Por Maristella Svampa
En 20/10/2023
En 20/10/2023
Como tantos otros argentinos y argentinas, desde que el resultado de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) catapultó a Javier Milei, un economista libertario que coquetea con la extrema derecha global, como el candidato más votado en el país, no hice más que sumergirme en la lectura de las diferentes interpretaciones que se vienen tejiendo. Y, al mismo tiempo, traté de reflexionar en voz alta con amigos y colegas para comprender cómo fue que las mayorías silenciosas rompieron con el maleficio de la denominada «grieta» argentina (entre kirchnerismo y antikirchnerismo), que parecía tan bien instalada, arrojándonos a algo aún peor, una suerte de salto al abismo.
Esto no quiere decir que el voto a Milei sea un hecho extraño a nuestra realidad. Por supuesto, están ahí los textos pioneros de Pablo Stefanoni, quien desde hace tiempo estudia este fenómeno sin «lagañas tradicionales», como diría Milcíades Peña, describiendo y analizando cada uno de los rasgos de esta oleada de ultraderecha (en sus diferentes versiones, locales y globales), en su avance antiprogresista y su discurso rabiosamente antielitista. O los artículos de investigadores como Ezequiel Saferstein, quien ha seguido a los jóvenes libertarios desde que comenzaron a emerger por fuera del radar de los analistas.
En términos locales, luego del triunfo de Milei, los análisis más serios hablan de una fuerza social aluvional, imparable, que hasta podría obtener la diferencia suficiente como para triunfar en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de octubre. Eventualmente, un balotaje con Sergio Massa dejaría a Milei en una buena posición, pues podría sumar votos de Patricia Bullrich, quien se arriesga a quedar atrapada en el nuevo no man’s land generado por la inesperada reconfiguración del espacio político-electoral argentino. Si Bullrich se radicaliza, corre el riesgo de perder los votos del ala «moderada» de Juntos por el Cambio; si se modera, podría perder votos en favor de Milei.
Se habla ya de un populismo de derecha en construcción, una conjunción de elementos contradictorios, como todo populismo, con rasgos autoritarios, pero también democráticos (por ejemplo, en el brillante y tentacular análisis de Pablo Semán y Nicolás Welschinger). Se habla de la emergencia de un nuevo actor que hace rato está ahí, pero que la pandemia multiplicó en número y padeceres, un precariado angustiado, sobreexplotado económicamente y hastiado desde el punto de vista político, que dice no deberle nada al Estado (al contrario) y que, en su rechazo a la «casta» política, pareciera querer volver a las fuentes prístinas del capitalismo liberal. Se trata de un actor social heterogéneo que postularía la indiferencia –o en algunos casos, la renuncia– a los valores fundantes del pacto democrático; justo ahora que deberíamos estar conmemorando los 40 años ininterrumpidos de vida institucional, un pacto democrático, sin embargo, que no se dio de una vez, sino que se fue construyendo colectivamente y en conflicto a lo largo de los años, a fuerza de luchar contra la impunidad, sobre todo contra la de aquellos que cometieron crímenes de lesa humanidad.
Esta nueva fuerza social comandada por Milei reniega incluso explícita y orgullosamente de las «fuentes morales del peronismo» o sea, del valor de la justicia social, como bien analiza en otro agudo texto German Pérez, en Socompa, que toma casi todas estas caracterizaciones. Y, no lo olvidemos, hay una furiosa reacción conservadora, un backlash completo y, a la manera argentina, hiperbólico, que no perdona ninguno de los tópicos del progresismo, muy especialmente dos o tres de sus baluartes o símbolos, lo que el director de comunicación de La Libertad Avanza denominó en una reciente entrevista el «sobregiro del feminismo», y lo que Milei expresó en sus declaraciones post-PASO acerca del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), que propone privatizar o directamente cerrar y compara maliciosamente con la NASA (siglas en inglés de la Administración Nacional de Aeronáutica del Espacio), para desacreditarlo como si se tratara de una cuestión de «sobreempleo público».
Es cierto que el triunfo de Milei fue tan contundente como inesperado –sobre todo para una fuerza nueva, sin estructura territorial– y que esos factores combinados bien podrían allanarle el camino a la construcción de una nueva mayoría, pero también es sabido que las dinámicas políticas son recursivas y que en estos dos meses previos a la elección de octubre el oficialismo encarnado por Massa hará lo posible, en términos políticos, simbólicos y, sobre todo, económicos, para revincularse como estructura del sentimiento con la mayoría perdida, como reclaman tantos peronistas (como Mayra Arena, cuyo análisis tan comprehensivo raya por momentos la ambivalencia), e incluso ir más allá.
En todo caso, de no ser así, a menos que la crisis económica se torne del todo ingobernable, nunca como antes estará disponible la archirrepetida exigencia del «mal menor», el voto utilitario, mucho más frente a un candidato como Milei. Por ende, no sabemos si el voto a Milei tiene por delante una avenida pavimentada hasta la meta final o en realidad la metáfora más apropiada es la de un camino congelado conformado por una capa delgada de hielo, que puede romperse durante el veloz recorrido. Quizá la realidad nos ofrezca una variante intermedia, construida más golpe a golpe, antes que producto de una estrategia fluida.
En términos culturales y políticos, los progresismos y las izquierdas han –hemos– quedado demudados. La agenda que trae Milei es sumamente preocupante e implicaría un enorme retroceso, en todos los órdenes. Aun así, lo peor sería dar una respuesta parcial o corporativa, se trate de un «abrazo» anticipado al Conicet o de los rápidos llamados feministas a ganar las calles. El Conicet –conste que soy investigadora de ese organismo– es una institución plural, muy valiosa y necesaria; pocos países capitalistas periféricos cuentan con tal acervo, tal acumulación de saber y conocimiento público (Brasil o México son otros); y, por supuesto, no todos los investigadores que lo integran tenemos el mismo concepto de ciencia, compromiso y servicio público. Lo mismo vale para el espacio feminista –conste que soy ecofeminista–, que ha sabido construir colectivamente y desde la masividad en las calles una transversalidad disruptiva, pero contingente y provisoria; un espacio en el cual se han venido desarrollando debates tensos e interesantísimos acerca de los nuevos modelos de masculinidad y la trampa de los feminismos punitivistas. Lamentablemente, no se ha logrado frenar los femicidios, ya que estos continúan aumentando de modo horroroso en nuestro país.
Desde los progresismos y las izquierdas políticas, feministas e incluso ecologistas, no supimos ver ni sopesar la gran transformación que se estaba gestando desde abajo, particularmente reforzada por los efectos amplificadores de la pandemia, porque básicamente hemos estado obnubilados con la «grieta», entrampados en una polarización política desgastante y cada vez más empobrecedora (en todos los sentidos, no solo político sino también económico). O si la vimos asomar o la sospechamos, cual efecto Bolsonaro o trumpista en clave local, no supimos dar con las respuestas políticas adecuadas, pese a que se había ganado parte de la batalla cultural, o sencillamente nos resignamos, por impotencia, a fuerza de seguir pataleando en soledad –cada vez más cancelados, como ocurre con el espacio ambientalista– a que Argentina continuara presa de esa polarización.
Aun así, vale la pena preguntarse: ¿por qué esa rabia, esa desazón, ese hartazgo no fue capitalizado por la izquierda política, donde hay cuadros tan potentes como Myriam Bregman, o incluso por alguien carismático como Juan Grabois, que busca reconstruir un espacio de centroizquierda y cuyo liderazgo sintetiza el contacto con la gente de abajo y los valores de solidaridad colectiva? El trotskismo avanza, ciertamente, pero –verdad de perogrullo– en un país tan peronizado como Argentina, siempre resulta difícil disputar el voto popular. El trotskismo siempre ha sido reactivo; y si bien en los últimos años puso nuevos temas en agenda, suele volver a su obrerismo de origen (como sucedió con el tema del precariado, pues fue una de las primeras fuerzas políticas en tomarlo), y sus formas organizativas y sus contornos ideológicos funcionan como un muro difícil de atravesar.
Por otro lado, el gran error de Grabois, quien sí abreva de la gran fuente peronista, es que no supo/quiso despegarse del kirchnerismo, el que además está en su peor versión histórica. Agotado ya, la única capacidad efectiva del cristinismo –última variante del kirchnerismo–, además de haber hecho implosionar el gobierno actual desde adentro, consiste en seguir absorbiendo y monopolizando un espacio que ya no representa (la centroizquierda), y al cual el resto de las fuerzas progresistas se sometieron voluntariamente. En vez de tratar de construir una fuerza de centroizquierda independiente del kirchnerismo, Grabois buscó fusionarse con él e incluso representarlo en su versión más «pura». En lugar de convocar a otros espacios para ir generando una nueva línea de acumulación política desde la centroizquierda, su discurso volvió sobre el kirchnerimo de modo extemporáneo. Apenas se conocieron los resultados de las PASO, las declaraciones que hizo Grabois sonaron de otra época en sus referencia al kirchnerismo. Y, más precisamente hablando de Cristina Fernández de Kirchner, dijo: «Perdón si no te defendimos lo suficiente».
En términos profesionales y personales, aunque mis temas refieren cada vez más a la crisis socioecológica en clave latinoamericana, fuera del país casi siempre me toca responder acerca de «la crisis argentina»; una pregunta coyuntural que en el exterior vino a reemplazar aquella sempiterna acerca de «¿qué es el peronismo?», mezclando por igual curiosidad y desconcierto. Ay, la bendita y repetida CRISIS, ya convertida en policrisis; demasiado largo de contar, demasiado difícil de resumir, demasiado fácil de simplificar. Por ello desde hace unos años suelo ingresar a los espacios de debate diciendo que no me pregunten por Argentina… Y no es que lo haga por pereza intelectual, sino más bien por escepticismo y desesperanza. La desazón, el hartazgo, la angustia social como signo de época es algo que no hemos podido procesar bien desde diferentes sectores sociales, y eso nos incluye también a nosotros, los intelectuales críticos de izquierda y centroizquierda.
Abundan desde hace rato las comparaciones con la gran crisis de 2001, pero las diferencias son de talla: entre ellas, en 2023 no hay actores sociales movilizados con capacidad de interpelar a la sociedad, como en aquel otro momento de crisis lo fueron las organizaciones piqueteras, desde el hambre, los cortes de ruta y el trabajo colaborativo en los barrios. En la actualidad, existe un enorme tejido asociativo que ha ido creciendo en las últimas décadas, y una incesante y pertinaz movilización colectiva que refrenda nuestra histórica capacidad de protesta, pero hay demasiada fragmentación y pobreza, demasiada conformismo corporatista, demasiada política de la inmediatez, demasiado etiquetado frontal a la hora de la discusión democrática, entre tantas otras cosas. Hay tejido social organizativo en abundancia, pero existe poca construcción contrahegemónica desde abajo que tenga la capacidad de volver a hacernos soñar –como en 2001– con una sociedad mejor y diferente, a través de conceptos-horizonte que hoy tendrían que asociar necesariamente la justicia social con la justicia ambiental, el respeto de las diversidades y de género con la reparación étnica. Y lo que asoma como potencial construcción hegemónica –o podría asomar–, con La Libertad Avanza, repudia precisamente todos esos valores, tanto en su conjunto como cada uno por separado.
Aciertan Mariano Schuster y Pablo Stefanoni en cuanto a la resignificación por derecha que la fuerza de Milei hizo del 2001 argentino y el «Que se vayan todos», no ya con la promesa de la restauración del vínculo social desde valores como la solidaridad, la movilización colectiva y el Estado social, sino a través de la defensa del individuo trabajador, ignorado y/o explotado por un Estado ineficiente y corrupto. El circulo que comenzó como un estallido y se fue desplegando por izquierda en 2001, se cierra hoy por derecha en 2023.
No deja de sorprender cómo, en estos primeros días, el periodismo vernáculo que el propio Milei denuncia como «ensobrado» (comprado) ayuda a instalar la agenda libertaria y naturaliza al candidato, e incluso, a la hora de entrevistarlo, se autolimita en el tono y teme sus arrebatos. Hasta parecen haberse intercambiado los roles; el que queda desubicado o fuera de foco ya no es un Milei que vocifera barbaridades, sino los periodistas que titubean o son corregidos una y otra vez cuando aquel presenta su programa de gobierno, por momentos con un tono didáctico, de maestro, ante alumnos confundidos. Su voz se cargó de autoridad, aquella que le dan las urnas.
Milei pasó de ser el payaso mediático que nadie tomaba en serio a ser el líder insoslayable de las mayorías silenciosas, que hoy se halla a cien metros de la Casa Rosada. «El Joker, el Guasón como emergente social dislocado, que podría convertirse en el líder de Ciudad Gótica, sumida en una gran tensión social», comentaba la escritora Claudia Aboaf en un intercambio privado. Milei le agrega así una capa más de distopía a una sociedad sumida en la policrisis y un planeta ya herido por el colapso. Su triunfo habilita nuevos umbrales, abre a un escenario de una fuerte regresión político-cultural. No seremos los primeros. Ejemplos en el mundo hay muchos, y Brasil es el más cercano; las marcas del bolsonarismo no se han ido siquiera luego del triunfo de Lula da Silva. Pero sobre todo, lo que Milei trae consigo nos obliga a interrogarnos no solamente sobre la mayoría silenciosa que se ve representada en él, sino también sobre nosotros mismos, corresponsables de esta distopía en marcha.
Nueva Sociedad
Esto no quiere decir que el voto a Milei sea un hecho extraño a nuestra realidad. Por supuesto, están ahí los textos pioneros de Pablo Stefanoni, quien desde hace tiempo estudia este fenómeno sin «lagañas tradicionales», como diría Milcíades Peña, describiendo y analizando cada uno de los rasgos de esta oleada de ultraderecha (en sus diferentes versiones, locales y globales), en su avance antiprogresista y su discurso rabiosamente antielitista. O los artículos de investigadores como Ezequiel Saferstein, quien ha seguido a los jóvenes libertarios desde que comenzaron a emerger por fuera del radar de los analistas.
En términos locales, luego del triunfo de Milei, los análisis más serios hablan de una fuerza social aluvional, imparable, que hasta podría obtener la diferencia suficiente como para triunfar en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de octubre. Eventualmente, un balotaje con Sergio Massa dejaría a Milei en una buena posición, pues podría sumar votos de Patricia Bullrich, quien se arriesga a quedar atrapada en el nuevo no man’s land generado por la inesperada reconfiguración del espacio político-electoral argentino. Si Bullrich se radicaliza, corre el riesgo de perder los votos del ala «moderada» de Juntos por el Cambio; si se modera, podría perder votos en favor de Milei.
Se habla ya de un populismo de derecha en construcción, una conjunción de elementos contradictorios, como todo populismo, con rasgos autoritarios, pero también democráticos (por ejemplo, en el brillante y tentacular análisis de Pablo Semán y Nicolás Welschinger). Se habla de la emergencia de un nuevo actor que hace rato está ahí, pero que la pandemia multiplicó en número y padeceres, un precariado angustiado, sobreexplotado económicamente y hastiado desde el punto de vista político, que dice no deberle nada al Estado (al contrario) y que, en su rechazo a la «casta» política, pareciera querer volver a las fuentes prístinas del capitalismo liberal. Se trata de un actor social heterogéneo que postularía la indiferencia –o en algunos casos, la renuncia– a los valores fundantes del pacto democrático; justo ahora que deberíamos estar conmemorando los 40 años ininterrumpidos de vida institucional, un pacto democrático, sin embargo, que no se dio de una vez, sino que se fue construyendo colectivamente y en conflicto a lo largo de los años, a fuerza de luchar contra la impunidad, sobre todo contra la de aquellos que cometieron crímenes de lesa humanidad.
Esta nueva fuerza social comandada por Milei reniega incluso explícita y orgullosamente de las «fuentes morales del peronismo» o sea, del valor de la justicia social, como bien analiza en otro agudo texto German Pérez, en Socompa, que toma casi todas estas caracterizaciones. Y, no lo olvidemos, hay una furiosa reacción conservadora, un backlash completo y, a la manera argentina, hiperbólico, que no perdona ninguno de los tópicos del progresismo, muy especialmente dos o tres de sus baluartes o símbolos, lo que el director de comunicación de La Libertad Avanza denominó en una reciente entrevista el «sobregiro del feminismo», y lo que Milei expresó en sus declaraciones post-PASO acerca del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), que propone privatizar o directamente cerrar y compara maliciosamente con la NASA (siglas en inglés de la Administración Nacional de Aeronáutica del Espacio), para desacreditarlo como si se tratara de una cuestión de «sobreempleo público».
Es cierto que el triunfo de Milei fue tan contundente como inesperado –sobre todo para una fuerza nueva, sin estructura territorial– y que esos factores combinados bien podrían allanarle el camino a la construcción de una nueva mayoría, pero también es sabido que las dinámicas políticas son recursivas y que en estos dos meses previos a la elección de octubre el oficialismo encarnado por Massa hará lo posible, en términos políticos, simbólicos y, sobre todo, económicos, para revincularse como estructura del sentimiento con la mayoría perdida, como reclaman tantos peronistas (como Mayra Arena, cuyo análisis tan comprehensivo raya por momentos la ambivalencia), e incluso ir más allá.
En todo caso, de no ser así, a menos que la crisis económica se torne del todo ingobernable, nunca como antes estará disponible la archirrepetida exigencia del «mal menor», el voto utilitario, mucho más frente a un candidato como Milei. Por ende, no sabemos si el voto a Milei tiene por delante una avenida pavimentada hasta la meta final o en realidad la metáfora más apropiada es la de un camino congelado conformado por una capa delgada de hielo, que puede romperse durante el veloz recorrido. Quizá la realidad nos ofrezca una variante intermedia, construida más golpe a golpe, antes que producto de una estrategia fluida.
En términos culturales y políticos, los progresismos y las izquierdas han –hemos– quedado demudados. La agenda que trae Milei es sumamente preocupante e implicaría un enorme retroceso, en todos los órdenes. Aun así, lo peor sería dar una respuesta parcial o corporativa, se trate de un «abrazo» anticipado al Conicet o de los rápidos llamados feministas a ganar las calles. El Conicet –conste que soy investigadora de ese organismo– es una institución plural, muy valiosa y necesaria; pocos países capitalistas periféricos cuentan con tal acervo, tal acumulación de saber y conocimiento público (Brasil o México son otros); y, por supuesto, no todos los investigadores que lo integran tenemos el mismo concepto de ciencia, compromiso y servicio público. Lo mismo vale para el espacio feminista –conste que soy ecofeminista–, que ha sabido construir colectivamente y desde la masividad en las calles una transversalidad disruptiva, pero contingente y provisoria; un espacio en el cual se han venido desarrollando debates tensos e interesantísimos acerca de los nuevos modelos de masculinidad y la trampa de los feminismos punitivistas. Lamentablemente, no se ha logrado frenar los femicidios, ya que estos continúan aumentando de modo horroroso en nuestro país.
Desde los progresismos y las izquierdas políticas, feministas e incluso ecologistas, no supimos ver ni sopesar la gran transformación que se estaba gestando desde abajo, particularmente reforzada por los efectos amplificadores de la pandemia, porque básicamente hemos estado obnubilados con la «grieta», entrampados en una polarización política desgastante y cada vez más empobrecedora (en todos los sentidos, no solo político sino también económico). O si la vimos asomar o la sospechamos, cual efecto Bolsonaro o trumpista en clave local, no supimos dar con las respuestas políticas adecuadas, pese a que se había ganado parte de la batalla cultural, o sencillamente nos resignamos, por impotencia, a fuerza de seguir pataleando en soledad –cada vez más cancelados, como ocurre con el espacio ambientalista– a que Argentina continuara presa de esa polarización.
Aun así, vale la pena preguntarse: ¿por qué esa rabia, esa desazón, ese hartazgo no fue capitalizado por la izquierda política, donde hay cuadros tan potentes como Myriam Bregman, o incluso por alguien carismático como Juan Grabois, que busca reconstruir un espacio de centroizquierda y cuyo liderazgo sintetiza el contacto con la gente de abajo y los valores de solidaridad colectiva? El trotskismo avanza, ciertamente, pero –verdad de perogrullo– en un país tan peronizado como Argentina, siempre resulta difícil disputar el voto popular. El trotskismo siempre ha sido reactivo; y si bien en los últimos años puso nuevos temas en agenda, suele volver a su obrerismo de origen (como sucedió con el tema del precariado, pues fue una de las primeras fuerzas políticas en tomarlo), y sus formas organizativas y sus contornos ideológicos funcionan como un muro difícil de atravesar.
Por otro lado, el gran error de Grabois, quien sí abreva de la gran fuente peronista, es que no supo/quiso despegarse del kirchnerismo, el que además está en su peor versión histórica. Agotado ya, la única capacidad efectiva del cristinismo –última variante del kirchnerismo–, además de haber hecho implosionar el gobierno actual desde adentro, consiste en seguir absorbiendo y monopolizando un espacio que ya no representa (la centroizquierda), y al cual el resto de las fuerzas progresistas se sometieron voluntariamente. En vez de tratar de construir una fuerza de centroizquierda independiente del kirchnerismo, Grabois buscó fusionarse con él e incluso representarlo en su versión más «pura». En lugar de convocar a otros espacios para ir generando una nueva línea de acumulación política desde la centroizquierda, su discurso volvió sobre el kirchnerimo de modo extemporáneo. Apenas se conocieron los resultados de las PASO, las declaraciones que hizo Grabois sonaron de otra época en sus referencia al kirchnerismo. Y, más precisamente hablando de Cristina Fernández de Kirchner, dijo: «Perdón si no te defendimos lo suficiente».
En términos profesionales y personales, aunque mis temas refieren cada vez más a la crisis socioecológica en clave latinoamericana, fuera del país casi siempre me toca responder acerca de «la crisis argentina»; una pregunta coyuntural que en el exterior vino a reemplazar aquella sempiterna acerca de «¿qué es el peronismo?», mezclando por igual curiosidad y desconcierto. Ay, la bendita y repetida CRISIS, ya convertida en policrisis; demasiado largo de contar, demasiado difícil de resumir, demasiado fácil de simplificar. Por ello desde hace unos años suelo ingresar a los espacios de debate diciendo que no me pregunten por Argentina… Y no es que lo haga por pereza intelectual, sino más bien por escepticismo y desesperanza. La desazón, el hartazgo, la angustia social como signo de época es algo que no hemos podido procesar bien desde diferentes sectores sociales, y eso nos incluye también a nosotros, los intelectuales críticos de izquierda y centroizquierda.
Abundan desde hace rato las comparaciones con la gran crisis de 2001, pero las diferencias son de talla: entre ellas, en 2023 no hay actores sociales movilizados con capacidad de interpelar a la sociedad, como en aquel otro momento de crisis lo fueron las organizaciones piqueteras, desde el hambre, los cortes de ruta y el trabajo colaborativo en los barrios. En la actualidad, existe un enorme tejido asociativo que ha ido creciendo en las últimas décadas, y una incesante y pertinaz movilización colectiva que refrenda nuestra histórica capacidad de protesta, pero hay demasiada fragmentación y pobreza, demasiada conformismo corporatista, demasiada política de la inmediatez, demasiado etiquetado frontal a la hora de la discusión democrática, entre tantas otras cosas. Hay tejido social organizativo en abundancia, pero existe poca construcción contrahegemónica desde abajo que tenga la capacidad de volver a hacernos soñar –como en 2001– con una sociedad mejor y diferente, a través de conceptos-horizonte que hoy tendrían que asociar necesariamente la justicia social con la justicia ambiental, el respeto de las diversidades y de género con la reparación étnica. Y lo que asoma como potencial construcción hegemónica –o podría asomar–, con La Libertad Avanza, repudia precisamente todos esos valores, tanto en su conjunto como cada uno por separado.
Aciertan Mariano Schuster y Pablo Stefanoni en cuanto a la resignificación por derecha que la fuerza de Milei hizo del 2001 argentino y el «Que se vayan todos», no ya con la promesa de la restauración del vínculo social desde valores como la solidaridad, la movilización colectiva y el Estado social, sino a través de la defensa del individuo trabajador, ignorado y/o explotado por un Estado ineficiente y corrupto. El circulo que comenzó como un estallido y se fue desplegando por izquierda en 2001, se cierra hoy por derecha en 2023.
No deja de sorprender cómo, en estos primeros días, el periodismo vernáculo que el propio Milei denuncia como «ensobrado» (comprado) ayuda a instalar la agenda libertaria y naturaliza al candidato, e incluso, a la hora de entrevistarlo, se autolimita en el tono y teme sus arrebatos. Hasta parecen haberse intercambiado los roles; el que queda desubicado o fuera de foco ya no es un Milei que vocifera barbaridades, sino los periodistas que titubean o son corregidos una y otra vez cuando aquel presenta su programa de gobierno, por momentos con un tono didáctico, de maestro, ante alumnos confundidos. Su voz se cargó de autoridad, aquella que le dan las urnas.
Milei pasó de ser el payaso mediático que nadie tomaba en serio a ser el líder insoslayable de las mayorías silenciosas, que hoy se halla a cien metros de la Casa Rosada. «El Joker, el Guasón como emergente social dislocado, que podría convertirse en el líder de Ciudad Gótica, sumida en una gran tensión social», comentaba la escritora Claudia Aboaf en un intercambio privado. Milei le agrega así una capa más de distopía a una sociedad sumida en la policrisis y un planeta ya herido por el colapso. Su triunfo habilita nuevos umbrales, abre a un escenario de una fuerte regresión político-cultural. No seremos los primeros. Ejemplos en el mundo hay muchos, y Brasil es el más cercano; las marcas del bolsonarismo no se han ido siquiera luego del triunfo de Lula da Silva. Pero sobre todo, lo que Milei trae consigo nos obliga a interrogarnos no solamente sobre la mayoría silenciosa que se ve representada en él, sino también sobre nosotros mismos, corresponsables de esta distopía en marcha.
Nueva Sociedad