La trama secreta de las narco valijas rusas
Por RICARDO RAGENDORFER |
La banda de los celíacos
Exactamente al año, la harina seguía fondeada en el depósito del edificio de la calle Posadas. La situación del cargamento era similar a la de Abyanov, quien continuaba varado en las afueras de Moscú sin ningún destino diplomático a la vista. En Buenos Aires, el FSB –representado por siete agentes que actuaban con el apoyo de Gendarmería a espaldas del personal de la Embajada– tenía en la mira a dos integrantes locales de la banda, además de haber identificado al presunto contratista de la operación. Pero faltaba llegar al estamento superior del asunto. Por tal motivo la espera debía continuar.
Aún así, la ministra Bullrich –hasta el cuello por otros problemas de su gestión– se exhibía muy propensa a concluir el caso con los correspondientes arrestos y una espectacular conferencia de prensa. A los rusos les era cada vez más difícil controlarla.
Por esos días la hipótesis del largo brazo de la CIA en la maniobra había naufragado. Y ya no cabía ninguna duda de que todo era fruto de una pandilla de malhechores comunes.
En tales circunstancias llegó en visita oficial nada menos que Patrushev. El secretario del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa fue recibido en la Casa Rosada por Mauricio Macri el 5 de diciembre. La presencia en el país del legendario ex espía de la KGB y actual hombre de confianza de Vladimir Putin mereció destacadas coberturas en la prensa argentina. En la ocasión se firmaron varios convenios bilaterales, incluido uno de asistencia policial. Pero en realidad su estadía en Buenos Aires tenía una finalidad secreta.
Eso, desde luego, lo ignoraba el inspector Blizniouk, de la Policía de la Ciudad, quien –como se verá más adelante– monitoreó con discreción las actividades del alto funcionario.
Ese tipo era una rara avis en las filas de la mazorca porteña. De origen moscovita y nacionalizado argentino, prestó servicios en la Prefectura y en La Metropolitana, antes de sumarse a su actual fuerza. Posee diploma de técnico en Seguridad Marítima y Portuaria obtenido en la Escuela de Oficiales de la Prefectura; otro de Patrullaje y Seguridad Pública expedido por la Universidad de Moscú, además de haber estudiado Perfilamiento Criminal y Terrorismo en la Universidad de San Petesburgo. También cursó allí materias de Lingüística y Literatura Rusa. Y habla cinco idiomas (ruso, inglés, portugués, húngaro y, claro, español); eso incidió en que fuera enlace entre la Policía de la Ciudad y las de México, Canadá y Rusia. También supo viajar con oficiales argentinos a Moscú para que se capaciten en la academia policial de aquella ciudad. Y solía trabajar informalmente como asesor de seguridad en la Embajada Rusa.
Lo curioso es que al momento de ingresar a la Policía de la Ciudad –el 2 de enero de 2017– aquel hombre de 35 años ya se encontraba en la mira de los investigadores. En esas condiciones se desempeñó durante casi 12 meses en la Dirección de Coordinación del Instituto Superior de Seguridad Pública (ISSP). Y tres veces por semana iba a trabajar al caserón de la Embajada, en la calle Rodríguez Peña 1741, antes y después de sus horas de servicio. Koronelli le dispensaba una fingida amabilidad.
Entre una cosa y otra no desatendía el plan para trasladar las valijas a la vieja Rusia. De hecho, su primera idea fue aprovechar uno de aquellos viajes de capacitación. Lo prueba una comunicación telefónica de larga distancia que mantuvo el 10 de marzo de 2017 con el fantasmagórico Señor K.
B: – En primer lugar planeo cursos con personal durante todo el año.
K: – Sí. Eso lo sé. Ustedes vienen a hacer cursos con nosotros en Rusia. ¿No es así?
B: – Sí. Personal de acá hará cursos en Rusia.
K: – ¿Pero ya empezaron a hacerlo o todavía no?
B: – No. Van a ir a mitad de año.
K: – ¿Me podés mandar todo el itinerario al respecto de eso? Quien, qué y dónde.
B: – Claro que puedo. No hay problema.
K: – Estaría muy bueno.
B: – ¿Qué ideas tenés?
K: – No son ideas para hablar por teléfono. Después te llamo por Skype.
El Señor K resultó ser el ciudadano ruso Andrei Kovalchuk, un presunto empresario con residencia en Hamburgo, donde en apariencia se dedicaba a la importación-exportación de habanos y licores.
El FSB cree que junto a Abyanov ya habría enviado dos cargamentos de cocaína a Moscú desde la Embajada Rusa en Montevideo. Todo indica que el traslado del agregado administrativo a su país no estaba en sus planes. Pero no fue en vano, puesto que sirvió para que hiciera su servicio final: dejar las 32 valijas en ese depósito.
En tal contexto Kovalchuk habría reclutado a Blizniouk, Su red local se completaba con Alexander Chikalo, un mecánico ruso nacionalizado argentino con taller en el barrio de Saavedra. Era el encargado de acondicionar la droga en las valijas, además de atender otros menesteres logísticos.
Pese al empeño “pedagógico” de Blizniouk, lo del viaje de capacitación al final no prosperó ya que sus jefes –por indicación de los agentes del FSB– al final resolvieron cancelarlo.
El siguiente plan fue llevar el cargamento en un avión privado.
Eso fue discutido en el transcurso de varias reuniones mantenidas entre los conjurados en Buenos Aires. Kovalchuk había llegado al país con tal propósito a bordo de aquel jet. Y su estadía transcurrió desde el 11 hasta el 14 de octubre. Y estuvo alojado en el hotel Dorá, de Maipú al 900.
Tras su arribo, los gendarmes apostados en esa calle, casi en la esquina con Marcel T.de Alvear, lo vieron salir al mediodía. Era un sujeto esmirriado, cincuentón, con cabello ralo. Y caminó hacia la calle Paraguay; fueron tras él a una distancia prudencial. De pronto, Kovalchuk giró sobre sus talones para avanzar en dirección contraria. Una típica maniobra antiseguimiento que sorprendió a los sabuesos de la ministra. Y desbandaron perdiendo así de vista a su presa.
Ese miércoles lo volvieron a localizar a la tarde, y sus pasos los llevaron hasta el ventanal de un bar situado en Esmeralda y Santa Fe; allí Kovalchuk se ubicó en una mesa ocupada por un rubio corpulento y panzón. Era Blizniouk. Ambos departieron hasta caer la noche. Imágenes de dicha “cumbre” fueron tomadas por las cámaras de los perseguidores.
También hubo fotografías de ambos al día siguiente en el restaurante La Leyenda, de Córdoba y Suipacha.
Y el jueves hubo más registros visuales de Kovalchuk en la confitería de Florida y Córdoba, pero esta vez departiendo con Chikalo.
Al cabo de esas reuniones se desechó la alternativa de llevar la droga en el jet porque las escalas de reabastecimiento eran un riesgo innecesario.
Por dos meses, el todo nuevamente de aquietó.
Hasta la sorpresiva visita oficial del secretario Patrushev.
Moscú no cree en lágrimas
Hacía un año y medio que las 32 valijas del agregado Abyanov permanecían en el depósito de la calle Posadas. Y ya habían transcurrido doce meses desde el cambiazo de sustancias. Entonces se presentó la posibilidad de aprovechar el aerobús del gobierno ruso que trajo al colaborador de Putin.
No hubo ningún inconveniente para embarcar ese equipaje en la bodega de aquel imponente Túpolev Tu-154. Chikalo se encargó de la tarea. También había un empleado de la Embajada supervisando el asunto.
Al atardecer del 9 de diciembre el inspector Blizniouk, quien estaba de servicio en el ISSP, se enteró por teléfono de que el cargamento iba en camino hacia Moscú. Enseguida llamó al Señor K a Hamburgo.
Ignoraban que el viaje protocolar de Patrushev a la Argentina había sido en realidad una tapadera para facilitar la “entrega controlada” de la harina.
El avión llegó al aeropuerto moscovita en la mañana siguiente. Tres días después dos cómplices locales –Ishtimir Khubzhamov y Vladimir Kalmykov– cayeron al buscar el cargamento en un depósito situado cerca del aeropuerto.
Abyanov era arrestado en simultáneo.
Por alguna inexplicable razón, durante casi diez semanas Blizniouk y Chikalo no fueron importunados por ese desenlace. Ellos tampoco variaron sus hábitos de vida. Como si nada hubiera ocurrido. Como si todo hubiera sido un sueño. El policía hasta se permitió con su esposa un viaje de placer a Italia, España y Alemania. Pero ni bien llegó a Ezeiza le amarrocaron las muñecas. Idéntica suerte corrió el mecánico en su taller de Saavedra.
El sueño para ellos había terminado. Pero no para el Señor K, ya que su paradero sigue siendo un misterio.
Aún así la ministra Bullrich se ufana por su epopeya investigativa
¿Qué pensara el señor Patterson al respecto?
28 de febrero de 2018
Patricia Bullrich es la encargada de reinsertar al país en el oscuro mundo de las fuerzas de seguridad. Luego de habilitar la instalación de la base de la DEA quiso hacer de heroína en el caso de las narcovalijas diplomáticas, en el cuál actuó codo a codo con el FSB ruso… hasta que las cámaras la pudieron. La compra de harina de la Gendarmería, la ansiedad de Bullrich por salir a escena y “contar todo”, la visita de un capo de la seguridad rusa para facilitar la “entrega controlada” y el seguimiento secreto de los narcos eslavos por los cafetines de Buenos Aires.
Argentina “volvió al mundo”, pero en el sentido policíaco de la palabra y, por cierto, de una manera bipolar.
Corría el 9 de febrero cuando el Gobierno difundió una fotografía de la ministra Patricia Bullrich posando en Washington con el director de la DEA, Robert Patterson. Ella sostiene entre las manos un reloj de mesa color ocre que le había regalado su anfitrión. Ambos sonríen. Acababan de sellar un acuerdo trascendental: la instalación de una task force de dicha agencia en la ciudad de Posadas con el objetivo de combatir los focos de narcotráfico y terrorismo que –según el Comando Sur de los Estados Unidos– titilan en la Triple Frontera; o sea, una cesión de soberanía territorial con un trayecto de 250 kilómetros.
Argentina “volvió al mundo”, pero en el sentido policíaco de la palabra y, por cierto, de una manera bipolar.
Corría el 9 de febrero cuando el Gobierno difundió una fotografía de la ministra Patricia Bullrich posando en Washington con el director de la DEA, Robert Patterson. Ella sostiene entre las manos un reloj de mesa color ocre que le había regalado su anfitrión. Ambos sonríen. Acababan de sellar un acuerdo trascendental: la instalación de una task force de dicha agencia en la ciudad de Posadas con el objetivo de combatir los focos de narcotráfico y terrorismo que –según el Comando Sur de los Estados Unidos– titilan en la Triple Frontera; o sea, una cesión de soberanía territorial con un trayecto de 250 kilómetros.
Lo notable es que este viejo anhelo norteamericano –gambeteado desde 2001 por todas las autoridades locales– vio finalmente la luz a raíz de una “invitación” argentina. Ese logro fue completado con un convenio entre el FBI y la Policía Federal. Dos grandes pasos en el alineamiento nacional a la “Doctrina de las Nuevas Amenazas”, así como se denomina el decálogo acuñado por el país del norte para concretar su visión estratégica de defensa y seguridad en la región.
¿Qué cara habrá puesto mister Patterson el jueves pasado al enterarse de que la señora Bullrich se adjudicaba la operación “12 Reinas”, tal vez uno de los golpes al narcotráfico más bizarros de la historia mundial? Máxime cuando en realidad el asunto fue dirigido y ejecutado por agentes del Servicio Federal de Seguridad (FSB) de la Federación Rusa, con ciertas tareas menores a cargo de la Gendarmería criolla.
¿Qué cara habrá puesto mister Patterson el jueves pasado al enterarse de que la señora Bullrich se adjudicaba la operación “12 Reinas”, tal vez uno de los golpes al narcotráfico más bizarros de la historia mundial? Máxime cuando en realidad el asunto fue dirigido y ejecutado por agentes del Servicio Federal de Seguridad (FSB) de la Federación Rusa, con ciertas tareas menores a cargo de la Gendarmería criolla.
Ya se sabe que el asunto culminó en Moscú con el espectacular decomiso –tras una entrega controlada– de 382 kilos de harina leudante de máxima pureza proveniente de Argentina. Y que a esa cosecha se le añade el arresto en la ex URSS de tres ciudadanos rusos y dos cómplices en Buenos Aires; entre ellos, el oficial inspector de la Policía de la Ciudad, Iván Blizniouk. Pero el cabecilla de la banda –llamado “Señor K” en las gacetillas–logró ponerse en fuga.
Para comprender la pintoresca complejidad de tales circunstancias bien vale explorar su backstage.
Operación Mamushka
Todo comenzó a gestarse en el gran edificio que domina la plaza Lubianka de Moscú. Esa mole neobarroca de ladrillos amarillos fue por 37 años el cuartel general de la KGB y ahora es la sede del FSB. Allí, al comenzar diciembre de 2016, hubo un importante cónclave en un salón del tercer piso. Sus asistentes: el mismísimo titular del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa, Nikolai Patrushev, el director de la casa, Alexander Bórtinkov, y cuatro de sus mejores agentes. Todos oían con suma atención al embajador ruso en Buenos Aires, Víctor Koronelli.
Éste, con frases monocordes, daba cuenta de un inquietante hallazgo: 32 valijas con cocaína –un total de 382 kilos– en el depósito del colegio para los hijos del personal de la Embajada y el Consulado, situado en la calle Posadas 1656, del barrio de Recoleta.
Koronelli indicó haber sido alertado al respecto por un funcionario de la legación llamado Oleg Vorobien. Y no demoró en identificar al presunto autor de la maniobra: el antiguo agregado administrativo, Ali Abyanov, quien había vuelto a Rusia en julio de aquel año a la espera de un nuevo destino. Fue antes de su viaje cuando ingresó esas valijas al inmueble. Se supone que contenían sus pertenencias. Entonces, la primera medida del caso fue disponer un férreo dispositivo de vigilancia sobre él, quien residía en las afueras de Moscú. Pero sin arrestarlo todavía.
Tal decisión poseía una razón de peso. Más que la “guerra santa” contra el narcotráfico a los rusos los desvelaba que su servicio diplomático haya sido infiltrado por una banda de criminales. O por la CIA.
Un mes antes Donald Trump había ganado las elecciones, y circulaban rumores sobre una presunta interferencia de espías del Kremlin en su carrera hacia la Casa Blanca. De modo que en el tema de las valijas también existía la hipótesis de una posible represalia norteamericana.
Sea como fuere, había que identificar a sus responsables en el mayor de los sigilos. A tal fin –por una formalidad propia del caso– resultaba ineludible la colaboración de las autoridades argentinas. Y dada su calaña, eso resultaba tan peligroso como manipular un explosivo. Aquella fase de la cuestión quedó en manos de Koronelli.
Al día siguiente el embajador regresó a Buenos Aires con un agente del FSB. Y en la tarde del 13 de diciembre acudieron con premura al búnker de la ministra Bullrich en la calle Gelly y Obes.
Koronelli expuso en pocas palabras la razón de su intempestiva visita. Su acompañante, un sujeto enorme con mirada torva, permanecía en silencio. La anfitriona, una mujer menos inteligente que ambiciosa, pasó en un segundo del asombro al entusiasmo. Entreveía en esta historia un gran rédito político. Entonces convocó al juez federal Julián Ercolini, al fiscal Eduardo Taiano y a su colega de la Procuración de Narcocriminalidad (Procunar), Diego Iglesias. También acudió a su despacho el director de Gendarmería, Gerardo Otero. Ni bien el uniformado tomo asiento, su jefa lo ametralló con indicaciones. Pero el ruso del FSB la frenó. “Vamos a hacer las cosas a nuestra manera”, dijo con el duro acento de los eslavos.
Para comprender la pintoresca complejidad de tales circunstancias bien vale explorar su backstage.
Operación Mamushka
Todo comenzó a gestarse en el gran edificio que domina la plaza Lubianka de Moscú. Esa mole neobarroca de ladrillos amarillos fue por 37 años el cuartel general de la KGB y ahora es la sede del FSB. Allí, al comenzar diciembre de 2016, hubo un importante cónclave en un salón del tercer piso. Sus asistentes: el mismísimo titular del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa, Nikolai Patrushev, el director de la casa, Alexander Bórtinkov, y cuatro de sus mejores agentes. Todos oían con suma atención al embajador ruso en Buenos Aires, Víctor Koronelli.
Éste, con frases monocordes, daba cuenta de un inquietante hallazgo: 32 valijas con cocaína –un total de 382 kilos– en el depósito del colegio para los hijos del personal de la Embajada y el Consulado, situado en la calle Posadas 1656, del barrio de Recoleta.
Koronelli indicó haber sido alertado al respecto por un funcionario de la legación llamado Oleg Vorobien. Y no demoró en identificar al presunto autor de la maniobra: el antiguo agregado administrativo, Ali Abyanov, quien había vuelto a Rusia en julio de aquel año a la espera de un nuevo destino. Fue antes de su viaje cuando ingresó esas valijas al inmueble. Se supone que contenían sus pertenencias. Entonces, la primera medida del caso fue disponer un férreo dispositivo de vigilancia sobre él, quien residía en las afueras de Moscú. Pero sin arrestarlo todavía.
Tal decisión poseía una razón de peso. Más que la “guerra santa” contra el narcotráfico a los rusos los desvelaba que su servicio diplomático haya sido infiltrado por una banda de criminales. O por la CIA.
Un mes antes Donald Trump había ganado las elecciones, y circulaban rumores sobre una presunta interferencia de espías del Kremlin en su carrera hacia la Casa Blanca. De modo que en el tema de las valijas también existía la hipótesis de una posible represalia norteamericana.
Sea como fuere, había que identificar a sus responsables en el mayor de los sigilos. A tal fin –por una formalidad propia del caso– resultaba ineludible la colaboración de las autoridades argentinas. Y dada su calaña, eso resultaba tan peligroso como manipular un explosivo. Aquella fase de la cuestión quedó en manos de Koronelli.
Al día siguiente el embajador regresó a Buenos Aires con un agente del FSB. Y en la tarde del 13 de diciembre acudieron con premura al búnker de la ministra Bullrich en la calle Gelly y Obes.
Koronelli expuso en pocas palabras la razón de su intempestiva visita. Su acompañante, un sujeto enorme con mirada torva, permanecía en silencio. La anfitriona, una mujer menos inteligente que ambiciosa, pasó en un segundo del asombro al entusiasmo. Entreveía en esta historia un gran rédito político. Entonces convocó al juez federal Julián Ercolini, al fiscal Eduardo Taiano y a su colega de la Procuración de Narcocriminalidad (Procunar), Diego Iglesias. También acudió a su despacho el director de Gendarmería, Gerardo Otero. Ni bien el uniformado tomo asiento, su jefa lo ametralló con indicaciones. Pero el ruso del FSB la frenó. “Vamos a hacer las cosas a nuestra manera”, dijo con el duro acento de los eslavos.
Y soltó una directiva: cambiar esa misma noche la droga por harina en las valijas, y dejar todo como si nadie las hubiera tocado. Otero se dispuso a cumplir.Es ahí donde la Gendarmería efectúa su gran aporte a la investigación: comprar en tiempo récord 382 kilos de harina en el Mercado Central.
Así se inició el operativo de entrega controlada.
Así se inició el operativo de entrega controlada.
La banda de los celíacos
Exactamente al año, la harina seguía fondeada en el depósito del edificio de la calle Posadas. La situación del cargamento era similar a la de Abyanov, quien continuaba varado en las afueras de Moscú sin ningún destino diplomático a la vista. En Buenos Aires, el FSB –representado por siete agentes que actuaban con el apoyo de Gendarmería a espaldas del personal de la Embajada– tenía en la mira a dos integrantes locales de la banda, además de haber identificado al presunto contratista de la operación. Pero faltaba llegar al estamento superior del asunto. Por tal motivo la espera debía continuar.
Aún así, la ministra Bullrich –hasta el cuello por otros problemas de su gestión– se exhibía muy propensa a concluir el caso con los correspondientes arrestos y una espectacular conferencia de prensa. A los rusos les era cada vez más difícil controlarla.
Por esos días la hipótesis del largo brazo de la CIA en la maniobra había naufragado. Y ya no cabía ninguna duda de que todo era fruto de una pandilla de malhechores comunes.
En tales circunstancias llegó en visita oficial nada menos que Patrushev. El secretario del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa fue recibido en la Casa Rosada por Mauricio Macri el 5 de diciembre. La presencia en el país del legendario ex espía de la KGB y actual hombre de confianza de Vladimir Putin mereció destacadas coberturas en la prensa argentina. En la ocasión se firmaron varios convenios bilaterales, incluido uno de asistencia policial. Pero en realidad su estadía en Buenos Aires tenía una finalidad secreta.
Eso, desde luego, lo ignoraba el inspector Blizniouk, de la Policía de la Ciudad, quien –como se verá más adelante– monitoreó con discreción las actividades del alto funcionario.
Ese tipo era una rara avis en las filas de la mazorca porteña. De origen moscovita y nacionalizado argentino, prestó servicios en la Prefectura y en La Metropolitana, antes de sumarse a su actual fuerza. Posee diploma de técnico en Seguridad Marítima y Portuaria obtenido en la Escuela de Oficiales de la Prefectura; otro de Patrullaje y Seguridad Pública expedido por la Universidad de Moscú, además de haber estudiado Perfilamiento Criminal y Terrorismo en la Universidad de San Petesburgo. También cursó allí materias de Lingüística y Literatura Rusa. Y habla cinco idiomas (ruso, inglés, portugués, húngaro y, claro, español); eso incidió en que fuera enlace entre la Policía de la Ciudad y las de México, Canadá y Rusia. También supo viajar con oficiales argentinos a Moscú para que se capaciten en la academia policial de aquella ciudad. Y solía trabajar informalmente como asesor de seguridad en la Embajada Rusa.
Lo curioso es que al momento de ingresar a la Policía de la Ciudad –el 2 de enero de 2017– aquel hombre de 35 años ya se encontraba en la mira de los investigadores. En esas condiciones se desempeñó durante casi 12 meses en la Dirección de Coordinación del Instituto Superior de Seguridad Pública (ISSP). Y tres veces por semana iba a trabajar al caserón de la Embajada, en la calle Rodríguez Peña 1741, antes y después de sus horas de servicio. Koronelli le dispensaba una fingida amabilidad.
Entre una cosa y otra no desatendía el plan para trasladar las valijas a la vieja Rusia. De hecho, su primera idea fue aprovechar uno de aquellos viajes de capacitación. Lo prueba una comunicación telefónica de larga distancia que mantuvo el 10 de marzo de 2017 con el fantasmagórico Señor K.
B: – En primer lugar planeo cursos con personal durante todo el año.
K: – Sí. Eso lo sé. Ustedes vienen a hacer cursos con nosotros en Rusia. ¿No es así?
B: – Sí. Personal de acá hará cursos en Rusia.
K: – ¿Pero ya empezaron a hacerlo o todavía no?
B: – No. Van a ir a mitad de año.
K: – ¿Me podés mandar todo el itinerario al respecto de eso? Quien, qué y dónde.
B: – Claro que puedo. No hay problema.
K: – Estaría muy bueno.
B: – ¿Qué ideas tenés?
K: – No son ideas para hablar por teléfono. Después te llamo por Skype.
El Señor K resultó ser el ciudadano ruso Andrei Kovalchuk, un presunto empresario con residencia en Hamburgo, donde en apariencia se dedicaba a la importación-exportación de habanos y licores.
El FSB cree que junto a Abyanov ya habría enviado dos cargamentos de cocaína a Moscú desde la Embajada Rusa en Montevideo. Todo indica que el traslado del agregado administrativo a su país no estaba en sus planes. Pero no fue en vano, puesto que sirvió para que hiciera su servicio final: dejar las 32 valijas en ese depósito.
En tal contexto Kovalchuk habría reclutado a Blizniouk, Su red local se completaba con Alexander Chikalo, un mecánico ruso nacionalizado argentino con taller en el barrio de Saavedra. Era el encargado de acondicionar la droga en las valijas, además de atender otros menesteres logísticos.
Pese al empeño “pedagógico” de Blizniouk, lo del viaje de capacitación al final no prosperó ya que sus jefes –por indicación de los agentes del FSB– al final resolvieron cancelarlo.
El siguiente plan fue llevar el cargamento en un avión privado.
Eso fue discutido en el transcurso de varias reuniones mantenidas entre los conjurados en Buenos Aires. Kovalchuk había llegado al país con tal propósito a bordo de aquel jet. Y su estadía transcurrió desde el 11 hasta el 14 de octubre. Y estuvo alojado en el hotel Dorá, de Maipú al 900.
Tras su arribo, los gendarmes apostados en esa calle, casi en la esquina con Marcel T.de Alvear, lo vieron salir al mediodía. Era un sujeto esmirriado, cincuentón, con cabello ralo. Y caminó hacia la calle Paraguay; fueron tras él a una distancia prudencial. De pronto, Kovalchuk giró sobre sus talones para avanzar en dirección contraria. Una típica maniobra antiseguimiento que sorprendió a los sabuesos de la ministra. Y desbandaron perdiendo así de vista a su presa.
Ese miércoles lo volvieron a localizar a la tarde, y sus pasos los llevaron hasta el ventanal de un bar situado en Esmeralda y Santa Fe; allí Kovalchuk se ubicó en una mesa ocupada por un rubio corpulento y panzón. Era Blizniouk. Ambos departieron hasta caer la noche. Imágenes de dicha “cumbre” fueron tomadas por las cámaras de los perseguidores.
También hubo fotografías de ambos al día siguiente en el restaurante La Leyenda, de Córdoba y Suipacha.
Y el jueves hubo más registros visuales de Kovalchuk en la confitería de Florida y Córdoba, pero esta vez departiendo con Chikalo.
Al cabo de esas reuniones se desechó la alternativa de llevar la droga en el jet porque las escalas de reabastecimiento eran un riesgo innecesario.
Por dos meses, el todo nuevamente de aquietó.
Hasta la sorpresiva visita oficial del secretario Patrushev.
Moscú no cree en lágrimas
Hacía un año y medio que las 32 valijas del agregado Abyanov permanecían en el depósito de la calle Posadas. Y ya habían transcurrido doce meses desde el cambiazo de sustancias. Entonces se presentó la posibilidad de aprovechar el aerobús del gobierno ruso que trajo al colaborador de Putin.
No hubo ningún inconveniente para embarcar ese equipaje en la bodega de aquel imponente Túpolev Tu-154. Chikalo se encargó de la tarea. También había un empleado de la Embajada supervisando el asunto.
Al atardecer del 9 de diciembre el inspector Blizniouk, quien estaba de servicio en el ISSP, se enteró por teléfono de que el cargamento iba en camino hacia Moscú. Enseguida llamó al Señor K a Hamburgo.
Ignoraban que el viaje protocolar de Patrushev a la Argentina había sido en realidad una tapadera para facilitar la “entrega controlada” de la harina.
El avión llegó al aeropuerto moscovita en la mañana siguiente. Tres días después dos cómplices locales –Ishtimir Khubzhamov y Vladimir Kalmykov– cayeron al buscar el cargamento en un depósito situado cerca del aeropuerto.
Abyanov era arrestado en simultáneo.
Por alguna inexplicable razón, durante casi diez semanas Blizniouk y Chikalo no fueron importunados por ese desenlace. Ellos tampoco variaron sus hábitos de vida. Como si nada hubiera ocurrido. Como si todo hubiera sido un sueño. El policía hasta se permitió con su esposa un viaje de placer a Italia, España y Alemania. Pero ni bien llegó a Ezeiza le amarrocaron las muñecas. Idéntica suerte corrió el mecánico en su taller de Saavedra.
El sueño para ellos había terminado. Pero no para el Señor K, ya que su paradero sigue siendo un misterio.
Aún así la ministra Bullrich se ufana por su epopeya investigativa
¿Qué pensara el señor Patterson al respecto?