9 mar 2025

EL VIEJO ESTILO IMPERIAL

Las cinco guerras trumpistas


Por Jorge Elbaum

9 de marzo de 2025 


. Imagen: AFP


La belicosidad de Donald Trump exhibida en la apertura de las sesiones legislativas del congreso de los Estados Unidos (foto) evidencia una megalomanía directamente proporcional a los frentes de conflicto que proyecta en forma paralela y simultánea. Sus provocaciones, amenazas, desmentidas y aprestos intervencionistas solo buscan recuperar la supremacía geopolítica que cuatro décadas atrás consideraron imperecedera. Para “recuperar la grandeza perdida” –esa es la traducción política de la consigna trumpista de MAGA– trabajan en forma combinada y yuxtapuesta en seis territorios de conflagración concurrentes.

La primera de esas embestidas fue iniciada por Barack Obama, durante su mandato inicial, cuando la construcción del enemigo dejó de focalizarse tanto en el “terrorismo islámico” como en el narcoterrorismo. Ambos fueron sustituidos por la República Popular China como nuevo antagonista estratégico, apelando al fentanilo para responsabilizar a Beijing de complicidad en el tráfico internacional de esta sustancia. Paradojas históricas obligan a recordar que a mediados del Siglo XIX el Reino Unidos y Francia generaron las dos Guerras del Opio luego que las autoridades chinas decidieran prohibir el consumo y la comercialización del opio y abocarse a la protección de su producción local impidiendo el contrabando y la importación. Como de costumbre, en nombre del sacrosanto libre mercado –y el derecho a consumir opio (heroína) en Europa Occidental–, las potencias imperiales atacaron China, impusieron a sangre y fuego la apertura del comercio chino y de paso se anexionaron el puerto de Hon Kong. Ayer el pretexto fue el opio. Hoy es el fentanilo.

La configuración cultural estadounidense no puede vivir sin enemigos. Su historia cinematográfica lo acredita: indios, vietnamitas, rusos, islámicos, latinoamericanos, y ahora chinos. En los tiempos de vacancia de demonios –para no perder la costumbre– se dedicaban a configurar terror con invasores galácticos y marcianos. La guerra contra Beijín está planteada en una dimensión bifronte. Por un lado, en su estructuración económica, comercial y tecnológica. Pero detrás de esa conflagración visible hay otra silenciada: la necesidad de impedir que Xi Jinping se convierta a los ojos del mundo en el factótum victorioso de una Larga Marcha que ha sido capaz de eclipsar la soberbia arrogante del Occidente colonial, acostumbrado a definir –durante los últimos cinco siglos– los estándares acerca de qué es la civilización y qué es la barbarie.

Sin embargo, más allá de las acciones orientadas a fragmentar o desmantelar La Iniciativa del Cinturón y la Ruta (BRI) –el proyecto de infraestructura global impulsado por Beijín para mejorar la logística comercial– lo que Estados Unidos no puede consentir es que el liderazgo del país más competitivo y productivo del mundo sea el resultado de una orientación estratégica decidida por un partido comunista. La beligerancia contra el Gigante Asiático, que ya tiene más de una década y media, se lleva a cabo en formato híbrido: aranceles, asedio al Collar de Perlas –el circuito marítimo en el sudeste asiático–, la extorsión a los países que cooperan con Beijing, las sanciones unilaterales, las provocaciones en torno a Taiwán, y hostilidades mediáticas y propagandísticas.

La segunda faceta de la guerra que plantea Trump es indirecta, pero tiene como destinatario último a la misma víctima. Busca desacoplar a la Federación Rusa respecto a China, aunque esto implique el distanciamiento de un socio atlantista menor, la Unión Europea, a quien juzgan como su vasallo comprobado. El secretario de Estado Marco Rubio lo expuso con claridad el último 25 de marzo, en un sincericidio brindado al portal Breitbart, fundado por Steve Bannon. En esa entrevista, Rubio admitió que los posicionamientos de Trump en torno al conflicto en Ucrania buscan desacoplar a Moscú de Beijín, tal como lo planificó y ejecutó Henry Kissinger en la década del ´70. “No sé si alguna vez lograremos desvincularlos por completo de su relación con los chinos (…) pero tenemos que intentarlo (...) ahora estamos hablando de dos potencias nucleares alineadas contra Estados Unidos…”.

El tercer capítulo de las guerras concatenadas refiere a las pretensiones expansionistas de ocupación territorial y control logístico de puntos estratégicos. En ese rubro aparecen los casos de Panamá y Groenlandia, territorio ligado a Dinamarca durante los últimos ocho siglos. Marco Rubio se encargó de justificar el ansia expansionista al afirmar que: “… los chinos básicamente son dueños de los dos grandes puertos: los puertos de Hutchison en ambos lados del canal (…) en el futuro los chinos podrían impedir el tráfico del canal. Esa es la preocupación central.” En el caso de Gaza, las provocaciones respecto a la limpieza étnica de ese territorio refieren a garantizar un control del Mediterráneo occidental, el acceso a las reservas de gas de sus costas y a la protección militar de su socio, Bibi Netanyahu.

La cuarta conflagración exhibe claros tintes racistas. Se trata de expulsar a todos los pobres migrantes que no son protestantes, blancos y anglosajones (WASP), siguiendo el programa del Ku Kux Klan (KKK), sin abocarse a los afrodescendientes ya asentados en Estados Unidos. La guerra racialista tiene como víctimas a quienes migraron en los últimos cincuenta años, sobre todo los latinoamericanos. Uno de los lideres de ese movimiento supremacista, David Duke, agradeció emocionado al actual presidente al señalar que “Trump nos ha empoderado”. La quinta embestida es contra el denominado wokismo, que no es otra cosa que la expresión de la defensa de los derechos de las mujeres, las diversidades y los grupos étnicos racializados. Esta hostilidad no es –como se cree– cultural. Es una embestida en toda la línea contra la lógica del mercado que invisibiliza el trabajo de la mujer, feminiza forzosamente las tareas de cuidado, denuncia al patriarcado como partícipe imprescindible de la explotación económica y segrega en términos supremacistas a quienes considera “inferiores”. 

Se le atribuye a Henry Kissinger el apotegma de que Estados Unidos no tiene amigos permanentes, sólo intereses.