Por Jorge Majfud
26 de abril de 2021
Imagen: EFE
Las crisis de refugiados en la frontera sur de Estados Unidos no son consecuencia de ninguna invasión exterior que pone en peligro la Seguridad Nacional. Ni siquiera son la consecuencia de “políticas blandas de Washington”, tal como repiten hasta el hastío los políticos y los grandes medios de este país. Son consecuencia de la intersección de diferentes contradicciones del capitalismo hegemónico actual.
Por un lado, tenemos la ley de la oferta y la demanda y, por el otro, una larga tradición de intervencionismos por parte de la superpotencia que, desde el siglo XIX, sin tregua y en nombre de la lucha contra la corrupción, promovió la corrupción en “las caóticas repúblicas de negros”. En nombre de la libertad, de la democracia, de la paz y de los derechos humanos impuso una prolífica lista de protectorados, de dictaduras civico militares, de terrorismo paramilitar y de escuadrones de la muerte hasta en las llamadas democracias. La crisis de la frontera, como la repiten y magnifican la prensa y los políticos, no es una crisis para Estados Unidos. Es una crisis sólo para los pobres y desplazados por el mismo sistema del capitalismo hegemónico que los demoniza.
Para resolver las contradicciones del capitalismo, los efectos indeseables de la venerada Ley de la oferta y la demanda están las leyes de los políticos al servicio de las corporaciones y en nombre de la defensa de todo un país. En este sentido, todas las leyes son anticapitalistas, ya que contradicen, limitan o impiden la expresión inmediata de la oferta (el trabajo inmigrante) y la demanda (el consumo nacional). Es aquí donde el imperialismo aparece para intentar resolver las contradicciones de su propia ideología y, aparte de sus leyes, aparecen las narrativas de “nuestras fronteras” que hay que “defender de la invasión” de los pobres y la altruista “lucha desinteresada por la libertad” a través de intervenciones más allá de las fronteras ajenas. En la ficticia libertad del mercado, la libertad sólo es aceptada cuando aquellos que tienen poder imponen su libertad sobre sus liberados. Por estas mismas razones, en países como Estados Unidos, desde hace más de un siglo las leyes son escritas por las corporaciones capitalistas, para protegerse de las consecuencias no deseadas de la libertad del libre mercado y, sobre todo, para protegerse de la libertad de los de abajo, es decir, de los pobres, de las razas inferiores, de los países periféricos.
Terminada la excusa del comunismo (ninguno de esos “países de mierda” es comunista sino más capitalistas que Estados Unidos), se vuelve a las excusas raciales y culturales del siglo anterior a la Guerra fría. En cada trabajador de piel oscura se ve un criminal, un violador; no un ser humano, no una oportunidad de desarrollo mutuo. Las mismas leyes de inmigración tienen pánico a los trabajadores pobres. Cualquiera que haya solicitado una visa sabe que antes de presentarse a una embajada de Estados Unidos, en cualquier parte del mundo, debe eliminar la palabra trabajo del vocabulario personal. Se puede ser un perfecto zángano con dinero, y presumir de ello, pero nunca un trabajador pobre.
Mientras en Estados Unidos la Seguridad social y la Salud pública continúan bajo ataque mediático, bajo la progresiva desfinanciación de los gobiernos con el objetivo de transferir sus recursos al Pentágono y para promover la cobertura privada de salud y de seguridad, más de 60.000 estadounidense mueren cada año por adicciones a las drogas, la mayoría por prescripciones médicas de opioide. En 2017, según el National Institute on Drug Abuse del Gobierno de Estados Unidos, 47.000 personas murieron por sobredosis de opioides. La epidemia de esta droga se había iniciado en los años 90 cuando las poderosas farmacéuticas le aseguraron a los médicos que su producto no producía adicción, pese a estudios que contradecían esta afirmación. La campaña de propaganda y manipulación de los médicos se pareció mucho a la inventada por Edward Bernays medio siglo antes para vender cigarrillos, huevos, tocino y golpes de Estado.
Pero nadie recuerda nada. Sólo ven unos pocos miles de pobres de a pie, amenazando con destruir con sus penes y vaginas al país más poderoso del mundo. Mientras el negocio de las cárceles privadas (que reciben millones de dólares del gobierno federal) florece en el borde sur del país, la inmigración ilegal y los refugiados legales son criminalizados por pobres y por el pecado de no ser caucásicos. El negocio, como cualquier otro negocio, tiene como único objetivo aumentar el número de clientes. El problema es que aquí los clientes son hombres y mujeres pobres en búsqueda de una vida decente, en búsqueda de un poco de paz y de trabajo duro, que es lo único tan terrible que saben hacer. Cuando no son refugiados. Como la desesperación ajena y la indignación propia es un negocio, las empresas carcelarias inflan los días y las semanas y los meses y los candidatos a criminales, aunque sean niños, que deben pasar detenidos sin necesidad, contra las leyes internacionales, pero en cumplimiento de las leyes del país de las leyes.
Desde 1980, la emigración desesperada desde el Triángulo norte se ha multiplicado por diez. No porque las fronteras se hayan abierto o porque las condiciones de viaje ahora sean mejores, ya que los migrantes siguen usando sus piernas como principal medio de transporte y las fronteras se han militarizado exponencialmente. El terrorismo paramilitar financiado por las corporaciones del norte, las guerras de Washington en los ochenta y sus golpes de Estado 2.0 en el nuevo siglo han producido un efecto inmediato y persistente. Para 2020 el flujo de migrantes que intentan escapar a la violencia y la miseria de los neoprotectorados ultracapitalistas de América Central (Guatemala, El Salvador y Honduras), sumarán casi el 90 por ciento del total. Como no se puede culpar al comunismo (para peor, del “régimen de Nicaragua” sólo procede el siete por ciento de los migrantes) y los neoprotectorados ultracapitalistas no son países bloqueados, se culpa a su cultura enferma. Cuando no directamente a la raza maldita. Como respuesta, Washington se resiste a recibir esos peligrosos refugiados, sean niños o mujeres pobres. No por mero accidente, la superpotencia de los compasivos cristianos recibe cien veces menos refugiados por cada mil habitantes que Líbano e, incluso, seis veces menos que la empobrecida y bloqueada Venezuela.
Sin indicios de cambio, los políticos en Estados Unidos continúan alertando del peligro de terroristas entre los pobres que buscan asilo. Nada mejor que asustar al pueblo con una invasión inexistente para no hablar de la violencia y de las históricas matanzas del terrorismo de los supremacistas blancos. Nada mejor que asustar a la clase media con el peligro de los pobres de piel oscura para no ver que dos hombres, Jeff Bezos y Elon Musk, ya poseen más riqueza que el cuarenta por ciento de la población de la superpotencia, mientras los sintecho y la precarización del trabajo de los esclavos asalariados continúa creciendo. Todo lo que produce la defensa furiosa de los de abajo a los benefactores de arriba con clichés como “los holgazanes quieren invadirnos para vivir del gobierno”, “los pobres me roban con los impuestos” y “la solución no está en sacarle a los ricos sino en ayudarlos a prosperar”, como si los ricos no hubiesen secuestrado suficiente de todo el progreso de la historia y de todo el trabajo de los de abajo que los sostienen y los defienden como si fuesen dioses.
El racismo, el negocio de explotar a los de abajo no se crea ni se destruye; solo se transforma.
Jorge Majfud es escritor uruguayo-estadounidense. Profesor en la Jacksonville University.
Las crisis de refugiados en la frontera sur de Estados Unidos no son consecuencia de ninguna invasión exterior que pone en peligro la Seguridad Nacional. Ni siquiera son la consecuencia de “políticas blandas de Washington”, tal como repiten hasta el hastío los políticos y los grandes medios de este país. Son consecuencia de la intersección de diferentes contradicciones del capitalismo hegemónico actual.
Por un lado, tenemos la ley de la oferta y la demanda y, por el otro, una larga tradición de intervencionismos por parte de la superpotencia que, desde el siglo XIX, sin tregua y en nombre de la lucha contra la corrupción, promovió la corrupción en “las caóticas repúblicas de negros”. En nombre de la libertad, de la democracia, de la paz y de los derechos humanos impuso una prolífica lista de protectorados, de dictaduras civico militares, de terrorismo paramilitar y de escuadrones de la muerte hasta en las llamadas democracias. La crisis de la frontera, como la repiten y magnifican la prensa y los políticos, no es una crisis para Estados Unidos. Es una crisis sólo para los pobres y desplazados por el mismo sistema del capitalismo hegemónico que los demoniza.
Para resolver las contradicciones del capitalismo, los efectos indeseables de la venerada Ley de la oferta y la demanda están las leyes de los políticos al servicio de las corporaciones y en nombre de la defensa de todo un país. En este sentido, todas las leyes son anticapitalistas, ya que contradicen, limitan o impiden la expresión inmediata de la oferta (el trabajo inmigrante) y la demanda (el consumo nacional). Es aquí donde el imperialismo aparece para intentar resolver las contradicciones de su propia ideología y, aparte de sus leyes, aparecen las narrativas de “nuestras fronteras” que hay que “defender de la invasión” de los pobres y la altruista “lucha desinteresada por la libertad” a través de intervenciones más allá de las fronteras ajenas. En la ficticia libertad del mercado, la libertad sólo es aceptada cuando aquellos que tienen poder imponen su libertad sobre sus liberados. Por estas mismas razones, en países como Estados Unidos, desde hace más de un siglo las leyes son escritas por las corporaciones capitalistas, para protegerse de las consecuencias no deseadas de la libertad del libre mercado y, sobre todo, para protegerse de la libertad de los de abajo, es decir, de los pobres, de las razas inferiores, de los países periféricos.
Terminada la excusa del comunismo (ninguno de esos “países de mierda” es comunista sino más capitalistas que Estados Unidos), se vuelve a las excusas raciales y culturales del siglo anterior a la Guerra fría. En cada trabajador de piel oscura se ve un criminal, un violador; no un ser humano, no una oportunidad de desarrollo mutuo. Las mismas leyes de inmigración tienen pánico a los trabajadores pobres. Cualquiera que haya solicitado una visa sabe que antes de presentarse a una embajada de Estados Unidos, en cualquier parte del mundo, debe eliminar la palabra trabajo del vocabulario personal. Se puede ser un perfecto zángano con dinero, y presumir de ello, pero nunca un trabajador pobre.
Mientras en Estados Unidos la Seguridad social y la Salud pública continúan bajo ataque mediático, bajo la progresiva desfinanciación de los gobiernos con el objetivo de transferir sus recursos al Pentágono y para promover la cobertura privada de salud y de seguridad, más de 60.000 estadounidense mueren cada año por adicciones a las drogas, la mayoría por prescripciones médicas de opioide. En 2017, según el National Institute on Drug Abuse del Gobierno de Estados Unidos, 47.000 personas murieron por sobredosis de opioides. La epidemia de esta droga se había iniciado en los años 90 cuando las poderosas farmacéuticas le aseguraron a los médicos que su producto no producía adicción, pese a estudios que contradecían esta afirmación. La campaña de propaganda y manipulación de los médicos se pareció mucho a la inventada por Edward Bernays medio siglo antes para vender cigarrillos, huevos, tocino y golpes de Estado.
Pero nadie recuerda nada. Sólo ven unos pocos miles de pobres de a pie, amenazando con destruir con sus penes y vaginas al país más poderoso del mundo. Mientras el negocio de las cárceles privadas (que reciben millones de dólares del gobierno federal) florece en el borde sur del país, la inmigración ilegal y los refugiados legales son criminalizados por pobres y por el pecado de no ser caucásicos. El negocio, como cualquier otro negocio, tiene como único objetivo aumentar el número de clientes. El problema es que aquí los clientes son hombres y mujeres pobres en búsqueda de una vida decente, en búsqueda de un poco de paz y de trabajo duro, que es lo único tan terrible que saben hacer. Cuando no son refugiados. Como la desesperación ajena y la indignación propia es un negocio, las empresas carcelarias inflan los días y las semanas y los meses y los candidatos a criminales, aunque sean niños, que deben pasar detenidos sin necesidad, contra las leyes internacionales, pero en cumplimiento de las leyes del país de las leyes.
Desde 1980, la emigración desesperada desde el Triángulo norte se ha multiplicado por diez. No porque las fronteras se hayan abierto o porque las condiciones de viaje ahora sean mejores, ya que los migrantes siguen usando sus piernas como principal medio de transporte y las fronteras se han militarizado exponencialmente. El terrorismo paramilitar financiado por las corporaciones del norte, las guerras de Washington en los ochenta y sus golpes de Estado 2.0 en el nuevo siglo han producido un efecto inmediato y persistente. Para 2020 el flujo de migrantes que intentan escapar a la violencia y la miseria de los neoprotectorados ultracapitalistas de América Central (Guatemala, El Salvador y Honduras), sumarán casi el 90 por ciento del total. Como no se puede culpar al comunismo (para peor, del “régimen de Nicaragua” sólo procede el siete por ciento de los migrantes) y los neoprotectorados ultracapitalistas no son países bloqueados, se culpa a su cultura enferma. Cuando no directamente a la raza maldita. Como respuesta, Washington se resiste a recibir esos peligrosos refugiados, sean niños o mujeres pobres. No por mero accidente, la superpotencia de los compasivos cristianos recibe cien veces menos refugiados por cada mil habitantes que Líbano e, incluso, seis veces menos que la empobrecida y bloqueada Venezuela.
Sin indicios de cambio, los políticos en Estados Unidos continúan alertando del peligro de terroristas entre los pobres que buscan asilo. Nada mejor que asustar al pueblo con una invasión inexistente para no hablar de la violencia y de las históricas matanzas del terrorismo de los supremacistas blancos. Nada mejor que asustar a la clase media con el peligro de los pobres de piel oscura para no ver que dos hombres, Jeff Bezos y Elon Musk, ya poseen más riqueza que el cuarenta por ciento de la población de la superpotencia, mientras los sintecho y la precarización del trabajo de los esclavos asalariados continúa creciendo. Todo lo que produce la defensa furiosa de los de abajo a los benefactores de arriba con clichés como “los holgazanes quieren invadirnos para vivir del gobierno”, “los pobres me roban con los impuestos” y “la solución no está en sacarle a los ricos sino en ayudarlos a prosperar”, como si los ricos no hubiesen secuestrado suficiente de todo el progreso de la historia y de todo el trabajo de los de abajo que los sostienen y los defienden como si fuesen dioses.
El racismo, el negocio de explotar a los de abajo no se crea ni se destruye; solo se transforma.
Jorge Majfud es escritor uruguayo-estadounidense. Profesor en la Jacksonville University.