Por Jorge Elbaum
En 19/02/2022
El narcotráfico y las adicciones endémicas y generalizadas son subproductos del neoliberalismo. Su generalización supone un sufrimiento social no evaluado en profundidad. Se aloja de forma más dañina entre personas vulnerables.
Pero no se suele nombrar al entramado que habilita ese malestar: la abolición de los proyectos compartidos, la ausencia de futuro ligado a la cultura del trabajo, la rotura de los lazos de solidaridad, el desprecio institucionalizado por la ternura, el culto sórdido por la riqueza, el narcisismo y el “sálvese quien pueda”.
La generalización del consumo de sustancias adictivas se incrementó a nivel global, curiosamente, en el mismo periodo en que la especulación financiera se convirtió en una actividad legitimada por las institucionas políticas hace medio siglo.
Para la década del ´70 del siglo pasado la financiarización estaba prohibida por los Estados. Su desregulación abrió las puertas de un abismo donde el narcotráfico filtra sus transacciones y sus beneficios.
No hay narcotráfico sin desregulación financiera porque sus grandes magnates necesitan Estados débiles. El neoliberalismo es ese sistema que permite a los poderosos obtener dinero sin vincularse en forma directa con el mundo productivo. Sin tener que lidiar con aquello que desprecian profundamente: los trabajadores.
Cuando la acumulación de dinero puede llevarse a cabo a través de una autonomía relativa de la producción material (y de los asalariados) la subocupación, la desocupación y la precarización se consolidaron como una norma “naturalizada”.
Frente a esa realidad, los laburantes empezaron a sufrir un fuerte vacío existencial por donde se filtra, también, el desprecio a la vida. Eso que tenían para ofrecer (y que tienen) –su laboriosidad, su ilusión de ascenso social con el esfuerzo– deja de ser posible. Se quiebra una identidad. Y también su orgullo y su lazo con otros.
Ahora están más solos. Y gran parte de lo que pueden ofrecer a la sociedad es despreciado por lenguajes financiarizados de fondos de inversión, de deudas externas y de pantallas televisivas de lxs opinadores y famosxs que les enrostran la riqueza en la cara.
La destrucción del trabajo como centro de la vida económica produjo un vacío estructural que empezó a pagarse con la rotura de la subjetividad de los más humildes.
Desde los años ochenta del siglo pasado –cuando se instituyó el neoliberalismo como lógica social hegemónica– el narcotráfico y el consumo crecieron de forma exponencial, tanto en Argentina como en el resto del mundo.
En 1975, antes de la instauración de la dictadura genocida, la presencia de la cocaína en Argentina era nula y los consumos se consideraban esporádicos o asociados a situaciones puntuales.
Este modelo lo imponen, en América Latina, las elites locales en connivencia con sus mandantes de Washington, quienes se benefician de la extracción de riqueza que la lógica financiera habilita.
Para esa expoliación utilizan las “guaridas fiscales”. Las mismas por donde circulan cientos de millones de dólares de las corporaciones mafiosas del narco.
Hasta la llegada del neoliberalismo, cuando todavía el trabajo era el centro de la vida de los trabajadores, los entornos familiares, comunitarios y sociales habían desarrollado formas eficientes de contener y tramitar este tipo de padecimientos.
Medio siglo después, las adicciones a diferentes sustancias se han consolidado como una problemática de salud pública indudable cuyas víctimas mayoritarias pertenecen a los sectores populares.
En forma paralela, el narcotráfico se consolida como una actividad mafiosa que maneja ingentes recursos capaces de adquirir empresas, comprar silencios o entregar a perejiles para hacerle creer a la sociedad que los grandes narcos viven en villas.
Sin embargo, los verdaderos dueños del negocio no se dedican al menudeo. Son los encargados de una logística que dispone de aviones, barcos e incluso submarinos. Sus propietarios viven en barrios cerrados y sus beneficios están a buen recaudo de la misma lógica financiera que desintegra la vida de los pueblos.
Las víctimas, otra vez, son mayoritariamente los más humildes. Unos por convertirse en soldaditos de una lógica que los condena a la celebración de los nuevos becerros de oro (y al desprecio de toda vida). Y los otros –la gran mayoría–, por transformarse en sujetos cautivos de sustancias que los hacen enajenarse del mismo sistema que los ningunea.
Si se quiere enfrentar el flagelo en forma estratégica se requieren dos acciones: un Estado que logre garantizar una comunidad de trabajo, ajena a la lógica financiera, y un proyecto de ciudadanización que sea capaz de articular en torno a la solidaridad, la comunidad local y la esperanza. Mientras tanto –hasta que no podamos lograr ese modelo integral de inclusión– habrá que redoblar el esfuerzo por cuidar el territorio sagrado (de la vida) de lxs pibxs.
*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)
En 19/02/2022
El narcotráfico y las adicciones endémicas y generalizadas son subproductos del neoliberalismo. Su generalización supone un sufrimiento social no evaluado en profundidad. Se aloja de forma más dañina entre personas vulnerables.
Pero no se suele nombrar al entramado que habilita ese malestar: la abolición de los proyectos compartidos, la ausencia de futuro ligado a la cultura del trabajo, la rotura de los lazos de solidaridad, el desprecio institucionalizado por la ternura, el culto sórdido por la riqueza, el narcisismo y el “sálvese quien pueda”.
La generalización del consumo de sustancias adictivas se incrementó a nivel global, curiosamente, en el mismo periodo en que la especulación financiera se convirtió en una actividad legitimada por las institucionas políticas hace medio siglo.
Para la década del ´70 del siglo pasado la financiarización estaba prohibida por los Estados. Su desregulación abrió las puertas de un abismo donde el narcotráfico filtra sus transacciones y sus beneficios.
No hay narcotráfico sin desregulación financiera porque sus grandes magnates necesitan Estados débiles. El neoliberalismo es ese sistema que permite a los poderosos obtener dinero sin vincularse en forma directa con el mundo productivo. Sin tener que lidiar con aquello que desprecian profundamente: los trabajadores.
Cuando la acumulación de dinero puede llevarse a cabo a través de una autonomía relativa de la producción material (y de los asalariados) la subocupación, la desocupación y la precarización se consolidaron como una norma “naturalizada”.
Frente a esa realidad, los laburantes empezaron a sufrir un fuerte vacío existencial por donde se filtra, también, el desprecio a la vida. Eso que tenían para ofrecer (y que tienen) –su laboriosidad, su ilusión de ascenso social con el esfuerzo– deja de ser posible. Se quiebra una identidad. Y también su orgullo y su lazo con otros.
Ahora están más solos. Y gran parte de lo que pueden ofrecer a la sociedad es despreciado por lenguajes financiarizados de fondos de inversión, de deudas externas y de pantallas televisivas de lxs opinadores y famosxs que les enrostran la riqueza en la cara.
La destrucción del trabajo como centro de la vida económica produjo un vacío estructural que empezó a pagarse con la rotura de la subjetividad de los más humildes.
Desde los años ochenta del siglo pasado –cuando se instituyó el neoliberalismo como lógica social hegemónica– el narcotráfico y el consumo crecieron de forma exponencial, tanto en Argentina como en el resto del mundo.
En 1975, antes de la instauración de la dictadura genocida, la presencia de la cocaína en Argentina era nula y los consumos se consideraban esporádicos o asociados a situaciones puntuales.
Este modelo lo imponen, en América Latina, las elites locales en connivencia con sus mandantes de Washington, quienes se benefician de la extracción de riqueza que la lógica financiera habilita.
Para esa expoliación utilizan las “guaridas fiscales”. Las mismas por donde circulan cientos de millones de dólares de las corporaciones mafiosas del narco.
Hasta la llegada del neoliberalismo, cuando todavía el trabajo era el centro de la vida de los trabajadores, los entornos familiares, comunitarios y sociales habían desarrollado formas eficientes de contener y tramitar este tipo de padecimientos.
Medio siglo después, las adicciones a diferentes sustancias se han consolidado como una problemática de salud pública indudable cuyas víctimas mayoritarias pertenecen a los sectores populares.
En forma paralela, el narcotráfico se consolida como una actividad mafiosa que maneja ingentes recursos capaces de adquirir empresas, comprar silencios o entregar a perejiles para hacerle creer a la sociedad que los grandes narcos viven en villas.
Sin embargo, los verdaderos dueños del negocio no se dedican al menudeo. Son los encargados de una logística que dispone de aviones, barcos e incluso submarinos. Sus propietarios viven en barrios cerrados y sus beneficios están a buen recaudo de la misma lógica financiera que desintegra la vida de los pueblos.
Las víctimas, otra vez, son mayoritariamente los más humildes. Unos por convertirse en soldaditos de una lógica que los condena a la celebración de los nuevos becerros de oro (y al desprecio de toda vida). Y los otros –la gran mayoría–, por transformarse en sujetos cautivos de sustancias que los hacen enajenarse del mismo sistema que los ningunea.
Si se quiere enfrentar el flagelo en forma estratégica se requieren dos acciones: un Estado que logre garantizar una comunidad de trabajo, ajena a la lógica financiera, y un proyecto de ciudadanización que sea capaz de articular en torno a la solidaridad, la comunidad local y la esperanza. Mientras tanto –hasta que no podamos lograr ese modelo integral de inclusión– habrá que redoblar el esfuerzo por cuidar el territorio sagrado (de la vida) de lxs pibxs.
*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)