Por William Ospina
En 23/09/2022
Como buen hombre del Renacimiento, con una hospitalidad mental sorprendente para su época, cuando apenas comenzaba el Siglo de Oro de la literatura española, Juan de Castellanos tomó palabras de las lenguas indígenas del Caribe, de los Andes y de la selva, para nombrar todo lo que no tenía nombre en castellano…
Como si un soldado de 17 años desembarcara de pronto en un planeta desconocido que está siendo conquistado por los terrícolas y fuera testigo de las guerras, de las esclavitudes, de las profanaciones, las crueldades y los heroísmos en que se ven enredados los pueblos invasores y los invadidos; la sangre, la riqueza, la bondad y la maldad en que abunda la condición humana, y descubriera de pronto que ese mundo está lleno de selvas inexploradas, de animales extraños, de flores rarísimas, de insectos fantásticos, de naciones que tienen cientos de lenguas, cientos de dioses y misteriosas costumbres, y dedicara el resto de su vida a contar todo lo que vio.
Primero en crónicas y después en versos, tratando de ser fiel a la verdad, de dejar memoria de esos hechos increíbles y de esa edad irrepetible: esto fue lo que le ocurrió a ese soldado español llamado Juan de Castellanos, que llegó a América en 1539, y navegó y luchó y pescó perlas, y sacó oro de las minas y recorrió montañas recónditas, y vio pueblos enteros coronados de oro, y vio valentías y traiciones, y conoció miles de seres, y escribió después el poema más extenso de la lengua castellana, donde quedaría guardada con detalle la estremecedora fundación de un mundo.
Yo he hablado mucho de Juan de Castellanos, en cierto modo he dedicado mi vida a valorar y a agradecer el trabajo casi infinito de este fundador de nuestra literatura, pero ahora siento que es necesario hacerlo de nuevo, porque en 2022 se están cumpliendo 500 años del nacimiento de aquel ser a la vez imperceptible y desmesurado, que no solo fundó la poesía en castellano de Colombia sino de Venezuela, de Ecuador, de la Amazonía brasileña, de Trinidad, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Jamaica, de Panamá.
Borges ha dicho que “en los comienzos de una literatura nombrar equivale a crear”. Después de recorrer buena parte del territorio, desde mediados del siglo XVI, en Tunja y en Villa de Leyva, Juan de Castellanos lo nombró todo: solo tuvo vida para esa rapsodia homérica que en su caso era aún más difícil, porque la lengua en que escribía había llegado de otro mundo y no tenía todas las palabras ni la sensibilidad que se necesitaban para nombrar este continente.
Como buen hombre del Renacimiento, con una hospitalidad mental sorprendente para su época, cuando apenas comenzaba el Siglo de Oro de la literatura española, Juan de Castellanos tomó palabras de las lenguas indígenas del Caribe, de los Andes y de la selva, para nombrar todo lo que no tenía nombre en castellano, y su poema se fue llenando de canoas, de chigüiros, de ceibas y bohíos, de tunjos y poporos, de guanábanas y lulos, de tapires, cachamas, huracanes, tiburones, yarumos y guayacanes, de venablos con curare en la punta, de caimanes y de mapanaes.
Y cuando el poema llegó a España nadie pudo entender lo principal: que había comenzado el mestizaje de la lengua, su paso de lengua local a lengua planetaria. Y algunos dijeron que eso no era poesía sino un engendro salvaje, “lleno de palabras bárbaras y exóticas que afeaban la sonoridad clásica de la lengua castellana”.
Pero lo que estaba aflorando allí no eran solo nombres y símbolos sino la dignidad de un continente, y aunque una parte del poema fue publicada en 1589, los incontables pliegos llenos de estrofas simétricas y esmerada caligrafía, que contenían el milagro del descubrimiento poético de un mundo inmenso, quedaron guardados por siglos en los estantes de las bibliotecas reales, y solo hace 70 años se publicaron completos en Colombia los cuatro volúmenes de las “Elegías de varones ilustres de Indias”, que por primera vez nombraron minuciosamente a la América ecuatorial y caribeña, y la cantaron en endecasílabos a la manera de Dante y de Ariosto.
(*) Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.
En 23/09/2022
Como buen hombre del Renacimiento, con una hospitalidad mental sorprendente para su época, cuando apenas comenzaba el Siglo de Oro de la literatura española, Juan de Castellanos tomó palabras de las lenguas indígenas del Caribe, de los Andes y de la selva, para nombrar todo lo que no tenía nombre en castellano…
Como si un soldado de 17 años desembarcara de pronto en un planeta desconocido que está siendo conquistado por los terrícolas y fuera testigo de las guerras, de las esclavitudes, de las profanaciones, las crueldades y los heroísmos en que se ven enredados los pueblos invasores y los invadidos; la sangre, la riqueza, la bondad y la maldad en que abunda la condición humana, y descubriera de pronto que ese mundo está lleno de selvas inexploradas, de animales extraños, de flores rarísimas, de insectos fantásticos, de naciones que tienen cientos de lenguas, cientos de dioses y misteriosas costumbres, y dedicara el resto de su vida a contar todo lo que vio.
Primero en crónicas y después en versos, tratando de ser fiel a la verdad, de dejar memoria de esos hechos increíbles y de esa edad irrepetible: esto fue lo que le ocurrió a ese soldado español llamado Juan de Castellanos, que llegó a América en 1539, y navegó y luchó y pescó perlas, y sacó oro de las minas y recorrió montañas recónditas, y vio pueblos enteros coronados de oro, y vio valentías y traiciones, y conoció miles de seres, y escribió después el poema más extenso de la lengua castellana, donde quedaría guardada con detalle la estremecedora fundación de un mundo.
Yo he hablado mucho de Juan de Castellanos, en cierto modo he dedicado mi vida a valorar y a agradecer el trabajo casi infinito de este fundador de nuestra literatura, pero ahora siento que es necesario hacerlo de nuevo, porque en 2022 se están cumpliendo 500 años del nacimiento de aquel ser a la vez imperceptible y desmesurado, que no solo fundó la poesía en castellano de Colombia sino de Venezuela, de Ecuador, de la Amazonía brasileña, de Trinidad, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Jamaica, de Panamá.
Borges ha dicho que “en los comienzos de una literatura nombrar equivale a crear”. Después de recorrer buena parte del territorio, desde mediados del siglo XVI, en Tunja y en Villa de Leyva, Juan de Castellanos lo nombró todo: solo tuvo vida para esa rapsodia homérica que en su caso era aún más difícil, porque la lengua en que escribía había llegado de otro mundo y no tenía todas las palabras ni la sensibilidad que se necesitaban para nombrar este continente.
Como buen hombre del Renacimiento, con una hospitalidad mental sorprendente para su época, cuando apenas comenzaba el Siglo de Oro de la literatura española, Juan de Castellanos tomó palabras de las lenguas indígenas del Caribe, de los Andes y de la selva, para nombrar todo lo que no tenía nombre en castellano, y su poema se fue llenando de canoas, de chigüiros, de ceibas y bohíos, de tunjos y poporos, de guanábanas y lulos, de tapires, cachamas, huracanes, tiburones, yarumos y guayacanes, de venablos con curare en la punta, de caimanes y de mapanaes.
Y cuando el poema llegó a España nadie pudo entender lo principal: que había comenzado el mestizaje de la lengua, su paso de lengua local a lengua planetaria. Y algunos dijeron que eso no era poesía sino un engendro salvaje, “lleno de palabras bárbaras y exóticas que afeaban la sonoridad clásica de la lengua castellana”.
Pero lo que estaba aflorando allí no eran solo nombres y símbolos sino la dignidad de un continente, y aunque una parte del poema fue publicada en 1589, los incontables pliegos llenos de estrofas simétricas y esmerada caligrafía, que contenían el milagro del descubrimiento poético de un mundo inmenso, quedaron guardados por siglos en los estantes de las bibliotecas reales, y solo hace 70 años se publicaron completos en Colombia los cuatro volúmenes de las “Elegías de varones ilustres de Indias”, que por primera vez nombraron minuciosamente a la América ecuatorial y caribeña, y la cantaron en endecasílabos a la manera de Dante y de Ariosto.
(*) Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.