Por Foro de comunicación para la integración de Nuestramérica (FCINA)
20 diciembre, 2019
Las señales son inequívocas. En toda América Latina y el Caribe los pueblos muestran su disconformidad ante los dictados del capital transnacional y la pretensión de neocolonización imperialista. En Chile, el país modelo del neoliberalismo, el pueblo exige con masivas concentraciones una nueva Constitución con participación ciudadana para remover las trabas a transformaciones profundas ancladas en el texto constitucional impuesto por la dictadura de Pinochet.
En Haití, los sectores populares claman por la renuncia de Jovenel Moise, un presidente vasallo de los intereses de los EE.UU. y las naciones nucleadas en el Core Group. La situación social en la nación caribeña es dramática y los movimientos populares agrupados en el Foro Patriótico y el Pacto de Unidad reivindican la necesidad de cambios estructurales a través de un Gobierno de transición y una Asamblea Constituyente.
En Ecuador, amplios sectores de la población, encabezados por el movimiento indígena, resisten la implantación de un plan dictado por el FMI al gobierno de Lenin Moreno, gobierno que traicionó por completo las premisas por las cuales fue elegido.
Anteriormente, el pueblo de Puerto Rico, asfixiado por la instalación de un plan de austeridad, exigido desde Washington, forzó la dimisión de su gobernador Ricardo Roselló.
En Argentina, el gobierno de derecha de Mauricio Macri fue derrotado en las elecciones en primera vuelta por una amplia coalición popular encabezada por el peronismo. El nuevo gobierno de Alberto Fernández constituye una fuerte señal progresista para la región hacia la recuperación de mecanismos de integración regional, soberanía política y mayor justicia social.
En paralelo, continúa la Cuarta Transformación en México encabezada por Andrés Manuel López Obrador, quien ganó su elección con una mayoría popular apabullante, señal del hastío de un pueblo golpeado por décadas de neoliberalismo, de corrupción y violencia generalizadas.
En Honduras, no ha cesado la movilización en protesta contra el fraudulento régimen de Juan Orlando Hernández, quien a pesar de evidentes vínculos con la delincuencia organizada se mantiene en el gobierno en connivencia con el poder de la oligarquía local, los Estados Unidos y su vehículo continental, la OEA.
El pueblo costarricense ha impulsado importantes manifestaciones sectoriales en rechazo al retroceso programado de conquistas sociales como el derecho a huelga, el sistema de pensiones, la atención sanitaria y la educación.
Lo mismo ha sucedido en Paraguay, donde el campesinado se moviliza recurrentemente contra el despojo territorial y la traición del gobierno a sus promesas compensatorias. El estudiantado y un amplio sector de la población urbana protagonizan manifestaciones masivas en reclamo a mejoras educacionales y en rechazo a la corrupción y la encubierta entrega de soberanía del gobierno de Abdo Benítez en el caso de la represa Itaipú.
En Brasil, luego de la derrota popular provocada por el golpe parlamentario-judicial-mediático contra Dilma Rousseff y la posterior proscripción y encarcelamiento de Lula, las organizaciones sociales encaminan estrategias de articulación para resistir el desmonte neoliberal de los avances sociales y las empresas públicas, la entrega de la soberanía a los dictados de Estados Unidos y la difusión de discursos de odio, fundamentalismo, racismo, armamentismo y misoginia.
En otros países como Perú y Guatemala, la población se ha movilizado en fuerte rechazo a la instalación de mafias corruptas en los distintos estamentos del poder económico, político y judicial. Sin embargo, las alternativas populares no logran todavía establecer un bloque político suficiente para emprender cambios estructurales imprescindibles.
Algo similar ocurre en Colombia donde el asesinato de líderes y lideresas rurales continúa siendo perpetrado a diario y los Acuerdos de Paz, tan arduamente logrados, han sido vaciados de significado por las prácticas del gobierno de Iván Duque y el sector político uribista al que representa. La protesta popular contra la concentración económica y sus efectos sociales, y en defensa de los Acuerdos de Paz de La Habana es liderada por los jóvenes, el campesinado, el movimiento indígena y los gremios.
El Paro Nacional que congregó a cientos de miles de colombianos en numerosas ciudades del país, muestra el rechazo de la población al genocidio indígena, a los asesinatos de líderes y lideresas, referentes opositores e integrantes desmovilizados de las FARC, a la militarización y al recrudecimiento neoliberal a través de un “paquetazo” de reformas laborales y previsionales que, al igual que semanas antes en Ecuador, lleva la autoría del Fondo Monetario Internacional.
Los movilizados exigen además el cumplimiento de los Acuerdos de Paz, mientras que el gobierno opta, una vez más, por la represión.
En Panamá, luego de sucesivos gobiernos neoliberales corruptos, ganó en las últimas elecciones el socialdemócrata Cortizo, señalando la voluntad popular de una mayor protección social. Sin embargo, ante las señales de continuidad, distintos sectores se movilizan en rechazo a reformas inconsultas, reclamando una Constituyente Originaria que dé paso a cambios profundos.
Las naciones insulares del Caribe, en su mayoría también con gobiernos laboristas, han avanzado en su integración, resistiendo – con algunas excepciones-, la enorme presión generada por Estados Unidos para que este bloque se acople a sus mandatos en la OEA. El factor de abastecimiento energético, facilitado en su momento por PetroCaribe y hoy dificultado por el bloqueo es un aspecto crucial para estas naciones.
En los países gobernados por las izquierdas o el progresismo (Cuba, Venezuela, Nicaragua, El Salvador, Bolivia, Uruguay) el aparato conspirativo estadounidense, en alianza con sectores de poder económico y mediático internacional, ha maniobrado para direccionar, en algunos casos con relativo éxito, el malestar de un segmento juvenil y de clase media de la población contra los gobiernos.
El debilitamiento ocasionado ha tenido como consecuencia el triunfo electoral de Nayib Bukele en El Salvador y la victoria por exiguo margen de la alianza de derechas en el Uruguay, mientras que las sanciones, el bloqueo económico, las amenazas, los sabotajes y una incesante guerra mediática y diplomática dejan a los procesos revolucionarios con muy poco margen para reimpulsarse y profundizar sus respectivos procesos.
El caso más grave es el reciente Golpe de Estado en Bolivia, en el que un gobierno constitucional fue obligado a renunciar y exiliarse a través de una intriga digitada desde los Estados Unidos con el concurso de la policía, las Fuerzas Armadas, sectores secesionistas de extrema derecha con discurso racista y fundamentalista, medios privados hegemónicos y grupos empresariales nacionales y transnacionales deseosos de recuperar el botín de recursos naturales nacionalizado por el Proceso de Cambio.
El papel servil e ideologizante de la OEA y el Grupo de Lima ante las órdenes de los Estados Unidos, y su apoyo tangible a las acciones desestabilizadoras en la región contra todo proyecto o gobierno de corte popular que se presente contrario al designio hegemónico capitalista y neoliberal, impone repensar y retomar los mecanismos regionales que promueven otra visión de la integración de Nuestra América de forma plural, diversa y en paz, como es el caso de UNASUR, CELAC, Mercosur y la propia ALBA-TCP.
En toda la región hay un fuerte clamor por una revolución sistémica, que abandone los modelos y las prácticas de explotación contra los seres humanos y el medio ambiente, un clamor por la igualdad y el establecimiento de nuevos paradigmas de autodeterminación, empatía, cooperación, horizontalidad y unidad en la diversidad. Paradigmas que se reflejen en formas participativas y en una real democratización del campo político, económico, mediático y en la esfera de relaciones interpersonales en general.
El proyecto popular
Los pueblos de América Latina y el Caribe impulsan un proyecto descolonizador y despatriarcalizador, que apunta a lograr condiciones dignas de subsistencia, transformar la matriz de extractivismo y exportación de materia prima en condiciones no equitativas heredada de la época colonial, construyendo paridad de género en sociedades libres y diversas y profundizando las prácticas democráticas en el marco de Estados que actúen como niveladores de las desigualdades.
Un elemento central de este proyecto es la consolidación de América latina y el Caribe como territorio de paz y el rechazo a las diversas modalidades de la violencia, en virtud de la desgarradora experiencia histórica de guerras intestinas, invasiones y terrorismo de Estado y la evidencia cotidiana y generalizada de abusos, discriminación, agresiones y violación del derecho humano a la integridad física.
Este proyecto, inspirado en poderosos antecedentes y encuadrado en la continuidad del proceso histórico de América Latina y el Caribe, consiguió avanzar en la primera década del siglo a través de movimientos y personalidades aglutinantes, luego del dramático y doloroso fracaso del neoliberalismo. Estos movimientos lograron modificar a su favor la relación de fuerzas integrando la diversidad de corrientes en pos de la unidad.
Del mismo modo, reconociendo la similitud de situación y necesidades entre naciones vecinas, el proyecto político de los pueblos tomó como bandera fundamental la integración regional a fin de defender la soberanía, emplear saberes y capacidades existentes para el desarrollo y hablar con voz común en el espacio internacional.
Sin embargo, al interior de los mismos procesos, la integración de la diferencia no logró en muchos casos trascender con permanencia los estratos socioculturales que constituyeron su base y chocó con la resistencia de sectores medios y altos más favorecidos, en los que también puede denotarse un claro elemento de segregación o autonegación cultural, según el caso.
La inestabilidad producida por rasantes cambios, el abandono, la exclusión y la ruptura de vínculos, abrieron un campo propicio al crecimiento de tendencias retrógradas que hicieron pie en sectores marginados a través de la actuación de iglesias neopentecostales y de ideologías neofascistas. Estas últimas catapultaron nociones como el orden o la seguridad represiva al escenario político principal obteniendo relativa aceptación por parte de poblaciones acosadas por la exclusión y la delincuencia derivadas de la inviabilidad capitalista.
Al mismo tiempo, la captura del Estado por parte de los movimientos populares implicó en ocasiones la excesiva burocratización, el alejamiento militante y la consecuente desmovilización de la base social. La propaganda venenosa por parte de la prensa hegemónica y la conspiración permanente desde el poder imperial actuaron desgastando a los proyectos de transformación popular.
El advenimiento de una generación joven en dialéctica con lo establecido, en cuyas memorias no existe del mismo modo la vivencia de situaciones históricas anteriores, representa a su vez un desafío para los proyectos populares en curso, quienes, de no ser canalizado el aporte de su sensibilidad transformadora, actuarán en alejamiento, desinterés o fuerte oposición.
Otro tanto sucede con el avance de los feminismos, cuyo reconocimiento habrá de ser clave para producir un nuevo impulso de liberación en los proyectos populares.
La guerra imperialista
Frente al proyecto de los pueblos, el sistema decadente se niega a ceder a las señales que anuncian nuevos tiempos. Los Estados Unidos, potencia simbólica y objetivamente eminente del viejo esquema, desarrolla una guerra multidimensional en alianza con los poderes oligárquicos locales e internacionales y con el apoyo habitual de la Unión Europea contra los impulsos emancipadores que aspiran a una América Latina soberana, integrada y con mayor equidad social.
Esta guerra se encuadra en una feroz lucha de poder geopolítico, en un tablero en el que el multilateralismo global creciente desestabiliza la preeminencia de poderes únicos y de Occidente en particular. Mientras tanto, el peligro nuclear continúa vigente y la crisis ambiental se agudiza.
La estrategia de guerra pretende cortar vías de abastecimiento energético y de materias primas a las potencias económicas emergentes (China, Rusia, India) y desplazar su importancia creciente reduciendo su volumen de comercio, inversiones directas, créditos en la región e impidiendo la integración estratégica de infraestructuras al proyecto de la Franja y la Ruta de la Seda.
Al mismo tiempo la ofensiva imperialista pretende sostener su posicionamiento bélico estratégico en suelo, aire y aguas territoriales latinoamericanas y caribeñas junto al apoyo diplomático de gobiernos vasallos para impedir la reformulación de la estructura de instituciones internacionales controladas como la ONU, el FMI, el Banco Mundial como así también la mantención del dólar como patrón de moneda universal.
Esta ofensiva de la potencia en lucha por su debilitada hegemonía unipolar, tiene un fuerte sustento en el ascenso del ala supremacista del Partido Republicano y la intervención del Estado profundo en los Estados Unidos, que viabilizan a través de la NED, el Departamento de Estado y la USAID el financiamiento de un nutrido conglomerado de fundaciones, institutos, ONGs y centros de estudios unidos entre sí por hilos poco detectables.
Entre los objetivos de este entramado civil se encuentra el de generar aceptación social a las ideas ultraliberales, demonizar a las organizaciones sindicales y populares, actuar de reservorio académico, de formación y estrategia política a elementos dispuestos a asumir roles protagónicos para la desestabilización de procesos de emancipación popular. Del mismo modo, los Estados Unidos operan en la región a través de programas de captación de sujetos funcionales a sus propósitos en los aparatos judiciales, la esfera periodística y, por supuesto, a través del Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad (antes Escuelas de las Américas), en el ámbito militar.
Para evitar su derrumbe final, el hegemón del Norte ha emprendido un ataque furibundo contra los mecanismos de integración regional como la UNASUR, ALBA-TCP, PetroCaribe y la CELAC. Estos últimos son mecanismos que expresan la nítida voluntad de los pueblos de vincularse y ampliar la autodeterminación buscando soluciones conjuntas a los problemas heredados de una dolorosa historia colonial. Con esta ofensiva, el proyecto imperial ha logrado reposicionar a la OEA -una organización controlada por los Estados Unidos- como supuesto organismo multilateral para dirimir cuestiones intrarregionales y en definitiva, reconquistar la digitación hegemónica de la política regional.
A pesar del retroceso coyuntural de los mecanismos institucionales de integración soberana, destaca actualmente la vocación de los gobiernos de AMLO y Fernández en México y Argentina que se proponen dar un nuevo impulso a la CELAC y la UNASUR, quebrando el acoso y la segregación con las que el imperio pretende tumbar a los gobiernos de izquierda.
Otro de los objetivos de esta guerra contra los pueblos de la región, acaso el principal, es el control de la subjetividad, operando una sistemática manipulación del sentido común a través del discurso único. A este fin aportan fundamentalmente la dictadura de los medios corporativos concentrados de difusión, pero también las intrigas para derribar modelos alternativos exitosos, abatir la esperanza popular movilizada, dividir y desorganizar al campo popular y demonizar procesos y liderazgos aglutinantes.
Por otra parte, tal como sucede en las distintas latitudes del planeta crecen el irracionalismo y el discurso de odio. El fanatismo religioso y la extrema derecha encuentran terreno fértil en el abandono, la soledad, la inestabilidad ante los cambios y el futuro cerrado de cada vez más amplios conjuntos. Estas corrientes reclaman un retroceso a situaciones falsamente idealizadas de moralidad y estabilidad. Su éxito relativo proviene de tocar fibras de necesidad existencial, espiritual y de contención afectiva, contando con abundantes recursos, una fuerte penetración mediática y una organización jerárquica en cascada de fácil replicación.
Entre los pliegues del discurso retrógrado hay una evidente intención de atacar las bases del Estado laico y cercenar el lento pero indudable avance en la paridad de género, la salud reproductiva, la despenalización del aborto y las conquistas de los movimientos de la diversidad sexoafectiva.
Se trata de la utilización de la fe existente para designios alejados de la empatía, la compasión y la justicia social. Por lo mismo, en el seno de las iglesias hay sectores que no comparten esta manipulación de tópicos religiosos por parte de las derechas, distorsión funcional al sometimiento colectivo y a la recolonización de América Latina y el Caribe.
Del mismo modo, el resurgir del discurso racista en forma explícita por parte de facciones radicales, pero también existente de modo solapado en la sensibilidad de un sector de las clases medias, busca descalificar la resistencia de los pueblos, su reivindicación identitaria y su justo reclamo por salir de la marginación social.
Por su parte, las nuevas generaciones registran la falta de posibilidad en el presente y a futuro. Entran en lógica dialéctica con los modelos establecidos reclamando en positivo transformaciones estructurales o derivando su rebelión hacia caminos desesperanzados como la delincuencia, las adicciones, el fascismo y la violencia. Expresan nuevas sensibilidades políticas, pero muchas veces carecen de una visión global que permita canalizarlas de forma constructiva por lo que la simple catarsis antigubernamental es utilizada como ariete por las intenciones destructivas de los promotores de la neocolonización.
Los instrumentos de la guerra imperialista
Entre los mecanismos a través de los cuales se desarrolla esta guerra pueden distinguirse:
En Haití, los sectores populares claman por la renuncia de Jovenel Moise, un presidente vasallo de los intereses de los EE.UU. y las naciones nucleadas en el Core Group. La situación social en la nación caribeña es dramática y los movimientos populares agrupados en el Foro Patriótico y el Pacto de Unidad reivindican la necesidad de cambios estructurales a través de un Gobierno de transición y una Asamblea Constituyente.
En Ecuador, amplios sectores de la población, encabezados por el movimiento indígena, resisten la implantación de un plan dictado por el FMI al gobierno de Lenin Moreno, gobierno que traicionó por completo las premisas por las cuales fue elegido.
Anteriormente, el pueblo de Puerto Rico, asfixiado por la instalación de un plan de austeridad, exigido desde Washington, forzó la dimisión de su gobernador Ricardo Roselló.
En Argentina, el gobierno de derecha de Mauricio Macri fue derrotado en las elecciones en primera vuelta por una amplia coalición popular encabezada por el peronismo. El nuevo gobierno de Alberto Fernández constituye una fuerte señal progresista para la región hacia la recuperación de mecanismos de integración regional, soberanía política y mayor justicia social.
En paralelo, continúa la Cuarta Transformación en México encabezada por Andrés Manuel López Obrador, quien ganó su elección con una mayoría popular apabullante, señal del hastío de un pueblo golpeado por décadas de neoliberalismo, de corrupción y violencia generalizadas.
En Honduras, no ha cesado la movilización en protesta contra el fraudulento régimen de Juan Orlando Hernández, quien a pesar de evidentes vínculos con la delincuencia organizada se mantiene en el gobierno en connivencia con el poder de la oligarquía local, los Estados Unidos y su vehículo continental, la OEA.
El pueblo costarricense ha impulsado importantes manifestaciones sectoriales en rechazo al retroceso programado de conquistas sociales como el derecho a huelga, el sistema de pensiones, la atención sanitaria y la educación.
Lo mismo ha sucedido en Paraguay, donde el campesinado se moviliza recurrentemente contra el despojo territorial y la traición del gobierno a sus promesas compensatorias. El estudiantado y un amplio sector de la población urbana protagonizan manifestaciones masivas en reclamo a mejoras educacionales y en rechazo a la corrupción y la encubierta entrega de soberanía del gobierno de Abdo Benítez en el caso de la represa Itaipú.
En Brasil, luego de la derrota popular provocada por el golpe parlamentario-judicial-mediático contra Dilma Rousseff y la posterior proscripción y encarcelamiento de Lula, las organizaciones sociales encaminan estrategias de articulación para resistir el desmonte neoliberal de los avances sociales y las empresas públicas, la entrega de la soberanía a los dictados de Estados Unidos y la difusión de discursos de odio, fundamentalismo, racismo, armamentismo y misoginia.
En otros países como Perú y Guatemala, la población se ha movilizado en fuerte rechazo a la instalación de mafias corruptas en los distintos estamentos del poder económico, político y judicial. Sin embargo, las alternativas populares no logran todavía establecer un bloque político suficiente para emprender cambios estructurales imprescindibles.
Algo similar ocurre en Colombia donde el asesinato de líderes y lideresas rurales continúa siendo perpetrado a diario y los Acuerdos de Paz, tan arduamente logrados, han sido vaciados de significado por las prácticas del gobierno de Iván Duque y el sector político uribista al que representa. La protesta popular contra la concentración económica y sus efectos sociales, y en defensa de los Acuerdos de Paz de La Habana es liderada por los jóvenes, el campesinado, el movimiento indígena y los gremios.
El Paro Nacional que congregó a cientos de miles de colombianos en numerosas ciudades del país, muestra el rechazo de la población al genocidio indígena, a los asesinatos de líderes y lideresas, referentes opositores e integrantes desmovilizados de las FARC, a la militarización y al recrudecimiento neoliberal a través de un “paquetazo” de reformas laborales y previsionales que, al igual que semanas antes en Ecuador, lleva la autoría del Fondo Monetario Internacional.
Los movilizados exigen además el cumplimiento de los Acuerdos de Paz, mientras que el gobierno opta, una vez más, por la represión.
En Panamá, luego de sucesivos gobiernos neoliberales corruptos, ganó en las últimas elecciones el socialdemócrata Cortizo, señalando la voluntad popular de una mayor protección social. Sin embargo, ante las señales de continuidad, distintos sectores se movilizan en rechazo a reformas inconsultas, reclamando una Constituyente Originaria que dé paso a cambios profundos.
Las naciones insulares del Caribe, en su mayoría también con gobiernos laboristas, han avanzado en su integración, resistiendo – con algunas excepciones-, la enorme presión generada por Estados Unidos para que este bloque se acople a sus mandatos en la OEA. El factor de abastecimiento energético, facilitado en su momento por PetroCaribe y hoy dificultado por el bloqueo es un aspecto crucial para estas naciones.
En los países gobernados por las izquierdas o el progresismo (Cuba, Venezuela, Nicaragua, El Salvador, Bolivia, Uruguay) el aparato conspirativo estadounidense, en alianza con sectores de poder económico y mediático internacional, ha maniobrado para direccionar, en algunos casos con relativo éxito, el malestar de un segmento juvenil y de clase media de la población contra los gobiernos.
El debilitamiento ocasionado ha tenido como consecuencia el triunfo electoral de Nayib Bukele en El Salvador y la victoria por exiguo margen de la alianza de derechas en el Uruguay, mientras que las sanciones, el bloqueo económico, las amenazas, los sabotajes y una incesante guerra mediática y diplomática dejan a los procesos revolucionarios con muy poco margen para reimpulsarse y profundizar sus respectivos procesos.
El caso más grave es el reciente Golpe de Estado en Bolivia, en el que un gobierno constitucional fue obligado a renunciar y exiliarse a través de una intriga digitada desde los Estados Unidos con el concurso de la policía, las Fuerzas Armadas, sectores secesionistas de extrema derecha con discurso racista y fundamentalista, medios privados hegemónicos y grupos empresariales nacionales y transnacionales deseosos de recuperar el botín de recursos naturales nacionalizado por el Proceso de Cambio.
El papel servil e ideologizante de la OEA y el Grupo de Lima ante las órdenes de los Estados Unidos, y su apoyo tangible a las acciones desestabilizadoras en la región contra todo proyecto o gobierno de corte popular que se presente contrario al designio hegemónico capitalista y neoliberal, impone repensar y retomar los mecanismos regionales que promueven otra visión de la integración de Nuestra América de forma plural, diversa y en paz, como es el caso de UNASUR, CELAC, Mercosur y la propia ALBA-TCP.
En toda la región hay un fuerte clamor por una revolución sistémica, que abandone los modelos y las prácticas de explotación contra los seres humanos y el medio ambiente, un clamor por la igualdad y el establecimiento de nuevos paradigmas de autodeterminación, empatía, cooperación, horizontalidad y unidad en la diversidad. Paradigmas que se reflejen en formas participativas y en una real democratización del campo político, económico, mediático y en la esfera de relaciones interpersonales en general.
El proyecto popular
Los pueblos de América Latina y el Caribe impulsan un proyecto descolonizador y despatriarcalizador, que apunta a lograr condiciones dignas de subsistencia, transformar la matriz de extractivismo y exportación de materia prima en condiciones no equitativas heredada de la época colonial, construyendo paridad de género en sociedades libres y diversas y profundizando las prácticas democráticas en el marco de Estados que actúen como niveladores de las desigualdades.
Un elemento central de este proyecto es la consolidación de América latina y el Caribe como territorio de paz y el rechazo a las diversas modalidades de la violencia, en virtud de la desgarradora experiencia histórica de guerras intestinas, invasiones y terrorismo de Estado y la evidencia cotidiana y generalizada de abusos, discriminación, agresiones y violación del derecho humano a la integridad física.
Este proyecto, inspirado en poderosos antecedentes y encuadrado en la continuidad del proceso histórico de América Latina y el Caribe, consiguió avanzar en la primera década del siglo a través de movimientos y personalidades aglutinantes, luego del dramático y doloroso fracaso del neoliberalismo. Estos movimientos lograron modificar a su favor la relación de fuerzas integrando la diversidad de corrientes en pos de la unidad.
Del mismo modo, reconociendo la similitud de situación y necesidades entre naciones vecinas, el proyecto político de los pueblos tomó como bandera fundamental la integración regional a fin de defender la soberanía, emplear saberes y capacidades existentes para el desarrollo y hablar con voz común en el espacio internacional.
Sin embargo, al interior de los mismos procesos, la integración de la diferencia no logró en muchos casos trascender con permanencia los estratos socioculturales que constituyeron su base y chocó con la resistencia de sectores medios y altos más favorecidos, en los que también puede denotarse un claro elemento de segregación o autonegación cultural, según el caso.
La inestabilidad producida por rasantes cambios, el abandono, la exclusión y la ruptura de vínculos, abrieron un campo propicio al crecimiento de tendencias retrógradas que hicieron pie en sectores marginados a través de la actuación de iglesias neopentecostales y de ideologías neofascistas. Estas últimas catapultaron nociones como el orden o la seguridad represiva al escenario político principal obteniendo relativa aceptación por parte de poblaciones acosadas por la exclusión y la delincuencia derivadas de la inviabilidad capitalista.
Al mismo tiempo, la captura del Estado por parte de los movimientos populares implicó en ocasiones la excesiva burocratización, el alejamiento militante y la consecuente desmovilización de la base social. La propaganda venenosa por parte de la prensa hegemónica y la conspiración permanente desde el poder imperial actuaron desgastando a los proyectos de transformación popular.
El advenimiento de una generación joven en dialéctica con lo establecido, en cuyas memorias no existe del mismo modo la vivencia de situaciones históricas anteriores, representa a su vez un desafío para los proyectos populares en curso, quienes, de no ser canalizado el aporte de su sensibilidad transformadora, actuarán en alejamiento, desinterés o fuerte oposición.
Otro tanto sucede con el avance de los feminismos, cuyo reconocimiento habrá de ser clave para producir un nuevo impulso de liberación en los proyectos populares.
La guerra imperialista
Frente al proyecto de los pueblos, el sistema decadente se niega a ceder a las señales que anuncian nuevos tiempos. Los Estados Unidos, potencia simbólica y objetivamente eminente del viejo esquema, desarrolla una guerra multidimensional en alianza con los poderes oligárquicos locales e internacionales y con el apoyo habitual de la Unión Europea contra los impulsos emancipadores que aspiran a una América Latina soberana, integrada y con mayor equidad social.
Esta guerra se encuadra en una feroz lucha de poder geopolítico, en un tablero en el que el multilateralismo global creciente desestabiliza la preeminencia de poderes únicos y de Occidente en particular. Mientras tanto, el peligro nuclear continúa vigente y la crisis ambiental se agudiza.
La estrategia de guerra pretende cortar vías de abastecimiento energético y de materias primas a las potencias económicas emergentes (China, Rusia, India) y desplazar su importancia creciente reduciendo su volumen de comercio, inversiones directas, créditos en la región e impidiendo la integración estratégica de infraestructuras al proyecto de la Franja y la Ruta de la Seda.
Al mismo tiempo la ofensiva imperialista pretende sostener su posicionamiento bélico estratégico en suelo, aire y aguas territoriales latinoamericanas y caribeñas junto al apoyo diplomático de gobiernos vasallos para impedir la reformulación de la estructura de instituciones internacionales controladas como la ONU, el FMI, el Banco Mundial como así también la mantención del dólar como patrón de moneda universal.
Esta ofensiva de la potencia en lucha por su debilitada hegemonía unipolar, tiene un fuerte sustento en el ascenso del ala supremacista del Partido Republicano y la intervención del Estado profundo en los Estados Unidos, que viabilizan a través de la NED, el Departamento de Estado y la USAID el financiamiento de un nutrido conglomerado de fundaciones, institutos, ONGs y centros de estudios unidos entre sí por hilos poco detectables.
Entre los objetivos de este entramado civil se encuentra el de generar aceptación social a las ideas ultraliberales, demonizar a las organizaciones sindicales y populares, actuar de reservorio académico, de formación y estrategia política a elementos dispuestos a asumir roles protagónicos para la desestabilización de procesos de emancipación popular. Del mismo modo, los Estados Unidos operan en la región a través de programas de captación de sujetos funcionales a sus propósitos en los aparatos judiciales, la esfera periodística y, por supuesto, a través del Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad (antes Escuelas de las Américas), en el ámbito militar.
Para evitar su derrumbe final, el hegemón del Norte ha emprendido un ataque furibundo contra los mecanismos de integración regional como la UNASUR, ALBA-TCP, PetroCaribe y la CELAC. Estos últimos son mecanismos que expresan la nítida voluntad de los pueblos de vincularse y ampliar la autodeterminación buscando soluciones conjuntas a los problemas heredados de una dolorosa historia colonial. Con esta ofensiva, el proyecto imperial ha logrado reposicionar a la OEA -una organización controlada por los Estados Unidos- como supuesto organismo multilateral para dirimir cuestiones intrarregionales y en definitiva, reconquistar la digitación hegemónica de la política regional.
A pesar del retroceso coyuntural de los mecanismos institucionales de integración soberana, destaca actualmente la vocación de los gobiernos de AMLO y Fernández en México y Argentina que se proponen dar un nuevo impulso a la CELAC y la UNASUR, quebrando el acoso y la segregación con las que el imperio pretende tumbar a los gobiernos de izquierda.
Otro de los objetivos de esta guerra contra los pueblos de la región, acaso el principal, es el control de la subjetividad, operando una sistemática manipulación del sentido común a través del discurso único. A este fin aportan fundamentalmente la dictadura de los medios corporativos concentrados de difusión, pero también las intrigas para derribar modelos alternativos exitosos, abatir la esperanza popular movilizada, dividir y desorganizar al campo popular y demonizar procesos y liderazgos aglutinantes.
Por otra parte, tal como sucede en las distintas latitudes del planeta crecen el irracionalismo y el discurso de odio. El fanatismo religioso y la extrema derecha encuentran terreno fértil en el abandono, la soledad, la inestabilidad ante los cambios y el futuro cerrado de cada vez más amplios conjuntos. Estas corrientes reclaman un retroceso a situaciones falsamente idealizadas de moralidad y estabilidad. Su éxito relativo proviene de tocar fibras de necesidad existencial, espiritual y de contención afectiva, contando con abundantes recursos, una fuerte penetración mediática y una organización jerárquica en cascada de fácil replicación.
Entre los pliegues del discurso retrógrado hay una evidente intención de atacar las bases del Estado laico y cercenar el lento pero indudable avance en la paridad de género, la salud reproductiva, la despenalización del aborto y las conquistas de los movimientos de la diversidad sexoafectiva.
Se trata de la utilización de la fe existente para designios alejados de la empatía, la compasión y la justicia social. Por lo mismo, en el seno de las iglesias hay sectores que no comparten esta manipulación de tópicos religiosos por parte de las derechas, distorsión funcional al sometimiento colectivo y a la recolonización de América Latina y el Caribe.
Del mismo modo, el resurgir del discurso racista en forma explícita por parte de facciones radicales, pero también existente de modo solapado en la sensibilidad de un sector de las clases medias, busca descalificar la resistencia de los pueblos, su reivindicación identitaria y su justo reclamo por salir de la marginación social.
Por su parte, las nuevas generaciones registran la falta de posibilidad en el presente y a futuro. Entran en lógica dialéctica con los modelos establecidos reclamando en positivo transformaciones estructurales o derivando su rebelión hacia caminos desesperanzados como la delincuencia, las adicciones, el fascismo y la violencia. Expresan nuevas sensibilidades políticas, pero muchas veces carecen de una visión global que permita canalizarlas de forma constructiva por lo que la simple catarsis antigubernamental es utilizada como ariete por las intenciones destructivas de los promotores de la neocolonización.
Los instrumentos de la guerra imperialista
Entre los mecanismos a través de los cuales se desarrolla esta guerra pueden distinguirse:
a) La guerra económica, a través de la extorsión corporativa, el endeudamiento forzoso, la imposición de tratados de libre comercio o barreras arancelarias a conveniencia, los bloqueos y sanciones comerciales y financieras, la evasión y elusión fiscal, la corrupción y la aplicación de leyes extraterritoriales.
b) La manipulación comunicacional, instalando masivamente lo estéril de discutir lo establecido, anestesiando con entretenimiento, sesgando, ocultando, manipulando y falsificando información, desprestigiando y agrediendo todo intento transformador, naturalizando la infamia. Esta batalla comunicacional se desarrolla tanto en el terreno de los medios convencionales como en el campo de las redes digitales.
b) La judicialización de la política, la persecución y proscripción política contra referentes que tienen obra demostrada en favor de las mayorías populares y proyectos contrahegemónicos. Esta táctica se vale de criminalizar a líderes y organizaciones con acumulados suficientes para poner en duda al poder establecido. En ello actúa un entramado de jueces, fiscales, servicios de inteligencia y policía cooptado por la estrategia de dominación continental.
c) La batalla axiológica, imponiendo el individualismo, la competencia, la tecnocracia, la apoliticidad. Entre otros instrumentos se utiliza la omnipresente publicidad, los formadores de opinión, las ficciones televisivas y cinematográficas, entre otras.
d) Las fuerzas armadas, recuperando éstas máximo protagonismo en la actualidad para dirimir el balance de relaciones de fuerza.
e) Los mercenarios y la delincuencia organizada, mano de obra desocupada en abundancia, fácilmente utilizable para simular escenarios de rebeldía popular y efectuar calentamiento de calles, operaciones de sabotaje, de falsa bandera o de directa confrontación paramilitar.
f) Los canales institucionales y diplomáticos, instituciones controladas financieramente para direccionar de manera sesgada el discurso público sobre derechos humanos, democracia, estabilidad contra los Estados no domesticados (OEA, ONU, Ong´s, fundaciones, etc.)
g) Fundamentalismos: el aprovechamiento en burbujas estancas del fervor religioso o nacional en sentido retrógrado.
Por una comunicación hacia una integración emancipadora
Es necesario que los movimientos populares retomen con fuerza la reivindicación de democratizar la comunicación. Al mismo tiempo, es imprescindible la denuncia de la censura, la amenaza a comunicadores, las mentiras y el falso relato que imponen los regímenes conservadores y sus medios aliados, primera línea de ataque en la nueva cruzada macartista que se extiende en la región.
El impulso democratizador, además de develar a ojos del pueblo la nefasta influencia del poder hiperconcentrado de medios cartelizados, debe trascender la mera crítica y pasar a la ofensiva.
Es imperativo fortalecer los medios populares, comunitarios, cooperativos, universitarios, sindicales y alternativos que configuran un conglomerado portador del proyecto emancipador, en relativa independencia del gobierno de turno.
Dada la desigual relación de fuerzas, es esencial la integración de la diversidad dando consistencia y funcionalidad a redes, alianzas y proyectos de colaboración. Es preciso aprovechar las virtudes, habilidades, capacidades, saberes y acumulados diferentes de manera colectiva y concertada, estableciendo ejes comunes en el marco del proyecto emancipador.
Por ello es estratégica la articulación de la comunicación popular en plataformas regionales que incluyan redes de comunicación, medios y movimientos sociales alrededor del eje de la integración de los pueblos y la democratización de las comunicaciones.
La dirección a fortalecer es potenciar todo lo que ya existe – que es de dimensiones apreciables y está anclado en bases e historias muy sólidas-, reconociéndose y favoreciendo la organicidad y articulación partiendo de los aspectos que nos unen; abrir espacios de diálogo constructivo sobre aquellos temas en los que aún no hay acuerdo; construir una agenda común consensuada e intencionada en contexto y que sea capaz de contemplar las emergencias de la coyuntura; planificar y producir contenidos que permitan trascender los discursos nacionales aprovechando las potencialidades y fortalezas existentes.
En términos de agenda -en clara dialéctica con la difusión dominante- corresponde que ocupe un lugar central la visibilización de las luchas populares como así también sus conquistas, sumado a la difusión de buenas prácticas y modelos alternativos a la depredación capitalista. De particular importancia es destacar la estructura que interrelaciona las luchas y promover su articulación efectiva a nivel continental como así también el develamiento de las fuerzas, instrumentos y relatos que se oponen a la construcción integradora del proyecto emancipador.
De allí que la cobertura informativa incluya y destaque contenidos de interacción regional desde la perspectiva de los movimientos sociales, junto al fortalecimiento de su incidencia en los procesos institucionales oficiales de integración.
Por otra parte, para ser eficaz, la comunicación debe ser capaz de traspasar la mera propaganda y conectar con sentidos profundos de las poblaciones a las que se dirige. La participación popular es un elemento central de aporte, debate y transformación de sentidos, a la par de generar un indispensable efecto de construcción de poder político y de contrainformación ante la censura y el discurso único.
La comunicación emancipadora debería aunar el momento catártico de la denuncia y la indignación con proyecciones propositivas. Tendría que dejar atrás el efecto de cámara refractaria que supone “hablarle a los convencidos”, ya que esto a su vez implica alejar a los que no lo están. Por tanto, debería apuntar a disputar el espacio de sentidos comunes masivos, en particular al conjunto más joven y dinámico de la sociedad.
Algunos factores a tener en cuenta son la multiplicación cuantitativa en la interlocución, el empoderamiento tecnológico y la capacitación técnica. En relación al nuevo escenario digital, la presencia en redes debe ser acompañada de la apropiación de una cultura tecnológica de liberación que dispute la estructura monopólica en manos de corporaciones del Norte global. Es clave el acoplamiento y apoyo a las múltiples iniciativas existentes de emancipación tecnológica en el marco de una Internet de los Pueblos, en alianza con coaliciones globales para incidir en la redefinición democrática de la gobernanza internacional de la tecnología.
Es fundamental lograr contrarrestar las agresivas campañas de la derecha por redes sociales y de mensajería, campañas de contenidos falsos cuya masividad, segmentación, automatismo y amarillismo tienen un severo impacto negativo en la imagen de líderes y proyectos populares, desplazando los logros sociales con maquinaciones ficticias sobre sus actores.
En términos cualitativos, la producción debe ampliar el caudal de imagen, la transmisión en vivo y el componente gráfico, aplicando el humor, la ironía, la creatividad y la capacidad de síntesis incluyendo una porción de contenidos culturales y de ocio instructivo.
Al mismo tiempo, dada la velocidad, desestructuración y fugacidad de la información actual, es crucial atender a aportar elementos que den estructura a la masa de contenido desorganizado y generar un acumulado de conciencia progresivo, resistente a la manipulación y la desinformación. En este sentido, es evidente la importancia que cobra el componente de formación política.