Es tiempo de un replanteamiento estratégico
Por Alfredo Rada Vélez
24 junio, 2020
24 junio, 2020
La coyuntura regresiva que sufren varios países de América Latina, como Bolivia luego del golpe de Estado del 10 de noviembre de 2019, Ecuador con su proceso popular traicionado por el gobierno de Lenín Moreno, El Salvador por la arremetida autoritaria del gobierno de Nayib Bukele.
Además de otros como Brasil, gobernado por el ultraderechista Jair Bolsonaro, o Colombia donde la exterminación física de opositores de izquierda al gobierno se ha convertido en práctica cotidiana, obliga a las fuerzas sociales populares y a las organizaciones políticas de izquierda continentales a replantear su acción política.
La concepción institucionalista del poder y la estrategia que de ella se deriva, como es la disputa democrática de espacios gubernamentales locales, regionales y nacionales, ha sido predominante en los proyectos políticos de izquierda en América Latina en las últimas décadas.
Esa concepción y su correspondiente estrategia se han mostrado muy eficaces para acumular fuerza política en las urnas en sucesivos procesos eleccionarios en países en los que, a su vez, la lucha popular por derechos democráticos y el agotamiento de los modelos económicos neoliberales, llevaron a que las izquierdas desde el año 1999 vayan asumiendo los gobiernos nacionales en Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Honduras, Nicaragua y El Salvador.
Sin embargo, ya en el ejercicio gubernamental, aquella concepción institucionalista del poder originó prácticas que terminaron reproduciendo la lógica normativa y la esencia conservadora del Estado burgués, vale decir sus poderes deónticos institucionales. Al normalizarse esas prácticas burocráticas, de arriba hacia abajo, las más de las veces justificadas oficialmente por razones de eficiencia, se fueron alejando los gobiernos populares de los sectores sociales que los eligieron.
Estos sectores se convencieron de que el gobierno ya los representaba adecuadamente, y los gobernantes pensaban que al ser beneficiario de las medidas gubernamentales, el pueblo seguiría respaldando a la izquierda. El resultado distó mucho de las expectativas iniciales: en los hechos se fue debilitando la participación directa de los sectores populares en la consecución de las transformaciones sociales y económicas, así como en la defensa de los espacios conquistados.
Los procesos de transformación, así como los gobiernos de izquierda que los conducían, pese a tener grandes virtudes y logros, se fueron desgastando.
El replanteamiento de la acción política de las izquierdas debe partir de comprender al poder como una relación social general, que se cristaliza en instituciones –la principal el Estado, entendido como una materialización de una correlación de fuerzas de clase– a los fines de la dominación social basada en una ideología hegemónica.
Al pasar de una concepción institucionalista a otra concepción orgánica y sistémica del poder que lo entiende no solo concentrado en las instituciones del Estado sino también, en el sentido que lo entendía Antonio Gramsci, diseminado en la sociedad civil, las estrategias de la lucha por el poder también tendrán un cambio importante, modificando a su vez las tácticas y los métodos. Todo esto se debe a que los fines están contenidos en los medios.
No se trata únicamente de conquistar por vías electorales el poder político, sino de construir desde el pueblo los sujetos históricos que, en su empoderamiento popular, gestarán las grandes coyunturas para los cambios revolucionarios, profundizando con su movilización esos cambios y avanzando junto y al lado de los gobiernos populares. La premisa, como ya se planteó hace bastante tiempo, debe ser que sin sujeto no hay proyecto y sin proyecto no hay revolución.
Las organizaciones revolucionarias debemos trabajar en la construcción de sujetos históricos asumiendo que es un largo e ininterrumpido proceso. La construcción de sujetos históricos parte por el cambio en las mentes de los individuos por su propia acción transformadora de su realidad inmediata, aprehendiendo en esa práctica nuevas formas de pensar y actuar cada vez más colectivas, comunitarias y solidarias.
Esto debe reflejarse a su vez en formas organizativas en las que una verdadera democracia participativa y directa se ejerza, retornando la propia democracia a su original significado: gobierno del pueblo.
En un plano superior de acumulación de fuerzas, esa construcción de sujetos históricos debe conducir a la conformación de conglomerados sociales cada vez más grandes, donde confluyan las clases sociales y grupos sociales en condición de subordinados dentro del capitalismo, pero dispuestos a emanciparse de la explotación social desde su identidad como trabajadores y trabajadoras.
Es a esto que denominamos el bloque social revolucionario, capaz de llevar a la práctica un proyecto nacional y popular, que incorpore no solo una matriz ideológica de lucha de clases, sino también otras vertientes como la diversidad étnica y sexual, la ecologista y la lucha contra el patriarcado.
Un bloque social revolucionario depende, para su constitución y composición, de la específica formación económica social, de la historia política de luchas sociales y de las particularidades demográficas y culturales de cada país. De ahí que no es el mismo bloque histórico en Bolivia, que en México, Brasil, Ecuador, Uruguay o El Salvador. El sentido de sus luchas puede ser el mismo, pero las fuerzas sociales varían de país a país.
Las organizaciones revolucionarias asumen la lucha ideológica como un proceso de construcción-destrucción: se va construyendo una ideología contrahegemonizadora al mismo tiempo que se debilita y destruye la ideología hegemónica.
Es un concepto dialéctico de lucha ideológica, porque ni es unidireccional en el sentido de que operen leyes generales que hagan inevitable el avance de las ideas emancipadoras en la sociedad capitalista, ni es irreversible en el sentido de que incluso en las sociedades donde se han efectuado cambios revolucionarios la conciencia social no pueda retroceder.
Depende, en todas las situaciones, de la unidad de teoría y práctica, superando cualquier divorcio entre pensar y obrar, de forma tal que se van forjando como sujetos de la historia, por su propia acción transformadora, las mujeres y los hombres nuevos capaces de construir una sociedad socialista. Este fue el sentido profundo de la propuesta de Ernesto Che Guevara en el seno de la Revolución cubana.
La lucha ideológica es una tarea revolucionaria permanente, no solo entre las organizaciones populares de masas, también en la organización política e ideológica dirigente (llámese partido político, movimiento político, frente político o instrumento político), y por supuesto y con mayor énfasis, en la eventualidad de conformarse un gobierno popular.
Sabemos que la ideología hegemónica se expresa a nivel popular en lo que se denomina el sentido común, mismo que desde la práctica transformadora debe ser superado por una nueva cultura liberadora, una nueva conciencia emancipadora y una nueva ideología revolucionaria.
En la sociedad capitalista en la que vivimos y en general en toda sociedad, hay dos fuerzas que son permanentes: la del dominio y la de la resistencia a ese dominio. La fuerza de resistencia de los sectores sociales subalternos es permanente, aunque cambiante en términos de su correlación con la fuerza del dominio.
Esto significa que el poder popular emergente, para no decrecer y desaparecer, tendrá que convertirse en órganos de poder cada vez más amplios en términos sociales y territoriales, como parte de un proyecto político nacional popular.
Y aquí arribamos al planteamiento del poder dual. Poder dual en el entendido que es insuficiente pensar que logrando el gobierno nacional estamos logrando ya transformar la sociedad. Se necesita un buen ejercicio del gobierno para dar respuesta a aquellos sectores populares que votaron por la izquierda en las urnas, pero el buen gobierno debe complementarse con la construcción de poderes populares, que ya dijimos no pueden venir desde arriba sino que deben construirse desde abajo.
Esto significa que el desafío es doble para los proyectos políticos de izquierda que asumen el gobierno: parte de los mejores cuadros políticos y técnicos deben trabajar en la gestión de gobierno, pero al mismo tiempo, debe haber cuadros igual de buenos que trabajen en la construcción y fortalecimiento del poder popular.
Existen ejemplos históricos de esto en Latinoamérica, ahí está el proceso chileno con Salvador Allende, el proceso venezolano a la cabeza de Hugo Chávez y el boliviano dirigido por Evo Morales.
En el caso chileno, una coalición de izquierdas llega al gobierno por métodos electorales, con Salvador Allende como presidente socialista. En esa experiencia de 1970 a 1973, fue el propio Gobierno que acuñó el concepto de poder popular e impulsó su construcción en las organizaciones barriales, en los consejos de control obrero en los cordones industriales y en las juntas campesinas para la reforma agraria. Allende quiso apoyarse en la movilización del poder popular para volcar a su favor la correlación de fuerzas, pero nunca logró controlar el factor militar, que finalmente lo derrocó cruentamente.
En el caso venezolano, fue el presidente Hugo Chávez que resaltaba la importancia de impulsar los cambios revolucionarios desde el Gobierno, pero también desde el poder comunal, que es así como se denominó en Venezuela al poder popular. La diferencia con el caso chileno es que en Venezuela la fuerza militar sigue siendo protagonista de las transformaciones, por lo que la agresión imperialista no ha logrado hasta ahora derrotar este proceso.
En el caso de Bolivia, el proceso de revolución democrática y cultural, tuvo uno de sus pilares en la conformación de un gobierno de nuevo tipo: un gobierno de los movimientos sociales. Sin embargo, el proceso boliviano no logró profundizar su modelo económico hacia una verdadera transición al socialismo comunitario; tampoco logró efectuar transformaciones estructurales en las Fuerzas Armadas y la Policía.
El poder económico de la burguesía y la traición de los mandos militares y policiales, sumados a la labor conspirativa de la embajada de Estados Unidos en Bolivia, terminaron defenestrando al gobierno de Evo.
Las grandes tareas para la izquierda latinoamericana hoy pasan por defender los procesos revolucionarios que siguen resistiendo a la cabeza de Cuba y Venezuela. Se debe también defender los derechos que los pueblos conquistaron en la anterior oleada de transformaciones y que hoy están en riesgo, por la regresión ultraconservadora en varios países. Y no se deben abandonar las banderas democráticas para seguir siendo alternativas populares en los países cuyos gobiernos son de derecha.
Allá donde la izquierda a través de elecciones se ha convertido en gobierno, será necesario avanzar con las transformaciones no solo desde el propio gobierno, sino también desde abajo con la unidad, organización y movilización social.
Además de otros como Brasil, gobernado por el ultraderechista Jair Bolsonaro, o Colombia donde la exterminación física de opositores de izquierda al gobierno se ha convertido en práctica cotidiana, obliga a las fuerzas sociales populares y a las organizaciones políticas de izquierda continentales a replantear su acción política.
La concepción institucionalista del poder y la estrategia que de ella se deriva, como es la disputa democrática de espacios gubernamentales locales, regionales y nacionales, ha sido predominante en los proyectos políticos de izquierda en América Latina en las últimas décadas.
Esa concepción y su correspondiente estrategia se han mostrado muy eficaces para acumular fuerza política en las urnas en sucesivos procesos eleccionarios en países en los que, a su vez, la lucha popular por derechos democráticos y el agotamiento de los modelos económicos neoliberales, llevaron a que las izquierdas desde el año 1999 vayan asumiendo los gobiernos nacionales en Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Honduras, Nicaragua y El Salvador.
Sin embargo, ya en el ejercicio gubernamental, aquella concepción institucionalista del poder originó prácticas que terminaron reproduciendo la lógica normativa y la esencia conservadora del Estado burgués, vale decir sus poderes deónticos institucionales. Al normalizarse esas prácticas burocráticas, de arriba hacia abajo, las más de las veces justificadas oficialmente por razones de eficiencia, se fueron alejando los gobiernos populares de los sectores sociales que los eligieron.
Estos sectores se convencieron de que el gobierno ya los representaba adecuadamente, y los gobernantes pensaban que al ser beneficiario de las medidas gubernamentales, el pueblo seguiría respaldando a la izquierda. El resultado distó mucho de las expectativas iniciales: en los hechos se fue debilitando la participación directa de los sectores populares en la consecución de las transformaciones sociales y económicas, así como en la defensa de los espacios conquistados.
Los procesos de transformación, así como los gobiernos de izquierda que los conducían, pese a tener grandes virtudes y logros, se fueron desgastando.
El replanteamiento de la acción política de las izquierdas debe partir de comprender al poder como una relación social general, que se cristaliza en instituciones –la principal el Estado, entendido como una materialización de una correlación de fuerzas de clase– a los fines de la dominación social basada en una ideología hegemónica.
Al pasar de una concepción institucionalista a otra concepción orgánica y sistémica del poder que lo entiende no solo concentrado en las instituciones del Estado sino también, en el sentido que lo entendía Antonio Gramsci, diseminado en la sociedad civil, las estrategias de la lucha por el poder también tendrán un cambio importante, modificando a su vez las tácticas y los métodos. Todo esto se debe a que los fines están contenidos en los medios.
No se trata únicamente de conquistar por vías electorales el poder político, sino de construir desde el pueblo los sujetos históricos que, en su empoderamiento popular, gestarán las grandes coyunturas para los cambios revolucionarios, profundizando con su movilización esos cambios y avanzando junto y al lado de los gobiernos populares. La premisa, como ya se planteó hace bastante tiempo, debe ser que sin sujeto no hay proyecto y sin proyecto no hay revolución.
Las organizaciones revolucionarias debemos trabajar en la construcción de sujetos históricos asumiendo que es un largo e ininterrumpido proceso. La construcción de sujetos históricos parte por el cambio en las mentes de los individuos por su propia acción transformadora de su realidad inmediata, aprehendiendo en esa práctica nuevas formas de pensar y actuar cada vez más colectivas, comunitarias y solidarias.
Esto debe reflejarse a su vez en formas organizativas en las que una verdadera democracia participativa y directa se ejerza, retornando la propia democracia a su original significado: gobierno del pueblo.
En un plano superior de acumulación de fuerzas, esa construcción de sujetos históricos debe conducir a la conformación de conglomerados sociales cada vez más grandes, donde confluyan las clases sociales y grupos sociales en condición de subordinados dentro del capitalismo, pero dispuestos a emanciparse de la explotación social desde su identidad como trabajadores y trabajadoras.
Es a esto que denominamos el bloque social revolucionario, capaz de llevar a la práctica un proyecto nacional y popular, que incorpore no solo una matriz ideológica de lucha de clases, sino también otras vertientes como la diversidad étnica y sexual, la ecologista y la lucha contra el patriarcado.
Un bloque social revolucionario depende, para su constitución y composición, de la específica formación económica social, de la historia política de luchas sociales y de las particularidades demográficas y culturales de cada país. De ahí que no es el mismo bloque histórico en Bolivia, que en México, Brasil, Ecuador, Uruguay o El Salvador. El sentido de sus luchas puede ser el mismo, pero las fuerzas sociales varían de país a país.
Las organizaciones revolucionarias asumen la lucha ideológica como un proceso de construcción-destrucción: se va construyendo una ideología contrahegemonizadora al mismo tiempo que se debilita y destruye la ideología hegemónica.
Es un concepto dialéctico de lucha ideológica, porque ni es unidireccional en el sentido de que operen leyes generales que hagan inevitable el avance de las ideas emancipadoras en la sociedad capitalista, ni es irreversible en el sentido de que incluso en las sociedades donde se han efectuado cambios revolucionarios la conciencia social no pueda retroceder.
Depende, en todas las situaciones, de la unidad de teoría y práctica, superando cualquier divorcio entre pensar y obrar, de forma tal que se van forjando como sujetos de la historia, por su propia acción transformadora, las mujeres y los hombres nuevos capaces de construir una sociedad socialista. Este fue el sentido profundo de la propuesta de Ernesto Che Guevara en el seno de la Revolución cubana.
La lucha ideológica es una tarea revolucionaria permanente, no solo entre las organizaciones populares de masas, también en la organización política e ideológica dirigente (llámese partido político, movimiento político, frente político o instrumento político), y por supuesto y con mayor énfasis, en la eventualidad de conformarse un gobierno popular.
Sabemos que la ideología hegemónica se expresa a nivel popular en lo que se denomina el sentido común, mismo que desde la práctica transformadora debe ser superado por una nueva cultura liberadora, una nueva conciencia emancipadora y una nueva ideología revolucionaria.
En la sociedad capitalista en la que vivimos y en general en toda sociedad, hay dos fuerzas que son permanentes: la del dominio y la de la resistencia a ese dominio. La fuerza de resistencia de los sectores sociales subalternos es permanente, aunque cambiante en términos de su correlación con la fuerza del dominio.
Esto significa que el poder popular emergente, para no decrecer y desaparecer, tendrá que convertirse en órganos de poder cada vez más amplios en términos sociales y territoriales, como parte de un proyecto político nacional popular.
Y aquí arribamos al planteamiento del poder dual. Poder dual en el entendido que es insuficiente pensar que logrando el gobierno nacional estamos logrando ya transformar la sociedad. Se necesita un buen ejercicio del gobierno para dar respuesta a aquellos sectores populares que votaron por la izquierda en las urnas, pero el buen gobierno debe complementarse con la construcción de poderes populares, que ya dijimos no pueden venir desde arriba sino que deben construirse desde abajo.
Esto significa que el desafío es doble para los proyectos políticos de izquierda que asumen el gobierno: parte de los mejores cuadros políticos y técnicos deben trabajar en la gestión de gobierno, pero al mismo tiempo, debe haber cuadros igual de buenos que trabajen en la construcción y fortalecimiento del poder popular.
Existen ejemplos históricos de esto en Latinoamérica, ahí está el proceso chileno con Salvador Allende, el proceso venezolano a la cabeza de Hugo Chávez y el boliviano dirigido por Evo Morales.
En el caso chileno, una coalición de izquierdas llega al gobierno por métodos electorales, con Salvador Allende como presidente socialista. En esa experiencia de 1970 a 1973, fue el propio Gobierno que acuñó el concepto de poder popular e impulsó su construcción en las organizaciones barriales, en los consejos de control obrero en los cordones industriales y en las juntas campesinas para la reforma agraria. Allende quiso apoyarse en la movilización del poder popular para volcar a su favor la correlación de fuerzas, pero nunca logró controlar el factor militar, que finalmente lo derrocó cruentamente.
En el caso venezolano, fue el presidente Hugo Chávez que resaltaba la importancia de impulsar los cambios revolucionarios desde el Gobierno, pero también desde el poder comunal, que es así como se denominó en Venezuela al poder popular. La diferencia con el caso chileno es que en Venezuela la fuerza militar sigue siendo protagonista de las transformaciones, por lo que la agresión imperialista no ha logrado hasta ahora derrotar este proceso.
En el caso de Bolivia, el proceso de revolución democrática y cultural, tuvo uno de sus pilares en la conformación de un gobierno de nuevo tipo: un gobierno de los movimientos sociales. Sin embargo, el proceso boliviano no logró profundizar su modelo económico hacia una verdadera transición al socialismo comunitario; tampoco logró efectuar transformaciones estructurales en las Fuerzas Armadas y la Policía.
El poder económico de la burguesía y la traición de los mandos militares y policiales, sumados a la labor conspirativa de la embajada de Estados Unidos en Bolivia, terminaron defenestrando al gobierno de Evo.
Las grandes tareas para la izquierda latinoamericana hoy pasan por defender los procesos revolucionarios que siguen resistiendo a la cabeza de Cuba y Venezuela. Se debe también defender los derechos que los pueblos conquistaron en la anterior oleada de transformaciones y que hoy están en riesgo, por la regresión ultraconservadora en varios países. Y no se deben abandonar las banderas democráticas para seguir siendo alternativas populares en los países cuyos gobiernos son de derecha.
Allá donde la izquierda a través de elecciones se ha convertido en gobierno, será necesario avanzar con las transformaciones no solo desde el propio gobierno, sino también desde abajo con la unidad, organización y movilización social.
Economista y sociólogo. Exviceministro y exministro en el gobierno de Evo Morales en Bolivia. Actualmente en el exilio.