El balance de la lucha de ideas en el año que acaba de terminar no es positivo. Tanto medios como intelectuales, todos los que estamos en la lucha de ideas, tenemos que hacer un balance real de cómo anda nuestra batalla. No como un fin en sí mismo, sino como dimensión fundamental de la lucha política, de la disputa hegemónica en la sociedad.
Cuando se han elegido gobiernos progresistas en algunos países de América latina, esto se ha dado por el fracaso de los gobiernos neoliberales, especialmente de sus políticas económicas. Victorias que han sido posibles porque la mayoría de la sociedad ha dejado de creer que bastaría con cortar gastos del Estado para que la vida de las personas mejorara. Pasaron a creer que era indispensable priorizar las políticas sociales.
Si ese cambio de prioridad fue responsable por los triunfos electorales de la izquierda, no fueron suficientes para cambiar los valores predominantes en la opinión pública y en la vida concreta de las personas. El “modo de vida norteamericano” siguió siendo la referencia ideológica fundamental en esas esferas.
Lo que se ha logrado es que durante un cierto número de años se pudo rescatar el prestigio y la legitimidad del Estado, que ha pasado a ser el responsable de la recuperación del crecimiento de la economía, de las políticas de inclusión social, además de las políticas externas de soberanía nacional. A su lado, la política ha sido recuperada, con amplia participación popular en los procesos electorales, el fortalecimiento de partidos de izquierda y de movimientos sociales. La democracia ha sido también fortalecida, así como los liderazgos populares.
Esos años no han visto, sin embargo, la creación de valores nuevos de sociabilidad, de solidaridad, de humanismo, que pudieran sustituir el individualismo, el egoísmo y el consumismo típicos del “modo de vida norteamericano”. A pesar de los valores intrínsecamente positivos inherentes a las políticas sociales de los gobiernos antineoliberales.
La contraofensiva política de la derecha ha sido precedida de una fuerte campaña de descrédito del Estado que, además de las acusaciones tradicionales de ineficacia, han sido acompañadas por las denuncias de corrupción, como si ese fenómeno estuviera intrínsecamente vinculado a prácticas estatales. Ha sido asimismo retomado el discurso según el cual los gastos estatales –especialmente los vinculados a las políticas sociales y a inducción del crecimiento económico– serían responsables por el bajo desempeño de la economía. Se ha pasado a deducir, de nuevo, la consecuencia de la prioridad de los ajustes fiscales, con cortes duros en los programas sociales, así como la pérdida de empleo de trabajadores y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios.
La izquierda ha sido puesta de nuevo a la defensiva, conforme ha sido incapaz de impedir que el tema de la corrupción de líderes suyos ocupara espacios amplios en la opinión pública, sedimentando la idea de que, por la acumulación de acusaciones, aunque sin pruebas, la corrupción en el país fue un obstáculo para el crecimiento económico. Es cierto que la incapacidad de democratización de los medios ha jugado un rol esencial en ese mecanismo, pero el Poder Judicial ha tenido también una función básica al acumular procesos de persecución política concentrados en partidos y dirigentes de izquierda.
Pero también ha jugado su rol la ausencia de participación activa de la gran mayoría de la intelectualidad de esos países en los debates de los medios tradicionales y de los medios alternativos. Pocos espacios de debate ha surgido y han desempeñado la función de formulación de alternativas que permitieran a la izquierda retomar la iniciativa, desplazando la agenda impuesta por la derecha.
No tantos intelectuales se han comprometido con la lucha de ideas en estos años, dejando espacios amplios para la derecha y sus voceros. Han reaparecido críticos de la izquierda, que se habían quedado sin temas durante los años de éxito de los gobiernos antineoliberales, con su cantilena conocida de que los errores de la izquierda serían los responsables por la nueva onda derechista. Piden autocrítica, cuando ellos mismos nunca han hecho autocrítica por creer que los gobiernos antineoliberales serían simples continuaciones de los gobiernos neoliberales.
Pero las responsabilidades fundamentales en los retrocesos en la lucha de ideas reside en los mismos intelectuales del pensamiento crítico, en sus entidades y centros de investigación. Excesivamente encerrados en sus instituciones, preocupados con sus dinámicas internas, no han sabido generar nuevos debates, renovar el arsenal de ideas de la izquierda, promover balances autocríticos de izquierda, desde la misma izquierda.
Frente a la ofensiva crítica en contra de los Estados y de la política, la izquierda no puede defenderlos sin correr el riesgo de facilitar la tarea de la derecha, que quiere identificar fuertemente a la izquierda con los mecanismos viciados de la práctica política existente y el carácter innegablemente burocrático e ineficiente de los Estados. Es tarea central de la izquierda, de sus partidos, de sus movimientos populares, de los intelectuales de pensamiento crítico, además de defenderse de las injustas acusaciones que sufre, avanzar en la superación de los problemas que han bloqueado su crecimiento, planteándose la necesidad de refundar y democratizar al Estado y a la política alrededor de la esfera pública. Sin ello se estará facilitando la acción descalificadora en contra de la izquierda, a pesar de que fue ésta la responsable de todos los inmensos avances en tantos países latinoamericanos de este siglo.
Lo que la izquierda necesita –y los intelectuales tienen que asumir sus responsabilidades en ese proceso– es retomar la línea correcta de construcción de alternativas democráticas y populares que permitan la superación del neoliberalismo. Eventos de debate entre las fuerzas políticas y sociales, así como entre la intelectualidad, que se identifican con ese rumbo, son una necesidad urgente, para que la lucha de ideas, en el 2019, represente un regreso al camino que tantos logros ha obtenido en este siglo.
Cuando se han elegido gobiernos progresistas en algunos países de América latina, esto se ha dado por el fracaso de los gobiernos neoliberales, especialmente de sus políticas económicas. Victorias que han sido posibles porque la mayoría de la sociedad ha dejado de creer que bastaría con cortar gastos del Estado para que la vida de las personas mejorara. Pasaron a creer que era indispensable priorizar las políticas sociales.
Si ese cambio de prioridad fue responsable por los triunfos electorales de la izquierda, no fueron suficientes para cambiar los valores predominantes en la opinión pública y en la vida concreta de las personas. El “modo de vida norteamericano” siguió siendo la referencia ideológica fundamental en esas esferas.
Lo que se ha logrado es que durante un cierto número de años se pudo rescatar el prestigio y la legitimidad del Estado, que ha pasado a ser el responsable de la recuperación del crecimiento de la economía, de las políticas de inclusión social, además de las políticas externas de soberanía nacional. A su lado, la política ha sido recuperada, con amplia participación popular en los procesos electorales, el fortalecimiento de partidos de izquierda y de movimientos sociales. La democracia ha sido también fortalecida, así como los liderazgos populares.
Esos años no han visto, sin embargo, la creación de valores nuevos de sociabilidad, de solidaridad, de humanismo, que pudieran sustituir el individualismo, el egoísmo y el consumismo típicos del “modo de vida norteamericano”. A pesar de los valores intrínsecamente positivos inherentes a las políticas sociales de los gobiernos antineoliberales.
La contraofensiva política de la derecha ha sido precedida de una fuerte campaña de descrédito del Estado que, además de las acusaciones tradicionales de ineficacia, han sido acompañadas por las denuncias de corrupción, como si ese fenómeno estuviera intrínsecamente vinculado a prácticas estatales. Ha sido asimismo retomado el discurso según el cual los gastos estatales –especialmente los vinculados a las políticas sociales y a inducción del crecimiento económico– serían responsables por el bajo desempeño de la economía. Se ha pasado a deducir, de nuevo, la consecuencia de la prioridad de los ajustes fiscales, con cortes duros en los programas sociales, así como la pérdida de empleo de trabajadores y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios.
La izquierda ha sido puesta de nuevo a la defensiva, conforme ha sido incapaz de impedir que el tema de la corrupción de líderes suyos ocupara espacios amplios en la opinión pública, sedimentando la idea de que, por la acumulación de acusaciones, aunque sin pruebas, la corrupción en el país fue un obstáculo para el crecimiento económico. Es cierto que la incapacidad de democratización de los medios ha jugado un rol esencial en ese mecanismo, pero el Poder Judicial ha tenido también una función básica al acumular procesos de persecución política concentrados en partidos y dirigentes de izquierda.
Pero también ha jugado su rol la ausencia de participación activa de la gran mayoría de la intelectualidad de esos países en los debates de los medios tradicionales y de los medios alternativos. Pocos espacios de debate ha surgido y han desempeñado la función de formulación de alternativas que permitieran a la izquierda retomar la iniciativa, desplazando la agenda impuesta por la derecha.
No tantos intelectuales se han comprometido con la lucha de ideas en estos años, dejando espacios amplios para la derecha y sus voceros. Han reaparecido críticos de la izquierda, que se habían quedado sin temas durante los años de éxito de los gobiernos antineoliberales, con su cantilena conocida de que los errores de la izquierda serían los responsables por la nueva onda derechista. Piden autocrítica, cuando ellos mismos nunca han hecho autocrítica por creer que los gobiernos antineoliberales serían simples continuaciones de los gobiernos neoliberales.
Pero las responsabilidades fundamentales en los retrocesos en la lucha de ideas reside en los mismos intelectuales del pensamiento crítico, en sus entidades y centros de investigación. Excesivamente encerrados en sus instituciones, preocupados con sus dinámicas internas, no han sabido generar nuevos debates, renovar el arsenal de ideas de la izquierda, promover balances autocríticos de izquierda, desde la misma izquierda.
Frente a la ofensiva crítica en contra de los Estados y de la política, la izquierda no puede defenderlos sin correr el riesgo de facilitar la tarea de la derecha, que quiere identificar fuertemente a la izquierda con los mecanismos viciados de la práctica política existente y el carácter innegablemente burocrático e ineficiente de los Estados. Es tarea central de la izquierda, de sus partidos, de sus movimientos populares, de los intelectuales de pensamiento crítico, además de defenderse de las injustas acusaciones que sufre, avanzar en la superación de los problemas que han bloqueado su crecimiento, planteándose la necesidad de refundar y democratizar al Estado y a la política alrededor de la esfera pública. Sin ello se estará facilitando la acción descalificadora en contra de la izquierda, a pesar de que fue ésta la responsable de todos los inmensos avances en tantos países latinoamericanos de este siglo.
Lo que la izquierda necesita –y los intelectuales tienen que asumir sus responsabilidades en ese proceso– es retomar la línea correcta de construcción de alternativas democráticas y populares que permitan la superación del neoliberalismo. Eventos de debate entre las fuerzas políticas y sociales, así como entre la intelectualidad, que se identifican con ese rumbo, son una necesidad urgente, para que la lucha de ideas, en el 2019, represente un regreso al camino que tantos logros ha obtenido en este siglo.
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