Por William Ospina
En 05/04/2023
En 05/04/2023
¿Qué pasa en un país que fue pacificado en 1991 con la desmovilización del M19, que después fue pacificado por Álvaro Uribe con la desmovilización de los paramilitares, y que más tarde fue pacificado por Juan Manuel Santos con la desmovilización de las Farc?
¿Por qué ahora, después de tan publicitados procesos, que han producido desde una nueva constitución hasta un premio Nobel de la Paz, hay que abrir nuevos frentes de negociación y de sometimiento, en un horizonte donde los grupos activos en armas parecen cada vez más abundantes y menos comprensibles?
Sobre Colombia sigue suspendida como una espada la sentencia del historiador Erik Hobsbawm según la cual “la presencia de hombres en armas parece formar parte natural del paisaje colombiano como las colinas y los ríos”. Es claro que nuestra violencia es antigua, y es claro que aquí la violencia “no se crea ni se destruye, sino que se transforma”.
Yo se la atribuyo a varias causas: una mentalidad colonial que no ocurrió hace siglos sino que prosigue hoy su inhumana conquista de América; una sumisión servil de los gobiernos a las órdenes del mercado mundial sin atender el mercado interno, y que anula el poder creativo de la sociedad impidiendo la alianza de la fuerza de trabajo con el potencial de los suelos y los climas.
Un modelo de desarrollo subalterno que destruye por igual la agricultura y la industria; y un abandono estudiado de la economía formal que nos deja en manos de las multinacionales del saqueo de recursos, de la lógica cotidiana del rebusque y de las redes cruzadas de la corrupción y del crimen.
Así, los procesos de paz producen el efecto de una inundación en la que no se enfrenta nunca la tarea de volver el río a su cauce, sino que se gasta toda la energía en sacar sin descanso baldados de agua. Así en un viejo poema oriental un hombre barre y barre una terraza y no termina nunca porque lo que está intentando barrer son las sombras de las flores.
El M19 era la sombra de la insatisfacción de las clases medias urbanas, y su desarme nos trajo una Constitución que lo garantiza todo en el papel pero nada en la práctica. Los paramilitares son la sombra de la desprotección de los grandes propietarios rurales por un Estado que engendra delincuentes y que después los utiliza para sus guerras sucias, y para desmovilizarlos basta que se les acabe el sueldo. Las Farc eran la sombra del abandono del campo colombiano después de la violencia de los años 50, y su desmovilización simplemente dejó a los campesinos a merced de otras mafias.
No es que no sean bienintencionados esos procesos, es que la paz está en otra parte: por eso no se la construye negociando con guerreros sino potenciando las capacidades de la sociedad pacífica, la que quiere trabajar y no encuentra trabajo, la que quiere cantar en los escenarios y tiene que cantar en los semáforos, la que gasta su vida creativa en los trancones, en el rebusque y en las cárceles.
Colombia hoy no consigue ser un país porque su dirigencia nunca supo ser una| dirigencia. Sólo usan su riqueza para burlarse de los pobres, solo usan su poder inmenso para hacer trampa, no respetan al país al que le deben todo y la consecuencia es que no pueden disfrutarlo. Porque la gran paradoja de Colombia es si los pobres no pueden disfrutar de su pobreza, los ricos no pueden disfrutar de su riqueza. Y los gobiernos, como no saben qué es la paz, se especializan en hacer procesos de paz. Cada vez más numerosos, cada vez más imprecisos y cada vez menos convincentes.
Pronto aparecerá un Bukele que quiera convencernos otra vez de que la paz es la mano dura, las cárceles cada vez más grandes, y la exhibición del desamparo de los presos y de la prepotencia del poder como un espectáculo para entretener los miedos de una sociedad desesperada. Pero nunca la paz la hicieron las cárceles, como no la hicieron los forcejeos con las guerrillas y con las bandas criminales. La paz no es una causa sino una consecuencia; la paz no se hace, sino que se obtiene; la paz no produce la reconciliación, es la reconciliación la que engendra la paz.
Pero con quien tiene que reconciliarse el Estado colombiano, corrupto, obsceno, tramposo, extorsionista, parásito, pegado a los incisos y a los occisos, formalista, demorado e irresponsable no es con los delincuentes, no es con los criminales, no es con los insurrectos, es con la sociedad paciente, pacífica y postrada. Y es en primer lugar con los jóvenes que aquí terminan siendo la carne de cañón de todos los ejércitos, y que si quieren vivir y vestir como todos los muchachos del mundo lo tienen que pagar con la vida.
No les regalen nada: páguenles por sembrar árboles, por estudiar, por caminar conociendo el país, por acompañar, por hacer arte, por sembrar convivencia, por explorar la historia, por hacer expediciones botánicas, zoológicas, fluviales, por proteger a los jaguares y a los pájaros, por hacer los mapas y encontrar los rizomas de las plantas y de su utilidad, por aprender el tesoro de la medicina amazónica, por descubrir la extraordinaria riqueza geográfica del país de los desiertos de Manaure y de las lluvias eternas del Chocó, de los cañones que hay detrás de Salamina y de la mina de oro de placer que hay en las cascadas del Valle de San Juan y de Falan…
Por proteger la selva de Florencia y la selva amazónica, por recorrer los tesoros del cañón de las Hermosas y el de Garrapatas, por aprender a cultivar cien mil especies, destilar aceites esenciales y aprender a curar y a embellecer el mundo, por hacer una expedición por las letras y por las artes, por el océano de precisas memorias de Juan de Castellanos y de Tomás Carrasquilla, de esos viajeros deslumbrados que fueron Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera, Manuel Ancízar y Alfredo Molano, por el tesoro que es Colombia en cada sierra, en cada páramo, en cada tucán, en cada tángara, porque en cada rana del Chocó habría tema suficiente para una vida humana.
Y ojalá algún día nuestros gobiernos descubran que lo que se les dio no fue un presupuesto para gastar sino un tesoro para engrandecer, el poder creador de 50 millones de personas en el mejor escenario del mundo.
(*) Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.
¿Por qué ahora, después de tan publicitados procesos, que han producido desde una nueva constitución hasta un premio Nobel de la Paz, hay que abrir nuevos frentes de negociación y de sometimiento, en un horizonte donde los grupos activos en armas parecen cada vez más abundantes y menos comprensibles?
Sobre Colombia sigue suspendida como una espada la sentencia del historiador Erik Hobsbawm según la cual “la presencia de hombres en armas parece formar parte natural del paisaje colombiano como las colinas y los ríos”. Es claro que nuestra violencia es antigua, y es claro que aquí la violencia “no se crea ni se destruye, sino que se transforma”.
Yo se la atribuyo a varias causas: una mentalidad colonial que no ocurrió hace siglos sino que prosigue hoy su inhumana conquista de América; una sumisión servil de los gobiernos a las órdenes del mercado mundial sin atender el mercado interno, y que anula el poder creativo de la sociedad impidiendo la alianza de la fuerza de trabajo con el potencial de los suelos y los climas.
Un modelo de desarrollo subalterno que destruye por igual la agricultura y la industria; y un abandono estudiado de la economía formal que nos deja en manos de las multinacionales del saqueo de recursos, de la lógica cotidiana del rebusque y de las redes cruzadas de la corrupción y del crimen.
Así, los procesos de paz producen el efecto de una inundación en la que no se enfrenta nunca la tarea de volver el río a su cauce, sino que se gasta toda la energía en sacar sin descanso baldados de agua. Así en un viejo poema oriental un hombre barre y barre una terraza y no termina nunca porque lo que está intentando barrer son las sombras de las flores.
El M19 era la sombra de la insatisfacción de las clases medias urbanas, y su desarme nos trajo una Constitución que lo garantiza todo en el papel pero nada en la práctica. Los paramilitares son la sombra de la desprotección de los grandes propietarios rurales por un Estado que engendra delincuentes y que después los utiliza para sus guerras sucias, y para desmovilizarlos basta que se les acabe el sueldo. Las Farc eran la sombra del abandono del campo colombiano después de la violencia de los años 50, y su desmovilización simplemente dejó a los campesinos a merced de otras mafias.
No es que no sean bienintencionados esos procesos, es que la paz está en otra parte: por eso no se la construye negociando con guerreros sino potenciando las capacidades de la sociedad pacífica, la que quiere trabajar y no encuentra trabajo, la que quiere cantar en los escenarios y tiene que cantar en los semáforos, la que gasta su vida creativa en los trancones, en el rebusque y en las cárceles.
Colombia hoy no consigue ser un país porque su dirigencia nunca supo ser una| dirigencia. Sólo usan su riqueza para burlarse de los pobres, solo usan su poder inmenso para hacer trampa, no respetan al país al que le deben todo y la consecuencia es que no pueden disfrutarlo. Porque la gran paradoja de Colombia es si los pobres no pueden disfrutar de su pobreza, los ricos no pueden disfrutar de su riqueza. Y los gobiernos, como no saben qué es la paz, se especializan en hacer procesos de paz. Cada vez más numerosos, cada vez más imprecisos y cada vez menos convincentes.
Pronto aparecerá un Bukele que quiera convencernos otra vez de que la paz es la mano dura, las cárceles cada vez más grandes, y la exhibición del desamparo de los presos y de la prepotencia del poder como un espectáculo para entretener los miedos de una sociedad desesperada. Pero nunca la paz la hicieron las cárceles, como no la hicieron los forcejeos con las guerrillas y con las bandas criminales. La paz no es una causa sino una consecuencia; la paz no se hace, sino que se obtiene; la paz no produce la reconciliación, es la reconciliación la que engendra la paz.
Pero con quien tiene que reconciliarse el Estado colombiano, corrupto, obsceno, tramposo, extorsionista, parásito, pegado a los incisos y a los occisos, formalista, demorado e irresponsable no es con los delincuentes, no es con los criminales, no es con los insurrectos, es con la sociedad paciente, pacífica y postrada. Y es en primer lugar con los jóvenes que aquí terminan siendo la carne de cañón de todos los ejércitos, y que si quieren vivir y vestir como todos los muchachos del mundo lo tienen que pagar con la vida.
No les regalen nada: páguenles por sembrar árboles, por estudiar, por caminar conociendo el país, por acompañar, por hacer arte, por sembrar convivencia, por explorar la historia, por hacer expediciones botánicas, zoológicas, fluviales, por proteger a los jaguares y a los pájaros, por hacer los mapas y encontrar los rizomas de las plantas y de su utilidad, por aprender el tesoro de la medicina amazónica, por descubrir la extraordinaria riqueza geográfica del país de los desiertos de Manaure y de las lluvias eternas del Chocó, de los cañones que hay detrás de Salamina y de la mina de oro de placer que hay en las cascadas del Valle de San Juan y de Falan…
Por proteger la selva de Florencia y la selva amazónica, por recorrer los tesoros del cañón de las Hermosas y el de Garrapatas, por aprender a cultivar cien mil especies, destilar aceites esenciales y aprender a curar y a embellecer el mundo, por hacer una expedición por las letras y por las artes, por el océano de precisas memorias de Juan de Castellanos y de Tomás Carrasquilla, de esos viajeros deslumbrados que fueron Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera, Manuel Ancízar y Alfredo Molano, por el tesoro que es Colombia en cada sierra, en cada páramo, en cada tucán, en cada tángara, porque en cada rana del Chocó habría tema suficiente para una vida humana.
Y ojalá algún día nuestros gobiernos descubran que lo que se les dio no fue un presupuesto para gastar sino un tesoro para engrandecer, el poder creador de 50 millones de personas en el mejor escenario del mundo.
(*) Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.