumaba escasos 33 mil millones dólares anuales, el 2017 marcó casi 330 mil millones. Un crecimiento acumulado que puso a la economía chilena entre los más atractivos indicadores para inversionistas locales y extranjeros durante varias décadas y lanzó al estrellato interno y regional a no pocos grupos económicos chilenos.
Este suculento pastel, bien sabemos, está repartido de otro modo. El último informe de la OCDE sobre distribución del ingreso para sus países miembros ubicó a Chile en el peor lugar según el coeficiente Gini. Con un 0,45 (uno es inequidad total), comparte el ominoso peor lugar junto a México. Dos economías entregadas a libre albedrío de las grandes corporaciones, que las colocan como parias ante una organización cuyos miembros comparten otra realidad distributiva. Para comparar podemos citar a Alemania, con un índice Gini de 0,28, Austria 0,27, Portugal 0,33, España 0,34, Francia 0,29. Entre economías no europeas de la OCDE hallamos que Estados Unidos tiene un Gini de 0,39 y Japón un 0,33, Israel 0,36 y Corea del Sur 0,30.
Piñera y su gobierno han vuelto a amplificar, tal como también hicieron no pocos gobiernos de la transición, las bondades del libre mercado como único fin y principio rector no sólo de la economía, sino de la vida social. En estas semanas y meses hemos observado una estrategia comunicacional que coloca como bien en sí mismo el crecimiento del PIB, fenómeno que, bien sabemos, sólo fluye hacia el gran embudo de las corporaciones y monopolios.
La sobrevaloración del mercado, elevado a la categoría de realidad natural, tiene sus consecuencias directas en la política, en la apatía ciudadana, en la creación del sujeto apolítico cual súbdito de esta realidad mercantil. La entrega de todas las actividades a las corporaciones, núcleo de la doctrina neoliberal, ha significado el retroceso, la inhibición del aparato público y la reducción de facultades de los gobiernos, cuya acción se limita a simple administrador de la normativa del mercado. En esta escena, con un sujeto funcional a las instituciones, aquellos que votaron por Piñera, los cambios de administradores son irrelevantes. Sólo busca, como individuos aislados y competitivos, el bienestar personal. Es el familista amoral de Banfield.
El peso del mercado como realidad natural, como única escena para la política y la vida social, es también una camisa de fuerza para los gobiernos. La consolidación y concentración del poder, de todo el poder, en las manos de unas pocas corporaciones y sus accionistas controladores, impide, también como una fuerza natural, cualquier posibilidad de cambio dentro del acotado escenario mercantil. El caso de las reducidas reformas del gobierno pasado es un ejemplo palmario de estas limitaciones. El modelo es una jaula institucional, una prisión invisible, que ejerce sus insoportables fuerzas gravitatorias e impide cualquier atisbo de transformación. Un poder detentado y operado a través de múltiples caras, que van desde los medios de comunicación privados y cooptados por el mercado a extremos como la compra directa o indirecta de políticos.
La conciencia del sujeto neoliberal y amoral está en el mercado. Bajo este nivel de reflexión, sin duda falso y limitado, podemos observar el accionar del nuevo individuo que reduce su libertad al espacio económico de un mall aun cuando lo comprende como espacio natural de vida. Para este nuevo individuo el neoliberalismo es su forma de vida, el lugar de sus relaciones y comportamiento. Piñera, su gobierno y Chile Vamos bien conocen esta realidad, elaborada por décadas de propaganda, artefactos, créditos y otras golosinas vagas del mercado.
Como sujeto apolítico, es también cambiante y profundamente escéptico del sistema partidario. Si éste ha sido el electorado que votó por el actual gobierno, que prometió más consumo y bienestar, es altamente probable que en el corto plazo oscile a posiciones contrarias como efecto de la decepción. Porque el neoliberalismo tiene en su esencia la concentración de poder y la riqueza en manos de las elites dueñas del capital y no en los trabajadores y la ciudadanía. La reforma de Piñera no traerá tiempos mejores. Muy por el contrario, ampliará aún más las contradicciones.
* Periodista y escritor chileno, director del portal Politika.cl