Por: Constanza Moreira, Senadora
Ene 21, 2018
En el año 2008, “el campo” (nombre demasiado genérico para referir a un factor de producción tan atravesado por las contradicciones del capitalismo periférico y las desigualdades de clase) le dio un buen sacudón a la política argentina. Resistiendo la política de retenciones móviles a las exportaciones de granos, organizaciones empresariales representativas de la producción agro-ganadera realizaron un lock out patronal o paro agropecuario.
El conflicto tuvo importantes costos para el gobierno de Cristina Fernández (que no impidieron su reelección años después) pero tuvo la virtud de poner de manifiesto un conflicto productivo y social que enfrentaba al trabajo con el capital y al gobierno con las presiones de la vieja y nueva “oligarquía agraria” (riquísima, autoritaria, despótica).
Este verano, “el campo uruguayo” ha decidido dar su propia lucha distributiva, cuyos objetivos y agenda distan de estar bien definidos, pero cuyas movilizaciones han sorprendido hasta a ellos mismos. Mientras que en algunos departamentos del país la filiación partidaria de buena parte de sus acólitos está clara (es un paro “contra el gobierno”), en otros, las movilizaciones han contado con pequeños o medianos productores y una “clase media agraria” difícil de cuantificar.
La pregunta acerca de cuánto de este conflicto es real -material- y cuánto simbólico (político, superestructural, ideológico), no es fácil responder. Pero es claro que estamos ante una batalla distributiva que no es precisamente entre “el campo y la ciudad”, sino entre capitalistas y trabajadores, y peor aún, entre dueños de la tierra y productores.
En el año 2008, “el campo” (nombre demasiado genérico para referir a un factor de producción tan atravesado por las contradicciones del capitalismo periférico y las desigualdades de clase) le dio un buen sacudón a la política argentina. Resistiendo la política de retenciones móviles a las exportaciones de granos, organizaciones empresariales representativas de la producción agro-ganadera realizaron un lock out patronal o paro agropecuario.
El conflicto tuvo importantes costos para el gobierno de Cristina Fernández (que no impidieron su reelección años después) pero tuvo la virtud de poner de manifiesto un conflicto productivo y social que enfrentaba al trabajo con el capital y al gobierno con las presiones de la vieja y nueva “oligarquía agraria” (riquísima, autoritaria, despótica).
Este verano, “el campo uruguayo” ha decidido dar su propia lucha distributiva, cuyos objetivos y agenda distan de estar bien definidos, pero cuyas movilizaciones han sorprendido hasta a ellos mismos. Mientras que en algunos departamentos del país la filiación partidaria de buena parte de sus acólitos está clara (es un paro “contra el gobierno”), en otros, las movilizaciones han contado con pequeños o medianos productores y una “clase media agraria” difícil de cuantificar.
La pregunta acerca de cuánto de este conflicto es real -material- y cuánto simbólico (político, superestructural, ideológico), no es fácil responder. Pero es claro que estamos ante una batalla distributiva que no es precisamente entre “el campo y la ciudad”, sino entre capitalistas y trabajadores, y peor aún, entre dueños de la tierra y productores.
Si no apreciamos estas contradicciones y abrimos la “caja negra” del conflicto, podemos quedar rehenes de una demanda especulativa, inorgánica, y de la que sólo puede sacar partido la derecha.
Las manifestaciones de estos días han puesto en cuestión, asimismo, las políticas cambiaria, fiscal, laboral y social del gobierno, es decir, casi todo. Pero la misma política económica los llevó, en el pasado, a obtener extraordinarias ganancias. Y ahora que el agro enfrenta dificultades (como todo el país las enfrenta, y buena parte de la región), ninguna de las políticas cuestionadas parecen ser parte sustancial del problema.
Empecemos con el tema de los “costos”: si éstos son altos, la rentabilidad de los empresarios rurales se deteriora. Los costos no han crecido, pero como otras cosas han decrecido (el precio de los commodities, la demanda externa, entre otros), ahora los precios parecen altos.
Las manifestaciones de estos días han puesto en cuestión, asimismo, las políticas cambiaria, fiscal, laboral y social del gobierno, es decir, casi todo. Pero la misma política económica los llevó, en el pasado, a obtener extraordinarias ganancias. Y ahora que el agro enfrenta dificultades (como todo el país las enfrenta, y buena parte de la región), ninguna de las políticas cuestionadas parecen ser parte sustancial del problema.
Empecemos con el tema de los “costos”: si éstos son altos, la rentabilidad de los empresarios rurales se deteriora. Los costos no han crecido, pero como otras cosas han decrecido (el precio de los commodities, la demanda externa, entre otros), ahora los precios parecen altos.
Pero la demanda sobre los costos energéticos sólo enmascara un pedido de subsidio, ya que éstos siempre han sido altos, especialmente durante los gobiernos blancos y colorados y no parece haber solución rápida a este problema.
¿Qué se está pidiendo entonces? ¿Que el Estado les subsidie los costos energéticos? ¿Y por qué el Estado habría de subsidiárselos a ellos y no al resto de la ciudadanía? Allí lo único que parece apropiado es separar a los sectores y empresarios que están en verdaderos apuros, de los que sólo protestan porque ya no pueden obtener las pingües ganancias del pasado.
Sobre la política fiscal, los argumentos son ya tan manidos y conocidos que poco puede agregarse. Evidentemente, ni el IRAE, ni el IRPF, ni el Impuesto a Primaria afecta la rentabilidad del sector, ya que la presión impositiva sobre el agro en Uruguay es más que moderada y la presión tributaria sobre el factor “tierra” muy inferior a la que requeriría una política de redistribución de activos que permitiera superar la desigualdad endémica del país. Sin duda, un abaratamiento de todos estos “costos fiscales” los ayudaría, pero el agro no atraviesa una situación difícil como resultado de la presión fiscal del Uruguay.
La gota que colmó el vaso de la paciencia de muchos uruguayos y uruguayas fue la disputa contra las políticas sociales del MIDES. El gasto destinado a las políticas sociales para los más pobres es ínfimo, y lo que sí compromete el presupuesto es el gasto en educación, salud y seguridad social. Pero “el campo” no elegirá comprarse un conflicto con jubilados y trabajadores, maestros y alumnos, usuarios de la salud y médicos, so pena de perder apoyo.
El problema de la renta de la tierra
En un reciente artículo especializado escrito por Gabriel Oyhantçabal y Martín Sanguinetti , los autores sostienen que “el campo” es uno de los factores determinantes de la desigualdad en Uruguay, y el hueso duro de roer de cualquier política que pretenda distribuir factores de producción (como la tierra y el capital) y no meramente ingresos. Allí se argumenta que en la crisis de 2002, los dueños de la tierra y los capitalistas (los que la producen, sea que las posean o no) lograron mantener su participación relativa en el producto nacional a costa de los asalariados. Aunque entre 2004 y 2013, los años de “oro”, todos ganaron, quienes más ganaron fueron los dueños de la tierra.
El aumento del valor de la misma es determinante en esta ecuación y fija la “renta de la tierra”, que es clave en el desarrollo de un país agropecuario como el nuestro. Ahora que el ciclo expansivo se agotó, la rentabilidad disminuyó, y “no nos dan los costos” es la forma elíptica que emplean para decirlo. Pero el gobierno no tiene la culpa, y es aquí cuando la movilización se vuelve político-partidaria (e irracional).
Es el proceso de acumulación del capital en el agro en un contexto no expansivo de la economía lo que está en juego, y una parte del problema es la renta de la tierra (como dijo un productor movilizado, en un programa en la televisión: “y…nos va a salir más barato arrendar que producir”). Oyhantçabal y Sanguinetti señalan que, dada la política de reducción de la presión tributaria que ya ensayó el gobierno, hoy “se vuelve transparente la forma en que el “el sector ‘exige’ una masa extra de ganancias para remunerar a los terratenientes”.
Ahora bien, si las soluciones para “salvar al agro” -propuestas por ellos mismos- son por la vía de reducir los ingresos de los trabajadores, recortar los gastos en salud y educación, o vender las empresas públicas (para reducir costos o -peor aún- “hacer caja”), lo que se pretende es volver atrás. A lo mismo que condujo al país al atraso, la recesión y las crisis cíclicas de la última mitad del siglo XX.
No, esa no puede ser la solución. La rentabilidad del sector no puede asegurarse sobre la base del “ajuste del cinturón” del resto del país (el agro no es “quien produce” la riqueza del Uruguay, es una parte de ese proceso, en el que hay otros sectores dinámicos y, sin duda, capital humano). Por fortuna, hoy no hay condiciones políticas para someterse a una presión tan perversa. Pero el campo se prepara para 2019 y esto es un ensayo general de orquesta.
Al gobierno le competerá la difícil tarea de negociar lo negociable con los sectores más afectados, buscar soluciones más o menos genuinas que signifiquen algo más que poner instrumentos financieros a disposición (como el crédito), y tener mucha paciencia. Deberá separar las presiones de quienes fueron enriquecidos por las súper rentas del pasado y ahora pujan por su ganancia, de aquellos que ven efectivamente comprometida su producción.
Y unos y otros deberán tener claro que el proceso de plusvalor que no surge del proceso productivo sino del monopolio privado de la tierra, como apuntan Oyhantçabal y Sanguinetti, es una de las limitantes más importantes del desarrollo uruguayo y está hoy en el centro del problema.
Al movimiento “del campo”, en plena fase de evolución, le corresponderá entender la verdad más simple de la política: para ganar hay que convencer. Hoy la mayoría de la población no entiende bien cuáles son sus reclamos ni cuán legítimos, ya que percibe que han amasado una gran cantidad de dinero en la última década.
La alianza “de clases” entre productores familiares y terratenientes (y asalariados) en nombre “del campo” es falaz y solo puede ser coyuntural, pero la izquierda debe saber cómo y cuándo actuar. Si como resultado del conflicto la población tuviera que enfrentar cualquier conflicto de desabastecimiento, la balanza no se va a inclinar ciertamente a su favor y habrán perdido la primera mitad de su batalla que hoy se juega en la política de la protesta pública.
¿Qué se está pidiendo entonces? ¿Que el Estado les subsidie los costos energéticos? ¿Y por qué el Estado habría de subsidiárselos a ellos y no al resto de la ciudadanía? Allí lo único que parece apropiado es separar a los sectores y empresarios que están en verdaderos apuros, de los que sólo protestan porque ya no pueden obtener las pingües ganancias del pasado.
Sobre la política fiscal, los argumentos son ya tan manidos y conocidos que poco puede agregarse. Evidentemente, ni el IRAE, ni el IRPF, ni el Impuesto a Primaria afecta la rentabilidad del sector, ya que la presión impositiva sobre el agro en Uruguay es más que moderada y la presión tributaria sobre el factor “tierra” muy inferior a la que requeriría una política de redistribución de activos que permitiera superar la desigualdad endémica del país. Sin duda, un abaratamiento de todos estos “costos fiscales” los ayudaría, pero el agro no atraviesa una situación difícil como resultado de la presión fiscal del Uruguay.
La gota que colmó el vaso de la paciencia de muchos uruguayos y uruguayas fue la disputa contra las políticas sociales del MIDES. El gasto destinado a las políticas sociales para los más pobres es ínfimo, y lo que sí compromete el presupuesto es el gasto en educación, salud y seguridad social. Pero “el campo” no elegirá comprarse un conflicto con jubilados y trabajadores, maestros y alumnos, usuarios de la salud y médicos, so pena de perder apoyo.
El problema de la renta de la tierra
En un reciente artículo especializado escrito por Gabriel Oyhantçabal y Martín Sanguinetti , los autores sostienen que “el campo” es uno de los factores determinantes de la desigualdad en Uruguay, y el hueso duro de roer de cualquier política que pretenda distribuir factores de producción (como la tierra y el capital) y no meramente ingresos. Allí se argumenta que en la crisis de 2002, los dueños de la tierra y los capitalistas (los que la producen, sea que las posean o no) lograron mantener su participación relativa en el producto nacional a costa de los asalariados. Aunque entre 2004 y 2013, los años de “oro”, todos ganaron, quienes más ganaron fueron los dueños de la tierra.
El aumento del valor de la misma es determinante en esta ecuación y fija la “renta de la tierra”, que es clave en el desarrollo de un país agropecuario como el nuestro. Ahora que el ciclo expansivo se agotó, la rentabilidad disminuyó, y “no nos dan los costos” es la forma elíptica que emplean para decirlo. Pero el gobierno no tiene la culpa, y es aquí cuando la movilización se vuelve político-partidaria (e irracional).
Es el proceso de acumulación del capital en el agro en un contexto no expansivo de la economía lo que está en juego, y una parte del problema es la renta de la tierra (como dijo un productor movilizado, en un programa en la televisión: “y…nos va a salir más barato arrendar que producir”). Oyhantçabal y Sanguinetti señalan que, dada la política de reducción de la presión tributaria que ya ensayó el gobierno, hoy “se vuelve transparente la forma en que el “el sector ‘exige’ una masa extra de ganancias para remunerar a los terratenientes”.
Ahora bien, si las soluciones para “salvar al agro” -propuestas por ellos mismos- son por la vía de reducir los ingresos de los trabajadores, recortar los gastos en salud y educación, o vender las empresas públicas (para reducir costos o -peor aún- “hacer caja”), lo que se pretende es volver atrás. A lo mismo que condujo al país al atraso, la recesión y las crisis cíclicas de la última mitad del siglo XX.
No, esa no puede ser la solución. La rentabilidad del sector no puede asegurarse sobre la base del “ajuste del cinturón” del resto del país (el agro no es “quien produce” la riqueza del Uruguay, es una parte de ese proceso, en el que hay otros sectores dinámicos y, sin duda, capital humano). Por fortuna, hoy no hay condiciones políticas para someterse a una presión tan perversa. Pero el campo se prepara para 2019 y esto es un ensayo general de orquesta.
Al gobierno le competerá la difícil tarea de negociar lo negociable con los sectores más afectados, buscar soluciones más o menos genuinas que signifiquen algo más que poner instrumentos financieros a disposición (como el crédito), y tener mucha paciencia. Deberá separar las presiones de quienes fueron enriquecidos por las súper rentas del pasado y ahora pujan por su ganancia, de aquellos que ven efectivamente comprometida su producción.
Y unos y otros deberán tener claro que el proceso de plusvalor que no surge del proceso productivo sino del monopolio privado de la tierra, como apuntan Oyhantçabal y Sanguinetti, es una de las limitantes más importantes del desarrollo uruguayo y está hoy en el centro del problema.
Al movimiento “del campo”, en plena fase de evolución, le corresponderá entender la verdad más simple de la política: para ganar hay que convencer. Hoy la mayoría de la población no entiende bien cuáles son sus reclamos ni cuán legítimos, ya que percibe que han amasado una gran cantidad de dinero en la última década.
La alianza “de clases” entre productores familiares y terratenientes (y asalariados) en nombre “del campo” es falaz y solo puede ser coyuntural, pero la izquierda debe saber cómo y cuándo actuar. Si como resultado del conflicto la población tuviera que enfrentar cualquier conflicto de desabastecimiento, la balanza no se va a inclinar ciertamente a su favor y habrán perdido la primera mitad de su batalla que hoy se juega en la política de la protesta pública.