No hay nada que festejar
Por Mario Rapoport
25 de febrero de 2022
El gobernante del reino dijo, ni bien asumió, que había recibido una herencia económica negativa del gobierno plebeyo anterior a la reforma constitucional, y que por suerte se pudo reestablecer el antiguo virreinato en lugar de la república populista. Se decidió denominar virrey al jefe de estado, para demostrar su vinculación ancestral con el último rey español que los gobernó hasta que se independizaron. Muchos deploraban el haber repelido dos veces a los ingleses, que los querían hacer formar parte de un imperio mejor y ahora serían llamados la Canadá del Sur o la Australia latinoamericana.
La cuestión principal para el virrey era que los gobiernos plebeyos anteriores aplicaron políticas que sólo fomentaban la existencia de un ejército de vagos, quienes comían a expensas de la gente bien con el dinero de sus impuestos y eso producía crisis sucesivas.
Estando ya en el poder les dio lo que pedían a unos molestos buitres que se alimentaban de la carroña de bonos que no tenían valor en el mercado, pero al que los jueces del país acreedor les reconocían su valor original. Pensó que así vendrían grandes inversiones por ser tan cumplidores. Recibió nuevos préstamos, pero la mayor parte de ese dinero fue manejado por empresarios amigos del virrey y se fugaron al exterior buscando refugio en los paraísos fiscales. En una economía donde se liberaron completamente los mecanismos de control creyendo que los mercados se controlaban ellos mismos, las inversiones en vez de crecer decrecieron y muchas empresas fueron desapareciendo junto con un alto número de empleados y obreros que quedaban desocupados y protestaban.
El PIB cayó y los índices inflacionarios se fueron a las nubes, montados en globos parecidos a los de Julio Verne, aunque alimentados con gas de garrafa porque era más económico y porque creían que haría más lenta la subida. El consumo se achicó y la gente comía día por medio y rezaba en los otros.
Ahora llegamos al Fondo de esta historia, el buen dinero estaba guardado en el exterior y sólo quedaban en los bancos locales billetes emitidos con la firma del virrey que cada día valían menos.
El soberano decidió entonces volver a visitar de nuevo el país madre, al que iba bastante seguido y se dirigió directamente a una institución que conocía bien, aunque anteriormente, según él, un gobierno plebeyo irresponsable había cortado relaciones con ella y no sabía como lo recibirían. En su frente lucían tres grandes letras, FMI, y unas letras aclaratorias abajo que no percibía por miope. Descifrar ese idioma le resultaba más difícil que hacer negocios con sus pueblerinos, pero por su herencia italiana, idioma de su padre, traducía para sus adentros, Facciamo Moneda Internacional y las letras más chicas decían en varios idiomas Sociedad de Beneficencia Prepaga.
Entró enseguida y lo atendió una elegante y rubia señora que por sus prominentes aptitudes olfativas había ganado el campeonato mundial de catadores de fragancias y perfumes, algo muy apreciado por los jerarcas del mundo, que siempre querían oler bien, aunque no se bañaran seguido. La madame le gustó mucho, como todas las mujeres, y trató de conquistarla sonriendo de costado y abriendo bien la boca, lo que para algunos lo hacía más simpático, mientras otros asociaban el gesto a un club de fútbol del que había sido presidente. Así esperaba convencerla del negocio en el que estaba pensando.
Cuando le reveló su propósito, ella le preguntó qué había pasado con el dinero que le habían prestado anteriormente y él le confesó que por temor a la inflación, la mayor parte se había ido al exterior en una nube de internet y se esfumó rápidamente arrastrada por el huracán de especulaciones que soplaba en su país y en el mundo.
Interesada en el caso, ella volvió a preguntarle cómo había conseguido que la mayoría de sus habitantes lo votaran como virrey (era una monarquía constitucional) conociendo su afición empresarial a las apuestas e inversiones arriesgadas. El virrey le respondió que igual lo consideraban un gran empresario según las numerosas cartas que recibía por correo.
Él estaba seguro de que con su política de puertas abiertas y con la crisis mundial muchos sacarían su dinero de otros lados para apostar en un país nuevamente confiable. Pero ella sabía muy bien que el mundo no funcionaba así: cada vez más existían costumbres mafiosas que garantizaban ganancias rápidas y permanentes, protegiendo a los dueños de los negocios de no ser asaltados por otros, que a veces eran los mismos dueños enmascarados que lavaban ocultamente sus pertenencias. Su institución aceptaba esas costumbres.
El virrey le dijo que la economía de su país estaba exhausta. Para solucionar el desaguisado de sus políticas bajó los salarios, y subió las tarifas de los servicios públicos y las tasas de interés a fin de evitar que la gente fuera a comprar dinero extranjero e hiciera imposible la devolución de cualquier préstamo, pero esas medidas no sirvieron para nada. El virrey añadió compungido que no tenía presupuesto para mantener su país, que así iba a perder las próximas elecciones y para evitarlo necesitaba un nuevo financiamiento. El rostro usualmente impávido de la madame ante las desgracias ajenas escondía su alegría. Ella estaba como exaltada porque a consecuencia de los malos negocios que había hecho anteriormente y dieron lugar a una crisis mundial, su empresa se hallaba desprestigiada y al borde de la quiebra.
Ahora todo volvería a la normalidad. Para ella darle un préstamo era muy fácil, el único costo que tenía era el papel, un simple papel verde aceptado por todos sin chistar y respaldado por un poderoso banquero que la sostenía financieramente. Ese no tenía que pedir prestado a nadie, los billetes los fabricaba él mismo en el sótano de su casa.
En un todo de acuerdo, el virrey le dio a la rubia un piquito en la mejilla, se frotaron las narices como los esquimales, hacía mucho frío en Washington, y cerraron el trato. Igual, el nuevo préstamo lo terminarían pagando los nietos de su país y ellos todavía no lo comprendían o no sabían leer. Quizá por eso creía que era necesario bajar la edad de imputabilidad de la gente, porque cuando se dieran cuenta de lo que debían desde su nacimiento, hasta los chicos de primer grado podían rebelarse. Más relajados, ella le ofreció un vasito de whisky y él dio un pasito de baile y dibujo una sonrisa casi tan grande como la del Guasón, mientras agitaba una banderita celeste. Había comenzado el enamoramiento, pero duro poco, pronto los obligaron a separarse y no hubo un happy end al estilo de Hollywood.