Por Eric Nepomuceno
15 de diciembre de 2019
Desde Rio de Janeiro.Es palpable que en el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro crece la nostalgia por los tiempos de autoritarismo desenfrenado vividos entre 1964 y 1985, y reforzado a partir del final de 1968.
Ese fenómeno se notó cuando uno de los hijos presidenciales, el diputado Eduardo, defendió la posibilidad de un nuevo Acto Institucional número 5, el AI-5 de nefasta memoria. Lo mismo fue mencionado hace poco por el ministro de Economía, Paulo Guedes, durante una visita a Washington. A tiempo: Guedes fue funcionario del régimen de Pinochet en Chile.
El pasado viernes, el vice-presidente Hamilton Mourão, general retirado, volvió sobre tema, pero para suavizar las consecuencias que la medida podría tener.
En otra de las ironías del destino, en 1968 el 13 de diciembre también fue un viernes. En aquel viernes de hace 51 años había en Brasil una dictadura, y el general de turno, un hombre de escasísimas luces llamado Arthur da Costa e Silva, decretó el AI-5.
Fue un golpe dentro del golpe: el régimen endureció de manera absoluta. A raíz de la medida de excepción el Congreso fue cerrado, integrantes de la corte suprema fueron jubilados compulsoriamente, se impuso la censura absoluta a los medios de comunicación y a las artes, y el recurso de habeas corpus fue eliminado.
Empezó entonces una etapa de perversa truculencia: miles de brasileños tuvieron sus derechos políticos suspendidos, y una cacería desenfrenada expulsó a centenares de profesores de las universidades públicas. La violencia contra opositores, integrantes o no de grupos armados, se desató sin límites o control, y se multiplicaron los casos de secuestro, tortura y asesinato.
Yo tenía veinte años aquel viernes 13 de diciembre que sumergió mi país en la noche oscura y agobiante que duraría hasta 1985, cuando los militares volvieron a los cuarteles y un civil asumió la presidencia.
Para los que vivieron aquellos años abrumadores, la sigla AI-5 recuerda un largo, muy largo periodo de brutalidad y horror.
Para los que vinieron después, o sea, para poco más de 75 por ciento de la actual población brasileña, es una memoria un tanto remota, pero siempre negativa.
Excepto, como se ve ahora, para un nutrido puñado de integrantes del gobierno.
Bolsonaro, admirador de la dictadura y crítico relativo de las torturas (según dijo y reiteró, "en lugar de torturar debían haber matado a unos 30 mil"), llegó a la presidencia gracias a un enredo judicial que impidió que el ex presidente Lula, favorito absoluto, fuera candidato. El entonces juez manipulador es hoy su ministro de Justicia, Sergio Moro.
El presidente tiene como vice a un general retirado, Hamilton Mourão, heredero directo de la línea más dura de aquellos tiempos perversos.
El mismo Bolsonaro también es militar retirado, pero por razones distintas: era un teniente del Ejército cuando planeó explosiones en cuarteles para forzar un aumento en el sueldo de sus colegas. Luego de un juicio, y a punto de ser expulsado, solicitó su pase a retiro, lo que le aseguró una promoción capitán y el sueldo correspondiente de por vida.
Fue diputado durante 28 largos años. En ese periodo se destacó por un par de características: su firme defensa de la dictadura y de sus torturadores, a la par con su misoginia, su racismo y su conservadurismo primario. Y sin embargo, se hizo elegir.
Al finalizar su primer año instalado en el sillón presidencial, Bolsonaro ha promovido un retroceso en todos – absolutamente todos – los aspectos de la vida brasileña. Programas sociales construidos a lo largo de los últimos más de veinte años, algunos originados de gobiernos anteriores a los de Lula y Dilma Rousseff, fueron destrozados.
La censura a las artes y la cultura volvió, pero travestido de filtros: nada es prohibido oficialmente, pero los programas de incentivo cultural fueron levantados. En el cine, por ejemplo, alrededor de 150 millones de dólares destinados a proyectos aprobados están retenidos desde abril.
Las estatales, antes grandes patrocinadoras de las artes y la cultura, redujeron su participación a cero. No se censura nada: se impide que se haga.
El proyecto económico del gobierno implicó una brutal reforma del sistema jubilatorio que eliminó derechos alcanzados hace décadas, y se trata de aplicar un neoliberalismo que solo tiene comparación, en América Latina, al impuesto en el Chile de Pinochet.
Es verdad que hoy no existe espacio para un nuevo AI-5, o para que se implante una dictadura como la de antes.
Pero es igualmente verdad que varias medidas defendidas por el gobierno, como el intento de decretar un ‘excedente de ilicitud’ que se traduce directamente en licencia para matar concedida a las fuerzas de seguridad, remiten directamente a un estado de excepción. Parcial, que sea, pero de excepción.
Queda por ver cuánto espacio se le concederá a Bolsonaro y su tropa – perdón, su troupe – para sofocar lo que resta de democracia.
Sea cual sea, él tratará de ampliarlo al máximo.
15 de diciembre de 2019
Desde Rio de Janeiro.Es palpable que en el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro crece la nostalgia por los tiempos de autoritarismo desenfrenado vividos entre 1964 y 1985, y reforzado a partir del final de 1968.
Ese fenómeno se notó cuando uno de los hijos presidenciales, el diputado Eduardo, defendió la posibilidad de un nuevo Acto Institucional número 5, el AI-5 de nefasta memoria. Lo mismo fue mencionado hace poco por el ministro de Economía, Paulo Guedes, durante una visita a Washington. A tiempo: Guedes fue funcionario del régimen de Pinochet en Chile.
El pasado viernes, el vice-presidente Hamilton Mourão, general retirado, volvió sobre tema, pero para suavizar las consecuencias que la medida podría tener.
En otra de las ironías del destino, en 1968 el 13 de diciembre también fue un viernes. En aquel viernes de hace 51 años había en Brasil una dictadura, y el general de turno, un hombre de escasísimas luces llamado Arthur da Costa e Silva, decretó el AI-5.
Fue un golpe dentro del golpe: el régimen endureció de manera absoluta. A raíz de la medida de excepción el Congreso fue cerrado, integrantes de la corte suprema fueron jubilados compulsoriamente, se impuso la censura absoluta a los medios de comunicación y a las artes, y el recurso de habeas corpus fue eliminado.
Empezó entonces una etapa de perversa truculencia: miles de brasileños tuvieron sus derechos políticos suspendidos, y una cacería desenfrenada expulsó a centenares de profesores de las universidades públicas. La violencia contra opositores, integrantes o no de grupos armados, se desató sin límites o control, y se multiplicaron los casos de secuestro, tortura y asesinato.
Yo tenía veinte años aquel viernes 13 de diciembre que sumergió mi país en la noche oscura y agobiante que duraría hasta 1985, cuando los militares volvieron a los cuarteles y un civil asumió la presidencia.
Para los que vivieron aquellos años abrumadores, la sigla AI-5 recuerda un largo, muy largo periodo de brutalidad y horror.
Para los que vinieron después, o sea, para poco más de 75 por ciento de la actual población brasileña, es una memoria un tanto remota, pero siempre negativa.
Excepto, como se ve ahora, para un nutrido puñado de integrantes del gobierno.
Bolsonaro, admirador de la dictadura y crítico relativo de las torturas (según dijo y reiteró, "en lugar de torturar debían haber matado a unos 30 mil"), llegó a la presidencia gracias a un enredo judicial que impidió que el ex presidente Lula, favorito absoluto, fuera candidato. El entonces juez manipulador es hoy su ministro de Justicia, Sergio Moro.
El presidente tiene como vice a un general retirado, Hamilton Mourão, heredero directo de la línea más dura de aquellos tiempos perversos.
El mismo Bolsonaro también es militar retirado, pero por razones distintas: era un teniente del Ejército cuando planeó explosiones en cuarteles para forzar un aumento en el sueldo de sus colegas. Luego de un juicio, y a punto de ser expulsado, solicitó su pase a retiro, lo que le aseguró una promoción capitán y el sueldo correspondiente de por vida.
Fue diputado durante 28 largos años. En ese periodo se destacó por un par de características: su firme defensa de la dictadura y de sus torturadores, a la par con su misoginia, su racismo y su conservadurismo primario. Y sin embargo, se hizo elegir.
Al finalizar su primer año instalado en el sillón presidencial, Bolsonaro ha promovido un retroceso en todos – absolutamente todos – los aspectos de la vida brasileña. Programas sociales construidos a lo largo de los últimos más de veinte años, algunos originados de gobiernos anteriores a los de Lula y Dilma Rousseff, fueron destrozados.
La censura a las artes y la cultura volvió, pero travestido de filtros: nada es prohibido oficialmente, pero los programas de incentivo cultural fueron levantados. En el cine, por ejemplo, alrededor de 150 millones de dólares destinados a proyectos aprobados están retenidos desde abril.
Las estatales, antes grandes patrocinadoras de las artes y la cultura, redujeron su participación a cero. No se censura nada: se impide que se haga.
El proyecto económico del gobierno implicó una brutal reforma del sistema jubilatorio que eliminó derechos alcanzados hace décadas, y se trata de aplicar un neoliberalismo que solo tiene comparación, en América Latina, al impuesto en el Chile de Pinochet.
Es verdad que hoy no existe espacio para un nuevo AI-5, o para que se implante una dictadura como la de antes.
Pero es igualmente verdad que varias medidas defendidas por el gobierno, como el intento de decretar un ‘excedente de ilicitud’ que se traduce directamente en licencia para matar concedida a las fuerzas de seguridad, remiten directamente a un estado de excepción. Parcial, que sea, pero de excepción.
Queda por ver cuánto espacio se le concederá a Bolsonaro y su tropa – perdón, su troupe – para sofocar lo que resta de democracia.
Sea cual sea, él tratará de ampliarlo al máximo.