Por Carolina Vásquez Araya
En 26/02/2022
La mayoría de las acciones proyectadas desde cualquier ámbito de autoridad de nuestro entorno social, nos obligan a aceptar mitos, pensamientos o decisiones basadas en una verdad sobre la cual, por lo general, no tenemos constancia. La manera como se nos entrena desde la infancia para recibir instrucciones y modelar nuestros pensamientos y creencias de acuerdo con preceptos supuestamente inamovibles y correctos, va dejando su impronta en el transcurso de nuestro paso por distintas etapas de la vida.
Es así como nos convertimos en parte de una comunidad, cuya característica principal es la coincidencia de valores, normas y una concepción determinada de la verdad. Todo lo cual, implica la aceptación tácita de su condición como fundamento de aquello en lo que basamos nuestra conducta.
La fuerza derivada de una posición de autoridad, en los sistemas imperfectos de sociedades como las nuestras, entrañan enormes peligros. Uno de ellos es la confusa relación entre distintos centros de poder -político, religioso, económico- cuyas escalas de valores se encuentran distorsionadas y sujetas a una concepción de sus objetivos y sus postulados ajena al interés y al bienestar de sus pueblos. Es así como, en pleno siglo de la tecnología y las ciencias, el poder se apoya en el progresivo debilitamiento de las capacidades intelectuales, físicas y psicológicas de las sociedades desde las cuales se alimenta su fuerza.
Desde tiempos remotos, las autoridades del ámbito espiritual -cuyo imperio se considera indiscutible- invocan la sumisión y la obediencia ciegas a preceptos asociados con otros estamentos de poder, como apoyo incondicional a sistemas verticales de discriminación, explotación e injusticia; y, para ello, apelan a la capacidad humana de aceptar la inconmensurable fuerza de la fe como parapeto contra la fuerza de la razón. Del miedo a lo desconocido y la aceptación de la pobreza como inevitable condena divina, las estrategias concebidas desde las naciones más poderosas consiguen invadir los espacios espirituales de países del tercer y cuarto mundos. Estrategias cuya efectividad ha consistido en la sumisión de los más pobres en recursos intelectuales, económicos e ideológicos, con el objetivo de mantener un estatus establecido desde los poderes político y económico.
El debilitamiento progresivo de las políticas públicas en el ámbito educativo es una de las formas más perversas de un Estado para someter a la población a una incapacidad de análisis y reflexión provocada a propósito; estas valiosas herramientas intelectuales son consideradas, desde los centros de poder, como una amenaza a cualquier proyecto de gobernanza. De ahí la dicotomía existente entre los postulados políticos y la realidad de las gestiones gubernamentales en la mayoría de países en desarrollo. Como apoyo a ese debilitamiento de la fuerza popular, se instaura de manera paralela una serie de obstáculos al acceso a la salud, a la alimentación y a sus capacidades para gestionar organizaciones comunitarias.
La fe suele definirse como aceptación en una creencia, como una convicción que admite lo absoluto. Mientras, la razón se funda en la evidencia. La deformación de los fundamentos que dan sentido a la fe, tal y como se ha evidenciado a lo largo de la historia y, recientemente, de la crisis sanitaria que experimenta el mundo, constituyen una evidencia de los profundos alcances de la manipulación y el engaño ejercido desde esos ámbitos de poder en contra de la razón y el interés público.
Así como se deforma el concepto de verdad desde el discurso político, escondido tras el sermón religioso, de igual modo se compromete el derecho a la salud y a la vida de millones de seres humanos, cuya carencia endémica de recursos de análisis y reflexión la condenan a aceptar como ciertos los conceptos vertidos desde los ámbitos de autoridad. Por eso, nuestras supuestas democracias nacen desprovistas de la fuerza necesaria para consolidarse y por eso, también, los más pobres se enfrentan a una realidad en donde la fe se confunde con la más injusta resignación.
Los pueblos se debaten entre las esperanzas vanas y las realidades crudas.
(*) Periodista, editora y columnista chilena. Vive en Guatemala.
La mayoría de las acciones proyectadas desde cualquier ámbito de autoridad de nuestro entorno social, nos obligan a aceptar mitos, pensamientos o decisiones basadas en una verdad sobre la cual, por lo general, no tenemos constancia. La manera como se nos entrena desde la infancia para recibir instrucciones y modelar nuestros pensamientos y creencias de acuerdo con preceptos supuestamente inamovibles y correctos, va dejando su impronta en el transcurso de nuestro paso por distintas etapas de la vida.
Es así como nos convertimos en parte de una comunidad, cuya característica principal es la coincidencia de valores, normas y una concepción determinada de la verdad. Todo lo cual, implica la aceptación tácita de su condición como fundamento de aquello en lo que basamos nuestra conducta.
La fuerza derivada de una posición de autoridad, en los sistemas imperfectos de sociedades como las nuestras, entrañan enormes peligros. Uno de ellos es la confusa relación entre distintos centros de poder -político, religioso, económico- cuyas escalas de valores se encuentran distorsionadas y sujetas a una concepción de sus objetivos y sus postulados ajena al interés y al bienestar de sus pueblos. Es así como, en pleno siglo de la tecnología y las ciencias, el poder se apoya en el progresivo debilitamiento de las capacidades intelectuales, físicas y psicológicas de las sociedades desde las cuales se alimenta su fuerza.
Desde tiempos remotos, las autoridades del ámbito espiritual -cuyo imperio se considera indiscutible- invocan la sumisión y la obediencia ciegas a preceptos asociados con otros estamentos de poder, como apoyo incondicional a sistemas verticales de discriminación, explotación e injusticia; y, para ello, apelan a la capacidad humana de aceptar la inconmensurable fuerza de la fe como parapeto contra la fuerza de la razón. Del miedo a lo desconocido y la aceptación de la pobreza como inevitable condena divina, las estrategias concebidas desde las naciones más poderosas consiguen invadir los espacios espirituales de países del tercer y cuarto mundos. Estrategias cuya efectividad ha consistido en la sumisión de los más pobres en recursos intelectuales, económicos e ideológicos, con el objetivo de mantener un estatus establecido desde los poderes político y económico.
El debilitamiento progresivo de las políticas públicas en el ámbito educativo es una de las formas más perversas de un Estado para someter a la población a una incapacidad de análisis y reflexión provocada a propósito; estas valiosas herramientas intelectuales son consideradas, desde los centros de poder, como una amenaza a cualquier proyecto de gobernanza. De ahí la dicotomía existente entre los postulados políticos y la realidad de las gestiones gubernamentales en la mayoría de países en desarrollo. Como apoyo a ese debilitamiento de la fuerza popular, se instaura de manera paralela una serie de obstáculos al acceso a la salud, a la alimentación y a sus capacidades para gestionar organizaciones comunitarias.
La fe suele definirse como aceptación en una creencia, como una convicción que admite lo absoluto. Mientras, la razón se funda en la evidencia. La deformación de los fundamentos que dan sentido a la fe, tal y como se ha evidenciado a lo largo de la historia y, recientemente, de la crisis sanitaria que experimenta el mundo, constituyen una evidencia de los profundos alcances de la manipulación y el engaño ejercido desde esos ámbitos de poder en contra de la razón y el interés público.
Así como se deforma el concepto de verdad desde el discurso político, escondido tras el sermón religioso, de igual modo se compromete el derecho a la salud y a la vida de millones de seres humanos, cuya carencia endémica de recursos de análisis y reflexión la condenan a aceptar como ciertos los conceptos vertidos desde los ámbitos de autoridad. Por eso, nuestras supuestas democracias nacen desprovistas de la fuerza necesaria para consolidarse y por eso, también, los más pobres se enfrentan a una realidad en donde la fe se confunde con la más injusta resignación.
Los pueblos se debaten entre las esperanzas vanas y las realidades crudas.
(*) Periodista, editora y columnista chilena. Vive en Guatemala.