No matemos la paz en Colombia
La historia del siglo XXdejará un deplorable legado de violencia para las generaciones futuras difícilmente excusable. Colombia es un ejemplo de las múltiples caras que esta violencia puede tener: las FARC, el narcotráfico, el paramilitarismo, el ELN… Pero lo puede ser también de un proceso de transición hacia la paz que, en estos momentos,se encuentra enquistado en una violencia casi obcecada con los defensores de los derechos humanos.
Por Baltasar Garzón
NODAL, 28 junio, 2020
La historia del siglo XXdejará un deplorable legado de violencia para las generaciones futuras difícilmente excusable. Colombia es un ejemplo de las múltiples caras que esta violencia puede tener: las FARC, el narcotráfico, el paramilitarismo, el ELN… Pero lo puede ser también de un proceso de transición hacia la paz que, en estos momentos,se encuentra enquistado en una violencia casi obcecada con los defensores de los derechos humanos.
Esta misma semana,Carmen Ángel Angarita, un líder social de la región del Catatumbo fue asesinado, alargando la lista de defensores y defensoras de derechos humanos eliminados ante unas autoridades sordas a los reclamos de organismos internacionales y de la sociedad civil.
Ahora, cuando están a punto de cumplirse los cuatro años de la firma delos Acuerdos de Pazlogrados, tras arduas conversaciones y cesiones por las respectivas partes, en La Habana de 2016, es un buen momento para detenerse y evaluar qué o quiénes están obstruyendo este proceso de transición.
A todas luces es ingenuo pensar que el acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno de Colombia,firmado en septiembre de 2016 en Cartagena de Indias, ha supuesto el cese de la violencia. Según los últimos datos publicados por la ONU y distintas instituciones internacionales, la violencia en Colombia no cesa. Lejos del escenario esperado para los actores de aquellos pactos –y también para todos aquellos que de un modo u otro hemos participado en la consecución de esta anhelada paz-, Colombia todavía es escenario de una violencia infundada e injustificada, si es que esta tuvo justificación alguna vez.
Tras las FARC, la aparición de nuevos actores violentos como las escisiones del grupo y/o vinculados al narcotráficoha dejado en los últimos años un reguero de muertos que hace insostenible un argumento que valide el éxito del proceso de paz, especialmente en las zonas rurales y en las comunidades afrocampesinas. El Estado, obviamente, cuenta con su cuota de responsabilidad ante una escalada de violencia que hace que Colombia ocupe el puesto 140 – de 163- en el Rankíng del Índice de Paz Global 2020,
Para empezar a hablar de paz, en estos momentos, es imprescindible reparar en la necesaria protección de los defensores de las víctimas y de los derechos humanos y del asesinato de los líderes sociales.
La Oficina de Derechos Humanos de la ONU se ha hecho eco del elevado grado de violencia contra los defensores de los derechos humanos en Colombia. Según los datos que baraja el organismo de Naciones Unidas, 2019 fue un año especialmente sangriento: 107 activistas fueron asesinados, a falta de verificar otros 13 casos. Gran parte de ellos tienen lugar en áreas rurales y con alto índice de pobreza. Desde que se firmó el acuerdo de paz se han verificado un total de 303 asesinatos, aseguran desde la oficina que dirige Michelle Bachellet.
Pero hay más, según el informe publicado recientemente por el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame de Estados Unidos, titulado “Tres años después de la firma del Acuerdo final en Colombia: hacia la transformación territorial”, el proceso de paz en Colombia atraviesa un momento decisivo; destaca que las instituciones para la implementación de la paz ya han sido creadas y que este cuarto año resulta crucial para desplegar el papel de Estado en aquellas áreas más desamparadas.
Como bien señala Francisco De Roux, presidente de la Comisión para la verdad en Colombia, “cuando asesinan a un líder acaban con la energía, la esperanza y la sabiduría de una comunidad (…) Asesinar a un líder es apagar una antorcha que estaba iluminando a la comunidad y entonces, llega la oscuridad”. Su abandono y su desprotección es uno de los mayores atentados a las comunidades, pues dan la espalda a una paz justa y sostenible. Si el Estado no es capaz de amparar y proteger a quienes defienden a la sociedad y a los derechos humanos en estas comunidades en particular, y en la sociedad en general, está volviendo a tiempos pasados en los que, por efecto de la violencia dejó a esta el terreno libre de marca y contribuyó al decaimiento del propio concepto de estado democrático y de derecho y se condenaría a la ciudadanía al infortunio.
Los líderes sociales en Colombia se encuentran bajo amenaza permanente; las palabras certeras de DeRoux denunciando el riesgo que corren estos cabezas de las comunidades rurales, afrodescendientes e indígenas por la constante violencia ejercida contra ellos, debe ponernos en guardia, y ser conscientes de que si son asesinados, estamos matando la paz. Son los defensores de los derechos humanos en sus comunidades, del medioambiente y, a la vez, víctimas de la indiferencia del Estado que mira hacia otro lado cada vez que eliminan a uno de ellos.
La violencia en Colombia ha sido de tal magnitud,queel presidente de la Comisión de la Verdad, el padre De Roux ha valorado que si por cada víctima del conflicto armado que se ha producido en el país se hiciera un minuto de silencio, enmudeceríamos durante quince años. Ante tal dimensión de los hechos no cabe otra cosa que hacer una reflexión profunda y serena del cómo dirigir este proceso de paz y observar con detalle qué papel desempeña la violencia en esta transición, y que papel está jugando el Estado, que, en demasiadas ocasiones, está renunciando al papel de garante que le corresponde.
Cabe recordar que el pasado mes de mayo El Tribunal Superior de Bogotá se pronunció a favor de la defensa de los derechos humanos de diez líderes sociales de Colombia, avalando con ello la necesidad de proteger al conjunto de líderes sociales y demás defensores de los derechos humanos, dada la extrema situación de riesgo a la que se ven sometidos. Con este pronunciamiento recuerda al Gobierno su obligación de garantizar, reconocer y fortalecer a estos líderes a través de lo fijado en los acuerdos de paz de 2016.
Si bien es cierto que el apoyo social al acuerdo de paz en Colombia ha ido in crescendo, según señala el informe del Instituto Kroc al que he hecho referencia, también lo es que los homicidios de exguerrilleros de las FARC suponen un obstáculo para encauzar la paz. Hace unas semanas se denunciaron al menos dos casos queprovocaron una reunión virtual, el pasado 10 de junio, entre Bachellet yla Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, donde han denunciado un “exterminio sistemático”.
El filósofo griego Heráclito decía que ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos. Así pues, el proceso de paz en Colombia es también irrepetible e irreversible: ni el acuerdo ni la paz se pueden producir en las mismas condiciones, en la actualidad. Por tanto, nos encontramos ante un nuevo ciclo de violencia que surge tras el acuerdo de paz y que es diferente al vivido antes del 2016.
Toda negociación que se abra solo conducirá a un camino: la paz. Cualquier posibilidad de acuerdo que se plantee desde cualquier Gobierno, independientemente de su ideología, debe encauzarse a erradicar la violencia y con una clara y manifiesta voluntad de alcanzar la paz. Todos los agentes estatales y sociales deben participar de un proyecto inclusivo cuyo propósito quede meridianamente claro: el fortalecimiento de la paz. Es una puesta en acción desde todos los mecanismos gubernativos y de la sociedad civil frente al resurgimiento de la violencia.
Ante este nuevo escenario, deben quedar excluidos todos aquellos que apuesten por la violencia. No pueden participar de forma alguna en ninguna negociación aquellos que, con sus acciones, quieren perpetuar la violencia como modus viviendi; no pueden engañar al Estado ni a la sociedad de nuevo inmiscuyéndose como camaleones en procesos de paz en los que no creen y con los que blanquean su imagen para seguir perpetuando la violencia en la sociedad. Para aquellos que no creen en la paz y para los que la violencia cotiza al alzadeben saber que la ley les estará esperando. La violencia es un camino sin retorno en el que todos perdemos, nadie gana; por supuesto las víctimas pierden, pero también quienes la ejercen y se enriquecen a través de ella, incluso si esta es ejercida por el propio Estado.
Ahora, cuando están a punto de cumplirse los cuatro años de la firma delos Acuerdos de Pazlogrados, tras arduas conversaciones y cesiones por las respectivas partes, en La Habana de 2016, es un buen momento para detenerse y evaluar qué o quiénes están obstruyendo este proceso de transición.
A todas luces es ingenuo pensar que el acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno de Colombia,firmado en septiembre de 2016 en Cartagena de Indias, ha supuesto el cese de la violencia. Según los últimos datos publicados por la ONU y distintas instituciones internacionales, la violencia en Colombia no cesa. Lejos del escenario esperado para los actores de aquellos pactos –y también para todos aquellos que de un modo u otro hemos participado en la consecución de esta anhelada paz-, Colombia todavía es escenario de una violencia infundada e injustificada, si es que esta tuvo justificación alguna vez.
Tras las FARC, la aparición de nuevos actores violentos como las escisiones del grupo y/o vinculados al narcotráficoha dejado en los últimos años un reguero de muertos que hace insostenible un argumento que valide el éxito del proceso de paz, especialmente en las zonas rurales y en las comunidades afrocampesinas. El Estado, obviamente, cuenta con su cuota de responsabilidad ante una escalada de violencia que hace que Colombia ocupe el puesto 140 – de 163- en el Rankíng del Índice de Paz Global 2020,
Para empezar a hablar de paz, en estos momentos, es imprescindible reparar en la necesaria protección de los defensores de las víctimas y de los derechos humanos y del asesinato de los líderes sociales.
La Oficina de Derechos Humanos de la ONU se ha hecho eco del elevado grado de violencia contra los defensores de los derechos humanos en Colombia. Según los datos que baraja el organismo de Naciones Unidas, 2019 fue un año especialmente sangriento: 107 activistas fueron asesinados, a falta de verificar otros 13 casos. Gran parte de ellos tienen lugar en áreas rurales y con alto índice de pobreza. Desde que se firmó el acuerdo de paz se han verificado un total de 303 asesinatos, aseguran desde la oficina que dirige Michelle Bachellet.
Pero hay más, según el informe publicado recientemente por el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame de Estados Unidos, titulado “Tres años después de la firma del Acuerdo final en Colombia: hacia la transformación territorial”, el proceso de paz en Colombia atraviesa un momento decisivo; destaca que las instituciones para la implementación de la paz ya han sido creadas y que este cuarto año resulta crucial para desplegar el papel de Estado en aquellas áreas más desamparadas.
Como bien señala Francisco De Roux, presidente de la Comisión para la verdad en Colombia, “cuando asesinan a un líder acaban con la energía, la esperanza y la sabiduría de una comunidad (…) Asesinar a un líder es apagar una antorcha que estaba iluminando a la comunidad y entonces, llega la oscuridad”. Su abandono y su desprotección es uno de los mayores atentados a las comunidades, pues dan la espalda a una paz justa y sostenible. Si el Estado no es capaz de amparar y proteger a quienes defienden a la sociedad y a los derechos humanos en estas comunidades en particular, y en la sociedad en general, está volviendo a tiempos pasados en los que, por efecto de la violencia dejó a esta el terreno libre de marca y contribuyó al decaimiento del propio concepto de estado democrático y de derecho y se condenaría a la ciudadanía al infortunio.
Los líderes sociales en Colombia se encuentran bajo amenaza permanente; las palabras certeras de DeRoux denunciando el riesgo que corren estos cabezas de las comunidades rurales, afrodescendientes e indígenas por la constante violencia ejercida contra ellos, debe ponernos en guardia, y ser conscientes de que si son asesinados, estamos matando la paz. Son los defensores de los derechos humanos en sus comunidades, del medioambiente y, a la vez, víctimas de la indiferencia del Estado que mira hacia otro lado cada vez que eliminan a uno de ellos.
La violencia en Colombia ha sido de tal magnitud,queel presidente de la Comisión de la Verdad, el padre De Roux ha valorado que si por cada víctima del conflicto armado que se ha producido en el país se hiciera un minuto de silencio, enmudeceríamos durante quince años. Ante tal dimensión de los hechos no cabe otra cosa que hacer una reflexión profunda y serena del cómo dirigir este proceso de paz y observar con detalle qué papel desempeña la violencia en esta transición, y que papel está jugando el Estado, que, en demasiadas ocasiones, está renunciando al papel de garante que le corresponde.
Cabe recordar que el pasado mes de mayo El Tribunal Superior de Bogotá se pronunció a favor de la defensa de los derechos humanos de diez líderes sociales de Colombia, avalando con ello la necesidad de proteger al conjunto de líderes sociales y demás defensores de los derechos humanos, dada la extrema situación de riesgo a la que se ven sometidos. Con este pronunciamiento recuerda al Gobierno su obligación de garantizar, reconocer y fortalecer a estos líderes a través de lo fijado en los acuerdos de paz de 2016.
Si bien es cierto que el apoyo social al acuerdo de paz en Colombia ha ido in crescendo, según señala el informe del Instituto Kroc al que he hecho referencia, también lo es que los homicidios de exguerrilleros de las FARC suponen un obstáculo para encauzar la paz. Hace unas semanas se denunciaron al menos dos casos queprovocaron una reunión virtual, el pasado 10 de junio, entre Bachellet yla Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, donde han denunciado un “exterminio sistemático”.
El filósofo griego Heráclito decía que ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos. Así pues, el proceso de paz en Colombia es también irrepetible e irreversible: ni el acuerdo ni la paz se pueden producir en las mismas condiciones, en la actualidad. Por tanto, nos encontramos ante un nuevo ciclo de violencia que surge tras el acuerdo de paz y que es diferente al vivido antes del 2016.
Toda negociación que se abra solo conducirá a un camino: la paz. Cualquier posibilidad de acuerdo que se plantee desde cualquier Gobierno, independientemente de su ideología, debe encauzarse a erradicar la violencia y con una clara y manifiesta voluntad de alcanzar la paz. Todos los agentes estatales y sociales deben participar de un proyecto inclusivo cuyo propósito quede meridianamente claro: el fortalecimiento de la paz. Es una puesta en acción desde todos los mecanismos gubernativos y de la sociedad civil frente al resurgimiento de la violencia.
Ante este nuevo escenario, deben quedar excluidos todos aquellos que apuesten por la violencia. No pueden participar de forma alguna en ninguna negociación aquellos que, con sus acciones, quieren perpetuar la violencia como modus viviendi; no pueden engañar al Estado ni a la sociedad de nuevo inmiscuyéndose como camaleones en procesos de paz en los que no creen y con los que blanquean su imagen para seguir perpetuando la violencia en la sociedad. Para aquellos que no creen en la paz y para los que la violencia cotiza al alzadeben saber que la ley les estará esperando. La violencia es un camino sin retorno en el que todos perdemos, nadie gana; por supuesto las víctimas pierden, pero también quienes la ejercen y se enriquecen a través de ella, incluso si esta es ejercida por el propio Estado.
Nadie tiene derecho a quebrantar esta transición a la paz que se inició en 2016, tras un largo proceso de negociación y dolor de las víctimas, para revictimizarlas, otra vez; y quien lo haga debe responden ante le ley y su acción debe ser sancionada con vehemencia. No es posible revertir el camino andado; la guerra y la confrontación ya no son opciones para Colombia, ni en el supuesto caso de que la democracia fuera imperfecta -corrupta o injusta-, porque existen mecanismos dentro de ella para combatir estos sesgos. Se debe exigir responsabilidades a quienes omiten la debida diligencia de proteger a los líderes sociales, indígenas, y defensores de Derechos Humanos. Es tiempo de que también el poder judicial valore estas conductas omisivas por parte de quien tiene el deber de proteger y cuidar a la ciudadanía más vulnerable.
La paz comienza en nosotros y con nosotros mismos. Hay que construirla de forma sostenible desde abajo hacia arriba y pelear cada día para mantenerla y reforzarla. Como dijo Gandhi: no hay camino hacía la paz, la paz es el camino.
La paz comienza en nosotros y con nosotros mismos. Hay que construirla de forma sostenible desde abajo hacia arriba y pelear cada día para mantenerla y reforzarla. Como dijo Gandhi: no hay camino hacía la paz, la paz es el camino.
El compromiso, el apoyo y la solidaridad nacional e internacional son pilares básicos para que esa paz que Colombia está construyendo cada día desde 2016 se consolide. No hay que detenerse ni entretenerse en el camino. Es un compromiso universal. Por eso, y porque existe un derecho humano a la paz, todos estamos comprometidos en este largo y costoso, pero irreversible, proceso de paz en Colombia.
La única apuesta posible hoy por hoy en este país es la paz justa y sostenible. La confrontación y la violencia no son el camino. Alcanzarla es un esfuerzo colectivo en el que debemos poner todo nuestro empeño no solo en Colombia, sino también desde otras latitudes. El eco de la violencia en cualquier lugar del mundo nos hace corresponsables, si permanecemos inermes o indiferentes, ante toda la humanidad.
La única apuesta posible hoy por hoy en este país es la paz justa y sostenible. La confrontación y la violencia no son el camino. Alcanzarla es un esfuerzo colectivo en el que debemos poner todo nuestro empeño no solo en Colombia, sino también desde otras latitudes. El eco de la violencia en cualquier lugar del mundo nos hace corresponsables, si permanecemos inermes o indiferentes, ante toda la humanidad.
Baltasar Garzón
Jurista y presidente de la Fundación Internacional Baltazar Garzón –FIBGAR
Jurista y presidente de la Fundación Internacional Baltazar Garzón –FIBGAR