Desde México
Ni ángeles, ni demonios
Escrito por: Douglas Ifrán
Domingo 23 de marzo de 2014
Nuestro país ha demostrado en las últimas décadas tener una dificultad significativa a la hora de pensarse a sí mismo en el futuro. Hemos quedados prisioneros de un presente permanente en donde corremos tras lo puntual, procuramos solucionar este o aquel conflicto, pero sin entrar a la raíz de los problemas. Pretendemos solucionar efectos, mientras dejamos intacta la fuente que origina el conflicto. Entre muchas cosas ello resulta de un mal relacionamiento con nuestro pasado.
Si no somos capaces de comprender las claves del camino que nos ha conducido hasta acá es muy difícil que podamos, siquiera imaginar, lo que nos aguarda.
Este relacionamiento deficitario con el pasado no es algo casual, ni tampoco un efecto colateral de un desarrollo apresurado y que no nos ha dado un momento de respiro para situarnos. Ese relacionamiento con el pasado es parte de un relato general que nos ha ocultado la verdadera naturaleza de los pasos dados y esto nunca es una casualidad.
No hemos avanzado en línea recta desde el ayer hasta este hoy y no somos marionetas del destino. Tampoco nuestras instituciones y elementos de nuestra cotidianidad, son resultado de la acción de grandes héroes a los que les rendimos culto en forma de múltiples rituales. Nuestras dificultades no son fruto de la perversidad de determinados personajes que se empeñan veinticuatro horas en materializar males.
Entender esto implica redimensionar nuestra memoria colectiva, recuperar voces y eliminar silencios que se han tejido sobre las mismas. Significa un volver a vernos, a comprender que somos resultado de decisiones tomadas en determinados contextos específico y de las fuerzas que se enfrentaran oportunamente representando distintos intereses.
El relato que intenta trazar una continuidad, marcar un determinado rumbo, el que para muchos es fuente de las grandes soluciones a perseguir, está construido de muchos silencios, de mucho olvido impuesto.
Esos vacíos han pretendido ser llenados por grandes mitos que proporcionan un punto de partida que tiene la particularidad de no poder ser superado y que en definitiva, todo lo que hagamos para conquistas algo mejor, debe remitirse a ese marco definido por el mito. Los ejemplos abundan. Escuchamos de modo reiterado, volver al artiguismo, luchamos por una escuela vareliana, pero en todos los casos sin tomar en cuenta la naturaleza histórica de la figura de Artigas y de Varela, el contexto que da sentido a sus palabras.
Ello no implica renegar de su existencia, no se trata de ejercer una suerte de parricidio intelectual, tan común en el terreno de la literatura, sino de verlos y pensarlos como seres de su tiempo, con sus luces y sus sombras. Aceptar que el paso de la vida ha desgastado muchas de sus propuestas más audaces. Implica si, y ello debe ser colocado en primer plano, hacer resonar nuevamente aquellos principios y valores que se han mantenido a lo largo del tiempo y que debieran ser el eje de nuestras acciones.
Por referirme puntualmente a Artigas, me interesa menos la solución concreta que propusiera para solucionar la situación de la campaña, que su afirmación de la necesidad de luchar contras los que se oponen a la pública felicidad.
No abundaré sobre Varela porque inevitablemente al tocar la temática educativa nacional siempre vamos a ver su sombra proyectada de algún modo. El Varela que hemos de rescatar es el que no está en los museos, en los monumentos, sino el de las ideas que le fueran rechazadas, las que tuvo que abandonar en pro de llevar adelante, aunque más no fuera parte de lo que pensaba.
El relato de nuestro pasado está centrado en la presencia de grandes figuras que de acuerdo a la formación ideológica de quien las maneje, ocuparan lugares de mayor o menos proyección. Lo importante que hemos de considerar es que cada una de esas figuras, cobró significación porque era capaz de materializar una síntesis del pensamiento de un conjunto de personas que llevaban adelante una determinada pelea, una búsqueda. Esto es válido para cada una de las grandes instancias de nuestro pasado.
Es claro que esas personalidades no dejaron de estampar su sello personal. Al llevar adelante una tarea de síntesis, al consolidar un determinado sentir, una sensibilidad colectiva, también aportaban lo suyo al conjunto. Se entablaba así un juego dialéctico en donde esa sensibilidad colectiva, derivaba en pensamiento estructurado y este volvía sobre la masa nutriéndola y haciéndola avanzar en la comprensión de la realidad. Ninguno por sí y ante sí portó todas las respuestas, pero como fruto de esos colectivos de que formaran parte señalan rumbos por donde encontrar preguntas y construir teoría. Esta palabra tan denigrada en el concepto de algunos es de capital importancia ya que sin teoría no habrá nunca un cambio efectivo, sin el aporte de la teoría es imposible construir la praxis llamada a transformar la realidad.
En nuestros días parecería que ya no hay espacio para las grandes figuras, todos hemos sido reducidos al anonimato de la masa ciudadana. Somos en buena medida reducidos a números. Números que nos identifican, que nos abren el acceso a determinadas cosas, que nos ubican y dan razón a algún porcentaje con los que se pretende describir nuestro sentir.
Los partidos políticos han dejado de ser representativos de un cuerpo de ideas, de una ideología, de un arraigo en determinadas tradiciones, para pasar a representar un determinado porcentaje del electorado. Los grandes medios han contribuido a simplificar el planteo, no van más allá. Como todo debe formar parte de la sociedad del espectáculo, evitemos lo complejo ya que será de difícil comprensión y por ende no genera audiencia.
Considero que como nunca para acercarnos a una comprensión de nuestra realidad con intensión de cambiar aquello que muestra claras señales de no funcionar correctamente, debemos recordar las palabras que décadas atrás pronunciara Gabriel García Márquez en el momento de recibir el Premio Nobel de Literatura. En la oportunidad el escritor colombiano refiriéndose a la forma de vernos por parte de la vieja Europa afirmó:
“Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios.”
Tradicionalmente hemos sido importadores y consumidores – reproductores de pensamiento e ideas nacidas dentro de la lógica del pensamiento eurocéntrico. Hemos aplicado y aplicamos sus “varas” para medirnos a nosotros mismos y el resultado no es sino una imagen deformada casi grotesca de nuestra existencia.
Tiempo es que despleguemos la inteligencia. Es hora de rescatar nuestras propias voces, que definamos nuestras propias unidades de medida y que reconstruyamos nuestro pasado apropiándonos de él para con ese punto de partida lanzarnos a la aventura del por – venir. Para ello debemos aprender a pensar desde el sur, desde nuestra propia existencia.
Creo que sobre esta base es que debemos desarrollar grandes discusiones que cruzan nuestra escena nacional. No desde posiciones fundamentalistas, son desde la reflexión autónoma de cada uno. Desde la ponderación y el diálogo. Muchas veces se menciona el diálogo y se señala como tal a verdaderas conversaciones de sordos. Para dialogar hay que estar dispuesto a desplegar argumentos válidos y por sobre todas las cosas dejar la puerta abierta a considerar de que quien no comparte mi pensamiento puede tener razón, parcial o total. Ello no va en menoscabo de nuestro ego sino muestra la inteligencia para escuchar. La historia, esa que se procura ocultar demuestra que quienes se mostraron intransigentes, sordos a toda opinión en contrario, representaron a la larga un triste papel y derivaron hacia el autoritarismo y la negación de los propios ideales que pretendieron sostener.
Dialogar entonces implica hacerlo – como lo señalábamos en el título – sin caer en la disyuntiva de Ángeles o Demonios