CRÓNICAS DE 30 AÑOS EN PERIODISMO
La Voz publicaba que habíamos ido presos, pero la noticia era que la dictadura, de hecho, desproscribía al Frente Amplio
EN CÁRCEL CENTRAL Y LA MISIÓN DE BUENA VOLUNTAD
Últimos procesados por la Justicia Militar (II)
“REHENES” DEL CLUB NAVAL
El pequeño celdario conocido como “La Reja”, puerta de ingreso de los presos a la Cárcel Central, era lo más parecido a una jaula del zoológico que podía recordar. Me había criado detrás de la Facultad de Veterinaria, cerca de Villa Dolores, por lo cual conocía muy bien las jaulas de los animales y más de una vez, con algunos adolescentes amigos, había ingresado a horas no permitidas al predio municipal donde también está el Planetario. Pero nunca había quedado dentro de los barrotes.
Hacía pocas horas que el juez militar, capitán de navío Ricardo Moreno, nos había procesado con prisión por el delito de “ataque a la fuerza moral de las Fuerzas Armadas en el grado de vilipendio”, según lo establecido en el Artículo 58 del Código Penal Militar. Ya nos habían tomado las huellas y fotografiado de frente y perfil, y nos había cortado el pelo (no rapados como los presos políticos, pero sí un corte policial, el único que sabía el peluquero de Jefatura). Sólo faltaba que la autoridad pertinente decidiera en qué celda nos colocarían.
Alexis Jano Ros y yo teníamos hambre y frío... también algo de temor. Del otro lado de las rejas, en el patio interior del Pabellón Artigas, unos treinta presos comunes (entonces había comenzado a utilizarse el término “presos sociales”) almorzaban. Entre ellos reconocimos al periodista Julián Murguía, a quien habían encarcelado por el mismo delito una semana antes. En una contratapa de La Democracia escribió un artículo titulado “El pactito feo” donde criticó la negociación política que comenzaba a realizarse en el Club Naval.
El viejo edificio de la Jefatura de Policía de Montevideo. Debajo, la Cárcel Central.
Con su prisión y la nuestra, la dictadura (y los partidos políticos que entonces lo admitieron) había dejado claramente establecido que no aceptaría presiones de prensa. Hacía años (desde Luis Hierro López por el “milicos putos” en los clasificados de El Día en el 76), que no había un periodista preso por el ejercicio de la profesión. Quedamos en una suerte de condición de “rehenes” de la censura y del resultado del propio acuerdo del Club Naval. Nuestro destino era así de incierto.
El sargento Brasil era un hombre grande y ancho, morocho de frontera, de pelo negro rizado, con bigote fino sobre la comisura de los labios y de manos enormes (ya las conocería). Vestía de verde, porque era de la Guardia Republicana. Algo de lo que se jactaba tanto como de botonear a los presos. Nos había recibido con la pregunta de si éramos los periodistas, sólo para corregirnos y con su "desde ahora son presos”, ponernos en el lugar de sumisión que él pretendía...
La casi oculta puerta de la Cárcel Central, en la calle San José, entre Yí y Yaguarón
COMER EN “LA JAULA”
Un joven policía se acercó a la jaula y nos dijo que nuestras familias nos habían traído comida. Hacía más de un día que no ingeríamos nada. Nos dio dos paquetes y me animé recortar un papelito y darle una esquela para que le llevara a Sara. Pensando en mi esposa e hijos, escribí con una lapicera de tinta roja que el propio agente me prestó:“Estamos tranquilos con nosotros mismos”. Afuera, la nota tomó un tono épico y algunas radios transformaron el mensaje en un grito de resistencia.
Ajenos a lo que se vivía en la calle, nosotros atacamos la comida que había llegado... En cada paquete había un “Canadiense” del Chivito de Oro. Cuando los abrimos, el olor a frito invadió el subsuelo de Jefatura. Buena parte de aquellos presos no recibían comida desde fuera y subsistían con el “rancho” que día a día les daban. Galletas y algún pan criollo era lo que solía entrar en las visitas... Todos nos miraban mientras devoramos aquella minuta. Pero algo más vino a pasar...
Otro policía se acercó a la reja y dijo que nos habían traído comida. “Si gracias, la necesitábamos”, contestó Alexis limpiándose la boca. El policía acercó entonces otros dos paquetes. Dentro había sendas milanesas en dos panes sobre un gramajo, que sólo podía habernos mandado Gustavo Ibarra, desde El Lobizón. Los presos comenzaron a acercarse como lobos, desafiando la prohibición de hablar con nosotros. Estábamos repletos y les ofrecimos la comida, que pasamos bajo la reja.
Todavía no habíamos entrado a la Cárcel y ya teníamos un grupo de “amigos” que comprendieron que protegiéndonos podrían recibir algo de comida extra... Fue al llegar el tercer paquete de comida (pizzas con muzzarella de El Subte, que nos enviaba la barra de La Voz), cuando el sargento Brasil intervino para que se aceleraran los trámites de ingreso. Aquella jaula donde solían dejar de “plantón” a los nuevos para atemorizarlos, se había convertido en un kiosko de comidas.
Nos internaron en el Pabellón Artigas. Una larga pieza con unas cuarenta cuchetas agrupadas de dos en dos, que obligaba a compartir cercanía con el de la cama adjunta (tuvieron que traernos colchones individuales). Por lo general, se colgaban frazadas como una pared entre los camastros de hierro para disponer de intimidad. Obviamente también nos contaron otras historias... Murguía nos saludó con afecto y dijo que al día siguiente nos hablaba. Se había tensado el ambiente. Un oficial puteaba a gritos a los guardias por la esquela que se filtró al exterior.
Salvador Horacio Paino, fundador de la Triple A y compañero de celda en 1984.
EN EL “PABELLÓN ARTIGAS”
Todos los presos del Pabellón Artigas éramos "especiales". Algunos eran presos comunes y otros, como nosotros, de la Justicia Militar. Estaba un sobrino del propio General Hugo Medina y había un oficial de la Armada (muy pedante él). También había un hombre de Rivera por falsificación de documentos (ayudó a salir del país a una sobrina) y otro al que le decían "El Pollo", porque era acusado de robar aquellos nuevos locales de frituras de aves que se habían instalado en Montevideo. El resto estaba por estafa, arrebato o rapiña... y uno, por homicidio.
La estrella del recinto, al que nadie se atrevía a molestar, era Salvador Horacio Paino, el fundador de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) detenido para su extradición a Argentina luego de escribir el libro"Historia de la Triple A" (un colega de El Día fue quien en realidad redactó aquel libelo) donde daba un testimonio confesional sobre su participación en aquel escuadrón de la muerte que mando constituir José López Rega en 1973 y desde el que participó en cientos de atentados y homicidios, hasta que en 1976 lo desplazó Aníbal Gordon.
Paino me resultaba un ser batracio. Impactaba su piel blanco-verdosa, con lunares y manchas en un rostro que se extendía a la cabeza semicalva. Aunque físicamente era pequeño, su cara inexpresiva daba miedo y un rictus de sonrisa que apenas se reflejaba en los labios podía provocar terror. Quien buscó su conversación fue Julián Murguía (se había dedicado a leer Don Quijote de la Mancha) y luego de un par de charlas comenzaron a jugar ajedrez. Presencié alguna de esas partidas y no exagero si digo que Paino no comía piezas, las giraba entre los dedos como si las desangrara...
Historia de la Triple A, la confesión del Escuadròn de la muerte de Argentina.
El "homicida" era un hombre de más de sesenta (aunque su complexión física privilegiada no lo demostrara), moreno, totalmente calvo, de cuello grueso y manos cuadradas. No hablaba con nadie. Su presencia atemorizaba. Un día tomó del cogote al marino (que siempre provocaba de palabras) y lo levantó contra una pared hasta dejarlo morado y con la lengua afuera. Dos policías tuvieron que esforzarse para neutralizarlo y salvar al naval... Él me buscó, quería saber de esos presos nuevos que tanto lío habían armado...
- "¿Cuál es su carátula, m'hijo?", dijo mirándome desde la profundidad de sus ojos negros.
- "¿Lo qué...?", respondí sin saber a qué se refería...
- "Su tipificación de delito... A mí, por ejemplo, me acusan de homicidio", dijo con conocimiento jurídico.
- "Ah... Lo nuestro es vilipendio a la fuerza moral de las Fuerzas Armadas", dije evitando la mirada, como me habían advertido.
- "Mmmm... Eso sí que debe de ser jodido", afirmó después de un silencio.
- "No, es que yo soy periodista y escribí un artículo donde denunciaba...", quise explicarle.
- "¿Y Usted dijo que había sido Usted?", me interrumpió.
- "Si, claro, yo admití ante el juez militar la autoría porque...", intenté continuar.
- "¡No, m'hijo, no!... ¡¿Cómo va admitir?!... ¡Usted niegue, siempre niegue!... Aunque lo agarren apretándole la nuez al muerto, ¡niegue!..."
No volvió a hablarnos, pero con un saludo de cabeza y otros gestos, evidenció su respeto para que nadie se metiera con nosotros.
TRASLADO A PUNTA CARRETAS
En cada visita, aquello se transformaba en un cumpleaños. Hasta algún postre entraba. Venían a vernos familiares, colegas, miembros de comisiones de derechos humanos, dirigentes de partidos políticos tradicionales y proscritos, sindicalistas, estudiantes, etc. En la primer semana nos visitó el presidente de la Comisión Nacional de Defensa de la Libertad de Prensa, Dr. Ramón Valdez Costa, cara visible del grupo encabezado por Danilo Arbilla y Neber Araújo. Me explicaron la Ley de Prensa que estaban armando. Mantenía la pena de prisión al periodista. Los putié a todos.
Es que, desde el día que nos encarcelaron, Alexis y yo, sin acordarlo, mantuvimos una actitud de rebelde resistencia. Le respondíamos a la guardia porque teníamos clara nuestra impunidad como periodistas presos. Cuando nos humillaron rapándonos el pelo, llegamos a pedir un corte a la romana. Cuando nos traían la comida (tres o cuatro veces al día) preguntábamos si alguien quería almorzar o cenar algo en especial. Teníamos cigarrillos y nos daban el lugar del sol en el pequeño patio abierto. Éramos unos guachos atrevidos que estábamos envalentonados desde nuestra inconsciencia.
Cuando nos hicieron la revisión médica, los amenazamos con hacer una huelga de hambre si en una semana no teníamos respuesta a nuestro pedido de liberación condicional. Para reforzar la intimidación, conté que un año antes, luego que me echaran de El Día por integrar el sindicato, en vez de ir a reclamar mi carné de salud a la administración del diario, me había hecho uno nuevo y, por vacunarme otra vez contra la BCG, cuando me agarré un frío, derivé en una corticopleuritis que registró un "foco BK". Es decir, les dije que tenía en mi sangre el tuberculoso Bacilo de Koch.
Los médicos, ambos jóvenes, tomaron nota y -estoy convencido- planificaron su venganza... Una semana después de llegados a la Cárcel Central, el 6 de julio, el sargento Brasil me convocó sin un motivo aparente y me ordenó tomar mi abrigo para un traslado."¿A dónde?", me atreví a preguntar. Y, con una sonrisa, contestó: "Hospital Penitenciario de Punta Carretas... Le ordenan hacer una baciloscopía". "Me cagaron", me dije, pero no había tiempo para lamentarse. No pude informar a Alexis y a Murguía, quienes sin entender veían de lejos cómo me ponía la campera de abrigo y salía...
La Cárcel de Punta Carretas es hoy un Shopping. El Hilton Hotel se eleva donde estaba el Hospital Penitenciario.
Quedé esperando en el patio cerrado del pabellón, donde "el Pollo" recibía la visita de su esposa.
- "¿Qué hacés acá? ¿Tenés visita?", me dijo acercándose...
- "No, me trasladan al Hospital Penitenciario. Pedile a a tu señora que llame a Emiliano Cotelo en CX 30 y le avise a mi mujer", conté con dramatismo.
El Pollo y su señora vieron cuando vino un policía a trasladarme. Automáticamente sacó sus esposas y yo puse las muñecas. Cuando salía les hice una guiñada. Asintieron con la cabeza. Me metieron en una chanchita en el subsuelo de Jefatura, me sacaron por San José y no fue difícil adivinar el recorrido: tomaron por Yaguarón, Gonzalo Ramírez, Carlos María Morales, Rambla Argentina, Rambla Wilson, Julio María Sosa, Bulevar Artigas y por Héctor Miranda, entramos de frente al Penal de Punta Carretas, a cuyos fondos estaba el edificio del Hospital Penitenciario.
Cuando llegamos, estaba anocheciendo. Me dejaron en una pieza bajo una de las torres de la puerta (donde ahora está el Mc Café) y me hicieron desnudar. Hacía mucho frío. Me dio calor la bronca, la vergüenza y la adrenalina del miedo. Me llevaron por un corredor debajo de los pabellones hasta el patio del fondo y desde allí ingresamos al edificio de tres plantas del lúgubre Hospital carcelario. Yo pensaba que me tomarían una muestra de flemas y me devolvería a la Cárcel Central. Pero, entonces, me comunicaron: "No. Usted se queda acá tres días, que es lo que dura el examen".
Tenía la boca reseca de angustia. Me costó escupir en el frasquito de la prueba. Me llevaron a una celda del sector "Infectocontagiosos". Una pieza de dos por tres, cubierta de azulejos blancos, con una camilla por cama y una ventana con rejas hacia el sur. Por un vidrio roto entraba el frío viento del mar. "Acá no me quedo", protesté. "Obedezca y cállese", dijeron. "Acá estuvo hasta el político Bernardo Pozzolo (en la campaña de las internas del 82 también había sido procesado) y no se quejó", agregó. "Es problema de él... pero si yo me quedo acá, voy a terminar enfermo de tuberculosis antes de que me den el resultado", reclamé sin suerte. Me sentí muy solo.
MISIÓN DE LA BUENA VOLUNTAD
El domingo 8 llegó a Uruguay un grupo denominado “Misión de Buena Voluntad Latinoamericana”, integrado por diputados y personalidades, quienes habían sido convocados por el Movimiento Justicia y Derechos Humanos (MJDH) de Porto Alegre, el Comité de Solidaridad con la Luchas del Pueblo Argentino para la Democracia de Río de Janeiro y la Comisión Peronista de Derechos Humanos de Buenos Aires. Tenían dos objetivos: la libertad de los presos políticos y la no extradición por razones políticas en América Latina.
Uno de los que encabezaba aquella movida era Jair Krischke, presidente del Movimiento Justicia y Derechos Humanos, a quien ya había conocido en Convicción durante la cobertura de la liberación de Lilián Celiberti y Universindo Rodríguez, quienes salieron de prisión a fines de 1983, luego de ser secuestrados en Porto Alegre en 1978 y trasladados ilegalmente a Uruguay en el marco de la coordinación de un Plan Cóndor del que recién comenzábamos a encontrar y entender sus primeras plumas.
Jair Krischke junto a Universindo Rodríguez y Lilian Celiberti a mediados de los años ochenta en Montevideo.
Con Jair, habíamos planificado un encuentro de periodistas en Porto Alegre. No pude ir porque nos metieron presos. Krischke, venía desde hacía días integrando la “Misión” y se enteró de la novedad cuando llegó a Montevideo. Sara, angustiada, lo fue a ver al Hotel en que se alojaban y le explicó que estábamos presos en Cárcel Central y que me habían trasladado al Hospital Penitenciario a los fondos de la Cárcel de Punta Carretas (donde hoy se eleva el Hilton Hotel, detrás del Shopping).
“¿Cuándo es la visita?”, preguntó Jair. “A la Cárcel Central de tarde, pero está en Punta Carretas”, le explicó. Jair pensó unos minutos y decidió visitarme en la Cárcel Central en la mañana del lunes, luego de una conferencia de prensa en el Colegio de Abogados que presidía Rodolfo Canabal. Aunque no era horario de visitas, Jair, acompañado por Sara, fue recibido por una autoridad de la Policía, pero de nada valieron sus alegatos de que era mi abogado y defensor de derechos humanos. Un grupo de parlamentarios fue a ver a Wasem Alanís que agonizaba en el Hospital Militar, otros fueron a visitarme a la Cárcel, pero no los dejaron entrar, porque el preso no estaba. Jair denunció la situación a las agencias internacionales de noticias y logró el escándalo mediático buscado.
Aquella histórica Misión de la Buena Voluntad de 1984, estaba integrada por los argentinos Carlos Miguel Kunkel (ex diputado), Gustavo Herrera (Juventud Peronista), Raquel Mac Donald y Delia Carmelli de Puiggrós (Comisión Peronista de DD HH), y Ricardo Rodríguez Saá (Intransigencia y Movilización Peronista); desde Bolivia, los diputados Roger Cortes (PSB) y Miguel A. Mufarech, Cristina T. de Quiroga Santa Cruz (viuda de Marcelo Quiroga Santa Cruz) y Ramiro Carrasco; de Brasil estaban Jair Krischke (MJDH), Bayard Demaria Boiteux (PDT), Mário Silva P. de Castro (CUT) y los diputados federales Lucio Alcántara, Clemir Ramos, Luiz Dulci, Aldo Arantes y Anselmo Farabuline; por Chile, Ana María Amagada (PS); de Colombia, los diputados Benjamín Ardila y Horácio Serpo Uribe, con Socorro Ramírez (Comisión de Paz); de Costa Rica, los diputados Alonso Montero Mejia y Sergio Eric Ardón; de Ecuador, los diputados Alejandro Carrión y Jacinto Velásquez; de Haití el poeta Paul Laraque; de México, Cuauhtémoc Sandoval (PSUM) y Antonio Tenorio (PRI); de Panamá, Moises Torrijos (PRD) y Didimo Escobar (Federación de Estudiantes); de Perú, los diputados Javier Diez Canseco y Augustín Haya de La Torre, con Ezequiel Robles (Coordinadora de DDHH); y de Venezuela, el Senador Elizard Díaz Rangel, presidente de la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP). Varios de ellos se destacarían en los años siguientes...
El monumento a José Artigas, frente al Palacio Estévez, vieja Casa de Gobierno
“ELLOS SABEN LO QUE HACEN”
Aquel lunes 9 de julio (hace hoy 30 años), era el aniversario de la histórica represión que terminó con la prisión del general Líber Seregni por “asonada” y la clausura de El Popular y encarcelamiento de sus trabajadores... Jair había organizado, con Efraín Olivera del SERPAJ, Cacho López Balestra, Carlos Etchegoyen y otros, un “operativo relámpago” en el que la Misión de Buena Voluntad iría a Plaza Independencia para colocar a los pies de Artigas una ofrenda floral (“Por la Libertad y Por la Democracia”, rezaba) que específicamente les habían prohibido.
Todo estaba cronometrado y hasta periodistas y fotógrafos de agencias internacionales habían sido reservadamente convocados. Había una llovizna fría que por momentos les lastimaba las caras, pero el grupo llegó a la Plaza antes del mediodía, acompañados de un centenar de personas y, para sorpresa de la guardia de Granaderos, la combi blanca de Efraín Olivera se estacionó, bajaron las flores, y las colocaron sobre el granito negro. El colombiano Arila fue el encargado de pronunciar un discurso histórico que había escrito un rato antes en una Olivetti del hotel...
Original del discurso del colombiano Benjamín Arila ante el Gral. Artigas.
“Protector de los pueblos libres... Fundador de la nacionalidad Oriental. José Artigas... ¡Qué bien nos suena tu nombre, oh Padre inmortal! Hemos venido a verte en tu prisión de espantos. Bolívar nos enseñó de niños que la patria es la América Latina, mulata, mestiza y tropical; y nos habló de tí como de un hermano. Por eso hemos tomado como hijos nuestros a los huérfanos del Continente en lucha y les damos el abrigo de 20 banderas en este mediodía lleno aún de nubarrones”, recitó con ese tono dulce del caribeño.
“De México te traemos el Zarape cinco veces mutilado. De Centroamérica, istmo de lagos y volcanes, te aportan las espinas para la corona de redentores que brillan como joyas en la noche sin término. Los colombianos te entregamos una rosa blanca, la primer que hemos logrado arrancar entre todos a la tierra en años de sequía y de horror. Del Brasil vienen los recuerdos de Tiradentes, cristo de la libertad, y la voz encendida de justicia y de amor”, continuó mientras elevaba la firmeza de su voz.
“Los Incas nos muestran los miembros de Tupac Amarú descuartizado por amar a su pueblo y reivindicar el imperio socialista de sus ayeres. Los Bolivianos presentan a sus mineros en columna por hileras en busca de un amanecer que no quiere llegar. Los Argentinos te muestran las cadenas rotas, manchadas aún con la sangre inocente vertida...”, dijo con un énfasis que llevó a que la guardia de los Blandengues comenzara a moverse en posición defensiva.
“¡Padre Artigas! (proclamó Benjamín Arila) ¡La América Morena se inclina ante tu bronce!... Te promete seguir adelante y te pide que... (dijo y, señalando con su dedo a la entonces Casa de Gobierno, gritó) ¡no los perdones, porque sí saben lo que hacen!... ¡Somos embajadores de la esperanza!”, concluyó, mientras los presentes comezaron a entonar el himno nacional. Cuando un grupo de soldados de fajina asomaba por detrás del Palacio Estévez para desalojarlos, siguieron caminando hacia Ciudad Vieja. Por la calle Sarandí sintieron el calor de una brisa de libertad... Era el mismo viento que a mí me congelaba en Punta Carretas... (Continuará)
Roger Rodríguez
(9 de julio de 2014)
Últimos procesados por la Justicia Militar (Primera parte) en: